Chacko tomó el atajo que iba por entre los ladeados árboles del caucho, con lo cual sólo tenía que andar un trecho muy corto por la calle principal hasta la casa del camarada K. N. M. Pillai. Tenía un aspecto un poco absurdo caminando sobre la alfombra de hojas secas con el traje ajustado de ir al aeropuerto y la corbata flotando al viento sobre un hombro.
El camarada Pillai no estaba en casa cuando llegó Chacko. Kalyani, su mujer, con pasta de sándalo aún fresca en la frente, le invitó a sentarse en una silla plegable de acero en el pequeño cuarto de estar delantero y desapareció tras la cortina de encaje, de nilón rosa brillante, hacia una habitación oscura contigua en la que oscilaba una llamita pequeña en ana gran lámpara de aceite de latón. El empalagoso olor del incienso salía por la puerta, sobre la que un pequeño cartel de madera decía: trabajar es luchar, luchar es trabajar.
Chacko era demasiado grande para un cuarto como aquél. Las paredes azules lo agobiaban. Echó una mirada alrededor, tenso y un poco inquieto. Una toalla puesta a secar en las barras de la ventanita verde. La mesa del comedor cubierta con un mantel de plástico brillante con flores. Los mosquitos zumbaban alrededor de un racimo de plátanos pequeños que había en un plato esmaltado en blanco y con bordes azules. En un ángulo de la habitación había una pila de cocos verdes pelados. Y en el paralelogramo brillante y sombreado con rejas que la luz del sol proyectaba en el suelo, unas chanclas de caucho de niño. Junto a la mesa, un aparador con puertas de cristal. Con cortinillas estampadas por la parte de dentro que ocultaban su contenido.
La madre del camarada Pillai, una mujer mayor y muy pequeñita con una blusa marrón y un mundu color hueso, estaba sentada en el borde de una cama alta de madera colocada contra la pared y balanceaba los pies, que no le llegaban al suelo. Llevaba una toalla blanca colocada en diagonal sobre el pecho y por encima de un hombro. Una nube de mosquitos como una copa invertida zumbaba sobre su cabeza. Apoyaba una mejilla en la palma de la mano, con lo que amontonaba en ella todas las arrugas de ese lado de la cara. No tenía ni un solo centímetro sin arrugas, incluidos codos y tobillos. Sólo la piel del cuello estaba tensa y lisa, estirada sobre un bocio enorme. Era su fuente de juventud. Tenía la mirada vacía, fija en la pared de enfrente. Se movía levemente y lanzaba gruñidos rítmicos y regulares como un pasajero aburrido en un viaje largo en autobús.
Los títulos de bachiller, licenciado y doctor del camarada Pillai estaban enmarcados y colgados en la pared detrás de su cabeza.
En otra pared había una fotografía enmarcada del camarada Pillai poniéndole una guirnalda al camarada E. M. S. Namboodiripad. En primer plano se veía, sobre un atril, un micrófono brillante con un letrero que decía ajantha.
El ventilador giratorio que estaba junto a la cama repartía su brisa mecánica de forma democrática y ejemplar, por turnos: primero al poco pelo que le quedaba a la anciana señora Pillai y luego al pelo de Chacko. Los mosquitos se dispersaban e, incansables, volvían a reunirse.
A través de la ventana Chacko veía los techos de los autobuses, con equipajes en los portaequipajes, que pasaban haciendo mucho ruido. Un jeep con un altavoz pasó por delante, con la música a todo volumen: una canción del Partido Comunista que hablaba sobre el desempleo. Los coros eran en inglés y el resto en malayalam.
¡No hay vacantes! ¡No hay vacantes!
Vaya donde vaya un hombre pobre
¡No, no, no; no hay vacantes!
Kalyani regresó con un vaso de acero inoxidable con café y un plato de acero inoxidable con trocitos de plátano frito (amarillo brillante con semillas negras en el centro) para Chacko.
– Ha ido a Olassa. Regresará en cualquier momento -dijo.
Para referirse a su marido utilizaba la palabra addeham, que es una forma respetuosa de decir «él», mientras que él la llamaba edi que aproximadamente equivale a «¡Eh, tú!».
Era una mujer guapa, exuberante, con la piel de color pardo dorado y los ojos grandes. Tenía húmedo el pelo largo y encrespado y lo llevaba suelto por la espalda, trenzado sólo en la punta. Se le había mojado la parte de atrás de la ajustada blusa roja oscura, lo cual le daba un tono aún más oscuro. Las mangas cortas, también muy ajustadas, dejaban ver la curva sensual de sus brazos, carnosos y suaves, que bajaba hasta los codos con hoyuelos. El mundu blanco y el kavani estaban planchados y almidonados. Olía a sándalo y a las hierbas verdes prensadas que utilizaba en lugar de jabón. Por primera vez en varios años, Chacko la miró sin sentir el menor deseo sexual. Tenía una mujer (¿Ex mujer, Chacko!) en casa. Con pecas en los brazos y pecas en la espalda. Con un vestido azul que le dejaba las piernas al descubierto.
El pequeño Lenin apareció por la puerta con unos pantaloncitos cortos elásticos. Se quedó parado sobre una pierna, delgadita, como una cigüeña y retorció la cortina de encaje rosa hasta convertirla en un palo, mientras miraba fijamente a Chacko con los ojos de su madre. Tenía seis años y ya había pasado la edad de meterse cosas en la nariz.
– Hijo, ve a llamar a Latha -le dijo la señora Pillai.
Lenin permaneció donde estaba y, sin dejar de mirar fijamente a Chacko, chilló como sólo los niños son capaces de chillar:
– ¡Latha! ¡Latha! Te buscan.
– Es nuestra sobrina de Kottayam. La hija de su hermano mayor -explicó la señora Pillai-. Ha ganado el primer premio de declamación en el festival infantil de Trivandrum la semana pasada.
Una niña con aspecto desenvuelto, de unos doce o trece años, apareció tras la cortina de encaje. Llevaba una falda larga estampada que le llegaba a los tobillos y una blusa blanca corta con pinzas, que dejaban espacio para sus futuros pechos. Llevaba el pelo aceitado con raya en medio. Y las trenzas, apretadas y brillantes, recogidas hacia arriba y sujetas con cintas, de modo que le colgaban a los lados de la cara como si fueran los bordes de unas orejas enormes aún sin colorear.
– ¿Sabes quién es? -preguntó la señora Pillai a Latha.
Latha negó con la cabeza.
– Chacko Saar. Nuestro modalali de la fábrica.
Latha le miró fijamente con una compostura y una falta de curiosidad poco frecuentes en alguien de trece años.
– Ha estudiado en Oxford de Londres -dijo la señora Pillai-. ¿Quieres recitarle la poesía?
Latha obedeció sin vacilar. Se plantó con los pies ligeramente separados.
– Respetable director -dijo haciendo una reverencia a Chacko-, apreciados miembros del jurado y queridos amigos…
Lanzó una mirada en derredor a una audiencia imaginaria apiñada en el cuarto pequeño y caluroso e hizo una pausa teatral.
– Hoy me gustaría recitar para ustedes un poema de Sir Walter Scott, titulado «Lochinvar».
Su mirada quedó fija justo por encima de la cabeza de Chacko. Se balanceaba levemente mientras hablaba. Al principio Chacko pensó que era una traducción al malayalam de «Lochinvar». Las palabras se encadenaban una a otra y la última sílaba de una palabra se pegaba a la primera silaba de la siguiente. Todo ello a una velocidad considerable.
Oh, el joven Lochin var deloeste llegó,
Detoda lancha frontera su corcelera elmejor;
Salvo su buena espada otra sarmas no llevaba
Desarmadoiba acaballo, solitario cabalgaba.
El poema se entremezclaba con los gruñidos de la anciana queestaba en la cama y que nadie, a excepción de Chacko, parecía percibir.
Cruzó añado elrío Eske que notenía vado.
Mas a las portas de Netherby descabalgado,
yala noviacon siente, el galán tarde hallegado.
A la mitad de poema llegó el cantarada Pillai con la piel cubierta de sudor, el mundu remangado por encima de las rodillas y la camisa de terylene sudada en la parte de las axilas. Andaba por los treinta y bastantes años y era pequeño, amarillento y poco atlético. Tenía las piernas largas y flacas y la barriga, tensa y distendida como el bocio de su diminuta madre, estaba en completa disonancia con el resto de su cuerpo magro y estrecho y con su rostro siempre alerta. Como si en los genes familiares hubiera algo que hiciera que todos tuvieran que tener bultos en alguna parte del cuerpo.
Un bigote fino muy cuidado le dividía el espacio entre la nariz y la boca en dos partes iguales y acababa exactamente a la altura de las comisuras de los labios. La línea del nacimiento del pelo había empezado a retroceder y no hacía nada por ocultarlo. Llevaba el pelo aceitado y peinado hacia atrás. Evidentemente no pretendía tener el aire de un joven. Tenía el aspecto del Hombre de la Casa. Sonrió y saludó con la cabeza a Chacko, pero no hizo caso de la presencia de su mujer ni de su madre.
Latha le dirigió una rápida mirada, pidiéndole permiso para continuar con su poesía. Se lo concedió. El camarada Pillai se quitó la camisa, hizo una pelota con ella y la usó para secarse las axilas.
Cuando acabó, Kalyani la cogió y la sostuvo como si fuera un regalo. Un ramillete de flores. El cantarada Pillai, en camiseta, se sentó en una silla plegable y se colocó el pie izquierdo sobre el muslo derecho. Mientras su sobrina seguía recitando, continuó sentado mirando pensativamente al suelo, con el mentón apoyado en la palma de la mano, siguiendo el ritmo, el metro y la cadencia del poema con el pie derecho. Y masajeándose con la otra mano el exquisito empeine de su pie izquierdo.
Cuando Latha acabó, Chacko aplaudió con auténtica amabilidad. Ella no agradeció el aplauso ni siquiera con una leve sonrisa. Era como una nadadora alemana del Este en una competición local. Tenía los ojos puestos en el oro olímpico. Cualquier logro menor le parecía que era su deber. Miró a su tío pidiendo permiso para salir de la habitación.
El camarada Pillai le hizo señas para que se acercara y le susurró al oído:
– Ve y diles a Pothachen y a Mathukutty que, si quieren verme, que vengan enseguida.
– No, camarada, de verdad… No quiero nada más -dijo Chacko, dando por hecho que el camarada Pillai le decía a Latha que trajera algo más de picar. El camarada Pillai aprovechó el malentendido y le siguió la corriente.
– ¡Ah, no, no! ¿Cómo que no…? Edi Kalyani, trae un plato de esas avalóse oondas.
Para el camarada Pillai, como aspirante a político, era esencial que le vieran en su distrito electoral como un hombre influyente. Quería utilizar la visita de Chacko para impresionar a los que le pedían favores y a los trabajadores del partido. Pothachen y Mathukutty, los hombres que había enviado a buscar, eran vecinos que le habían pedido que utilizara sus relaciones para conseguir puestos de enfermeras para sus hijas en el hospital de Kottayam. El camarada Pillai estaba muy interesado en que se les viera esperando fuera de su casa a ser recibidos. Cuanta más gente hubiera esperándole fuera de su casa, más ocupado parecería y causaría mejor impresión. Y, si la gente que esperaba veía que el propio modalali de la fábrica había ido a verle a su territorio, estaba seguro de que eso le sería de gran utilidad.
– Bueno, bueno, camarada -dijo el camarada Pillai después de que Latha se hubiera ido y hubieran llegado las avalóse oondas-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué tal se adapta su hija? -dijo en inglés, idioma que insistía en usar cuando hablaba con Chacko.
– Ah, muy bien. Ahora está durmiendo.
– Aja. El cambio de horario, supongo -contestó, satisfecho de saber un par de cosas sobre los vuelos internacionales.
– ¿Y qué había en Olassa? ¿Algún mitin del partido?
– Oh, no, nada de eso. Mi hermana Sudha se encontró con fractura hace poco -dijo el camarada Pillai, como si Fractura fuera un dignatario de visita-. Así que la llevé a Olassa Moos para las medicinas. Ungüentos y todo eso. Su marido está en Patna, así que está sola en casa de su familia política.
Lenin abandonó su puesto en la puerta, se situó entre las rodillas de su padre y se metió el dedo en la nariz.
– ¿Y tú no sabes recitar poesías, jovencito? -le dijo Chacko-. ¿Tu padre no te ha enseñado ninguna?
Lenin seguía mirando fijamente a Chacko sin dar muestras de entender ni de oír siquiera lo que Chacko le decía.
– Sabe de todo -dijo el camarada Pillai-. Es un genio. Pero delante de las visitas no dice nada.
El camarada Pillai dio un golpecito a Lenin con las rodillas.
– Lenin, guapo, dile al camarada esa que papá te ha enseñado. Amigos, romanos, compatriotas…
Lenin siguió a la búsqueda del tesoro nasal.
– Vamos, hijo, pero si es nuestro camarada…
El camarada Pillai insistió con el verso de Shakespeare «Amigos, romanos, compatriotas, prestadme…».
Lenin seguía con la mirada puesta en Chacko. El camarada Pillai lo intentó de nuevo.
– «… prestadme…»
Lenin agarró un puñado de trocitos de plátano frito y salió corriendo por la puerta delantera. Empezó a correr arriba y abajo por la franja ajardinada que había entre la casa y la calle relinchando con una excitación que no podía comprender. Cuando logró calmarse un poco, sus carreras se transformaron en un galope jadeante levantando mucho las rodillas.
prestadme OÍDOS.
Lenin empezó a recitar a gritos en el jardín, chillando para que se le oyese a pesar del ruido de un autobús que pasaba.
Vengo a sepultar a César, no a elogiarlo.
El mal que hacen los hombres vive después de ellos;
El bien, muchas veces, queda enterrado con sus huesos.
Gritaba con toda fluidez, sin titubeos. Algo extraordinario, habida cuenta que no tenía nada más que seis años y no entendía ni palabra de lo que estaba diciendo.
Sentado dentro, mirando al pequeño remolino de polvo que giraba sin parar en el jardín (el futuro encargado de mantenimiento de varias embajadas, con un niño y una scooter Bajaj), el camarada Pillai sonreía lleno de orgullo.
– Es el primero de su clase. Este año va a conseguir adelantar dos cursos.
Había un montón de ambición empaquetada en aquel cuartito caluroso.
Fuese lo que fuese lo que el camarada Pillai almacenaba en el aparador, no eran aviones de madera rotos.
En cuanto a Chacko, desde el momento en que entró en aquella casa o tal vez desde el momento en que llegó el camarada Pillai, había experimentado un curioso proceso de anulación. Como un general al que le han retirado el mando, había restringido su sonrisa. Había contenido su tendencia comunicativa. Cualquiera que le hubiera conocido allí habría pensado que era un hombre reservado. Casi tímido.
El camarada Pillai, con el instinto infalible de un luchador callejero, comprendió que sus circunstancias (su casa pequeña y calurosa, los gruñidos de su madre, su obvia cercanía a las masas trabajadoras) le otorgaban un poder sobre Chacko que, en aquellos tiempos revolucionarios, ningún acopio de educación en Oxford podía igualar.
Sostuvo su pobreza como si fuera una pistola apuntando a la cabeza de Chacko.
Chacko sacó un trozo de papel arrugado en el que había tratado de hacer un boceto para la composición de una nueva etiqueta que quería que el camarada K. N. M. Pillai le imprimiera. Para un producto nuevo que Conservas y Encurtidos Paraíso pretendía lanzar en primavera. Vinagre Sintético para Cocinar. El dibujo no era uno de los puntos fuertes de Chacko, pero el camarada Pillai captó la idea. Estaba familiarizado con el logotipo del bailarín de kathakali, el eslogan que decía [emperadores del reino del sabor] (idea suya) y la tipografía que habían elegido para Conservas y Encurtidos Paraíso.
– El mismo diseño. La única diferencia es el texto, supongo -dijo el camarada Pillai.
– Y el color del borde -dijo Chacko-. Mostaza en lugar de rojo.
El camarada Pillai se subió las gafas y se las colocó sobre el pelo para leer el texto en alto. Los cristales se le empañaron inmediatamente por el aceite capilar.
– Vinagre Sintético para Cocinar -dijo-. Todo en mayúsculas, supongo.
– En azul de Prusia -dijo Chacko.
– ¿Preparado con Acido Acético?
– En azul cobalto -dijo Chacko-. Como el de los pimientos verdes en salmuera.
– Contenido Neto. Lote Número. Fecha de Envasado. Fecha de Caducidad. ¿Todo en azul cobalto, mayúsculas y minúsculas?
Chacko asintió.
– Certificamos que el vinagre contenido en esta botella ha sido elaborado con la garantía de calidad y esencia requeridas. Ingredientes: Agua y Acido Acético. Esto en color rojo, supongo.
El camarada Pillai utilizaba la palabra «supongo» para disfrazar las preguntas y que parecieran aseveraciones. Le horrorizaba hacer preguntas, a menos que fueran de índole personal. Las preguntas eran la vulgar demostración de la ignorancia.
Para cuando acabaron de discutir el asunto de la etiqueta del vinagre, Chacko y el camarada Pillai ya tenían su nube de mosquitos propia.
Acordaron la fecha de entrega.
– Así que la manifestación de ayer fue todo un éxito -dijo Chacko, sacando por fin a colación la verdadera razón de su visita.
– Bueno, camarada, hasta que las demandas no se satisfagan, no podemos decir que es Éxito o No -dijo el camarada Pillai con voz panfletaria-. Hasta entonces, la lucha debe continuar.
– Pero la Respuesta fue buena -dijo inmediatamente Chacko, tratando de hablar en el mismo idioma.
– Eso sí, claro -dijo el camarada Pillai-. Los camaradas presentaron un memorándum a los líderes del partido. Ahora, vamos a ver. Sólo tenemos que esperar y ver.
– Ayer pasamos al lado al ir por la carretera -dijo Chacko-. Al lado de la manifestación.
– De camino a Cochín, supongo -dijo el camarada Pillai-. Según fuentes del partido, la Respuesta fue mucho mejor en Trivandrum.
– También en Cochín había miles de camaradas -contestó Chacko-. Mi sobrina vio entre ellos a nuestro joven Velutha.
– Aja.
Aquello cogió al camarada Pillai con la guardia baja. Velutha eraun asunto del que quería tratar con Chacko. Algún día. Cuando llegara el momento. Pero no abiertamente. Su cabeza le zumbaba como el ventilador giratorio. Se preguntaba si debía aprovechar la oportunidad que le ofrecían o dejarla para otro día. Decidió aprovecharla.
– Sí. Es un buen trabajador-dijo pensativo-. Enorme inteligencia.
– Así es -dijo Chacko-. Un excelente carpintero con una cabeza de ingeniero. Si no fuera por…
– No hablo de eso, camarada -dijo el camarada Pillai-. Trabajador en partido.
La madre del camarada Pillai seguía balanceándose y gruñendo. El ritmo de sus gruñidos tenía algo tranquilizador. Como el tictac de un reloj. Un sonido apenas perceptible, pero que se echa de menos si cesa.
– Ah, ya. ¿O sea que tiene carné?
– Oh, sí -contestó suavemente el camarada Pillai-. Sí, sí.
A Chacko le corrían gotas de sudor entre el pelo. Le parecía que un ejército de hormigas estaba recorriéndole la cabeza. Se rascó con las dos manos, durante un buen rato. Moviendo el cuero cabelludo arriba y abajo.
– Ora kaaryam parayattey? -dijo el camarada Pillai cambiando al malayalam y poniendo voz de confidencia, de conspiración-. Se lo digo como amigo, keto. Extraoficialmente.
Antes de continuar, el camarada Pillai estudió el rostro de Chacko intentando calibrar cual sería su respuesta. Chacko estaba examinando la mezcla grisácea de sudor y caspa que se le había alojado en las uñas.
– Ese paraván le causará problemas -dijo-. Créame… Búsquele un trabajo en otro sitio. Échelo.
Chacko quedó desconcertado ante el giro que había tomado la conversación. Sólo había intentado averiguar qué sucedía, poner las cosas en su lugar. Había esperado encontrar antagonismo, enfrentamiento incluso, pero en vez de eso le estaban ofreciendo una connivencia sospechosa.
– ¿Que lo despida? ¿Y por qué? No tengo ninguna objeción a que tenga carné del partido. Era simple curiosidad, nada más… Pensé que quizá habían estado hablando -dijo Chacko-. Estoy seguro de que está probando, tanteando; es un tipo sensible, camarada. Tengo confianza en él…
– No es eso -dijo el camarada Pillai-. Puede ser buena persona. Pero otros trabajadores no están conformes. Ya han venido a mí con quejas. Mire, camarada, desde el punto de vista local, estos asuntos de las castas están muy enraizados.
Kaiyani puso sobre la mesa un vaso alto de acero inoxidable con café humeante para su marido.
– Mírela a ella, por ejemplo. La señora de esta casa. Nunca permitiría que entraran paravanes ni nada de eso en su casa. Nunca. Ni siquiera yo puedo convencerla. A mi propia mujer. Por supuesto, dentro de casa, ella es el jefe. -Se volvió hacia ella afectando una sonrisa traviesa-. ¿Allay edi, Kaiyani?
Kaiyani bajó la mirada y sonrió reconociendo tímidamente su intolerancia.
– ¿Lo ve? -dijo el cantarada Pillai con tono triunfal-. Entiende el inglés muy bien. Pero no lo habla.
Chacko sonrió prestando atención sólo a medias.
– ¿Y dice que mis trabajadores vienen a presentarle quejas?
– Oh, sí, eso es -dijo el camarada Pillai.
– ¿Alguna cosa en concreto?
– Nada en concreto -dijo el camarada K. N. M. Pillai-. Pero, mire, camarada, a los demás, naturalmente, les molestan los privilegios que le dan. Les parece parcialidad. Después de todo, haga lo que haga, carpintero, electricista o lo-que-sea, para ellos no es más que un paraván. Es un condicionamiento que tienen desde que nacen. Yo ya les he dicho que eso es una equivocación. Pero, francamente, camarada, el Cambio es una cosa y la Aceptación otra. Debería tener cuidado. Sería mejor que lo echase…
– Querido amigo -dijo Chacko-, eso es imposible. Su trabajo es inestimable. Toda la maquinaria de la fábrica funciona prácticamente gracias a él… y, además, no podemos solventar el problema echando a todos los paravanes. Tenemos que aprender a desterrar esa insensatez.
Al camarada Pillai no le gustó en absoluto que le llamara querido amigo. Le sonó como si fuera un insulto formulado en un buen inglés, lo cual, por supuesto, lo convertía en un insulto doble: por ser un insulto y porque Chacko creía que no lo iba a entender. Eso le hizo cambiar totalmente de humor.
– Puede ser -dijo cáustico-, pero Roma no se construyó en un día. No olvide, camarada, que esto no es su Universidad de Oxford. Lo que para usted es insensatez, para las masas es otra cosa.
Lenin, con la delgadez de su padre y los ojos de su madre, apareció en la puerta sin aliento. Había acabado de recitar el monólogo completo de Marco Antonio y la mayor parte de «Lochinvar» antes de darse cuenta de que se había quedado sin público. Volvió a colocarse entre las rodillas del camarada Pillai.
Dio una palmada con las manos por encima de la cabeza de su padre, lo que originó un caos en la nube de mosquitos. Luego contó los que habían quedado aplastados entre sus manos. Algunos tenían sangre fresca. Se las enseñó a su padre, que se lo pasó a su madre para que se las limpiara.
De nuevo los gruñidos de la vieja señora Pillai se apropiaron del silencio que se había creado. Entre tanto, Latha había llegado con Pothachen y Mathukutly. Se les hizo esperar fuera. La puerta estaba entreabierta. A partir de entonces, el camarada Pillai habló en malayalam y lo suficientemente alto para que le oyera la audiencia exterior.
– Por supuesto, el foro adecuado para tratar los agravios de los trabajadores es el sindicato. Y en este caso, cuando el propio modalali es un camarada, es una vergüenza para ellos no estar sindicados y unirse a la lucha del partido.
– Ya he pensado en ello -dijo Chacko-. Voy a organizaros en un sindicato. Elegirán a sus representantes.
– Pero, camarada, usted no puede llevar a cabo la revolución por ellos. Usted sólo puede crear conciencia. Educarlos. Son ellos los que tienen que emprender su propia lucha. Ellos tienen que vencer sus temores.
– ¿Temor a quién? -dijo Chacko sonriendo-, ¿a mí?
– No, no a usted, mi querido camarada. A siglos de opresión.
Y entonces el camarada Pillai citó con voz autoritaria al presidente Mao. En malayalam. Curiosamente, con la misma expresión de su sobrina:
– «La revolución no es una fiesta. La revolución es un acto de insurrección, un acto de violencia con el que una clase derriba a otra.»
Y así, tras haber conseguido el contrato para las etiquetas del Vinagre Sintético para cocinar, desterró con habilidad a Chacko del grado combativo de los Derribadores al grado peligroso de los Que Hay que Derribar.
Allí estaban uno al lado del otro en las sillas plegables de acero aquella tarde del Día en que Llegó Sophie Mol, bebiendo café y masticando trocitos de plátano frito. Despegando con la lengua la pasta amarilla que se les quedaba en el cielo del paladar.
El Pequeño Hombre Delgado y el Gran Hombre Gordo. Adversarios de cómic en una guerra aún por desatarse.
Por desgracia para el camarada Pillai, resultó una guerra que terminó casi antes de empezar. La victoria le fue servida, envuelta y con lacito, en bandeja de plata. Y sólo entonces -cuando era ya demasiado tarde y Conservas y Encurtidos Paraíso caía lentamente en picado sin ni siquiera un murmullo o un gesto de resistencia fingido- comprendió que, más que el resultado victorioso, lo que en realidad necesitaba era el proceso de la guerra. La guerra podía haber sido el semental en el que recorrer, si no todo, gran parte del camino hacia la asamblea legislativa, mientras que la victoria lo había dejado en una situación que no era mejor que la de partida.
Había cascado los huevos, pero se le había quemado la tortilla.
Nadie supo jamás la naturaleza exacta del papel que tuvo el camarada Pillai en los sucesos que siguieron. Ni siquiera Chacko -que sabía que los vehementes discursos sobre los Derechos de los Intocables («Las Castas son Clases, camaradas») que soltó el camarada Pillai durante el asedio de Conservas y Encurtidos Paraíso por los militantes comunistas eran farisaicos- supo nunca la historia completa. No es que le preocupara averiguarla. Para entonces, con los sentidos embotados por la pérdida de Sophie Mol, lo veía todo borroso por el dolor. Como un niño al que una tragedia hace crecer de golpe y abandona sus juguetes, Chacko se deshizo de los suyos. Sus sueños de llegar a ser el rey de las conservas al tiempo que servía a la causa del pueblo fueron a reunirse con los aviones rotos en los estantes del armario de puertas de cristal. Tras el cierre de Conservas y Encurtidos Paraíso vendieron algunos arrozales (junto con sus hipotecas) para pagar los préstamos bancarios. Se vendieron más campos para que la familia fuera tirando. Para cuando Chacko emigró al Canadá, la única fuente de ingresos de la familia provenía de la plantación de caucho contigua a la casa de Ayemenem y de los pocos cocoteros que había en el cercado. De eso fue de lo que vivieron Bebé Kochamma y Kochu María después que los demás murieron, se marcharon o fueron Devueltos.
Para ser justos con el camarada Pillai, hay que decir que no planificó el curso de los acontecimientos que siguieron. Simplemente, deslizó sus dedos predispuestos en el guante expectante de la historia.
No era culpable de vivir en una sociedad en la que la muerte de un hombre resultaba más provechosa a que siguiera con vida.
La última visita de Velutha al camarada Pillai -tras el enfrentamiento con Mammachi y Bebé Kochamma-, y lo que ocurrió entre ellos, permaneció en secreto. La última traición, que envió a Velutha a atravesar el río, nadando contra corriente en medio de la oscuridad y de la lluvia, para llegar a tiempo a su cita a ciegas con la historia.
Velutha cogió el último autobús para volver de Kottayam, adonde había llevado a reparar la máquina de envasar. En la parada del autobús se topó con otro de los trabajadores de la fábrica, que le dijo con una sonrisa afectada que Mammachi quería verlo. Velutha no tenía ni idea de lo que había ocurrido e ignoraba que su padre había ido a la casa de Ayemenem totalmente borracho. Tampoco sabía que Vellya Paapen había estado varias horas sentado en la puerta de su choza, aún borracho, con su ojo de cristal y el filo del hacha reluciente a la luz de la lámpara, esperando que Velutha regresara. Y tampoco sabía que el pobre Kuttappen, el paralítico, había estado aterrorizado durante dos horas hablando a su padre sin cesar intentando que se calmara, al tiempo que aguzaba el oído para distinguir una pisada o un crujido de los matorrales para poder alertar a su hermano desprevenido.
Pero Velutha no fue a su casa. Se dirigió directamente a la casa de Ayemenem. Aunque, por un lado, lo cogió por sorpresa, por otro sabía -siempre lo había sabido por instinto- que tarde o temprano la Historia le haría pagar las consecuencias. Durante todo el estallido de furia de Mammachi se mantuvo callado y sorprendentemente tranquilo. Era una tranquilidad nacida de la provocación extrema, que brotaba de la lucidez que está más allá de la cólera.
Cuando llegó Velutha, Mammachi, perdido el sentido de la orientación, vomitó su violencia ciega, grosera, sus insultos insufribles a un panel de la puerta corredera hasta que Bebé Kochamma la hizo girar y dirigir su furia en la dirección correcta, hacia Velutha, que estaba muy quieto en la penumbra. Mammachi continuó su diatriba con los ojos vacíos y el rostro contraído y horrible. La ira la hizo acercarse a Velutha hasta que le gritó desde tan cerca que le llegaban gotitas de saliva y el olor a té de su aliento. Bebé Kochamma se mantenía cerca de Mammachi. No decía nada, pero utilizaba las manos para modular su furia y avivarla. Un golpecito de ánimo en la espalda. Un brazo sobre los hombros para tranquilizarla. Mammachi no era consciente de que la estaba manipulando.
Dónde podía haber aprendido una anciana señora como ella -que llevaba saris almidonados y tocaba al violín la suite de Cascanueces por las noches- un lenguaje tan grosero como el que utilizó aquel día era un misterio para todos los que la escuchaban (Bebé Kochamma, Kochu María y Ammu, encerrada en su cuarto).
– ¡Fuera de aquí! -dijo a gritos al final-. Si te encuentro mañana por mis fincas, haré que te capen como a un perro callejero, que es lo que eres. ¡Haré que te maten!
– Eso ya lo veremos -dijo Velutha en tono sosegado.
Eso fue todo lo que dijo. Y eso fue lo que Bebé Kochamma aumentó y adornó en el despacho del inspector Thomas Mathew hasta convertirlo en amenazas de muerte y secuestro,
Mammachi le escupió a Velutha a la cara. Un salivazo que le salpicó la boca y los ojos.
Se quedó de piedra. Estupefacto. Luego dio media vuelta y se marchó.
A medida que se iba alejando de la casa notó que los sentidos se le habían aguzado y acrecentado. Como si todo lo que había a su alrededor se hubiera aplanado hasta convertirse en una ilustración muy detallada. El dibujo de una máquina con un manual de instrucciones que le decía qué debía hacer. Su cabeza, buscando desesperadamente una amarra, se aferraba a los detalles. Ponía etiquetas a todo cuanto veía.
Portón, pensó al salir por el portón. Portón. Calle. Piedras. Cielo. Lluvia.
Portón.
Calle.
Piedras.
Cielo.
Lluvia.
La lluvia estaba tibia sobre la piel. La piedra de laterita bajo sus pies crujía. Sabía adonde se dirigía. Se percataba de todo. De cada hoja. De cada árbol. De cada nube en el cielo sin estrellas. De cada paso que daba.
Koo-koo kookum theevandi,
kooki paadum theevandi
rapakal odum theevandi,
thalannu nilkum theevandi.
Estaba en la primera lección que dio en la escuela. Una poesía sobre un tren.
Empezó a contar. Algo. Cualquier cosa. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve…
El dibujo de la máquina empezó a desdibujarse. Las líneas nítidas a emborronarse. Las instrucciones dejaron de tener sentido. Lacalle se levantó y la oscuridad se hizo más densa. Apelmazada. Abrirse paso a través de ella se convirtió en un gran esfuerzo. Como el de bucear.
Está sucediendo, le dijo una voz. Ya ha comenzado.
Su mente, que de pronto se sintió increíblemente vieja salió flotando de su cuerpo y se quedó suspendida en el aire, desde donde farfullaba advertencias inútiles.
Miraba hacia abajo y veía el cuerpo de un hombre joven que caminaba en medio de la oscuridad y la lluvia. Más que nada, lo que aquel cuerpo deseaba era dormir. Dormir y despertarse en otro mundo. Con el olor de la piel de ella en el aire que respiraba. El cuerpo de ella sobre el de él. Nunca podría volver a verla. ¿Dónde estaría? ¿Qué le habrían hecho? ¿Le habrían pegado?
Siguió caminando. Sin ofrecer el rostro a la lluvia, pero sin apartarlo tampoco. Sin darle la bienvenida, pero sin rechazarla.
Aunque la lluvia le había limpiado el salivazo de Mammachi, seguía teniendo la sensación de que alguien le había arrancado la cabeza y había vomitado dentro de su cuerpo. Un vómito lleno de grumos que le resbalaba por las entrañas. Por encima del corazón. De los pulmones. Que le goteaba lentamente en la boca del estómago. Todos sus órganos estaban inundados de vómito. La lluvia no podía hacer nada contra eso.
Sabía lo que tenía que hacer. El manual de instrucciones lo dirigía. Tenía que conseguir ver al camarada Pillai. No sabía por qué. Sus pies se dirigieron a la Imprenta La Buena Suerte, que estaba cerrada, y entonces cruzaron el diminuto jardín que llevaba a la casa del camarada Pillai.
El simple esfuerzo de levantar el brazo para llamar a la puerta lo dejó exhausto.
El camarada Pillai había terminado su avial, y estaba apretando con el puño cerrado un plátano maduro para sacarlo de la piel ya aplastado a fin de que le cayera en el plato de natillas cuando Velutha llamó a la puerta. Mandó a su mujer a abrir. Ella volvió con expresión de malhumor y el camarada Pillai la encontró de pronto muy sexy. Le hubiera gustado acariciarle el pecho inmediatamente. Pero tenía los dedos llenos de natillas y había alguien esperando en la puerta. Kalyani se sentó en la cama y con la mente ausente se puso a darle palmaditas a Lenin, que, dormido junto a su diminuta abuela, se chupaba el dedo gordo.
– ¿Quién es?
– El hijo de Paapen, el paraván. Dice que es urgente.
El camarada Pillai terminó sus natillas sin prisa. Sacudió los dedos sobre el plato. Kalyani trajo agua en una jarrita de acero inoxidable y la vertió por encima de sus dedos. Los restos de comida que había en el plato (una guindilla roja, seca, y palillos chupeteados y escupidos) quedaron flotando. Le pasó una toalla a su marido, que se secó las manos, eructó y se dirigió hacia la puerta.
– Enda? ¿A estas horas de la noche?
Mientras le contestaba, Velutha se oía su propia voz como si retornara a él después de rebotar en la pared. Intentó explicar lo que había pasado, pero se dio cuenta de que no decía más que incoherencias. El hombre al que se dirigía era pequeño y estaba lejos, tras una muralla de cristal.
– Éste es un pueblo pequeño -decía el camarada Pillai-. La gente habla. Y yo escucho lo que dicen. No es como si no supiera lo que está pasando.
De nuevo Velutha se oyó a sí mismo diciendo algo que no hizo mella en aquel hombre. Su voz se enroscó a su alrededor como una serpiente.
– Puede ser -dijo el camarada Pillai-. Pero deberías saber, camarada, que el partido no se ha constituido para apoyar a los trabajadores que han cometido una falta de disciplina en su vida privada.
Velutha vio que el cuerpo del camarada Pillai se iba desvaneciendo en la puerta. Pero su voz incorpórea, aflautada, permanecía lanzando consignas. Banderas ondeando en una puerta vacía.
Al partido no le interesa entrar en esos asuntos.
Los intereses individuales están subordinados al interés de la organización.
Romper la Disciplina del Partido es romper la Unidad del Partido.
La voz seguía hablando. Sentencias que se desintegraban en frases. Palabras.
Progreso de la Revolución.
Aniquilación de la Clase Enemiga.
Lacayos del capitalismo.
Se oirá un trueno de primavera…
Otra vez. Otra religión vuelta contra sí misma. Otro edificio construido por la mente humana cuarteado por la naturaleza humana.
El camarada Pillai cerró la puerta y volvió a su mujer y a su cena. Decidió tomarse otro plátano.
– ¿Qué quería? -preguntó su mujer, mientras le alcanzaba uno.
– Lo han averiguado. Alguien se lo habrá dicho. Le han echado.
– ¿Y eso es todo? Pues tiene suerte de que no lo hayan colgado del árbol más cercano.
– Tenía algo raro… -dijo el camarada Pillai mientras pelaba el plátano-. Llevaba esmalte rojo en las uñas…
Allí fuera, en medio de la lluvia, bajo la luz fría y húmeda del único farol de la calle, Velutha se sintió de pronto vencido por el sueño. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener los párpados abiertos.
Mañana, se dijo a sí mismo. Mañana, cuando deje de llover.
Sus pasos lo dirigieron al río. Como si fueran la correa y él el perro.
La historia paseando al perro.