6. LOS CANGUROS DE COCHÍN

Rahel estaba en el aeropuerto de Cochín con sus bragas nuevas de topos, que aún tenían el apresto. Se habían hecho todos los ensayos. Era el Día del Estreno. La culminación de la semana del ¿Qué Va a Pensar Sophie Mol?


Por la mañana, en el Hotel Reina de los Mares, Ammu -que por la noche había soñado con delfines y un azul intenso- ayudó a Rahel a ponerse el vaporoso Vestido de ir al Aeropuerto. Era una de esas incomprensibles aberraciones que le gustaban a Ammu, una nube de tieso encaje de color amarillo con diminutas lentejuelas plateadas y un lazo en cada hombro. La falda, con volantes, estaba sostenida con enaguas para que tuviera vuelo. Rahel estaba preocupada porque no hacía juego con sus gafas de sol.

Ammu sostuvo las tersas bragas a juego y Rahel, apoyando las manos en los hombros de Ammu, se metió en ellas (pierna izquierda, pierna derecha) y le dio a Ammu un beso en cada hoyuelo (mejilla izquierda, mejilla derecha). El elástico resonó suavemente contra su tripita.

– Gracias, Ammu -dijo Rahel.

– ¿Gracias? ¿Por qué?

– Por el vestido nuevo y las bragas -dijo Rahel.

Ammu sonrió.

– De nada, corazón -contestó, pero en tono triste.

De nada, corazón.

La mariposa que estaba sobre el corazón de Rahel alzó una patita velluda y luego la volvió a posar. La patita estaba fría. Su madre la quería un poco menos.

La habitación del Reina de los Mares olía a huevos y a café hecho en cafetera de filtro.

De camino al coche, Estha llevaba el termo Águila con agua del grifo y Rahel llevaba el termo Águila con agua hervida. Los termos Águila tenían dibujadas unas águilas con las alas desplegadas y que sostenían un globo terráqueo con las garras. Los gemelos creían que las águilas del termo se pasaban el día vigilando el mundo y la noche volando alrededor de los termos. Volaban tan silenciosas como las lechuzas, con la luna reflejada en las alas.

Estha llevaba camisa roja de manga larga con el cuello muy puntiagudo y pantalones negros muy ceñidos. Su tupé tenía un aspecto crujiente y sorprendido. Como clara de huevo bien batida.

Estha -hay que admitir que con cierta razón- dijo que Rahel tenía pinta de tonta con aquel vestido para ir al aeropuerto. Rahel le dio una bofetada, y él se la devolvió.

En el aeropuerto no se hablaron.


Chacko, que habitualmente llevaba un mundu, aquel día se había puesto un traje ajustado muy gracioso y tenía una sonrisa radiante. Ammu le colocó derecha la corbata, que no hacía juego con el traje y estaba ladeada. La corbata había desayunado y estaba satisfecha.

Ammu le dijo: «Pero ¿qué le ha sucedido de repente a nuestro Hombre del Pueblo?». Lo dijo con los hoyuelos que se le formaban al sonreír, porque Chacko estaba que reventaba. Contentísimo.

Chacko no le dio una bofetada.

Así que no se la devolvió.

En la floristería del Reina de los Mares Chacko compró dos rosas rojas que llevó con sumo cuidado.

Orondo.

Cariñoso.


La tienda del aeropuerto, que dirigía la Corporación para el Desarrollo del Turismo en Kerala, estaba a rebosar de maharajás de Air India (tamaño pequeño, mediano y grande), elefantes de madera de sándalo (tamaño pequeño, mediano y grande) y máscaras de bailarines de kathakali en papel maché (tamaño pequeño, mediano y grande). Un olor dulzón a madera de sándalo y a axilas cubiertas con camisetas de algodón (tamaño pequeño, mediano y grande) flotaba en el aire.

En la sala de espera de llegadas había cuatro canguros de cemento de tamaño natural con bolsas de cemento donde ponía utilízame. En las bolsas, en vez de canguritos de cemento, había colillas de cigarrillos, cerillas usadas, chapas de botella, cáscaras de cacahuete, vasos de papel arrugados y cucarachas.

Las rojas manchas de los escupitajos de betel salpicaban los vientres de los canguros como si fueran heridas recientes.

Los canguros del aeropuerto tenían sonrientes bocas rojas.

Y orejas con ribetes de color rosa.

Parecía que, si se les apretaba la panza, dirían «Ma-má» con ese tono de los juguetes que se están quedando sin pilas.


Cuando el avión de la línea Bombay-Cochín en que iba Sophie Mol apareció en el cielo color azul cielo, la multitud se apretujó contra la barandilla de hierro para ver mejor.

La sala de espera de llegadas era un apiñamiento de cariño y emoción porque a bordo del vuelo Bombay-Cochín llegaban los emigrantes que volvían del extranjero.

Sus familias habían ido a esperarlos. Desde todos los puntos de Kerala. Haciendo largos viajes en autobús. Desde Ranni, desde Kumili, desde Vizhinjam, desde Uzhavoor. Algunos habían pasado la noche acampados en el aeropuerto y se habían llevado su propia comida. Y tapioca frita y chakka velaichathu para el camino de vuelta.

Estaban todos: las ammoomas sordas, los appoopans artríticos y cascarrabias, las esposas que suspiraban, los tíos intrigantes, los niños con cagalera. Las novias para que les volvieran a dar el visto bueno. El marido de la maestra, que seguía esperando el visado para Arabia Saudí. Las hermanas del marido de la maestra, que esperaban sus dotes. La esposa embarazada del encofrador.

– La mayoría de esta gentuza es de la casta de los barrenderos -dijo Bebé Kochamma con gesto adusto, y miró hacia otro lado mientras una mamá, que no quería abandonar el Buen Puesto conseguido junto a la barandilla, ponía a su niño a hacer pipí metiéndole el pito en una botella vacía. El crío sonreía y saludaba con la mano a la gente que había alrededor.

– Ssss… -hizo su madre. Al principio con tono persuasivo, después furiosa. Pero el niño se creía que era el Papa. Sonreía y saludaba y volvía a sonreír y a saludar. Con el pito en la botella.

– No olvidéis que sois embajadores de la India -les dijo Bebé Kochamma a Rahel y a Estha-. Vosotros le vais a dar la Primera Impresión sobre vuestra patria.

Embajadores Gemelos Bivitelinos. Su Excelencia el Embajador E(lvis). Pelvis y Su Excelencia la Embajadora I(nsecto). Palo.

Rahel, con su vestido de encaje rígido y su fuente con un «amor-en-Tokio», parecía un Hada de Aeropuerto de pésimo gusto. Estaba encerrada entre caderas sudorosas (como volvería a ocurrirle en un entierro en una iglesia amarilla) y entusiasmo adusto. Tenía la mariposa de su abuelo posada sobre el corazón. Desvió la mirada del ruidoso pájaro de acero del cielo azul cielo que llevaba dentro a su prima y lo que vio fue canguros de boca roja, con sonrisa de rubí, que se movían cementosamente por el suelo del aeropuerto:


Tacón, punta,

tacón, punta.


Con grandes pies planos.

Y con la basura del aeropuerto en las bolsas de llevar a sus canguritos bebé.

El más pequeño alargaba el cuello como la gente de las películas inglesas cuando se afloja la corbata después de salir de la oficina. La cangura mediana revolvía en su bolsa a la búsqueda de alguna colilla grande de cigarrillo para fumársela. Encontró una nuez en una bolsa de plástico opaca y la partió con los dientes delanteros como si fuera un roedor. El canguro más grande bamboleaba el cartel que decía: la corporación para el desarrollo del turismo en kerala le da la bienvenida, con un bailarín de kathakali haciendo un ñamaste. Otro cartel, que no bamboleaba ningún canguro, decía: sodinevneib a al atsoc ed sal saicepse ed al aidni.

A toda prisa, la embajadora Rahel hizo un túnel por entre la gente apiñada hasta donde estaba su hermano y coembajador.

¡Mira, Estha, mira!

El embajador Estha no miró. No quería mirar. Estaba mirando el traqueteo del avión en el momento del aterrizaje, con su termo Águila con agua corriente colgado al cuello y un sentimiento de vacío y de lleno: el Hombre de la Naranjada y la Limonada sabía dónde encontrarlo. En la fábrica de Ayemenem. En las riberas del Meenachal.

Ammu miraba con su bolso.

Chacko, con sus rosas.

Bebé Kochamma, con su lunar protuberante en el cuello.


Y luego la gente del Bombay-Cochín empezó a salir. Del aire fresco al aire caliente. Gente entumecida que se desentumecía camino a la sala de espera de llegadas.

Y allí estaban, los emigrantes que volvían, con sus trajes de lavar y poner y sus gafas de sol irisadas. Con la solución a la extrema pobreza en sus maletas Aristocrat. Con tejados de cemento para sus casas de techo de paja y calentadores para los cuartos de baño de sus padres. Con redes de alcantarillado y fosas sépticas. Con faldas maxi y tacones altos. Con mangas abullonadas y lápiz de labios. Con batidoras-trituradoras y flashes automáticos para sus cámaras fotográficas. Con llaves que contar y armarios que cerrar. Con hambre de kappa y de meen vevichathu, que hacía tanto que no comían. Con cariño y una ligera capa de vergüenza de que sus familiares que habían ido a recibirlos fueran tan… tan… tan palurdos. ¡Mira cómo van vestidos! Seguro que tienen ropa más adecuada para venir al aeropuerto. ¿Por qué tendrán los de Kerala unas dentaduras tan horribles?

¡Y el aeropuerto! Si parece más bien una estación de autobuses. Hay palomina por todo el edificio ¡Oh, qué manchas de escupitajos tienen los canguros!

¡Ay! La India se está yendo a la ruina.

Cuando los viajes larguísimos en autobús y la noche pasada en el aeropuerto se encontraron con el cariño y la ligera capa de vergüenza, aparecieron pequeñas fisuras que habían de crecer y crecer y, antes de que se dieran cuenta, los Emigrantes que Volvían se encontrarían con que les habían dejado fuera de la Casa de la Historia y con que sus sueños habían sido resonados.

Y entonces, allí, entre los trajes de lavar y poner y las maletas resplandecientes, apareció Sophie Mol.

Que bebía de un dedal.

Que daba volteretas en su ataúd.

Venía andando por el pasillo con el olor a Londres en el pelo. Con el vuelo de los pantalones amarillos aleteando alrededor de sus tobillos. Con el largo cabello flotando bajo su sombrero de paja. Una mano en la de su madre. La otra, balanceándose como la de los soldados (izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda).


Era una niña

alta y delgada.

Parecía

un hada.

Y su pelo,

y su pelo

era color caramelo (izquierda, izquierda, derecha).

Era una niña,…


Margaret Kochamma le dijo que parara. Así que paró.

– Rahel, ¿la ves? -preguntó Ammu.

Se volvió y vio a su hija, la de las crujientes bragas, comunicándose con los marsupiales de cemento. Fue a buscarla y, con una regañina, se la llevó adonde estaban los demás. Chacko dijo que no se la podía poner sobre los hombros porque ya sostenía algo: dos rosas rojas.

Orondo.

Cariñoso.


Cuando Sophie Mol entró en la sala de espera de llegadas, Rahel, llevada por la emoción y el resentimiento, pellizcó fuerte a Estha y le clavó las uñas. Estha le retorció la piel de la muñeca girando las dos manos, una en dirección contraria de la otra. A Rahel se le puso la piel colorada y le dolió mucho. Se la chupó y le supo salada. La saliva le dio una sensación de alivio y frescor.

Ammu no se dio cuenta de todo aquello.

Al otro lado de la gran barandilla de hierro que separaba a los que Esperaban de los Esperados, a los que Saludaban de los Saludados, Chacko, con una sonrisa radiante, a punto de reventar dentro de su traje y con la corbata ladeada, saludó a su nueva hija y a su ex mujer.

Estha dijo para sus adentros: «Saludo».

– ¿Qué tal, señoras? -dijo Chacko en tono de Leer en Voz Alta (el tono de voz de la noche anterior, con el que dijo «Amor. Locura. Esperanza. Júbilo infinito»)-. ¿Cómo ha ido el viaje?

Y el Aire estaba plagado de pensamientos y Cosas que Decir. Pero en momentos como ésos sólo se dicen Pequeñas Cosas. Las Grandes Cosas permanecen dentro, sin decirse.

– Di hola y cómo estás -le dijo Margaret Kochamma a Sophie Mol.

– Hola y cómo estás -les dijo Sophie Mol a todos en particular, desde el otro lado de la barandilla de hierro.

– Una para ti y otra para ti -dijo Chacko al ofrecer sus rosas.

– ¿Y las gracias? -le dijo Margaret Kochamma a Sophie Mol.

– ¿Y las gracias? -le dijo Sophie Mol a Chacko imitando la entonación de su madre.

Margaret Kochamma la zarandeó un poquito, por impertinente.

– ¡Bienvenidas! -dijo Chacko-. Y ahora permitidme que os presente a todos. -Y, después, sobre todo para que lo oyeran los que contemplaban la escena a su alrededor, porque, en realidad, Margaret Kochamma no necesitaba presentación, dijo-: Margaret, mi mujer.

Margaret Kochamma sonrió y señaló con su rosa hacia Chacko. ¡Ex mujer, Chacko! Sus labios formaron esas palabras, aunque su voz no las dijera.

Cualquier persona podía darse cuenta de que Chacko estaba orgulloso y feliz de haber tenido una mujer como Margaret. Blanca, con un vestido de flores que le dejaba las piernas al descubierto. Y pecas en la espalda y los brazos.

Pero el aire que la envolvía era triste y, tras sus ojos sonrientes, el dolor era reciente e intenso. Por un calamitoso accidente de coche. Por un agujero con forma de Joe en el universo.

– ¡Hola a todos! -dijo-. Me siento como si os conociera desde hace años.

¡Olatodos!

– Sophie, mi hija -dijo Chacko con una risilla nerviosa de preocupación por si Margaret Kochamma decía «ex hija». Pero no lo dijo. Era una risa fácil de entender, no como la risa del Hombre de la Naranjada y la Limonada que Estha no había podido entender.

– ¡Hola! -dijo Sophie Mol.

Era más alta que Estha. Y más corpulenta. Tenía los ojos azules, de un azul grisáceo. Y su piel pálida era del color de la arena de la playa. Pero su pelo ensombrerado era precioso, de un castaño oscuro rojizo. Y sí (¡oh, sí!), tenía la nariz de Pappachi esperando dentro de la suya. Una nariz de Entomólogo Imperial dentro de la nariz. Una nariz de amante de las mariposas. Llevaba un bolsito a la última moda Made-in-England que adoraba.

– Mi hermana Ammu -dijo Chacko.

Ammu dijo un Hola de adulto a Margaret Kochamma y un Ho-la infantil a Sophie Mol. Rahel miró con ojos de lince intentando calibrar cuánto quería Ammu a Sophie Mol, pero no consiguió averiguarlo.

Una carcajada como una brisa repentina recorrió la sala de espera de llegadas. Adoor Basi, el actor más conocido y querido del cine malayalam, acababa de llegar (Bombay-Cochín). Agobiado por los innumerables paquetitos, imposibles de manejar, que llevaba, y por la abrumadora adulación popular, se había creído en la obligación de hacer una representación. Dejaba caer los paquetes y decía una y otra vez: «Ende Deivomay! Eee sadhanangalf».

Estha, encantado, soltó una sonora carcajada.

– ¡Mira, Ammu, a Adoor Basi se le caen las cosas! ¡No puede ni llevarlas!

– Lo hace a propósito -dijo Bebé Kochamma en inglés con un extraño acento británico, nuevo en ella-. No le hagas caso. Es actor de cine -les explicó a Margaret Kochamma y Sophie Mol. Lo dijo de tal modo que parecía que aquel hombre se llamaba Actorde y se apellidaba Cine-. Intenta llamar la atención -añadió, resuelta a no hacer caso de él.

Pero Bebé Kochamma estaba equivocada. Adoor Basi no intentaba llamar la atención. Sólo intentaba ser digno de la atención que le prestaban.

– Mi tía Bebé -dijo Chacko.

Sophie Mol se quedó perpleja. Miró a Bebé Kochamma con enorme interés. Había oído hablar de vaquitas bebé y de perritos bebé. Y de ositos bebé, claro. (Pronto le enseñaría a Rahel un murciélago bebé.) Pero lo de una tía bebé le causaba confusión.

– Hola, Margaret, y hola, Sophie Mol -dijo Bebé Kochamma.

Y luego dijo que Sophie Mol era tan guapa que le recordaba a un duendecillo del bosque. A Ariel.

– ¿Sabes quién es Ariel? -le preguntó Bebé Kochamma a Sophie Mol-. ¿El de La tempestad!

Sophie Mol dijo que no.

– ¿El de «De donde liba la abeja, libo yo»? -preguntó Bebé Kochamma.

Sophie Mol dijo que no.

– ¿El de «Y en el cáliz de una prímula me tumbo»?

Sophie Mol dijo que no.

– ¿El de La tempestad de Shakespeare? -insistió Bebé Kochamma.

Naturalmente, lo decía, sobre todo, para presentar sus credenciales a Margaret Kochamma. Para demostrarle que no pertenecía a la casta de los barrenderos.

– Está tratando de impresionarlas -susurró el Embajador E. Pelvis al oído de la Embajadora I. Palo.

A la Embajadora Rahel se le escapó una risilla en forma de burbuja verde azulada (del color de las moscas de la fruta) que reventó en el aire cálido del aeropuerto haciendo «paf».

Bebé Kochamma la vio y se dio cuenta de que era Estha quien había empezado.

– Y ahora, los VIPs -dijo Chacko (todavía en tono de Leer en Voz Alta)-. Mi sobrino Esthappen.

– Elvis Presley -dijo Bebé Kochamma como venganza-. Me temo que aquí la moda llega con un poco de retraso.

Todos miraron a Estha y se rieron.

Desde las suelas de los zapatos beige puntiagudos al Embajador Estha le fue subiendo una sensación de rabia que se le detuvo alrededor del corazón.

– ¿Cómo estás, Esthappen? -dijo Margaret Kochamma.

– Bien, gracias -dijo Estha con voz malhumorada.

– Estha -dijo Ammu en tono cariñoso-, cuando alguien te pregunta cómo estás debes responder «Bien, gracias, ¿y tú?» y no sólo «Bien, gracias». Así que di «Bien, gracias, ¿y tú?».

El Embajador Estha miró a Ammu.

– Vamos -dijo Ammu-, di «Bien, gracias, ¿y tú?».

Los ojos somnolientos de Estha eran testarudos.

– ¿No has oído lo que te he dicho? -le dijo Ammu en malayalam.

El Embajador Estha sintió los ojos azules, de un azul grisáceo, fijos en él, y también la nariz de Entomólogo Imperial. Pero no estaba de humor para decir: «Bien, gracias, ¿y tú?».

– ¡Esthappen! -dijo Ammu. Y le fue subiendo una sensación de rabia que se le detuvo alrededor del corazón. Una sensación de Rabia Mucho Mayor Que La Necesaria. En cierto modo, se sentía humillada por aquella sublevación pública dentro de su jurisdicción. Había deseado una representación sin tropiezos. Un premio para sus niños en el Concurso de Comportamiento Indobritánico.

– Por favor, ahora no. Luego -le dijo Chacko a Ammu en malayalam.

Y los ojos furiosos de Ammu, clavados en Estha, dijeron Está bien. Luego.

Y «luego» se convirtió en una palabra terrible, amenazadora, escalofriante.

Luego.

Como una campana de sonido grave en un pozo cubierto de musgo. Fría y peluda. Como las patitas de una mariposa nocturna.

La Representación se había malogrado. Como los encurtidos con el monzón.

– Y mi sobrina… -dijo Chacko-. ¿Dónde está Rahel?

Miró a su alrededor, pero no la vio. La Embajadora Rahel, incapaz de enfrentarse a tantos cambios en su vida, se había envuelto como una salchicha en una sucia cortina del aeropuerto y no quería salir de allí. Era una salchicha con sandalias Bata.

– No le hagáis caso -dijo Ammu-. Sólo quiere llamar la atención.

Ammu también estaba equivocada. Lo que Rahel intentaba era que no le prestasen la atención que se merecía.

– Hola, Rahel -le dijo Margaret Kochamma a la sucia cortina del aeropuerto.

– Bien, gracias, ¿y tú? -refunfuñó la sucia cortina.

– ¿No vas a salir a decir hola? -dijo Margaret. Kochamma con la voz amable de una maestra de escuela. (Como la de la señorita Mitten antes de que viera a Satanás en sus ojos.)

La Embajadora Rahel no salía de la cortina porque no podía. Y no podía porque no podía. Porque Todo iba mal y pronto llegaría el Luego para Estha y para ella.

Todo estaba lleno de mariposas nocturnas peludas; y de mariposas heladas; y de campanas de sonido grave; y de musgo.

Y había un alechuza.

La sucia cortina del aeropuerto era un consuelo y una oscuridad y un escudo.

– No le hagáis caso -repitió Ammu con una sonrisa forzada.

La mente de Rahel estaba llena de piedras atadas al cuello con los ojos azules, de un azul grisáceo.

Ahora Ammu la querría aún menos. Y Chacko tendría que dar la cara.


– Aquí llegan los equipajes -dijo Chacko alegremente, contento de poder escapar-. Ven, Sophiekins, vamos a recoger tu maleta.

Sophiekins.

Estha miró cómo caminaban a lo largo de la barandilla, abriéndose paso entre la multitud, que se echaba a un lado intimidada por el traje de Chacko y su corbata ladeada y su aspecto general de que iba a reventar de contento. Debido al gran tamaño de su vientre, Chacko se movía siempre como si estuviera subiendo una colina. Superando con entusiasmo las resbaladizas y empinadas cuestas de la vida. Él iba por el lado de acá de la barandilla, y Margaret Kochamma y Sophie Mol, por el de allá.

Sophiekins.

El hombre que estaba sentado con gorra y charreteras, también intimidado por el traje y la corbata ladeada de Chacko, le permitió que entrase en la zona de recogida de equipajes.

Cuando ya no hubo barandilla entre ellos, Chacko le dio un beso a Margaret Kochamma y, después, cogió a Sophie Mol en brazos.

– La última vez que hice esto mis esfuerzos se vieron recompensados con una mojadura en la camisa -dijo riéndose. La abrazó y la abrazó y la volvió a abrazar. Y besó sus ojos azules, de un azul grisáceo, su nariz de entomólogo y su pelo castaño rojizo ensombrerado.

Entonces Sophie Mol le dijo a Chacko:

– Mmm… perdona, ¿podrías bajarme? No… no estoy acostumbrada a que me lleven en brazos.

Así que Chacko la bajó.

El Embajador Estha vio (con ojos porfiados) que, de pronto, a Chacko el traje le iba más flojo, parecía menos a punto de reventar.

Y, mientras Chacko recogía las maletas, en la ventana que cubría la sucia cortina, el Luego se convirtió en Ahora.

Estha vio cómo el lunar del cuello de Bebé Kochamma se rechupeteaba los dedos y palpitaba de emoción anticipada, pum, pum, pum, pum y cambiaba de color como un camaleón. Pum, verde, pum, azul oscuro, pum, amarillo mostaza.


Se la van a cargar, se la van a cargar,

hoy tenemos gemelos para merendar.


– Bueno -dijo Ammu-. ¡Ya está bien! Os lo digo a los dos. Y tú, Rahel, ¡sal de ahí!

Dentro de la cortina, Rahel cerró los ojos y pensó en el río de aguas verdes, en los peces silenciosos que nadaban en el fondo y en las alas de tul de las libélulas (que podían ver lo que ocurría detrás de ellas) al sol. Pensó en la caña de pescar que le había hecho Velutha. De bambú amarillento con un flotador que se hundía cada vez que un pez tonto se ponía a investigar. Pensó en Velutha y deseó que estuviera con ella.

Y, después, Estha la desenrolló. Los canguros de cemento la estaban mirando.

Ammu los miró. El Aire estaba en silencio, a excepción del sonido del cuello palpitante de Bebé Kochamma.

– ¿Os parece bonito…? -dijo Ammu.

Era toda una pregunta.

Y no tenía respuesta.

El Embajador Estha bajó los ojos y vio que sus zapatos (desde donde le subía la sensación de rabia) seguían beige y puntiagudos. La Embajadora Rahel bajó los ojos y vio que dentro de sus sandalias Bata los dedos de sus pies trataban de despegarse para irse con los pies de otra persona y no podía detenerlos. Pronto se quedaría sin dedos y le pondrían un vendaje como el del leproso del paso a nivel.

– Si volvéis a desobedecerme en público una sola vez más -dijo Ammu-, y digo una sola vez más, os mandaré a un sitio donde aprenderéis pero que muy bien cómo hay que comportarse. ¿Ha quedado claro?

Cuando Ammu estaba realmente furiosa, siempre decía «pero que muy bien». «Pero que muy bien» debía de ser un bien muy grande, pero a sus hijos les daba pavor oír aquella expresión.

– ¿Ha quedado claro? -repitió Ammu.

Unos ojos llenos de miedo y una fuente miraron a Ammu.

Unos ojos somnolientos y un tupé sorprendido miraron a Ammu.

Dos cabezas asintieron tres veces.

Sí. Había quedado claro.

Pero Bebé Kochamma no estaba satisfecha de que una situación tan llena de potencial se zanjase de aquel modo. Sacudió la cabeza.

– ¿Y ya está? -dijo.

¿Y ya está?

Ammu volvió la cabeza hacia ella, y aquel movimiento conllevaba una pregunta.

– No conseguirás nada -dijo Bebé Kochamma-. Estos niños son malos, son maleducados, son mentirosos. Cada vez son más salvajes. No puedes dominarlos.

Ammu se volvió de nuevo hacia Estha y Rahel y sus ojos eran unas joyas empañadas por lágrimas.

– Todo el mundo dice que los niños necesitan un Baba. Pero yo digo que no. Que mis niños no. ¿Sabéis por qué?

Dos cabecitas asintieron.

– ¿Por qué? Decídmelo.

Y no al unísono, pero casi, Esthappen y Rahel dijeron:

– Porque tú eres nuestra Ammu y nuestro Baba y nos quieres el Doble.

– Más que el Doble -dijo Ammu-. Así que recordad lo que os he dicho. La opinión que se forma la gente tiene mucho valor, y cuando me desobedecéis en público, todo el mundo se lleva una impresión equivocada de vosotros.

– ¡Vaya par de Embajadores habéis sido! -dijo Bebé Kochamma.

El Embajador E. Pelvis y la Embajadora I. Palo bajaron las cabezas.

– Y otra cosa, Rahel -continuó diciendo Ammu-, creo que ya es hora de que aprendas la diferencia entre limpio y sucio. Especialmente en un país como éste.

La Embajadora Rahel bajó los ojos.

– Tu vestido está, quiero decir «estaba», limpio-dijo Ammu-.

Esa cortina está sucia. Esos canguros están sucios. Tus manos están sucias.

Rahel estaba asustada de lo alto que Ammu decía limpio y sucio. Como si estuviera hablando con un sordo.

– Y ahora quiero que vayáis y saludéis como es debido -dijo Ammu-. ¿Vais a hacerlo o no?

Dos cabecitas asintieron dos veces.


El Embajador Estha y la Embajadora Rahel se dirigieron hacia Sophie Mol.

– ¿Adonde crees que mandan a la gente para que se comporte «Pero Que muy Bien»? -le preguntó Estha a Rahel muy bajito.

– Al gobierno -respondió Rahel muy bajito, porque lo sabía.

– Hola, ¿cómo estás? -le dijo Estha a Sophie Mol lo suficientemente alto como para que Ammu lo oyese.

– Corta el rollo, cara bollo -le contestó Sophie Mol a Estha muy bajito. Se lo había enseñado una compañera de clase paquistaní.

Estha miró a Ammu.

La mirada que Ammu le devolvió quería decir No importa lo que hagan los demás si tú has hecho lo que debes.

Mientras cruzaban el aparcamiento del aeropuerto, el calor se deslizó por sus ropas y humedeció de sudor las crujientes bragas. Los niños iban detrás de los mayores, zigzagueando entre los coches aparcados y los taxis.

– ¿A vosotros os pega vuestra madre? -preguntó Sophie Mol.

Rahel y Estha, que no estaban seguros de la intención de la pregunta, no contestaron.

– La mía, sí -dijo Sophie Mol como una invitación a que hablaran-. La mía, hasta me da bofetadas.

– La nuestra, no -dijo Estha.

– ¡Qué suerte! -dijo Sophie Mol.

Qué suerte, eres un chico rico con paga y la fábrica de la abuela que heredar. Sin preocupaciones.

Pasaron por delante del Sindicato de Trabajadores del Aeropuerto, donde estaban haciendo una huelga de hambre simbólica de un día. Y por delante de la gente que miraba a los del Sindicato de Trabajadores del Aeropuerto que hacían una jornada de huelga de hambre simbólica.

Y por delante de la gente que miraba a la gente que miraba a la gente.

Un cartel pequeño que colgaba de un árbol grande decía ¿problemas de venéreas? consulte el dr. o. k. alegría.

– ¿Tú a quién quieres Más en el Mundo? -le preguntó Rahel a Sophie Mol.

– A Joe -dijo Sophie Mol sin titubear-. Es mi papá. Se murió hace dos meses. Hemos venido a reponernos del shock.

– Pero tu papá es Chacko -dijo Estha.

– Chacko no es más que mi auténtico papá -dijo Sophie Mol-, pero mi papá de verdad es Joe. Nunca me pega, bueno, casi nunca.

– ¿Cómo puede pegarte, si está muerto? -le preguntó Estha muy atinadamente.

– Y vuestro papá, ¿dónde está? quiso saber Sophie Mol.

– Está… -Y Rahel miró a Estha buscando ayuda.

– … en otro sitio -dijo Estha.

– ¿Quieres que te diga mi lista? -le preguntó Rahel a Sophie Mol.

– Si quieres… -contestó Sophie Mol.

La «lista» de Rahel era un intento de poner orden en medio del caos. La revisaba constantemente, debatiéndose siempre entre el amor y el deber. No era, ni mucho menos, un indicador real de sus sentimientos.

– A los que más, a Ammu y a Chacko -dijo Rahel-. Luego, a Mammachi…

– Es nuestra abuela -explicó Estha.

¿Más que a tu hermano? -le preguntó Sophie Mol.

– Nosotros no contamos -dijo Rahel-, y además Estha puede cambiar. Lo ha dicho Ammu.

– ¿Qué quieres decir? ¿Cambiar a qué? -preguntó Sophie Mol.

– A Cerdo Machista -dijo Rahel.

– Pues no creo -dijo Estha.

– Bueno, da igual, y después de Mammachi, a Velutha, y después…

– ¿Quién es Velutha? -quiso saber Sophie Mol.

– Es un hombre al que queremos mucho -dijo Rahel-, y después de Velutha, a ti.

– ¿A mí? ¿Y por qué me quieres? -dijo Sophie Mol.

– Porque somos primas hermanas, o sea, que tengo que quererte -dijo Rahel. Una mentira piadosa.

– Pero si ni siquiera me conoces -dijo Sophie Mol-, y además yo no te quiero.

– Pero me querrás cuando me conozcas -dijo Rahel, confiada.

– Lo dudo -dijo Estha.

– ¿Por qué? -preguntó Sophie Mol.

– Porque sí -dijo Estha-. Y, además, probablemente Rahel va a ser enana.

Como si querer a un enano fuera algo que quedase fuera de toda posibilidad.

– ¡No es verdad! -dijo Rahel.

– ¡Sí es verdad! -dijo Estha.

– ¡No es verdad!

– ¡Sí es verdad!

– ¡No es verdad!

– ¡Sí es verdad! Mira, somos gemelos -explicó Estha a Sophie Mol-, y ya ves que es mucho más baja que yo.

Rahel no tuvo más remedio que coger aire, sacar pecho y ponerse junto a Estha, espalda contra espalda, en el aparcamiento del aeropuerto, para que Sophie Mol viera que no era mucho más baja que él.

– Puede que sólo vayas a ser una persona diminuta -sugirió Sophie Mol-. Es más que ser enana y menos que… una Persona Normal.

El silencio que siguió era reflejo de la inseguridad provocada por aquella componenda.

En la puerta de acceso a la sala de espera de llegadas una silueta en la sombra, con la boca roja y forma de canguro, le dijo adiós con una pata de cemento a Rahel. Besos de cemento zumbaron por el aire como pequeños helicópteros.

– ¿Sabéis contonearos al andar? -quiso saber Sophie Mol.

– No. En la India no nos contoneamos -dijo el Embajador Estha.

– Pues en Inglaterra, sí -dijo Sophie Mol-. Todas las modelos se contonean en la tele. Mirad, es muy fácil.

Y los tres, capitaneados por Sophie Mol, cruzaron el aparcamiento del aeropuerto contoneándose con el balanceo de las modelos, con dos botellas Águila y un bolsito a la última moda «Made-in-England» brincándoles en las caderas. Enanitos húmedos de sudor que caminaban como personas mayores.

Unas sombras los seguían. Aviones de plata en un cielo azul iglesia, como mariposas nocturnas atraídas por un haz de luz.


El Plymouth azul cielo con alerones tuvo una sonrisa para Sophie Mol. Una sonrisa de tiburón con parachoques cromado.

La sonrisa automovilística de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Al ver la baca del coche con los botes de conservas pintados y la lista de los productos Paraíso, Margaret Kochamma dijo:

– ¡Oh, Dios mío! Me siento como si fuera a meterme en un anuncio.

Decía «¡Oh, Dios mío!» muy a menudo.

¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

– No sabía que teníais rodajas de piña -dijo-. A Sophie le encanta la piña, ¿verdad, Soph?

– A veces sí y a veces no -dijo Soph.

Margaret Kochamma se subió de un salto en el anuncio con sus pecas de la espalda y sus pecas de los brazos y su vestido de flores que dejaba las piernas al descubierto.

Sophie Mol se sentó delante, entre Chacko y Margaret Kochamma, con el sombrero asomando por encima del respaldo del asiento del coche. Porque era su hija.

Rahel y Estha se sentaron en el asiento de atrás.

El equipaje iba en el maletero.

Maletero era una palabra preciosa. Fortachón era una palabra horrible.

Cerca de Ettumanoor pasaron junto a un elefante sagrado muerto. Se había electrocutado con un cable de alta tensión que había caído sobre la carretera. Un técnico municipal de Ettumanoor supervisaba los trabajos para retirar el cadáver. Había que ser muy cuidadoso, porque la decisión que se tomase serviría de precedente para las futuras retiradas de paquidermos sagrados muertos por electrocución. Era un asunto que no debía tratarse a la ligera. Había un coche de bomberos y algunos bomberos que no sabían muy bien qué hacer. El técnico municipal tenía unos impresos y gritaba mucho. Había un carrito de Helados Alegría y un hombre que vendía cacahuetes en cucuruchos de papel estrechos, hábilmente diseñados para que no cupieran en ellos más de ocho o nueve cacahuetes.

– ¡Mirad, un elefante muerto! -dijo Sophie Mol.

Chacko se detuvo para preguntar si no sería por casualidad Kochu Thomban (Colmillo pequeño), el elefante del templo de Ayemenem que todos los meses iba un día a la Casa de Ayemenem a que le dieran un coco. Pero le dijeron que no.

Aliviados al saber que se trataba de un elefante desconocido, continuaron la marcha.

– ¡Grasias a Dios! -dijo Estha.

– ¡Gracias a Dios, Estha! -lo corrigió Bebé Kochamma.

Durante el camino, Sophie Mol aprendió a reconocer los primeros efluvios del hedor que anunciaba que se aproximaba un cargamento de caucho en bruto y a taparse la nariz hasta mucho después de que el camión que lo transportaba hubiese pasado.

Bebé Kochamma propuso que cantaran una canción.

Estha y Rahel tuvieron que cantar en inglés con voces obedientes. Alegres. Como si no les hubieran obligado a ensayar durante toda la semana. El Embajador E. Pelvis y la Embajadora I. Palo.


BendIIIto sea el SeñOOOr por siEEEmpre,

bendlllto sea y alabAAAdo.


Su pro-nun-cia-ción era perfecta.

El Plymouth atravesaba a toda velocidad el calor verdoso del mediodía promocionando conservas en el techo y con el cielo azul cielo en los alerones.

Justo en las afueras de Ayemenem chocaron con una mariposa de color verde col (o tal vez fue la mariposa la que chocó con ellos).

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