Era pasada la medianoche. El río bajaba crecido. Sus aguas corrían rápidas y negras. Serpenteaban hacia el mar llevando consigo cielos nocturnos nubosos, toda una fronda de palmeras, parte de una valla de paja y otras ofrendas que les había hecho el viento.
La lluvia fue amainando hasta convertirse en llovizna y luego cesó. La brisa sacudió el agua de los árboles y durante un rato sólo llovió debajo de ellos, en lo que antes había sido un lugar de refugio.
Una luna débil y acuosa asomó por entre las nubes dejando ver a un hombre joven sentado en el primero de los trece peldaños de piedra que llevaban al agua. Estaba muy quieto, empapado. Era muy joven. En un momento se puso de pie, se quitó el mundu blanco, lo retorció para escurrir el agua y se lo enrolló alrededor de la cabeza como si fuera un turbante. Ya desnudo, bajó los trece peldaños de piedra, se metió en el río y fue avanzando hasta que el agua le llegó al pecho. Y luego empezó a nadar con brazadas poderosas en dirección al punto donde la corriente era rápida y constante, donde comenzaba a ser Realmente Profundo. Al nadar, el río iluminado por la luna le resbalaba por los brazos y parecía como si llevara mangas de plata. Sólo le llevó unos minutos cruzarlo. Cuando alcanzó la otra orilla, emergió destellando y se puso de pie sobre la tierra, negro como la noche que lo rodeaba, negro como el agua que había cruzado.
Dirigió sus pasos al sendero que llevaba a través de la ciénaga, a la Casa de la Historia.
No dejó ondas en el agua.
Ni huellas en la orilla.
Estiró el mundu y lo mantuvo extendido sobre la cabeza para que se secase. El viento lo agitaba como si fuera una vela. De pronto, se sintió feliz. Las cosas se pondrán peor, pensó, y luego mejorarán.
Ahora iba caminando deprisa hacia el «corazón de las tinieblas». Tan solitario como un lobo.
El Dios de la Pérdida.
El Dios de las Pequeñas Cosas.
Desnudo. Sin nada encima excepto el esmalte de uñas.