13. EL OPTIMISTA Y EL PESIMISTA

Chacko se había trasladado de su cuarto al estudio de Pappachi, a fin de que Sophie Mol y Margaret Kochamma tuvieran una habitación para ellas. Era una habitación pequeña, con una ventana que dominaba la plantación de caucho descuidada y venida a menos que el reverendo E. John Ipe le había comprado a un vecino. Una puerta la comunicaba con el resto de la casa y otra (la entrada que Mammachi había mandado hacer para que Chacko satisficiera sus Necesidades de Hombre discretamente) llevaba directamente al mittam lateral.

Sophie Mol estaba dormida en un catre pequeño que habían preparado para ella al lado de la gran cama. El zumbido del lento ventilador de techo llenaba su cabeza. Abrió los ojos azules, de un azul grisáceo, de golpe.

Despierta

Despabilada

Despejada

Apartó el sueño de modo contundente.

Por primera vez desde la muerte de Joe, su primer pensamiento al despertarse no fue para él.

Miró alrededor. Sin moverse, girando simplemente los ojos. Un espía capturado en territorio enemigo, que tramaba una fuga espectacular.

Sobre la mesa de Chacko había un florero con unos hibiscos torpemente colocados y ya mustios. Las paredes estaban cubiertas de libros. Un armario con las puertas de cristal estaba abarrotado de restos de aviones de madera. Mariposas rotas con ojos implorantes. Mujeres de madera de un rey malvado que languidecían bajo un maleficio de madera.

Atrapadas.

Sólo una, Margaret, su madre, había escapado a Inglaterra.

En la parte central del ventilador del techo, que estaba cromada, giraba la habitación. Una salamanquesa beige, del color de una galleta sin acabar de hornear, la miraba con mucho interés. Pensó en Joe. Algo se agitó dentro de ella. Cerró los ojos.

La parte cromada del ventilador del techo siguió girando en su cabeza.

Joe sabía andar sobre las manos. Y cuando iba en bicicleta colina abajo, sabía hacer que el viento le inflara la camisa.

En la cama contigua, Margaret Kochamma aún seguía dormida. Estaba tumbada boca arriba con las manos cruzadas justo debajo de las costillas. Tenía los dedos hinchados y parecía que el anillo de boda se sentía incómodo al estar tan apretado. La carne de las mejillas le caía a ambos lados de la cara y daba la sensación de que sus pómulos eran altos y prominentes, al tiempo que ponía en su boca una sonrisa amarga que dejaba entrever el brillo de los dientes. Se había depilado las espesas cejas hasta dejarlas como se llevaban entonces, convertidas en unos arquitos muy finos, como dibujados a lápiz, que le otorgaban una permanente expresión de ligera sorpresa, incluso cuando estaba dormida. Pero estaba recuperando las demás expresiones de aquellas cejas en forma de incipientes pelillos. Tenía el rostro congestionado y la frente brillante, aunque bajo el enrojecimiento se escondía cierta palidez. Una pena dejada para más tarde.

El delgado tejido de algodón y poliéster azul marino con flores blancas de su vestido se había quedado lánguido y se le pegaba a los contornos del cuerpo, levantándose sobre los pechos y descendiendo a lo largo de la línea que se le formaba entre las piernas largas y fuertes, como si, al no estar acostumbrado al calor, también necesitara dormir la siesta.

En la mesilla, en un marco de plata, había una fotografía en blanco y negro de la boda de Chacko y Margaret Kochamma, sacada en la puerta de la iglesia, en Oxford. Nevaba un poco. Los primeros copos de nieve cubrían la calzada y la acera. Chacko iba vestido como Nehru. Llevaba un churidar blanco y un shervani negro. Tenía los hombros salpicados de nieve. En el ojal del shervani llevaba una rosa, y por el bolsillo superior le asomaba la punta de un pañuelo, doblado en forma de triángulo. Calzaba, muy apropiadamente, zapatos Oxford, negros, lustrosos. Parecía que se riera de sí mismo y del modo como se había vestido. Igual que si estuviera en una fiesta de disfraces.

Margaret Kochamma llevaba un vestido de novia largo y vaporoso y una diadema barata sobre el pelo, corto y rizado. Se había levantado el velo del rostro. Era tan alta como él. Los dos parecían felices. Eran delgados y jóvenes. Hacían guiños por el cambio de luz del interior al exterior. Las cejas espesas y oscuras de la novia, unidas en el entrecejo, producían un encantador contraste con el vaporoso blanco nupcial. Una nube con cejas que guiñaba un ojo. Detrás de ellos se veía a una mujer corpulenta con aire de matrona, de tobillos gruesos y con todos los botones del largo abrigo abrochados. Era la madre de Margaret Kochamma. Tenía a sus dos nietecillas a los lados, con las faldas escocesas plisadas, las medias y los flequillos idénticos. Las dos se reían y se tapaban la boca con las manos. La madre de Margaret Kochamma miraba para otro lado, fuera del campo de la fotografía, como si prefiriera no estar allí.

El padre de Margaret Kochamma se había negado a asistir a la boda. No le gustaban nada los indios; pensaba que eran taimados y deshonestos. No podía hacerse a la idea de que su hija se casara con uno de ellos.

En el ángulo derecho de la fotografía se veía a un hombre que iba en bicicleta y se había vuelto para mirar a la pareja.


Cuando conoció a Chacko, Margaret Kochamma trabajaba de camarera en un café de Oxford. Su familia vivía en Londres. Su padre tenía una panadería y su madre era dependienta en una mercería. Margaret Kochamma había dejado la casa de sus padres hacía un año por la única razón de que tenía las ansias de independencia propias de la juventud. Sus intenciones consistían en trabajar y ahorrar lo suficiente para pagarse los estudios de maestra, y después buscar empleo en alguna escuela. En Oxford compartía un pequeño apartamento con una amiga. También camarera, en otro café.

Tras el cambio de ambiente, Margaret Kochamma se dio cuenta de que se había convertido exactamente en la clase de chica que sus padres querían que fuese. Al enfrentarse al Mundo Real se aferró, llena de nerviosismo, a las viejas reglas de comportamiento que tan arraigadas tenía, y comprendió que ya no había nadie contra quien rebelarse, excepto contra sí misma. Así que, aparte de poner el tocadiscos algo más alto de lo que le permitían en su casa, continuó llevando en Oxford la misma vida insignificante y estricta de la que creía haber escapado.

Hasta la mañana en que Chacko entró en el café.

Fue en el verano de su último curso en Oxford. Estaba solo. Llevaba la camisa arrugada y mal abotonada y los cordones de los zapatos sin anudar. El pelo, cuidadosamente peinado y repeinado por delante, estaba de punta por detrás, como un halo de plumas. Parecía un puerco espín beatífico y desaliñado. Era alto y, a pesar del desastre de su ropa (corbata inapropiada, chaqueta raída), Margaret Kochamma se dio cuenta de que su cuerpo era atlético. Tenía un aire alegre y fruncía los ojos como si quisiera leer un cartel lejano pero hubiera olvidado las gafas. Las orejas le sobresalían de la cabeza y parecían asas de tetera. Había algo contradictorio entre su constitución atlética y su apariencia desaliñada. Las mejillas relucientes y felices eran la única señal de que un hombre obeso estaba al acecho en su interior.

No había en él nada de ese algo impreciso y torpe que normalmente se asocia con los hombres descuidados y despistados. Parecía alegre, como si estuviera disfrutando de la compañía de un amigo imaginario. Se sentó junto a la ventana, apoyó un codo en la mesa y la mejilla en la palma de la mano y sonrió en medio del café vacío como si estuviese a punto de entablar una conversación con los muebles. Pidió un café con la misma sonrisa amistosa, pero sin dar muestras de haberse fijado en la camarera alta y de espesas cejas que le tomó nota.

Ella hizo una mueca al ver que se ponía dos cucharadas bien colmadas de azúcar en aquel café con tanta leche.

Después pidió tostadas con huevos fritos, más café y mermelada de fresa.

Cuando volvió con todo aquello, como si reanudase una conversación anterior, él le dijo:

– ¿Sabe el del hombre que tenía dos hijos gemelos?

– No -contestó ella mientras colocaba el desayuno en la mesa. Por alguna razón (tal vez por una prudencia natural y una reticencia instintiva ante los extranjeros) no manifestó el profundo interés que Chacko esperaba haber despertado en ella con lo del Hombre que tenía unos Hijos Gemelos. A él no pareció importarle.

– Un hombre tenía dos hijos gemelos -le empezó a contar a Margaret Kochamma-. Pete y Stuart. Pete era Optimista y Stuart, Pesimista.

Cogió una tras otra las fresas que había en la mermelada y las puso a un lado en el plato, y después colocó una gruesa capa de mermelada sobre la tostada, que ya estaba untada con mantequilla.

– El día en que cumplieron trece años, su padre le regaló a Stuart, el Pesimista, un reloj muy caro, una caja de herramientas de carpintero y una bicicleta. -Chacko levantó la mirada para ver si Margaret Kochamma le estaba escuchando. Y llenó el cuarto de Pete, el Optimista, con estiércol de caballo.

Chacko colocó los huevos fritos sobre la tostada, rompió las yemas brillantes y temblonas y las extendió sobre la mermelada de fresa con la parte posterior de la cucharilla.

– Stuart abrió sus regalos y se pasó toda la mañana refunfuñando. No le hacía ilusión la caja de herramientas de carpintero, el reloj no le gustaba y las llantas de la bicicleta no eran las adecuadas.

Margaret Kochamma había dejado de escuchar porque estaba fascinada por el curioso ritual que desplegaba Chacko en su plato. Cortó la tostada con la mermelada y el huevo frito en pequeños cuadraditos iguales y puso encima una a una las fresas que había puesto a un lado, tras cortarlas en diminutos pedacitos.

– Cuando el padre fue al cuarto de Pete, el Optimista, no logró verlo, pero oyó excavar frenéticamente y jadear por el esfuerzo. El estiércol de caballo volaba por los aires.

Chacko ya estaba conteniendo la risa antes de acabar el chiste. Con las manos temblorosas de la risa ponía un trocito de fresa en cada cuadradito rojo y amarillo brillante de tostada, lo que daba a su plato el aspecto de una bandeja de multicolores canapés que una anciana hubiera preparado para servirlos durante una partida de bridge.

– «¡Por Dios bendito! ¿Qué estás haciendo?» -le increpó su padre a Pete.

Sal y pimienta fueron espolvoreadas sobre los cuadraditos de tostada. Chacko hizo una pausa antes de rematar el chiste y miró riéndose a Margaret Kochamma, quien, a su vez, miraba el plato sonriendo.

– De entre el estiércol surgió una voz que dijo: «Es que, si hay tanta mierda, en algún sitio tiene que haber un pony».

Chacko, con el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra, se echó hacia atrás en la silla de aquel café vacío y se puso a reír con una risa fuerte, contagiosa, entre hipos, una risa de gordo, hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Margaret Kochamma, que se había perdido la mayor parte del chiste, al principio sólo sonrió, pero después se contagió de su hilaridad. La risa del uno provocaba la del otro, y ambas fueron en aumento hasta convertirse en carcajadas histéricas. Entonces apareció el dueño del café, que vio a un cliente (no especialmente recomendable) y a una camarera (recomendable sólo a medias) atrapados en una espiral de carcajadas sin fin.

Entre tanto, sin que ellos se hubieran dado cuenta, había llegado otro cliente (uno habitual) y estaba esperando a que lo atendiesen.

El dueño se puso a hacer ruido entrechocando vasos y platos sobre el mostrador para demostrarle a Margaret Kochamma que estaba muy contrariado. Ella trató de calmarse antes de ir a tomar nota, pero tenía los ojos llenos de lágrimas y tuvo que contener un nuevo acceso de risa, lo cual provocó que el cliente al que le estaba tomando nota levantara la vista del menú con un gesto de desaprobación en los labios.

Miró de soslayo a Chacko, que le dirigió una sonrisa. Era una sonrisa de una simpatía desmesurada.

Acabó su desayuno, pagó y se fue.

El dueño le echó a Margaret Kochamma una reprimenda, seguida de un sermón sobre la ética cafeteril. Ella se disculpó. Lamentaba realmente haberse comportado así.

Aquella noche, después de acabar su jornada, pensó en lo sucedido y se sintió a disgusto consigo misma. No solía ser frívola, y no le pareció adecuado haberse estado riendo de manera tan descontrolada con un extraño. Le pareció un exceso de confianza, de intimidad. Se preguntó qué la habría hecho reírse de aquel modo. Sabía que no era el chiste.

Pensó en la risa de Chacko y una sonrisa se le quedó prendida en los ojos largo rato.


Chacko comenzó a visitar el café con bastante frecuencia. Siempre llegaba con su amigo imaginario y su sonrisa simpática. Incluso cuando no era Margaret Kochamma quien le atendía, la buscaba con la mirada e intercambiaban sonrisas secretas evocando el recuerdo de aquella Risa Compartida.

Margaret Kochamma se sorprendió a sí misma esperando las visitas del Puerco Espín Arrugado. Sin ansiedad, pero con una especie de afecto creciente. Se enteró de que estaba allí con una beca Rhodes que le habían concedido en la India, cursaba estudios clásicos y remaba en el equipo de Balliol.

Hasta el día en que se casaron, nunca acabó de creerse que aceptaría ser su mujer.

Un par de meses después de empezar a salir juntos, comenzó a llevarla a escondidas a su habitación, en la que vivía como un príncipe exiliado y desvalido. A pesar de los esfuerzos de la mujer que lo cuidaba y le hacía la limpieza, la habitación siempre estaba hecha un asco. Libros, botellas de vino vacías, ropa interior sucia y paquetes de cigarrillos cubrían el suelo. Era peligroso abrir los armarios, porque de ellos caían en cascada ropa, libros y zapatos, y alguno de aquellos volúmenes pesaba lo suficiente para causar lesiones. Margaret Kochamma renunció a su vida ordenada y limitada para zambullirse en aquella auténtica locura barroca con el estremecimiento silencioso de un cuerpo tibio al entrar en un mar helado.

Descubrió que, bajo el aspecto de Puerco Espín Arrugado, había un marxista atormentado en guerra con un romántico incurable que se olvidaba de las velas, rompía los vasos de vino y perdía el anillo. Que hacía el amor con una pasión tal, que la dejaba sin aliento. Ella siempre se había considerado una chica sin cintura, con los tobillos anchos y poco interesante. Sin ser fea, tampoco tenía nada especial. Pero cuando estaba con Chacko, sus viejos límites se ensanchaban. El horizonte se expandía.

Nunca hasta entonces había conocido a un hombre que hablara del mundo -de lo que era, de cómo había llegado a serlo o de lo que pensaba que sería de él- del mismo modo que otros hablaban de sus trabajos, sus amigos o sus fines de semana en la playa.

Estar con él la hizo sentirse como si su alma hubiera salido de los estrechos confines de su isla patria para abrirse a los extensos e insólitos espacios del mundo de Chacko. La hizo sentirse como si el mundo les perteneciera, como si estuviera ante ellos igual que una rana en una mesa de disección pidiendo que la examinasen.

El año en que lo conoció, antes de casarse, descubrió que también ella tenía algo mágico en su interior, y durante una temporada se sintió como un genio risueño liberado del encierro de la lámpara. Era quizá demasiado joven para darse cuenta de que lo que suponía amor por Chacko no era, en realidad, más que la aceptación vacilante y timorata de sí misma.


En cuanto a Chacko, era la primera amiga del sexo femenino que había tenido. No sólo la primera mujer con la que se había acostado, sino su primera compañera real. Lo que más le gustaba de ella era su autosuficiencia. Tal vez no fuera una autosuficiencia extraordinaria comparada con la media de las mujeres inglesas, pero para Chacko resultaba asombrosa.

Le gustaba que Margaret Kochamma no se aferrara a él. Que no estuviera segura de sus sentimientos hacia él. Que no supiera hasta el último día si se casaría con él. Le encantaba ver cómo se sentaba desnuda en la cama, con su larga espalda blanca girada hacia un lado, miraba el reloj y decía, con su habitual sentido práctico: «¡Uy, tengo que irme!». Le encantaba cómo se balanceaba en su bicicleta todas las mañanas rumbo al trabajo. Fomentaba las diferencias de opinión que tenían y disfrutaba en su fuero interno con los ocasionales estallidos de exasperación de Margaret a causa de sus descuidos y su dejadez.

Le estaba agradecido porque no quería cuidarle. Porque no se ofrecía a ordenarle el cuarto. Por no ser su empalagosa madre. Llegó a depender de ella porque ella no dependía de él. La adoraba por no adorarlo.

De su familia, Margaret Kochamma sabía muy poco. Rara vez hablaba de ellos.

Lo cierto es que, en aquellos años de Oxford, Chacko pensó en ellos pocas veces. En su vida estaban ocurriendo demasiadas cosas y Ayemenem le parecía algo muy lejano. El río, demasiado pequeño. Los peces, demasiado escasos.

No tenía razones de peso para estar en contacto con sus padres. La beca Rhodes era generosa. No necesitaba dinero. Estaba muy enamorado del amor que sentía por Margaret Kochamma y en su corazón no había espacio para nadie más.

Mammachi le enviaba a menudo cartas con descripciones detalladas de sus sórdidas peleas matrimoniales y en las que le exponía su preocupación por el futuro de Ammu. Casi nunca leía ninguna hasta el final. A veces, ni siquiera se molestaba en abrirlas. Y nunca contestaba.

Incluso en aquella ocasión en que volvió (cuando evitó que Pappachi le pegara a Mammachi con el florero de latón y la mecedora fue hecha trizas a la luz de la luna), apenas se dio cuenta de lo herido que se había sentido su padre, o de la redoblada adoración que provocaba en su madre, o de la súbita belleza de su hermana pequeña. Llegó y se marchó como si estuviera en trance, deseando desde el instante de su llegada regresar a la chica blanca de larga espalda que le estaba esperando.

El invierno después de dejar Balliol (sacó malas notas en los exámenes), Margaret Kochamma y Chacko se casaron. Sin el consentimiento de la familia de la novia. Sin que lo supiera la del novio.

Decidieron vivir en el apartamento de Margaret Kochamma (lo que obligó a marcharse a la Otra camarera del Otro café) hasta que él encontrara empleo.

El momento que eligieron para casarse no podía haber sido peor.

Junto con las tensiones de vivir juntos llegó la penuria. Se había acabado la beca y tenían que pagar la renta completa del apartamento.

El abandono del remo trajo la aparición de una súbita y prematura barriga, propia de un hombre de mediana edad. Chacko se convirtió en un Hombre Gordo, con un cuerpo que correspondía a su risa.

Tras un año de matrimonio, la indolencia estudiantil de Chacko perdió todo su encanto a los ojos de Margaret Kochamma. Ya no le parecía divertido que, al volver del trabajo, el apartamento siguiera en el mismo desorden mugriento en que lo dejó. Que a su marido no se le ocurriera nunca algo tan sencillo como hacer la cama, o lavar la ropa, o fregar los platos. Que no se disculpara por las quemaduras de cigarrillo en el sofá nuevo. Que pareciera incapaz de abotonarse la camisa, hacerse el nudo de la corbata y anudarse los zapatos incluso cuando iba a una entrevista a pedir trabajo. Al cabo de un año estaba dispuesta a cambiar la rana de la mesa de disección por algunas concesiones pequeñas de índole práctica. Como un empleo para su marido, o una casa limpia.

Por fin, Chacko consiguió un trabajo temporal y mal pagado en el Departamento de Ventas al Extranjero de la Compañía de Té de la India. Con la esperanza de que fuera un punto de arranque que lo llevase a otras cosas mejores, Chacko y Margaret se trasladaron a Londres. A un apartamento aún menor y más deprimente. Los padres de Margaret Kochamma no quisieron saber nada de ella.

Acababa de enterarse de que estaba embarazada cuando conoció a Joe. Había sido compañero de colegio de su hermano. Cuando se conocieron, Margaret Kochamma estaba en su momento de mayor atractivo físico. El embarazo había dado color a sus mejillas y brillo a su pelo oscuro y espeso. A pesar de los problemas matrimoniales, tenía ese aire de euforia secreta y de encontrarse a gusto con su propio cuerpo que suelen tener las mujeres embarazadas.

Joe era biólogo. Estaba actualizando la tercera edición de un diccionario de biología para una pequeña editorial. Era todo lo que Chacko no era.

Sensato. Solvente. Delgado.

Margaret Kochamma se sintió tan atraída por él como una planta que está en una habitación oscura por un rayo de luz.


Cuando a Chacko se le terminó su trabajo temporal y no logró encontrar otro empleo, escribió a Mammachi contándole que se había casado y pidiéndole dinero. Mammachi quedó destrozada, pero empeñó parte de sus joyas en secreto y se las arregló para mandarle dinero a Inglaterra. No fue suficiente. Le mandara lo que le mandara, nunca era suficiente.

Para cuando nació Sophie Mol, Margaret Kochamma ya estaba convencida de que, por su bien y el de su hija, tenía que dejar a Chacko. Así que le pidió el divorcio.

Chacko regresó a la India, donde encontró trabajo con suma facilidad. Durante unos años fue profesor en la Universidad Cristiana de Madrás, y, tras la muerte de Pappachi, regresó a Ayemenem con la máquina Bharat de embotellado al vacío, el remo de Balliol y el corazón roto.

Mammachi, encantada, le dio la bienvenida a su vida. Se ocupaba de sus comidas, de que su ropa estuviera cosida y de que todos los días hubiera flores frescas en su cuarto. Chacko necesitaba la adoración de su madre. Es más, la exigía, aunque la despreciara y hasta la castigara por ello de forma secreta. Empezó a fomentar la corpulencia y dilapidación física general de su cuerpo. Llevaba baratas camisetas estampadas de terylene sobre el mundu blanco y las sandalias de plástico más horribles que se pudieran encontrar en el mercado. Si Mammachi tenía invitados, o parientes o algún viejo amigo de Delhi estaba de visita, Chacko aparecía cuando la mesa para la cena estaba maravillosamente puesta -adornada con exquisitos arreglos florales y con la mejor porcelana- y se ponía a hurgarse alguna costra seca o a escarbarse las callosidades negras y oblongas que tenía en los codos.

Pero su objetivo principal eran los invitados de Bebé Kochamma; obispos católicos o clérigos de visita, que con frecuencia se dejaban caer a tomar algo. En su presencia, Chacko se quitaba las sandalias y dejaba al descubierto un forúnculo purulento y asqueroso de diabético que tenía en un pie.

– ¡Que Dios tenga misericordia de este pobre leproso! -decía mientras Bebé Kochamma trataba desesperadamente de desviar la atención de sus invitados quitándoles las migas de galleta o los trocitos de plátano frito que se les habían enganchado en las barbas.

Pero, de todos los castigos secretos con que Chacko atormentaba a Mammachi, el peor y el más mortificante era el que le infligía cuando se ponía a recordar a Margaret Kochamma. Hablaba de ella a menudo y con especial orgullo. Como si la admirara por haberse divorciado de él.

– Me cambió por un hombre mejor -decía, y a Mammachi le parecía que eso la denigraba a ella, en vez de a él.


Margaret Kochamma le escribía a Chacko con regularidad para darle noticias sobre Sophie Mol. Le aseguraba que Joe hacía maravillosamente de padre, que se ocupaba de su hija y que ésta lo quería mucho; noticias que alegraban y entristecían a Chacko por igual.

Margaret Kochamma era feliz con Joe. Más feliz, tal vez, de lo que lo hubiera sido de no haber pasado por aquellos años salvajes de precariedad con Chacko. Pensaba en él con cariño, pero sin ningún remordimiento. Ni se le pasaba por la cabeza que hubiera podido herirlo tan profundamente, porque se tenía por una mujer corriente y lo consideraba un hombre fuera de lo común. Y como Chacko en ningún momento había manifestado los síntomas habituales de tristeza y dolor por una ruptura como aquélla, Margaret Kochamma pensaba que se lo había tomado, sencillamente, como el reconocimiento de un error, igual que ella. Cuando le habló de Joe, Chacko se marchó apesadumbrado, pero sin montar ninguna escena. Con su amigo imaginario y su sonrisa simpática.

Se escribían con frecuencia, y, con el paso de los años, su relación fue madurando. Para Margaret Kochamma se convirtió en una amistad cómoda y sólida. Para Chacko era el modo, el único modo, de permanecer en contacto con la madre de su hija, la única mujer a la que había amado.

Cuando Sophie Mol fue lo suficientemente mayor para ir al colegio, Margaret Kochamma estudió pedagogía y después consiguió trabajo en una escuela de Clapham como maestra de párvulos. Estaba en la sala de profesores cuando le comunicaron el accidente de Joe. La noticia se la dio un policía joven con expresión grave y el casco en las manos. Tenía un aspecto cómico, como un mal actor en una prueba para conseguir el papel serio en una obra de teatro. Margaret Kochamma recordaba que, al verlo, su reacción instintiva fue sonreír.

Más por el bien de Sophie Mol que por el suyo, Margaret Kochamma hizo cuanto pudo por enfrentarse a la tragedia con ecuanimidad. Por que pareciera que se enfrentaba a la tragedia con ecuanimidad. No se tomó unos días libres y procuró que Sophie Mol continuara con su rutina escolar. Acaba los deberes. Cómete el huevo. No, no podemos dejar de ir al colegio.

Disimuló su angustia bajo la práctica máscara de la actividad obligada de una maestra. Un Agujero en el Universo con forma de maestra severa (que a veces daba bofetadas).

Pero cuando Chacko escribió invitándola a Ayemenem, algo en su fuero interno dio un suspiro de alivio. A pesar de todo lo ocurrido entre ellos, no había nadie en el mundo con quien prefiriera pasar la Navidad. Cuanto más lo pensaba, más tentada se sentía. Se convenció a sí misma de que un viaje a la India sería perfecto para Sophie Mol.

Así que, por fin, aunque sabía que a sus amigos y a sus compañeros de la escuela les resultaría extraño eso de irse corriendo a ver a su primer marido acto seguido de haber muerto el segundo, Margaret Kochamma sacó parte del dinero que tenía a plazo fijo y compró dos billetes para el vuelo Londres-Bombay-Cochín.

Haber tomado aquella decisión la atormentó el resto de su vida.

La imagen del cuerpo sin vida de su hijita en la chaise longue del salón de la casa de Ayemenem la acompañó hasta la tumba. Ya de lejos resultaba obvio que estaba muerta. No parecía enferma ni dormida. Lo delataba algo en su forma de yacer, en la postura de sus miembros. Algo que tema que ver con la autoridad de la Muerte. Con su terrible rigidez.

Tenía su precioso pelo castaño rojizo entretejido con hierbajos verdes y suciedad del río. Los párpados hundidos, mordisqueados por los peces. (Ah, sí, se los habían mordisqueado esos peces que nadan por el fondo. Lo prueban todo.) En el peto de su pantalón de pana malva ponía ¡vacaciones! en letra cursiva. Estaba tan arrugada como el pulgar de un dhobi, por haber estado tanto tiempo en el agua.

Una sirena esponjosa que se había olvidado de nadar.

Con un dedal de plata en su puñito cerrado, para que le diera buena suerte.

Que bebía de un dedal.

Que daba volteretas en su ataúd.

Margaret Kochamma nunca se perdonó haber llevado a Sophie Mol a Ayemenem. Haberla dejado sola el fin de semana mientras se iba con Chacko a Cochín para confirmar el vuelo de regreso.

Eran alrededor de las nueve de la mañana cuando a Mammachi y Bebé Kochamma les dieron la noticia de que se había encontrado el cuerpo de una niña blanca flotando río abajo, en la zona en que el Meenachal se ensancha al aproximarse a las marismas. De Estha y Rahel seguía sin saberse nada.


Aquella misma mañana, más temprano, los niños -los tres- no se presentaron a tomarse su vaso de leche. Bebé Kochamma y Mammachi pensaron que habrían bajado al río a bañarse, lo cual las preocupó porque había llovido con mucha intensidad el día anterior y parte de la noche, y sabían que el río podía ser peligroso. Bebé Kochamma mandó a Kochu María a buscarlos, pero regresó sin ellos. Tras el caos que había provocado la visita de Vellya Paapen, nadie podía recordar cuándo había visto realmente a los niños por última vez. Nadie se había acordado de ellos. Podían haber estado perdidos toda la noche.

Ammu seguía encerrada en su dormitorio. La llave la tenía Bebé Kochamma. Le preguntó desde el otro lado de la puerta si tenía idea de dónde podían estar los niños, procurando que su voz no trasluciera pánico, que su tono fuera el de una pregunta normal. Algo se estrelló contra la puerta. Ammu dijo algo ininteligible a causa de la rabia y la incredulidad por lo que le estaba ocurriendo, por haber sido encerrada como la loca de la familia en una casa medieval. No fue hasta más tarde, cuando a todos se les hundió el mundo, después de que el cuerpo de Sophie Mol fuera llevado a Ayemenem y Bebé Kochamma le abriera la puerta, cuando Ammu intentó dominar su rabia para tratar de entender qué había pasado. El temor y la inquietud la forzaron a pensar con claridad. Hasta ese momento no recordó lo que les había dicho a sus gemelos cuando fueron a preguntarle por qué la habían encerrado. Palabras ofensivas que ahora lamentaba haber pronunciado.

– ¡Por vuestra culpa! -había contestado gritando-. ¡Si no fuera por vosotros, no estaría aquí! ¡Nada de esto habría ocurrido! ¡No estaría aquí! ¡Sería libre! ¡Tendría que haberos llevado a un orfelinato el día en que nacisteis! ¡Sois una piedra atada a mi cuello!

No podía ver cómo estaban de encogidos, apoyados contra la puerta. Un tupé sorprendido y una fuente con un «amor-en-Tokio». Unos gemelos confundidos, embajadores de Dios-sabe-qué. Sus Excelencias los Embajadores E. Pelvis e I. Palo.

– ¡Marchaos! -había dicho Ammu-. ¿Por qué no os marcháis y me dejáis tranquila?

Así que se marcharon.

Cuando la única respuesta que obtuvo Bebé Kochamma a su pregunta sobre dónde podían estar los niños fue algo que se estrelló contra la puerta del dormitorio de Ammu, se marchó, y un pavor lento fue apoderándose de su interior al establecer las conexiones obvias, lógicas y totalmente erróneas entre los sucesos de la noche anterior y la desaparición de los niños.


La lluvia había empezado a caer temprano la tarde anterior. De pronto, el día, muy caluroso, se oscureció y el cielo comenzó a tronar y a retumbar. Kochu María que, sin ninguna razón concreta, estaba de mal humor, se hallaba en la cocina, subida a su taburetito, y limpiaba un pescado muy grande desencadenando una ventisca de escamas. Sus pendientes de oro saltaban de un lado para otro. Escamas plateadas volaban por toda la cocina para acabar posándose en las teteras, en las paredes, en los utensilios y en los tiradores del frigorífico. Cuando Vellya Paapen llegó a la puerta de la cocina, empapado y tembloroso, no le prestó atención. Tenía el ojo de verdad inyectado en sangre y parecía como si hubiera estado bebiendo. Permaneció allí, de pie, más de diez minutos esperando a que le dirigiera una mirada. Cuando Kochu María acabó con el pescado y empezó con las cebollas, él carraspeó para aclararse la garganta y preguntó por Mammachi. Kochu María trató de echarlo, pero no se marchó. Cada vez que abría la boca para dirigirse a ella, le llegaba una vaharada a vino de palma que la golpeaba como un mazazo. Nunca hasta entonces lo había visto así, y le dio un poco de miedo. Se imaginaba de qué se trataba, y decidió que lo mejor sería avisar a Mammachi. Cerró la puerta de la cocina y dejó a Vellya Paapen fuera, tambaleándose borracho en medio de la lluvia. Aunque era diciembre, llovía como si fuera junio. Al día siguiente los periódicos dijeron que se había tratado de una alteración de tipo ciclónico. Pero para entonces nadie estaba en condiciones de leerlos.

Puede que fuese la lluvia lo que condujo a Vellya Paapen a la puerta de la cocina. Para un hombre supersticioso, un aguacero incesante fuera de temporada podía ser el presagio de la furia de un dios. Para un hombre supersticioso borracho, podía ser algo así como el principio del fin del mundo. Y, en cierta medida, lo era.

Cuando Mammachi llegó a la cocina, en enaguas y con su bata rosa pálido ribeteada en zigzag, Vellya Paapen subió los peldaños que le separaban de la cocina y le ofreció su ojo hipotecado. Sobre la palma de la mano abierta. Dijo que no se lo merecía y quería devolvérselo. El párpado izquierdo le colgaba sobre la cuenca vacía como si estuviera haciendo un guiño monstruoso y sin fin. Como si todo lo que iba a decir fuera parte de una broma pesada.

– ¿Qué es esto? -preguntó Mammachi, que alargó la mano pensando que quizá Vellya Paapen le estaba devolviendo el kilo de arroz que le había dado por la mañana.

– Es el ojo -dijo Kochu María a voces, con los suyos brillantes por las lágrimas que le provocaban las cebollas. Para entonces Mammachi ya había tocado el ojo de cristal y lo había reconocido por su dureza escurridiza. Por su consistencia marmórea y resbaladiza.

– ¿Estás borracho? -dijo Mammachi furiosa dirigiéndose al sonido de la lluvia-. ¿Cómo te atreves a venir aquí en esas condiciones?

Avanzó a tientas hacia la pila y se enjabonó las manos para quitarse los jugos oculares del paraván. Luego se las olió. Kochu María le dio a Vellya Paapen un trapo de cocina viejo para que se secase y no dijo nada a pesar de que estaba en el escalón superior, casi dentro de su cocina de Tocable, secándose y protegiéndose de la lluvia bajo el saledizo del tejado.

Cuando Vellya Paapen se calmó un poco, volvió a colocarse el ojo y empezó a hablar. Comenzó por rememorar lo mucho que la familia de Mammachi había hecho por la suya. Generación tras generación. Que, mucho antes de que los comunistas pensaran en algo semejante, el reverendo E. John Ipe le había dado a Kelan, su padre, la propiedad de la tierra en la que ahora estaba su choza. Que Mammachi había pagado su ojo. Que lo había organizado todo para que Velutha fuera a la escuela y que le había dado trabajo…

Mammachi, aunque molesta por la borrachera de Vellya Paapen, no era reacia a escuchar historias bárdicas sobre la generosidad de su familia y la suya propia. Nada la puso sobre aviso de lo que venía a continuación.

Vellya Paapen empezó a llorar. Una mitad de su rostro sollozaba. Las lágrimas asomaban por su ojo de verdad y rodaban brillantes por su negra mejilla. El otro ojo miraba de frente, fijo e impertérrito. Un paraván viejo, que había visto los días en que tenían que retroceder de rodillas, se debatía entre la Lealtad y el Amor.

Luego el Terror se apoderó de él y le fue sacando las palabras. Le contó a Mammachi lo que había visto. La historia de la barquita que cruzaba el río noche tras noche y quién iba en ella. La historia de un hombre y una mujer juntos a la luz de la luna. Piel contra piel.

Vellya Paapen le contó que iban a la Casa de Kari Saipu. Que el demonio del hombre blanco había entrado en ellos. Era la venganza de Kari Saipu por lo que él, Vellya Paapen, le había hecho. La barca (sobre la que se sentó Estha y que Rahel encontró) estaba amarrada al tocón del árbol que había junto al sendero que, atravesando la ciénaga, llevaba a la plantación de caucho abandonada. Él la había visto. Todas las noches. Balanceándose en el agua. Vacía. Esperando a que volvieran los amantes. Esperando horas y horas. Algunas veces no aparecían entre la hierba crecida hasta el amanecer. Vellya Paapen los había visto con su propio ojo. También los habían visto otras personas. Todo el pueblo lo sabía. Era sólo cuestión de tiempo que llegara a oídos de Mammachi. Así que Vellya Paapen había ido a contárselo en persona. Como paraván y como hombre con parte de su cuerpo hipotecado, consideraba que era su deber.

Los amantes. Hijos de sus entrañas. El hijo de él y la hija de ella. Habían hecho que lo impensable fuera pensable y que lo imposible sucediera.

Vellya Paapen continuó hablando. Llorando. Sacudido por arcadas. Moviendo la boca. Mammachi ya no podía oír lo que estaba diciendo. El sonido de la lluvia se había hecho más intenso y había explotado en su interior. Ni siquiera oyó que ella misma estaba gritando.

De pronto, aquella mujer mayor, ciega, con su bata ribeteada en zigzag y su pelo canoso trenzado en una cola de rata, dio un paso hacia adelante y empujó a Vellya Paapen con todas sus fuerzas. Él fue dando traspiés hacia atrás, bajó los peldaños y cayó en el fango encharcado. Lo había cogido totalmente por sorpresa. Parte del tabú de ser Intocable era la suposición de que no lo tocarían. Por lo menos, en aquellas circunstancias. La suposición de hallarse encerrado en un espacio físico impenetrable.

Bebé Kochamma, que pasaba cerca de la cocina, oyó la conmoción. Se encontró a Mammachi escupiendo a la lluvia, ¡puaj, puaj, puaj!, y a Vellya Paapen caído en el lodo, mojado, lloroso, arrastrándose. Ofreciéndose a matar a su propio hijo. A descuartizarlo miembro a miembro.

– ¡Borracho! ¡Eres un paraván borracho y mentiroso! -gritaba Mammachi.

Chillando por encima de todo aquel jaleo, Kochu María le explicó a Bebé Kochamma la historia que Vellya Paapen había contado. Bebé Kochamma se dio cuenta inmediatamente del enorme potencial de aquella situación, pero cubrió sus pensamientos con aceites untuosos. Rejuveneció. Lo consideró un castigo de Dios a los pecados de Ammu y, al mismo tiempo, una posibilidad de venganza para ella (Bebé Kochamma) por la humillación sufrida por parte de Velutha y los demás hombres de la manifestación, los tipos que la habían llamado Modalali Mariakutty y la habían obligado a agitar la bandera. Desplegó las velas de inmediato. Un barco de bondad surcando un mar de pecado.

Le pasó su pesado brazo a Mammachi por los hombros.

– Debe de ser verdad -dijo en voz baja-. Ella es muy capaz de algo así. Y él, también. Y Vellya Paapen no mentiría en un asunto como éste.

Le pidió a Kochu María que le diera un vaso de agua a Mammachi y acercara una silla para que se sentara. Hizo que Vellya Paapen repitiera la historia, interrumpiéndola de vez en cuando para ampliar detalles. ¿De quién es la barca? ¿Con qué frecuencia? ¿Cuánto tiempo hace que esto sucede?

Cuando Vellya Paapen terminó, Bebé Kochamma se volvió hacia Mammachi.

– Él tiene que marcharse. Esta misma noche. Antes de que la cosa sea peor. Antes de que estemos completamente hundidos en la ruina.

Y luego se estremeció de asco como una colegiala. Fue cuando dijo: ¿Cómo es posible que haya aguantado su olor? ¿No os habéis dado cuenta de que los paravanes tienen un olor especial?

Con esa observación olfativa, ese pequeño detalle específico, se desató el Terror.

La furia de Mammachi hacia el viejo paraván tuerto que estaba bajo la lluvia, borracho, tembloroso y cubierto de fango, se tornó en un frío desprecio por su hija y lo que había hecho. Se la imaginó desnuda, copulando en el fango con un hombre que no era más que un simple culi mugriento. Se lo imaginó con todo detalle: la mano tosca y negra del paraván sobre el pecho de su hija. Su boca sobre la de ella. Sus caderas negras embistiendo entre las piernas separadas de ella. El jadeo de los dos. El olor, tan especial, del paraván. Como animales, pensó Mammachi, y estuvo a punto de vomitar. Como un perro con una perra en celo. La tolerancia con las «necesidades de los hombres» de su hijo se transformó en una furia incontrolable al pensar en las de su hija. Había deshonrado a generaciones de gente honorable (al Pequeño Bendecido, bendecido personalmente por el Patriarca de Antioquía, a un Entomólogo Imperial, a un alumno de Oxford con una beca Rhodes) y había humillado a la familia. Desde ahora, y para siempre, a los de generaciones venideras la gente les señalaría en bodas y entierros. En bautizos y cumpleaños. Se darían codazos y murmurarían. Todo había terminado.

Mammachi perdió el control.

Hicieron lo que tenían que hacer. Las dos ancianas. Mammachi aportó la pasión. Bebé Kochamma, el Plan. Kochu María hizo de lugarteniente en miniatura. Encerraron a Ammu con llave (tras llevarla con engaños a su dormitorio) antes de enviar a buscar a Velutha. Tenían que conseguir que abandonara Ayemenem antes de que regresara Chacko. No sabían qué actitud tomaría.

Sin embargo, no fue del todo culpa suya que el asunto se les fuera de las manos como una peonza que sale girando enloquecida. Y va golpeando a los que se cruzan en su camino. Que, para cuando Chacko y Margaret Kochamma regresaron de Cochín, fuera demasiado tarde.

El pescador ya había encontrado a Sophie Mol.


Imagínenselo.


En su barca, al amanecer, en la desembocadura del río que conoce de toda la vida. Va crecido y fuerte por la lluvia de la noche anterior. Algo pasa flotando en el agua y sus colores le llaman la atención. Malva. Castaño rojizo. Pálido como la arena de la playa. Algo que la corriente arrastra veloz hacia el mar. Alarga su pértiga de bambú para pararlo y lo arrastra hacia él. Es una sirena arrugada. Una sirena niña. Tan sólo una sirena niña. Con el pelo castaño rojizo. Con una nariz de Entomólogo Imperial y un dedal de plata para que le dé buena suerte apretado en su puñito. La saca del agua y la sube a su barca. Le coloca su delgada toalla de algodón debajo. Yace en el fondo de la barca con su botín de pececillos plateados. Rema hacia casa -Thaiy, thaiy, thakka thaiy, thaiy thome- pensando qué equivocado está el pescador que cree conocer bien el río. Nadie conoce bien al Meenachal. Nadie sabe qué puede arrebatar o entregar de pronto. O cuándo. Por eso rezan los pescadores.

En la comisaría de policía de Kottayam una Bebé Kochamma temblorosa fue conducida al despacho del jefe. Le explicó al inspector Thomas Mathew las circunstancias que habían llevado a despedir fulminantemente a un trabajador de la fábrica. Un paraván. Pocos días antes había intentado… había intentado abusar de su sobrina. Una mujer divorciada que tenía dos hijos.

Bebé Kochamma alteró la auténtica relación entre Ammu y Velutha, no por Ammu, sino para impedir el escándalo y salvar la reputación de la familia a los ojos del inspector Thomas Mathew. No se le había ocurrido que más tarde Ammu se echaría voluntariamente la vergüenza encima, que iría a la policía a hacer una declaración. Mientras estaba contando su historia, Bebé Kochamma empezó a creérsela.

El inspector quiso saber por qué no se le había comunicado lo sucedido enseguida.

– Somos una familia muy antigua -dijo Bebé Kochamma-. Y éstas no son cosas de las que nos guste hablar.

El inspector Thomas Mathew, oculto detrás de su mostacho a lo maharajá de propaganda de Air India, lo comprendió perfectamente. Él también tenía una esposa Tocable, dos hijas Tocables, generaciones enteras de Tocables aguardando en sus úteros Tocables…

– ¿Y dónde se encuentra ahora la señora contra la que atentó?

– En casa. No sabe que he venido. No me habría dejado. Naturalmente, está desesperada de preocupación por los niños. Histérica.

Más tarde, cuando el inspector Thomas Mathew conoció la historia de verdad, el hecho de que el paraván no hubiera arrebatado nada del Reino de los Tocables, sino que se lo hubieran dado, lo afectó profundamente. Así que cuando, tras el entierro de Sophie Mol, Ammu fue con sus gemelos a decirle que había habido un error y él le dio unos golpecitos con el bastón en los pechos, aquello no fue exactamente una grosería espontánea del policía. Fue un gesto premeditado, calculado para atemorizarla y humillarla. Un intento de restaurar el orden en un mundo que había tomado un camino equivocado.

Y aún más tarde, cuando la polvareda se hubo asentado y todo el papeleo estaba organizado, el inspector Thomas Mathew se felicitó por cómo habían resultado las cosas.

Pero en aquel momento, mientras Bebé Kochamma tejía su historia, la había escuchado con suma atención y cortesía.

– Ayer, cuando estaba anocheciendo, serían las siete de la tarde, vino a nuestra casa a amenazarnos. Llovía mucho. Ya no había luz y estábamos encendiendo las lámparas cuando llegó. Sabía que el hombre de la casa, mi sobrino Chacko Ipe, estaba, y aún está, en Cochín. En casa sólo había tres mujeres solas.

Hizo una pausa para que el inspector pudiera imaginarse el horror de tres mujeres solas en una casa ante la visita de un paraván maníaco sexual.

– Le dijimos que, si no abandonaba Ayemenem sin armar jaleo, llamaríamos a la policía. Entonces empezó a decir que… ¿A que no se lo puede imaginar? Que mi sobrina había consentido. Nos preguntó qué pruebas teníamos para acusarlo. Dijo que, de acuerdo con las leyes laborales, no teníamos ningún fundamento para despedirlo. Estaba tan tranquilo. «Ya han pasado los días en que podíais tratarnos a patadas como si fuéramos perros», dijo.

Para entonces la historia de Bebé Kochamma sonaba totalmente convincente. Parecía humillada. Desconcertada.

Luego su imaginación se disparó. No describió cómo había perdido el control Mammachi. Cómo había ido adonde estaba Velutha y le había escupido a la cara. Las cosas que le había dicho. Lo que le había llamado.

En vez de eso, le explicó al inspector Thomas Mathew que no era lo que Velutha había dicho lo que la había llevado a ir a la policía, sino cómo lo había dicho. La total ausencia de remordimiento había sido lo que más la había impresionado. Como si estuviera orgulloso de lo que había hecho Sin darse cuenta, atribuía a Velutha los modales del hombre que la había humillado durante la manifestación. Describió la furia y el desprecio de su rostro. La insolencia grosera de su voz, que tanto la había asustado. Todo eso la hacía estar segura de que el despido y la desaparición de los niños estaban, era imposible que no estuvieran, relacionados.

Bebé Kochamma explicó que conocía al paraván desde que era niño. Que había sido educado por su familia, que lo habían enviado a la escuela para Intocables que había fundado su padre, el Pequeño Bendecido («Sabrá, inspector Thomas Mathew, quién era…» «Sí, sí, claro.») Que habían hecho que aprendiera el oficio de carpintero, que su abuelo le había dado la casa en la que vivía. Se lo debía absolutamente todo a su familia.

– Ustedes… -dijo el inspector Thomas Mathew-. Ustedes primero echan a perder a esa gente, los exhiben orgullosos como si fueran trofeos, y luego, cuando no saben comportarse, vienen corriendo para que les saquemos las castañas del fuego.

Bebé Kochamma bajó la mirada como un niño al que han castigado. Luego continuó con su historia. Le explicó al inspector Thomas Mathew cómo, en las últimas semanas, había notado ciertas cosas que eran como un presagio: cierta insolencia, cierta descortesía. Mencionó que, al ir a Cochín, lo había visto participando en la manifestación y que corrían rumores de que era, o había sido, naxalita. No se dio cuenta de la ligera arruga de preocupación que esa parte de la información provocó en la frente del inspector.

Dijo que había prevenido a su sobrino, pero que nunca, ni por asomo, había pensado que las cosas llegarían tan lejos. Una niña maravillosa había muerto y dos niños habían desaparecido.

Bebé Kochamma se vino abajo.

El inspector Thomas Mathew le dio una taza de té policiaco. Cuando se encontró algo mejor, la ayudó a poner por escrito todo lo que le había contado en una denuncia formal. Le aseguró que podía contar con la total colaboración de la policía de Kottayam. Y añadió que cogerían a aquel granuja antes de que acabara el día. Un paraván con dos gemelos heterocigóticos, perseguido por la historia. No había muchos sitios en los que pudiera esconderse.

El inspector Thomas Mathew era un hombre prudente. Tomó sus precauciones. Envió un jeep a buscar al camarada K. N. M. Pillai para traerlo a la comisaría. Le parecía crucial saber si el paraván tenía algún apoyo político o si había actuado solo. Aunque era del Partido del Congreso, no pretendía correr el riesgo de tener roces con el gobierno comunista. Cuando llegó el camarada Pillai, lo invitó a pasar y sentarse en el asiento que Bebé Kochamma acababa de dejar. El inspector Thomas Mathew le enseñó la denuncia formal de Bebé Kochamma. Los dos hombres mantuvieron una conversación. Breve, críptica, directa al grano. Como si intercambiasen números y no palabras. Las explicaciones no parecían necesarias. El camarada Pillai y el inspector Thomas Mathew no eran amigos, y no confiaban el uno en el otro. Pero se entendieron perfectamente. Los dos eran hombres cuya infancia no había dejado rastro en ellos. Hombres carentes de curiosidad, de dudas. Los dos, cada uno a su manera, eran verdadera y terriblemente adultos. Contemplaban el mundo sin preguntarse cómo funcionaba, porque lo sabían. Ellos lo hacían funcionar. Eran como mecánicos que se ocuparan del mantenimiento de diferentes partes de una misma maquinaria.

El camarada Pillai le contó al inspector Thomas Mathew que conocía a Velutha, pero omitió que Velutha era miembro del partido y que había ido a llamar a su puerta la noche anterior, ya muy tarde, lo cual convertía al camarada Pillai en la última persona que había visto a Velutha antes de su desaparición. Y, aunque sabía que no eran ciertas, el camarada Pillai no refutó las alegaciones de intento de violación que figuraban en la denuncia de Bebé Kochamma. Simplemente, aseguró al inspector Thomas Mathew que, por lo que a él se refería, Velutha no contaba con el apoyo ni la protección del Partido Comunista. Que actuaba por su cuenta.

Cuando el camarada Pillai se fue, el inspector Thomas Mathew repasó mentalmente la conversación que habían tenido, la desmenuzó, examinó su lógica, buscó si había algo que no encajara. Cuando se sintió satisfecho, dio instrucciones a sus hombres.


Entre tanto, Bebé Kochamma había regresado a Ayemenem. El Plymouth estaba aparcado en el caminito de acceso. Margaret Kochamma y Chacko estaban de vuelta de Cochín.

Sophie Mol yacía en la chaise longue.

Cuando Margaret Kochamma vio el cuerpo de su hijita, una conmoción, como un aplauso fantasmagórico en medio de un auditorio vacío, la invadió y se desbordó en una oleada de vómito que la dejó muda y con la mirada vacía. Sufría por dos muertes, no por una. Con la pérdida de Sophie, Joe volvía a morir. Y, en esta ocasión, no había deberes que terminar o huevo que comer. Margaret Kochamma había ido a Ayemenem a sanar su mundo herido y, en vez de eso, lo había perdido todo. Ahora estaba rota, hecha añicos, como si fuera de cristal.

Su recuerdo de los días que siguieron era borroso. Largas horas opacas de serenidad con la lengua pastosa, como de trapo (medicamentos administrados por el doctor Verghese Verghese) interrumpidas por latigazos acerados y cortantes de histeria, tan afilados como el borde de una navaja recién estrenada.

Con la vaga conciencia de que Chacko -muy afectado y con una voz muy suave cuando estaba a su lado- iba por la casa de Ayemenem fuera de sí, soplando como un viento furibundo. Tan diferente del Puerco Espín Arrugado que había conocido aquella mañana, hacía mucho tiempo, en el café de Oxford.

Recordaba vagamente el entierro en la amarilla iglesia. Los cánticos tristes. Un murciélago que había asustado a alguien. Recordaba el ruido de puertas echadas abajo y las voces de mujeres asustadas. Y cómo, por la noche, los cantos de los grillos que estaban entre los arbustos le habían parecido crujidos en la escalera que aumentaban el miedo y la tristeza que se cernían sobre la casa de Ayemenem.

Nunca olvidó su furia irracional contra los dos niños, más pequeños que su hija, que, por alguna razón, se habían salvado. Su mente febril se aferró como una lapa a la idea de que Estha era, en cierta medida, responsable de la muerte de Sophie Mol. Cosa curiosa, teniendo en cuenta que Margaret Kochamma no sabía que había sido Estha -un Brujo con Tupé que había estado revolviendo y remando en la mermelada y había pensado Dos Cosas- quien se saltó las reglas y llevó remando a Sophie Mol y a Rahel en la barquita a cruzar el río por las tardes. Que había sido Estha quien abolió el olor clavado a un árbol con una hoz al agitar una bandera comunista. Que había sido Estha quien convirtió la galería trasera de la Casa de la Historia en su casa lejos de su casa, amueblada con una estera de paja y la mayoría de sus juguetes -una catapulta, un pato hinchable, un koala de propaganda de Qantas con botones medio caídos por ojos-. Y, para remate, que fue Estha quien, aquella terrible noche, decidió que, aunque estaba oscuro y llovía, había llegado El Momento de Marcharse porque Ammu ya no los quería.

Y, si no sabía nada de todo aquello, ¿por qué le echaba la culpa de lo que le había ocurrido a Sophie Mol? Tal vez fuera por instinto materno.

En tres o cuatro ocasiones, al emerger a través de las gruesas capas de sueño inducido a base de pastillas, fue directamente a buscar a Estha y se puso a abofetearlo hasta que alguien la sujetó y se la llevó para calmarla. Más adelante le escribió a Ammu para disculparse. Pero, para cuando llegó la carta, Estha había sido Devuelto y Ammu había tenido que hacer las maletas y marcharse. Sólo Rahel permanecía en Ayemenem para aceptar las disculpas en nombre de Estha. No entiendo qué pudo sucederme, decía en su carta, y sólo puedo achacarlo al efecto de los tranquilizantes. No tenía ningún derecho a comportarme como lo hice, y quiero que sepas que estoy avergonzada y lo siento muchísimo, de verdad.


Lo curioso es que en quien nunca pensó Margaret Kochamma fue en Velutha. No lo recordaba en absoluto. Ni siquiera qué aspecto tenía.

Tal vez fuese porque en realidad no lo conoció ni se enteró de lo que le había ocurrido.

El Dios de la Pérdida.

El Dios de las Pequeñas Cosas.

No dejó huellas en la arena, ni ondas en el agua, ni imágenes en los espejos.

Después de todo, Margaret Kochamma no iba con el pelotón de policías Tocables cuando cruzaron el río crecido. Con sus shorts caqui rígidos por el almidón.

El sonido metálico de las esposas tintineaba en el bolsillo de uno de ellos.

No sería razonable pensar que alguien pueda recordar lo que no sabe que ocurrió.


Sin embargo, para esas penas, todavía faltaban dos semanas aquella tarde azul de punto de cruz en que Margaret Kochamma estaba tumbada, aún dormida por el cansancio del viaje y el cambio horario. Al salir de casa para ir a visitar al camarada K. N. M. Pillai, Chacko pasó junto a la ventana del dormitorio como una ballena silenciosa, deseando echar una ojeada y ver si su mujer (¡Ex mujer, Chacko!) ysu hija estaban despiertas y necesitaban alguna cosa. En el último instante no se atrevió y pasó de largo flotando pesadamente sin mirar adentro. Sophie Mol (Despierta, Despabilada, Despejada) lo vio marcharse.

Se sentó en la cama y miró hacia fuera, a los árboles del caucho. El sol se había ido moviendo por el cielo y proyectaba una sombra larga de la casa sobre la plantación, que oscurecía los árboles, de hojas ya de por sí oscuras. Más allá de la zona en sombra, la luz era suave y amortiguada. Todos los árboles tenían un tajo que cruzaba la corteza moteada en diagonal y del que goteaba caucho lechoso, como sangre blanca de una herida, que iba a caer a la cáscara expectante de medio coco atada al árbol.

Sophie Mol saltó de su cama y se puso a revolver en el monedero de su madre aún dormida. Encontró lo que buscaba: las llaves de la maleta grande que estaba en el suelo, con la pegatina de las líneas aéreas y la etiqueta de equipaje. Abrió la maleta y se puso a hurgar en su contenido con la delicadeza de un perro escarbando en un macizo de flores. Desordenó montones de ropa interior, faldas y blusas planchadas, champúes, cremas, chocolatinas, cinta adhesiva, paraguas, jabón (y otros olores londinenses embotellados), quinina, aspirina, antibióticos de amplio espectro. «Llévate de todo», le habían dicho sus compañeros a Margaret Kochamma con tono de preocupación. «Nunca se sabe.» Lo cual era su forma de decirle a una compañera que se iba de viaje al «corazón de las tinieblas» que:

a) A Cualquiera le Puede Pasar Cualquier Cosa. Así que:

b) Es Mejor estar Preparado.

Por fin Sophie Mol encontró lo que buscaba.

Los regalos para sus primos. Barras triangulares de chocolate (blandas y derretidas por el calor). Calcetines con dedos separados de colores. Y dos bolígrafos llenos de agua con unos collages de recortes que representaban una calle de Londres. El palacio de Buckingham y el Big Ben. Tiendas y personas. Un autobús rojo de dos pisos impulsado por una burbuja de aire flotaba arriba y abajo por la calle silenciosa. La ausencia de ruido daba un toque siniestro a la ajetreada calle Bolígrafo.

Sophie Mol metió los regalos en su bolsito a la última moda Made-in-England y se dirigió al mundo exterior. A cerrar un arduo trato. A negociar una amistad.

Una amistad que, desdichadamente, quedaría pendiente. Incompleta. En el aire, sin asidero. Una amistad que jamás llegó a cerrar el círculo para convertirse en una historia, razón por la que, mucho más deprisa de lo que tendría que haber ocurrido, Sophie Mol se convirtió en un recuerdo, mientras que la pérdida de Sophie Mol se agrandó y cobró vida. Era como una fruta del tiempo. De todas las estaciones.

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