En la comisaría, el inspector Thomas Mathew mandó que trajeran dos Coca-Colas. Con pajitas. Un agente muy servil las trajo sobre una bandeja de plástico y se las ofreció a los dos niños cubiertos de barro que estaban sentados frente al inspector, y cuyas cabecitas apenas sobresalían por encima del lío de papeles y documentos que había sobre el escritorio.
Así que, otra vez, en el periodo de dos semanas, le sirvieron a Estha miedo embotellado. Frío. Lleno de burbujas. A veces las cosas iban peor con Coca-Cola.
Las burbujas se le metieron por la nariz. Eructó. Rahel soltó una risilla y después se puso a soplar por la pajita hasta que la bebida empezó a salirse de la botella y a caerle en el vestido. Y por todo el suelo. Estha leyó en voz alta el letrero que había en la pared.
– dutircluP -dijo-. dutircluP, aicneidebO,
– datlaeL, dadirgetnl -dijo Rahel.
– aísetroC.
– dadilaicrapmI.
– nóicagenbA.
Hay que decir en su favor que el inspector Thomas Mathew no perdió la calma. Se dio cuenta de cómo aumentaba la incoherencia en los niños. Notó que tenían las pupilas dilatadas. Ya había visto aquello antes… La válvula de escape del cerebro humano. Su manera de afrontar el trauma. Fue indulgente con todo ello y formuló las preguntas con gran inteligencia. De modo inofensivo. Entre un «¿Cuándo es tu cumpleaños, chico?» y un «¿Cuál es tu color preferido, chica?».
Poco a poco, de forma inconexa y deshilvanada, las cosas comenzaron a tener sentido. Sus hombres le habían informado de que había cacharros y cacerolas, una estera de paja, juguetes imposibles de olvidar. Ahora todo empezaba a encajar. Al inspector Thomas Mathew no le hacía ninguna gracia. Envió un jeep a buscar a Bebé Kochamma. Se aseguró de que los niños no estuvieran en el despacho cuando llegó. No la saludó cuando entró.
– Tome asiento -le dijo.
Bebé Kochamma presintió que pasaba algo terrible.
– ¿Los han encontrado? ¿Ocurre algo?
– Ocurre de todo -le aseguró el inspector.
Por su mirada y el tono de su voz, Bebé Kochamma se dio cuenta de que esta vez estaba tratando con una persona diferente. Aquél no era el complaciente policía del encuentro anterior. Se dejó caer en una silla. El inspector Thomas Mathew no se anduvo con rodeos.
La policía de Kottayam había actuado basándose en una declaración escrita y firmada por ella. Se había atrapado al paraván. Por desgracia, había resultado gravemente herido en el enfrentamiento y lo más probable era que no pasara de aquella noche. Pero ahora los niños decían que ellos se habían marchado por voluntad propia. Que su barca había volcado y que la niña inglesa se había ahogado por accidente. Lo cual hacía que la policía tuviera que cargar con la responsabilidad de la muerte en la comisaría de un hombre que, en teoría, era inocente. Cierto que era un paraván. Cierto que se había comportado mal. Pero corrían tiempos difíciles y teóricamente, según la ley, era un hombre inocente. No había cometido ningún delito.
– ¿Intento de violación? -sugirió Bebé Kochamma, con voz débil.
– ¿Dónde está la denuncia de la víctima de la violación? ¿Alguien la ha puesto? ¿Ha declarado? ¿Ha venido con usted?
El tono del inspector era agresivo. Casi hostil.
Bebé Kochamma parecía haberse encogido. Bolsas de carne le colgaban debajo de los ojos y de la mandíbula. El miedo la invadió y la saliva se le tornó amarga dentro de la boca. El inspector le alcanzó un vaso de agua.
– El asunto es muy sencillo. Una de dos: la víctima de la violación tiene que poner una denuncia por escrito, o los niños tienen que identificar al paraván como su secuestrador en presencia de un testigo de la policía. O… -Esperó a que Bebé Kochamma lo mirara-. O tendré que acusarla de presentar una denuncia falsa. Lo cual es delito.
El sudor hizo que la blusa azul clara de Bebé Kochamma comenzara a adquirir manchas oscuras. El inspector Mathew no la apremió en ningún momento. Sabía que, dado el clima político, podía encontrarse metido en un serio problema. Era consciente de que el camarada K. N. M. Pillai no dejaría pasar aquella oportunidad.
Estaba furioso consigo por haber actuado con tanta precipitación. Cogió una toalla de mano y se la metió por dentro de la camisa para secarse el sudor del pecho y las axilas. La oficina estaba en silencio. Los ruidos de la actividad de la comisaría, el resonar de botas o el quejido ocasional de dolor de alguien a quien estaban interrogando, parecían distantes, como si procedieran de otro lugar.
– Los niños harán lo que se les diga -dijo Bebé Kochamma-. ¿Podría hablar con ellos a solas un momento?
– Como quiera.
El inspector se levantó para abandonar la oficina.
– Por favor, déme cinco minutos antes de que entren.
El inspector Thomas Mathew asintió con la cabeza y salió.
Bebé Kochamma se secó el rostro brillante y sudoroso. Estiró el cuello, mirando hacia el techo, para poder limpiar con la punta de su sari el sudor de las arrugas escondidas entre los pliegues de grasa. Besó su crucifijo.
Dios te salve María, llena eres de gracia…
Las palabras de la oración la abandonaron.
Se abrió la puerta. Estha y Rahel fueron conducidos hasta ella. Cubiertos de barro. Empapados de Coca-Cola.
Al ver a Bebé Kochamma se pusieron serios de repente. La mariposa con un pelambre dorsal de una densidad inusual desplegó las alas sobre sus corazoncitos. ¿Por qué había venido ella? ¿Dónde estaba Ammu? ¿Todavía estaba encerrada?
Bebé Kochamma les dirigió una mirada severa. Permaneció callada durante largo rato. Cuando habló, le salió una voz ronca y extraña.
– ¿De quién era la barca? ¿De dónde la habéis sacado?
– Era nuestra. La encontramos. Velutha la arregló para nosotros -susurró Rahel.
– ¿Desde cuándo la teníais?
– La encontramos el día que llegó Sophie Mol.
– ¿Y robasteis cosas de la casa y las llevasteis al otro lado del río en la barca?
– Sólo estábamos jugando…
– ¿Jugando? ¿Es así como lo llamáis?
Bebé Kochamma los miró durante largo rato antes de volver a hablar.
– El cuerpo de vuestra adorable primita yace en el salón. Los peces le han comido los ojos. Su madre no puede dejar de llorar. ¿A eso lo llamáis jugar?
Una brisa repentina levantó las cortinas floreadas. Rahel vio los jeeps aparcados fuera. Y a gente que pasaba por la calle. Un hombre estaba intentando arrancar su moto. Cada vez que daba una patada al pedal de arranque se le torcía el casco hacia un lado.
Dentro de la oficina del inspector, la mariposa de Pappachi iba de acá para allá.
– Quitarle la vida a una persona es algo terrible -dijo Bebé Kochamma-. Es lo peor que alguien puede hacer. Ni siquiera Dios lo perdona. Lo sabéis, ¿no es así?
Dos cabecitas asintieron dos veces.
– Y, sin embargo -los miró con tristeza-, lo habéis hecho. -Después los miró fijamente-. Sois unos asesinos.
Esperó a que aquellas palabras hicieran efecto.
– Sabéis que no fue un accidente. Sé lo celosos que estabais de ella. Y si los jueces me lo preguntan durante el juicio, tendré que decírselo, ¿no os parece? No puedo mentir, ¿no? -Dio unos golpecitos en la silla que había junto a ella-. Venid, sentaos aquí…
Cuatro nalgas de dos culitos obedientes se apretaron dentro de la silla.
– Tendré que decirles que teníais totalmente prohibido ir solos al río. Contarles que la obligasteis a acompañaros, a pesar de que sabíais que no sabía nadar. Que la tirasteis de la barca en medio del río. No fue un accidente, ¿no es así?
Cuatro ojos como platos la miraban fijamente. Fascinados con el cuento que les estaba contando. Y entonces, ¿qué pasó?
– Así que ahora tendréis que ir a la cárcel -dijo Bebé Kochamma con dulzura-. Y vuestra madre irá a la cárcel por culpa vuestra. ¿Os gustaría eso?
Unos ojos asustados y una fuente la miraron.
– Los tres en distintas cárceles. ¿Sabéis cómo son las cárceles en la India?
Dos cabecitas negaron dos veces.
Bebé Kochamma expuso sus argumentos. Ofreció unas descripciones muy vividas (extraídas de su imaginación) de la vida en la cárcel. De la comida llena de cucarachas. De la chhi-chhi amontonada en los retretes como montañas pardas y blandas. De las chinches. De las palizas. Hizo hincapié en la cantidad de años que Ammu estaría encerrada por su culpa. En que sería una mujer vieja y enferma, con la cabeza llena de piojos, cuando saliera de la cárcel, si es que no moría allí dentro, claro. Con su tono de voz dulce y preocupado, desplegó con todo detalle ante ellos el macabro futuro que les esperaba. Cuando hubo destruido completamente todo rayo de esperanza en sus vidas, les ofreció, igual que un hada madrina, una solución. Dios nunca los perdonaría por lo que habían hecho, pero aquí, en la tierra, existía una manera de reparar parte del daño. De salvar a su madre de la humillación y el sufrimiento por su culpa. Eso siempre que estuvieran dispuestos a ser prácticos.
– Por suerte -dijo Bebé Kochamma-, por suerte para vosotros, la policía ha cometido un error. Un error afortunado. -Hizo una pausa-. Sabéis a qué me refiero, ¿no es así?
Había gente atrapada bajo el pisapapeles de vidrio colocado sobre el escritorio del policía. Estha podía verlos. Un hombre y una mujer bailando un vals. Ella llevaba un vestido blanco con las piernas al descubierto.
– ¿No es así?
Había una música de vals de pisapapeles. Mammachi la estaba tocando con su violín.
Ti-ri-ri-rí-ti-rí.
ñaña-ñañá.
– El caso es que lo que pasó ya no tiene solución -decía la voz de Bebé Kochamma-. El inspector dice que morirá de todos modos. Así que, en realidad, a él ya no le va a importar mucho lo que la policía pueda pensar. Lo que importa es si vosotros queréis ir a la cárcel y hacer que Ammu vaya a la cárcel por culpa vuestra. Esa es una decisión que depende de vosotros.
Había burbujas dentro del pisapapeles, que hacían que pareciera que el hombre y la mujer estaban bailando un vals debajo del agua. Parecían felices. Tal vez fuera el día de su boda. Ella, con su vestido blanco. El, con su esmoquin y su corbata de pajarita. Se miraban fijamente a los ojos.
– Lo único que tenéis que hacer, si queréis salvarla, es ir con el señor inspector. Él os hará una pregunta. Una sola pregunta. Todo lo que tenéis que hacer es decir «Sí». Y después ya nos podremos ir todos a casa. Así de fácil. Es un precio muy bajo el que hay que pagar.
Bebé Kochamma se quedó mirando hacia donde miraba Estha. Era lo único que podía hacer para no acabar cogiendo el pisapapeles y arrojándolo por la ventana. El corazón le latía a toda velocidad.
– ¡Bueno! -dijo, con una sonrisa amplia y frágil y una voz que empezaba a acusar la tensión-. ¿Qué le digo al señor inspector? ¿Qué hemos decidido? ¿Queréis salvar a Ammu o la mandamos a la cárcel?
Como si estuviera ofreciéndoles una elección entre dos diversiones: ¿pescar o bañar a los cerdos? ¿Bañar a los cerdos o pescar?
Los gemelos la miraron y, no al mismo tiempo (pero casi), dos vocecitas asustadas susurraron:
– Salvar a Ammu.
Años más tarde, recrearían aquella escena dentro de sus cabezas. Siendo niños. Siendo adolescentes. Siendo adultos. ¿Hicieron lo que hicieron inducidos por el engaño? ¿Los habían engañado para que condenaran a Velutha?
En cierto modo, sí. Pero tampoco era tan sencillo. Los dos sabían que se les había dado a elegir. ¡Y qué rápido habían elegido! No lo pensaron más allá de un segundo antes de levantar la mirada y decir (no al mismo tiempo, pero casi): «Salvar a Ammu». Salvarnos nosotros. Salvar a nuestra madre.
Bebé Kochamma sonrió de oreja a oreja. El alivio actuó como un laxante. Necesitaba ir al cuarto de baño. Urgentemente. Abrió la puerta y pidió que llamaran al inspector.
– Son unos niños muy buenos -le dijo cuando llegó-. Irán con usted.
– No es necesario que vengan los dos. Con uno basta -dijo el inspector Thomas Mathew-. Cualquiera de los dos. El chico. La chica. ¿Quién quiere venir conmigo?
– Estha -dijo Bebé Kochamma, pues sabía que era el más práctico de los dos. El más dócil. El más previsor. El más responsable-. Ve tú. Eres un buen chico.
Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)
Y Estha fue.
El Embajador E. Pelvis. Con los ojos como platos y un tupé deshecho. Un embajador bajito flanqueado por dos policías altos, camino de una terrible misión en lo más profundo de las entrañas de la comisaría de Kottayam. Sus pasos resonaban sobre el suelo de piedra.
Rahel se quedó en la oficina del inspector escuchando los soeces ruidos que hacía Bebé Kochamma al aliviar su intestino en el cuarto de aseo que el inspector tenía al lado.
– No funciona la cisterna. ¡Qué horror…! -dijo cuando salió, avergonzada de pensar que el inspector vería el color y la consistencia de su deposición.
El calabozo estaba oscuro como boca de lobo. Estha no podía ver absolutamente nada, pero podía oír el sonido de una respiración áspera y dificultosa. El olor a excrementos hizo que le dieran arcadas. Alguien encendió la luz. Brillante. Cegadora. Velutha apareció sobre aquel suelo resbaladizo y cubierto de musgo. Un genio destrozado, invocado por una lámpara moderna. Estaba desnudo, su sucio mundu se había desatado. La sangre le brotaba del cráneo como un secreto. Tenía la cara hinchada y su cabeza parecía una calabaza demasiado grande y pesada para el tallo que la sostenía. Una calabaza con una sonrisa monstruosa y al revés. Las botas de los policías retrocedieron frente a un charco de orina que surgía de aquel cuerpo y se iba extendiendo. La bombilla, desnuda y brillante, se reflejaba en aquel charco.
Peces muertos salieron a flote dentro de Estha. Uno de los policías tocó a Velutha con el pie. No hubo respuesta. El inspector Thomas Mathew se puso de rodillas y pasó la llave de su jeep por la planta del pie de Velutha. Los ojos hinchados se abrieron. La mirada deambuló por la habitación hasta que distinguió, por entre la película de sangre que le cubría los ojos, el rostro de un niño amado y quedó clavada en él. Estha se imaginó que algo en él había sonreído. No su boca, sino alguna parte de su cuerpo que no estuviera herida. Su codo, tal vez. O su hombro.
El inspector hizo su pregunta. La boca de Estha dijo: «Sí».
La infancia se alejó de puntillas.
El silencio se deslizó dentro de él, como un rayo.
Alguien apagó la luz y Velutha desapareció.
De regreso a casa, Bebé Kochamma hizo parar el jeep de la policía en uno de los establecimientos de Galenos Responsables y compró una caja de tranquilizantes Calmpose. Les dio dos a cada uno. Para cuando llegaron a Chungam Bridge ya se les estaban cerrando los ojos. Estha le susurró algo a Rahel al oído.
– Tenías razón. No era él. Era Urumban.
– ¡Gracias a Dios! -respondió Rahel con un susurro.
– ¿Dónde crees que estará?
– Habrá huido a África.
Cuando se los entregaron a su madre, estaban profundamente dormidos, flotando en aquella ficción.
Hasta la mañana siguiente, hasta que Ammu se la arrancó de golpe. Pero para entonces ya era demasiado tarde.
El inspector Thomas Mathew, hombre de experiencia en aquellos asuntos, tenía razón: Velutha no pasó de aquella noche.
Poco después de la medianoche, la Muerte fue a buscarlo.
¿Y a la pequeña familia acurrucada y dormida sobre una colcha azul bordada con punto de cruz? ¿Quién fue en su busca?
La Muerte no. Sólo el fin de la vida.
Después del entierro de Sophie Mol, cuando Ammu los volvió a llevar a la comisaría y el inspector escogió sus mangos (Tap, tap), ya se habían llevado el cuerpo. Lo habían tirado al themmady kuzhy (la fosa común), que es donde la policía suele tirar, rutinariamente, a sus muertos.
Bebé Kochamma se quedó aterrada cuando se enteró de que Ammu había ido a la comisaría. Todo lo que Bebé Kochamma había hecho se basaba en una suposición. Había dado por sentado que Ammu, hiciera lo que hiciese, por más furiosa que estuviera, nunca admitiría públicamente su relación con Velutha. Porque, según Bebé Kochamma, aquello significaría su propia destrucción y la de sus hijos. Para siempre. Pero Bebé Kochamma no había tenido en cuenta el Lado Peligroso de Ammu. La Mezcla Inmezclable: la infinita ternura de la maternidad y la cólera temeraria de una terrorista suicida.
La reacción de Ammu la dejó anonadada. La tierra se abrió bajo sus pies. Sabía que tenía a un aliado en el inspector Thomas Mathew. Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Y qué sucedería si lo trasladaban y se reabría el caso? Lo cual podía pasar, dada la multitud de militantes del partido que el camarada K. N. M. Pillai había logrado reunir a la puerta de su jardín y que no paraban de gritar y vociferar consignas. Aquello no permitía que los obreros acudieran a trabajar, y grandes cantidades de mangos, plátanos, pinas, ajo y jengibre se pudrían lentamente en las instalaciones de Conservas y Encurtidos Paraíso.
Bebé Kochamma comprendió que tenía que conseguir que Ammu se fuera de Ayemenem lo antes posible.
Y lo logró haciendo aquello que mejor sabía: regar sus plantaciones, nutriéndolas con las pasiones de otras personas.
Empezó a roer como una rata en la despensa del dolor de Chacko. Entre sus paredes plantó un objetivo fácil y accesible para la furia demencial de Chacko. No le fue difícil presentar a Ammu como la verdadera responsable de la muerte de Sophie Mol. A Ammu y a sus gemelos heterocigóticos.
El Chacko que acabó tirando puertas abajo no era más que un toro desesperado revolviéndose de dolor bajo el látigo de Bebé Kochamma. Fue idea suya obligar a Ammu a hacer las maletas y marcharse. Fue idea suya que Estha fuera Devuelto.