En la estación término de Cochín, Estha el Solitario estaba en la ventanilla con barrotes del tren. El Embajador E. Pelvis. Una piedra atada al cuello con un tupé. Y una sensación de oleadas verdes, de aguas espesas, de grumos, de algas marinas, de cosas que flotan, de vacío y de lleno. El baúl con su nombre grabado estaba bajo el asiento. La caja del almuerzo con bocadillos de tomate y el termo Águila con un águila estaban en la mesita plegable que tenía enfrente.
Junto a él una señora con un sari verde y púrpura de Kanjeevaram y unos diamantes como abejas refulgentes en las aletas de la nariz le ofreció laddoos amarillos de una cajita de la que estaba comiendo. Estha negó con la cabeza. Ella le sonrió e intentó convencerlo cerrando los ojos, que desaparecieron detrás de las gafas convertidos en unas rajitas, y haciendo un ruido como de besos con la boca.
– Prueba uno. Son muuuy dulces -dijo en tamil. Rombo maduram.
– Dulces -dijo en inglés su hija mayor, que tenía más o menos la edad de Estha.
Estha volvió a decir que no con la cabeza. La señora le acarició el pelo y le deshizo el tupé. Su familia (el marido y tres niños) ya estaba comiendo. En el asiento había grandes migas de laddoos amarillos. Traqueteo del tren bajo sus pies. La luz nocturna azulada todavía sin encender.
El hijo pequeño de la señora la encendió. La señora la apagó. Le explicó al niño que era una luz para dormir. No era una luz para estar despierto.
Todos los vagones de Primera Clase eran verdes. Los asientos, verdes. Las cabinas, verdes. El suelo, verde. Las cadenas, verdes. Verde oscuro, verde claro.
PARA DETENER EL TREN TIRE DE LA PALANCA, decía en Verde.
ARAP RENETED LE NERT ERIT ED AL ACNALAP, pensó Estha en verde.
Ammu le cogía de la mano a través de la ventanilla con barrotes.
– Guarda bien el billete -decía la boca de Ammu. La boca de Ammu tratando de no llorar-. El revisor te lo pedirá.
Estha asintió mirando hacia abajo a la cara de Ammu alzada hacia la ventanilla. Y a Rahel, pequeña y manchada por la suciedad de la estación. Los tres unidos por la certeza, el conocimiento, de que su amor por un hombre le había causado la muerte.
Eso no lo decían los periódicos.
A los gemelos les llevó años comprender qué papel había tenido Ammu en lo ocurrido. En el entierro de Sophie Mol, y en los días anteriores a que Estha fuera Devuelto, vieron que tenía los ojos hinchados y, con el egocentrismo propio de los niños, pensaron que eran ellos los culpables de su dolor.
– Cómete los bocadillos antes de que se pongan blandos -dijo Ammu-. Y no te olvides de escribir.
Inspeccionó las uñas de la manita que estaba sosteniendo y sacó una brizna negra de suciedad de la uña del dedo gordo.
– Y cuídate mucho, cariño, hasta que vaya a buscarte.
– ¿Cuándo, Ammu? ¿Cuándo vas a ir a buscarme?
– Pronto.
– Pero ¿cuándo? ¿Cuándo exactamente?
– Pronto, cariño. Tan pronto como pueda.
– ¿El mes siguiente al que viene, Ammu? -dijo, poniendo deliberadamente un plazo más largo para que Ammu dijera: Antes de eso, Estha. Sé práctico. ¿Y tus estudios?
– Tan pronto como consiga un trabajo. Tan pronto como pueda irme de aquí y conseguir un trabajo -dijo Ammu.
– ¡Pero eso no pasará nunca!
Una oleada de pánico. Una sensación de vacío y de lleno.
La señora de al lado estaba escuchando la conversación con atención.
– Mirad qué bien habla el inglés -les dijo a sus hijos en tamil.
– Pero eso no pasará nunca. Ene, u, ene, ce, a. Nunca -dijo la niña mayor desafiante.
Con «nunca» Estha sólo había querido decir que sería dentro de demasiado tiempo. Que no sería ya, que no sería pronto.
Con «nunca» no había querido decir «jamás».
Pero las palabras le salieron así.
¡Pero eso no pasará nunca!
Pero ellos pensaron que nunca quería decir jamás.
¿Ellos?
El gobierno.
Adonde se mandaba a la gente para que se comportara Pero Que Muy Bien.
Y, al final, eso fue lo que ocurrió.
Nunca. Jamás.
Fue culpa suya que el hombre que tenía Ammu en el pecho dejara de gritar desde lejos. Culpa suya que muriera sola en la pensión sin nadie acurrucado a su espalda hablándole.
Porqué había sido él quien lo había dicho. ¡Pero Ammu, eso no pasará nunca!
– No seas bobo, Estha. Será pronto -dijo la boca de Ammu-. Me haré profesora. Abriré un colegio. Y Rahel y tú estudiaréis en él.
– Y no pagaremos en ese colegio porque será nuestro -dijo Estha con su pragmatismo a prueba de todo. Mirando siempre el lado bueno. Viajes en autobús gratis. Entierros gratis. Enseñanza gratis. Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)
– Y tendremos una casa nuestra -dijo Ammu.
– Una casa pequeñita -dijo Rahel.
– Y en nuestro colegio tendremos clases y pizarras -dijo Estha.
– Y tiza.
– Y enseñarán profesores de verdad.
– Y los castigos serán justos -dijo Rahel.
Ésa era la materia de la que estaban hechos sus sueños. El día en que Estha fue Devuelto. Tiza. Pizarras. Castigos justos.
No pedían que se les perdonara con una pequeña amonestación. Sólo pedían que los castigos se correspondieran con su delito. Que no les cayeran castigos como armarios con la cama empotrada. Que no fueran de esos en los que puedes pasarte toda la vida caminando por un laberinto de estantes.
Sin previo aviso, el tren se puso en movimiento. Muy despacio.
A Estha se le dilataron las pupilas. Sus uñas se clavaron en la mano de Ammu mientras ella iba andando por el andén. Y su andar se fue convirtiendo en correr, mientras el tren correo de Madrás iba cogiendo velocidad.
– ¡Que Dios te bendiga, hijo mío, cariño mío! ¡Iré pronto a buscarte!
– ¡Ammu! -dijo Estha cuando soltó su mano. Un dedito tras otro-. ¡Ammu! ¡Tengo ganas de vomitar!
La voz de Estha se convirtió en un gemido.
El pequeño Elvis la Pelvis, con un deshecho tupé especial de viaje. Y zapatos beige puntiagudos. Su voz se quedó atrás.
En el andén de la estación, Rahel se dobló sobre sí misma y gritó y gritó.
El tren se fue. La luz se encendió.
Veintitrés años más tarde, Rahel, una mujer oscura con camiseta amarilla, se vuelve hacia Estha en la oscuridad.
– Esthapappychachen Kuttappen Peter Mon -dice.
Susurra.
Mueve la boca.
La hermosa boca de su madre.
Estha, sentado muy erguido, esperando a que le detengan, alarga los dedos hacia la boca. Para tocar las palabras que dice. Para conservar el susurro. Sus dedos palpan el contorno. Tocan los dientes. Su mano es cogida y besada.
Apretada contra el frío de una mejilla, húmeda de salpicaduras de lluvia.
Luego ella se incorporó y lo rodeó con sus brazos. Tiró de él para que se pusiera a su lado.
Estuvieron tumbados así mucho rato. Despiertos en la oscuridad. Silencio y Vacío.
Ni viejos. Ni jóvenes.
Pero de una edad en que la muerte ya era un hecho posible.
Eran unos extraños que se habían conocido por casualidad. Se habían conocido antes de que la Vida comenzara.
Hay muy poco que decir que pueda aclarar lo que sucedió a continuación. Nada que (en el libro de Mammachi) separara el Sexo del Amor. O las Necesidades de los Sentimientos.
Excepto que ningún observador Observó a través de los ojos de Rahel. Que nadie se quedó mirando el mar desde la ventana. O una barca en el río. O a alguien que pasaba con sombrero entre la bruma.
Excepto que estaba un poco fresco. Un poco húmedo. Pero muy silencioso. El Aire.
Pero ¿qué puede decirse?
Sólo que hubo lágrimas. Sólo que el Silencio y el Vacío encajaron como una cuchara sobre otra. Sólo que hubo un olisqueo en los huecos de la base de una garganta adorable. Sólo que un hombro de color miel acabó con una marca semicircular de dientes. Sólo que siguieron abrazados el uno al otro mucho tiempo después de que aquello acabara. Sólo que lo que compartieron aquella noche no fue felicidad, sino un terrible dolor.
Sólo que, una vez más, transgredieron las Leyes del Amor. Que establecen a quién debe quererse. Y cómo. Y cuánto.
El tamborilero solitario tamborileaba en el tejado de la fábrica abandonada. Una puerta de tela metálica se cerró de golpe. Un ratón atravesó corriendo el suelo de la fábrica. Telarañas precintaban viejos depósitos donde se habían preparado encurtidos. Todos vacíos menos uno, en el que descansaba un montoncito de polvo blanco apelmazado. Polvillo de huesos de un alechuza. Muerto hacía tiempo. Alechuza en conserva.
En respuesta a la pregunta de Sophie Mol: Chacko, ¿adonde van a morir los pájaros viejos? ¿Por qué los muertos no caen como piedras del cielo?
Pregunta formulada la noche del día en que llegó. Estaba de pie al borde del estanque ornamental de Bebé Kochamma mirando los giros de los milanos en el cielo.
Sophie Mol. Ensombrerada, acampanada y Querida de Antemano.
Margaret Kochamma (porque sabía que cuando se viaja al «corazón de las tinieblas» b) A Cualquiera le puede Pasar Cualquier Cosa) la llamó para que entrara a tomarse sus pastillas. Filaría. Malaria. Diarrea. Desgraciadamente, no tenía ninguna pastilla profiláctica contra Morir Ahogada.
Y después ya era la hora de comer.
– De cenar, tonto -le dijo Sophie Mol a Estha cuando fue a buscarla.
A la hora de cenar, tonto, los niños se sentaron en una mesa más pequeña. Sophie Mol, de espaldas a los mayores, hacía muecas de asco ante la comida. Cada bocado que se llevaba a la boca era mostrado a sus asombrados primos a medio masticar, hecho una bola en la lengua como si fuera un vómito reciente.
Cuando Rahel hizo lo mismo, Ammu la vio y se la llevó a la cama.
Ammuarropó a su hija y apagó la luz. Su beso de buenas noches no dejó un rastro de saliva en la mejilla de Rahel, y Rahel comprendió que no estaba realmente enfadada.
– Ammu, no estás enfadada -susurró feliz. Su madre la quería un poco más.
– No. -Ammu la volvió a besar-. Buenas noches, cariño. ¡Que Dios te bendiga!
– Buenas noches, Ammu. ¡Que Estha suba pronto!
Y cuando Ammu se marchaba oyó el susurro de su hija.
– ¡Ammu!
– ¿Qué?
– Somos de una misma sangre, tú y yo.
Ammu se apoyó contra la puerta a oscuras, sin ninguna gana de volver a la mesa, donde la conversación giraba como una mariposa en torno a la niña blanca y a su madre, como si ellas fueran los únicos focos de luz. Ammu pensó que se iba a morir; que se iba marchitar y a morir si seguía escuchando una sola palabra más. Si tenía quesoportar otro minuto más la sonrisa llena de orgullo, una sonrisa de trofeo de campeonato de tenis, que tenía Chacko. O los celos, subliminalmente sexuales, que emanaban de Mammachi. O la conversación de Bebé Kochamma que, deliberadamente, excluía a Ammu y a sus hijos para dejar claro cuál era su lugar en el esquema de aquella casa.
Al recostarse contra la puerta, en medio de la oscuridad, Ammu sintió que su sueño, su pesadilla de aquella tarde, se agitaba dentro de ella como una onda en el océano que va creciendo hasta convertirse en una ola. El hombre alegre de un solo brazo y piel salada y un solo hombro que acababa abruptamente como un acantilado emergía de entre las sombras de la playa cubierta de vidrios y caminaba a su encuentro.
¿Quién era?
¿Quién podía ser?
El Dios de la Pérdida.
El Dios de las Pequeñas Cosas.
El Dios de la Piel Erizada y de las Sonrisas Prontas.
No podía hacer dos cosas a la vez.
Si la acariciaba, no podía hablarle; si la amaba, no podía dejarla; si hablaba, no podía escuchar; si luchaba, no podía ganar.
Ammu lo deseaba con vehemencia. Su cuerpo lo añoraba con tal intensidad que casi le dolía.
Volvió a la mesa.