18. LA CASA DE LA HISTORIA

Un grupo de policías Tocables había cruzado el río Meenachal, lento y crecido por las recientes lluvias, y se habían abierto camino entre la maleza húmeda, con el sonido metálico de las esposas tintineando en el bolsillo de uno de ellos.

Sus amplios shorts caqui estaban tan rígidos por el almidón que se balanceaban sobre la hierba alta como una hilera de falditas tiesas, desacompasados con el ritmo de las piernas.

Eran seis. Servidores del Estado.


Pulcritud

Obediencia

Lealtad Integridad

Cortesía

Imparcialidad

Abnegación


La policía de Kottayam. Un pelotón de cómic. Príncipes de la era moderna, con graciosos yelmos puntiagudos. De cartón, rematados de algodón. Con manchas de aceite capilar. Raídas coronas color caqui.

Negros de Corazón.

De propósitos aviesos.

Levantaban muy alto las piernas delgadas, pisando fuerte al atravesar la hierba alta. Las enredaderas se les enganchaban en los pelos de las piernas, húmedos por el rocío. Abrojos y florecillas adornaban sus medias de color apagado. Ciempiés pardos dormían en las suelas de sus botas de Tocables con puntera de acero. Ramas ásperas arañaban la piel de sus piernas y les hacían rasguños en zigzag. Con el chapoteo, al atravesar la ciénaga, el barro húmedo sonaba bajo sus pisadas como si fueran pedos.

Se fueron abriendo paso con dificultad dejando atrás bisbitas, que extendían las alas empapadas para secárselas como ropa lavada al viento, en las copas de los árboles. Garcetas. Cormoranes. Cigüeñuelas. Grullas a la búsqueda de un lugar para bailar. Garzas púrpura de ojos despiadados. Ensordecedoras con su croac, croac, croac. Madres-pájaro con sus huevos.

El calor de la temprana mañana estaba lleno de promesas de que lo peor estaba por llegar.

Más allá de la ciénaga, que olía a agua estancada, pasaron por delante de viejos árboles cubiertos de enredaderas. De plantas gigantescas de maní. De pimienta salvaje. De cascadas de flores púrpura.

Por delante de un escarabajo azul oscuro que se balanceaba en una brizna de hierba tiesa.

Por delante de telarañas enormes que habían resistido la lluvia y se extendían como secretos susurrados de un árbol a otro.

Una flor de banano, enfundada en brácteas granate, colgaba de un árbol sucio con las hojas desgarradas. Una gema sostenida por un colegial zarrapastroso. Una joya en medio de la jungla de terciopelo.

Libélulas de color carmesí se aparcaban en el aire. Como autobuses de dos pisos. Hábiles. Uno de los policías se quedó unos instantes mirando su juego sexual y preguntándose cómo se lo montarían. Luego su mente volvió a la realidad y a sus pensamientos de policía.

Adelante.

Junto a grandes hormigueros apelmazados por la lluvia. Desplomados como centinelas drogados a las puertas del Paraíso.

Por delante de mariposas que vagaban por el aire como mensajeros felices.

Helechos gigantes.

Un camaleón.

Una flor inesperada.

El apresuramiento de las grises aves de la jungla corriendo a ocultarse.

La mirística que Vellya Paapen no encontró.

Un canal que se bifurcaba. Estancado. Atascado con hierbajos. Como una culebra verde muerta. Con un tronco de árbol caído encima. Los policías Tocables lo pasaron dando un saltito. Blandiendo sus largas porras de bambú pulido.

Hadas peludas con varitas mágicas letales.

Más allá, la luz del sol se fragmentaba entre troncos delgados de árboles inclinados. Los negros de corazón entraron de puntillas en el «corazón de las tinieblas». El sonido estridente de los grillos aumentó.

Ardillas grises bajaban corriendo por los troncos moteados de árboles del caucho vueltos hacia el sol. Antiguos machetazos surcaban su corteza. Sellados. Cicatrizados. Desaprovechados.

Jungla y más jungla y luego un claro entre la hierba. Una casa.

La Casa de la Historia.

Cuyas puertas estaban cerradas con llave y cuyas ventanas estaban abiertas.

Con suelos fríos de piedra y sombras ondulantes con forma de barco en las paredes.

Donde antepasados cerúleos con uñas gruesas en los pies y cuyo aliento olía a mapas amarillentos susurraban susurros de papel.

Donde lagartijas translúcidas vivían detrás de viejos cuadros.

Donde los sueños eran capturados y resonados.

Donde el fantasma, clavado a un árbol con una hoz, de un viejo inglés fue liberado por dos gemelos heterocigóticos: una República Móvil con un tupé, que había plantado una bandera comunista en la tierra a su lado. Cuando el grupo de policías pasó junto a él, no oyeron su ruego. Con voz de misionero amable: Perdón, no tendrían… No tendrían, por casualidad… Supongo que no llevarán un puro, ¿verdad…? No, claro, ya lo suponía.

La Casa de la Historia.

Donde en los años siguientes el Terror (aún por llegar) se enterraría en una tumba poco profunda. Oculto bajo el alegre canturreo de cocineros de hotel. Humillaciones de viejos comunistas. La muerte lenta de los bailarines. Los juguetes con historia con los que iban a jugar turistas ricos.


Era una casa preciosa.

De paredes que fueron blancas. De techo rojo. Pero pintada ahora con los colores del tiempo. Con pinceladas de la paleta de la naturaleza. Verde musgo. Ocre terroso. Negro descascarillado. Que hacían que pareciera más vieja de lo que era en realidad. Como un tesoro hundido, sacado a la superficie desde el fondo del océano. Besado por ballenas y percebes. Envuelto en silencio. Respirando burbujas a través de sus ventanas rotas.

Una ancha galería la rodeaba por completo. Las habitaciones estaban retranqueadas, enterradas en las sombras. El tejado de tejas se inclinaba como los costados de un barco inmenso puesto del revés. Las vigas podridas, sostenidas por pilares que fueron blancos, se habían combado en el centro, lo que había abierto un agujero enorme como un bostezo. Un agujero de la Historia. Un agujero con forma de Historia en el universo, a través del cual salían, a la hora del crepúsculo, nubes densas de murciélagos silenciosos como el humo de la fábrica, que se dispersaban en medio de la noche.

Volvían al amanecer con noticias del mundo. Un nubarrón gris en la distancia rosada que, de pronto, se agolpaba por encima de la casa y la oscurecía antes de lanzarse en picado al agujero de la Historia, como el humo en una película marcha atrás.

Los murciélagos dormían todo el día, cubrían el techo como un forro de piel. Salpicaban los suelos de cagadas.


Los policías se detuvieron y se desplegaron en abanico. En realidad, no era necesario, pero les gustaban esos juegos de Tocables.

Se colocaron en posiciones estratégicas. Agachados junto al murete bajo y roto de piedra que hacía de linde.

Una meada rápida.

Espuma caliente sobre piedras tibias. Meada policial.

Hormigas ahogadas en burbujas amarillas.

Respiraciones profundas.

Y luego, todos juntos, apoyándose sobre codos y rodillas, se arrastraron hacia la casa. Como los policías de las películas. En silencio, por la hierba. Con largas porras en la mano. Con ametralladoras en la mente. Con la responsabilidad del futuro de los Tocables sobre sus hombros débiles, pero aptos para la misión.

Encontraron a su presa en la galería trasera. Un tupé deshecho. Una fuente con un «amor-en-Tokio». Y, en otra esquina (tan solo como un lobo), un carpintero con esmalte rojo en las uñas.

Dormido. Lo que convertía todo aquel montaje Tocable en un absurdo.

El ¡uh! de la sorpresa.

Con los titulares ya en sus cabezas.

FORAJIDO ATRAPADO EN OPERACIÓN POLICIAL.

Por su insolencia, por aguar la fiesta, la presa pagó. ¡Oh, sí!

Despertaron a Velutha a golpes de bota.

Esthappen y Rahel se despertaron con los gritos de alguien cuyo sueño se ve sorprendido con la rotura de las rodillas.

Los gritos se les ahogaron en el estómago y se les quedaron flotando como peces muertos. En el suelo, encogidos y petrificados, entre el espanto y la incredulidad, vieron que el hombre al que estaban pegando era Velutha. ¿De dónde habría venido? ¿Qué habría hecho? ¿Por qué le habrían llevado allí los policías?

Oyeron el ruido de la madera sobre la carne. El de las botas sobre los huesos. Sobre los dientes. El gruñido sordo que se emite cuando un estómago recibe una patada. El crujido amortiguado de un cráneo sobre el cemento. El borboteo de la sangre entremezclado con la respiración al clavarse una costilla rota en un pulmón.

Con los labios morados y los ojos como platos miraban hipnotizados algo que percibían, pero no podían comprender: la ausencia de apasionamiento en lo que hacían los policías. El vacío donde debería haber cólera. La brutalidad medida, constante, la economía en todo aquello.

Como si estuvieran abriendo una botella.

O cerrando un grifo.

O cascando un huevo para hacer una tortilla.

Los gemelos eran demasiado pequeños para saber que aquellos hombres no eran más que unos secuaces de la historia. Enviados a cuadrar los libros y hacer pagar a los que transgredían sus leyes. Impulsados por sentimientos que, aunque primarios, paradójicamente, también eran impersonales. Sentimientos de desprecio que nacen del miedo embrionario, no reconocido, del miedo de la civilización ante la naturaleza, del miedo de los hombres ante las mujeres, del miedo del poder ante la falta de poder.

Esa urgencia subliminal de destrozar lo que no se puede someter ni deificar.

Las Necesidades de los Hombres.

Lo que Esthappen y Rahel presenciaron aquella mañana, aunque entonces no lo sabían, fue una demostración clínica controlada (después de todo, aquello no era la guerra ni un genocidio) de la búsqueda del dominio de la naturaleza humana. Estructura. Orden. Monopolio absoluto. Era la historia humana, disfrazada de Intención Divina, revelándose a una audiencia menor de edad.

En lo que ocurrió aquella mañana no hubo nada accidental. Nada imprevisto. No fue un ataque aislado ni un ajuste de cuentas personal. Aquélla era una época que dejaba huellas en quienes la vivían.

La Historia en una puesta en escena en vivo.

Si hicieron a Velutha un daño mayor del que pretendían, fue sólo porque hacía mucho tiempo que se había cortado cualquier afinidad, cualquier punto de contacto, entre ellos y él, cualquier implicación, aunque no fuera más que la biológica, pues era un ser humano como ellos. No detenían a un hombre: exorcizaban su propio miedo. No disponían de un instrumento para calibrar cuánto castigo podía soportar. No tenían manera de calcular qué daños le habían causado o hasta qué punto.

A diferencia de lo acostumbrado al reprimir tumultos religiosos o sofocar disturbios descontrolados, aquella mañana, en el «corazón de las tinieblas», el grupo de policías Tocables actuó con economía, no con frenesí. Con eficiencia, no de un modo anárquico. Con responsabilidad, no con histeria. No le arrancaron el pelo ni lo quemaron vivo. No le cortaron los genitales y se los metieron en la boca. No lo violaron. Ni lo decapitaron.

Después de todo, no estaban luchando contra una epidemia. Estaban vacunando a una comunidad contra un simple brote.


En la galería trasera de la Casa de la Historia, mientras rompían y aplastaban al hombre al que ellas querían, la señora Eapen y la señora Rajagopalan, Embajadoras Gemelas de Dios-sabe-qué, aprendieron dos lecciones nuevas.

Lección Número Uno:

La sangre apenas se ve en un Hombre Negro. (Pim-pim.)

Y

Lección Número Dos:

Pero huele.

Un olor empalagoso.

Como el de rosas marchitas traídas por la brisa. (Pim-pim.)


Madiyo? -preguntó uno de los Agentes de la Historia.

Madi aayirikkum -respondió otro.

¿Suficiente?

Suficiente.

Retrocedieron unos pasos. Artesanos enjuiciando su obra. A una distancia estética.

Su Obra, abandonada por Dios y por la Historia, por Marx, por el Hombre, por la Mujer y (en las horas que habían de venir) por los Niños, yacía doblada en el suelo. Estaba semiconsciente, pero no se movía.

Tenía el cráneo fracturado por tres sitios. La nariz y los pómulos aplastados, lo cual daba a su rostro un aspecto carnoso indefinido. El golpe en la boca le había roto el labio superior y le había partido seis dientes, tres de los cuales se le habían clavado en el labio inferior, lo que había transformado su maravillosa sonrisa convirtiéndola en algo horrible. Tenía cuatro costillas astilladas. Una le había perforado el pulmón izquierdo, que era lo que le hacía sangrar por la boca. Sangre roja brillante en el aliento. Fresca. Espumosa. En la parte inferior del intestino se le había producido una hemorragia que le llenaba de sangre la cavidad abdominal. La espina dorsal estaba lesionada en dos puntos, con parálisis del brazo derecho y pérdida de control de vejiga y recto. Las dos rótulas estaban hechas añicos.

Aun así, sacaron las esposas.

Frías.

Con olor a metal. Como los pasamanos de acero de los autobuses y las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos. Entonces fue cuando vieron que tenía las uñas pintadas. Uno le mantuvo las manos en alto y le movió los dedos con coquetería. Los demás se rieron.

– ¿Qué es esto? -dijo con voz de falsete-. ¿Haces a pelo y a pluma?

Uno de los policías le dio un golpecito en el pene con su bastón.

– Venga, enséñanos tu arma secreta. Enséñanos cómo se te pone de tiesa cuando se la chupas a alguien.

Luego levantó la bota (con ciempiés enrollados en la suela) y la dejó caer con un ruido sordo.

Le esposaron los brazos a la espalda.

Clic.

Y clic.

Bajo una Hoja de la Buena Suerte. Una hoja otoñal por la noche. Que hacía que los monzones llegasen a su debido tiempo.

Tenía la carne de gallina en el punto en que las esposas le tocaban la piel.

– No es él -le susurró Rahel a Estha-. Seguro. Es su hermano gemelo. Urumban. El de Kochi.

Poco dispuesto a refugiarse en ficciones, Estha no dijo nada.

Alguien les estaba hablando. Un amable policía Tocable. Amable con los de su clase.

– ¿Estáis bien, niños?, ¿estáis bien? ¿Os ha hecho daño?

Y no al mismo tiempo, pero casi, los gemelos contestaron muy bajito.

– Sí. No.

– No os preocupéis. Ahora, con nosotros, estáis a salvo. Luego los policías echaron una mirada alrededor y vieron la estera de paja.

Los cacharros y las sartenes. El pato hinchable.

El koala de propaganda de Qantas con botones medio caídos por ojos.

Los bolígrafos con calles londinenses dentro.

Los calcetines con los dedos de colores separados.

Las gafas de sol rojas de plástico con montura amarilla.

Un reloj con la hora pintada.

– ¿De quién es esto? ¿De dónde ha salido? ¿Quién lo ha traído? -preguntaron con un poco de preocupación en la voz.

Estha y Rahel, llenos de peces, se quedaron mirándolos.

Los policías se miraron entre sí. Sabían lo que tenían que hacer.

Cogieron el koala de propaganda de Qantas para sus hijos.

Y los bolígrafos y los calcetines. Hijos de policías con calcetines con los dedos de colores.

Quemaron el pato con un cigarrillo. Bang. Y enterraron los trozos de goma quemada.

Un pato inútil. Demasiado fácil de reconocer.

Las gafas se las puso uno de ellos. Los demás se rieron, así que se las dejó puestas un rato. Del reloj se olvidaron todos. Se quedó en la Casa de la Historia. En la galería trasera. Un registro defectuoso del tiempo. Las dos menos diez.

Se fueron.

Seis príncipes con los bolsillos llenos de juguetes.

Un par de gemelos heterocigóticos.

Y el Dios de la Pérdida.

No podía andar. Así que lo llevaban a rastras.

Nadie los vio.

Los murciélagos, por supuesto, son ciegos.

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