El verdor del día se había escurrido de los árboles. Oscuras hojas de palmera se abrían como peines inclinados sobre el cielo del monzón, y entre sus codiciosas púas torcidas se deslizaba, naranja, el sol.
Un escuadrón de murciélagos frugívoros cruzó la penumbra a toda velocidad.
En el abandonado jardín ornamental, observada por gnomos indolentes y un querubín abandonado, Rahel se arrodilló junto al estanque de inmóviles aguas y observó cómo saltaban los sapos de una piedra cubierta de verdín a otra. Preciosos Sapos Feos.
Pegajosos. Verrugosos. Croadores.
Sapos que llevaban a príncipes vehementes a los que nadie besó atrapados en su interior. Comida para las víboras que merodeaban por entre la hierba alta de junio. Un susurro. Una arremetida. Y ya no había sapo que saltase de una piedra cubierta de verdín a otra. Ya no había príncipe que besar.
Era la primera noche que no llovía desde su llegada.
Si estuviera en Washington, pensó Rahel, a esta hora iría a trabajar. El trayecto en autobús. Las farolas. Los vapores de la gasolina. Las manchas del aliento empañado de la gente sobre el cristal a prueba de balas de mi cabina. El repiqueteo de las monedas que empujaban hacia mí por la bandeja de metal. El olor del dinero que se me pegaba en los dedos. El borracho puntual de ojos sobrios que llega siempre a las diez de la noche: «¡Eh, tú! ¡Puta negra! ¡Chúpame la polla!».
Tenía setecientos dólares. Y una pulsera de oro con cabezas de serpiente. Pero Bebé Kochamma ya le había preguntado cuánto tiempo se quedaría. Y qué planes tenía respecto a Estha.
No tenía ningún plan.
Ningún plan.
Y ningún derecho a estar allí.
Miró hacia atrás, al agujero en el universo con forma de casa imponente con tejado a dos aguas, y se imaginó viviendo en el enorme cuenco plateado que Bebé Kochamma había hecho instalar sobre el tejado. Parecía lo suficientemente grande para vivir dentro. Sin duda, era más grande que muchos lugares en los que vivía gente. Más grande, por ejemplo, que la estrecha habitación de Kochu María.
¿Qué harían Hulk Hogan y Bam Bam Bigelow si ella y Estha se echaran a dormir allí, hechos un ovillo y abrazados como fetos en un útero de acero semejante a un cuenco poco profundo? Si la antena funcionara, ¿adonde irían ellos?¿Se deslizarían por la chimenea dentro de la vida y de la tele de Bebé Kochamma? ¿Aterrizarían en la vieja estufa con un ¡zaaas!, mostrando sus músculos y con las ropas rasgadas? ¿Se colarían los pobres -las víctimas de la hambruna y los refugiados- por las rendijas de las puertas? ¿Se deslizaría el Genocidio por entre los azulejos?
El cielo estaba relleno de señales de televisión. Con unas gafas especiales, sería posible verlas surcar el cielo entre los murciélagos y los pájaros que volvían a los árboles a pasar la noche: rubias, guerras, hambrunas, fútbol, concursos gastronómicos, golpes de estado, peinados tiesos de tanta laca y músculos pectorales de diseño. Planeando como paracaidistas en caída libre sobre Ayemenem. Haciendo figuras en el cielo. Ruedas. Molinos. Flores que se abren y se cierran.
¡Zaaas!
Rahel volvió a la contemplación de los sapos.
Gordos. Amarillos. De una piedra cubierta de verdín a otra. Tocó a uno suavemente. Levantó los párpados, con una divertida seguridad en sí mismo.
Se acordó de una vez en que Estha y ella se pasaron un día entero repitiendo Membrana nictitante. Estha, ella y Sophie Mol.
Nictitante
ictitante
titante
itante
tante
ante
nte
nte
Aquel día los tres llevaban saris (viejos, cortados por la mitad) y Estha era el experto en colocarlos. Le hizo los pliegues al de Sophie Mol, organizó el paila de Rahel y se acomodó el suyo. Llevaban bináis rojos en la frente. Al intentar quitarse con agua el kohl que Ammu les había prohibido usar, sólo lograron que se les corriera alrededor de los ojos y al final parecían tres mapaches haciéndose pasar por damas hindúes. Fue alrededor de una semana después de la llegada de Sophie Mol. Y una semana antes de que muriera. Para entonces, se había comportado de un modo irreprochable, ajuicio del implacable escrutinio de los gemelos, y había disipado todos sus temores.
Sophie Mol había hecho tres cosas:
a) Había informado a Chacko de que, aunque era su Verdadero Padre, lo quería menos que a Joe (lo cual lo dejaba disponible para ser padre sustituto, aunque no estuviera dispuesto a hacerlo, de ciertas personitas heterocigóticas ávidas de su afecto).
b) Había rechazado la oferta de Mammachi de reemplazar a Estha y a Rahel y convertirse en la privilegiada trenzadora de su cola de rata nocturna y la contadora de sus lunares.
c) (Y Lo Más Importante) Había evaluado astutamente el carácter dominante de Bebé Kochamma y no sólo rechazaba sus insinuaciones y pequeños intentos de seducción sino que, además, lo hacía de forma categórica y extremadamente grosera.
Como si aquello no fuera suficiente, demostró ser humana. Un día en que los gemelos regresaban de una escapada clandestina al río, de la que habían excluido a Sophie Mol, se la encontraron llorando en el jardín, subida al punto más alto del arriate de plantas perennes de Bebé Kochamma, «porque Se Sentía Sola», según dijo. Al día siguiente Estha y Rahel la llevaron con ellos a visitar a Velutha.
Lo visitaron vestidos con saris. Cruzaron con andares pesados y desgarbados el lodazal rojo y los altos pastizales (Nictitante, titilante, titante, itante, tante, ante, nte) y se presentaron como la señora Pillai, la señora Eapen y la señora Rajagopalan. Velutha se presentó a sí mismo y también les presentó a su hermano paralítico Kuttappen (aunque éste estaba profundamente dormido). Las recibió con la mayor de las cortesías. Se dirigió a todas ellas llamándolas Kochamma y les ofreció agua de coco fresca para beber. Charló con ellas sobre el tiempo, el río, el hecho de que, en su opinión, los nuevos cocoteros eran cada vez más bajos. Al igual que las nuevas damas de Ayemenem. También les presentó a su malhumorada gallina. Les enseñó sus herramientas de carpintería y le talló una cucharita de madera a cada una.
Hasta aquel día, al cabo de tantos años y siendo ya adulta, Rahel no se dio cuenta de la dulzura de aquel gesto. Un adulto entreteniendo a tres mapaches, tratándolos como a auténticas damas. Confabulándose instintivamente con ellos en la conspiración de su mundo ficticio, procurando no cuartearla con la indiferencia propia de los adultos. Ni con el cariño.
¡Es tan fácil, a fin de cuentas, destrozar una historia! ¡Romper una cadena de pensamiento! ¡Malograr un fragmento de sueño transportado cuidadosamente como una pieza de porcelana!
Dejar que sea posible, viajar con él, como hizo Velutha, es algo mucho más difícil de hacer.
Tres días antes del Terror, Velutha había dejado que le pintasen las uñas de las manos con un esmalte Cutex rojo que Ammu había desechado. Así iba el día en que la Historia los visitó en la galería trasera. Un carpintero con las uñas pintadas de un color chillón. El pelotón de policías Tocables las había mirado y se había reído.
– ¿Qué es esto? -dijo uno-. ¿Haces a pelo y a pluma?
Otro levantó la bota con un ciempiés enroscado en los surcos de la suela. De color pardo oscuro oxidado. Un centenar de patas.
La última franja de luz se deslizó del hombro del querubín y la oscuridad se tragó el jardín. Entero. Como una pitón. En la casa se encendieron las luces.
Rahel veía a Estha en su habitación, sentado sobre su impecable cama. Miraba hacia fuera a través de la ventana con barrotes. A ella, sentada en la oscuridad mirando hacia la casa iluminada, no podía verla.
Un par de actores atrapados en una obra recóndita, sin el menor indicio de argumento ni de hilo narrativo. Representando sus papeles con torpeza, tratando de paliar el dolor ajeno. Sufriendo el sufrimiento ajeno.
Incapaces de cambiar de obra. O de comprarle, por una módica suma, algún exorcismo barato a un consejero con un título estrambótico que les invitara a sentarse y les dijera, de una forma u otra: «Vosotros no sois los Pecadores. Es contra vosotros contra los que se cometió Pecado. Vosotros no erais más que unos niños. No teníais ninguna capacidad de control. Vosotros sois las víctimas, no los autores».
Si hubieran podido dar ese salto, les habría ayudado. Si por lo menos hubieran podido llevar, aunque fuera temporalmente, la trágica capucha de víctimas. Entonces habrían podido ponerle un rostro a lo sucedido y dirigir su rabia contra él. O exigirle un desagravio. Y, con el tiempo, quizá, habrían exorcizado los recuerdos que los atormentaban.
Pero no podían recurrir a la ira y no tenían ningún rostro que colocarle a aquella Otra Cosa que sostenían, como una naranja imaginaria, en sus Otras Manos pegajosas. No tenían ningún sitio donde dejarla. Y no podían regalarla, porque no era suya. Tenían que llevarla consigo. Con cuidado y para siempre.
Esthappen y Rahel sabían que aquel día hubo muchos autores (aparte de ellos). Pero sólo una víctima. Y que ésta tenía las uñas de color rojo sangre y una hoja pardusca sobre la espalda que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo.
Dejó tras de sí un agujero en el universo por el que manaba la oscuridad como alquitrán líquido. Por el que también se marchó su madre sin siquiera volverse para decirles adiós con la mano. Los dejó girando en la oscuridad, sin amarras, en un lugar sin cimientos.
Horas más tarde salió la luna e hizo que la oscura pitón devolviese lo que se había tragado. El jardín volvió a aparecer. Regurgitado por completo. Con Rahel sentada en él.
La dirección de la brisa cambió, y le trajo el sonido de tambores. Un regalo. La promesa de un cuento. Érase una vez, decían, un lugar donde vivía un…
Rahel alzó la cabeza y escuchó.
En las noches despejadas el sonido del chenda que anunciaba una representación de kathakali podía llegar a oírse a un kilómetro de distancia del templo de Ayemenem.
Y Rahel fue. Atraída por el recuerdo de tejados pronunciados y paredes blancas. De lámparas de bronce encendidas y de maderas oscuras y barnizadas. Acudió con la esperanza de encontrar a un viejo elefante que no fue electrocutado en la carretera Kottayam-Cochín. Pero antes pasó un momento por la cocina a coger un coco.
Al salir, notó que a una de las puertas de tela metálica de la fábrica se le habían roto las bisagras y estaba apoyada cubriendo el hueco de entrada. La puso a un lado y entró. El aire estaba pesado de tanta humedad; era tan húmedo, que un pez hubiera podido nadar en él.
El suelo bajo sus pies estaba resbaladizo por el verdín del monzón. Un murciélago pequeño y ansioso revoloteaba entre las vigas del techo.
Las siluetas de los bajos depósitos de cemento para hacer los encurtidos se destacaban en la penumbra y hacían que el suelo de la fábrica pareciera un cementerio para muertos cilíndricos.
Los restos mortales de Conservas y Encurtidos Paraíso.
Donde mucho tiempo atrás, el día en que llegó Sophie Mol, el Embajador E. Pelvis revolvía una vasija de mermelada escarlata y pensaba dos cosas. Donde un secreto rojo con forma de mango tierno fue preparado en conserva, sellado herméticamente y almacenado.
Es cierto. Las cosas pueden cambiar en un solo día.