La suciedad había cercado la casa de Ayemenem como un ejército medieval que avanzase sobre un castillo enemigo. Tapaba las grietas y se aferraba a los cristales de las ventanas.
Alrededor de las teteras zumbaban moscas enanas. En los floreros vacíos yacían insectos muertos.
El suelo estaba pegajoso. Las paredes, antaño blancas, se habían vuelto de un gris irregular. Las bisagras y los tiradores de latón de las puertas habían perdido el brillo y estaban grasientos. Los enchufes que no se usaban con frecuencia estaban atascados por la mugre. Las bombillas estaban cubiertas por una película aceitosa. Lo único que relucía eran las cucarachas gigantes, que iban raudas de acá para allá como los pasteles en una comedia de tartazos.
Bebé Kochamma había dejado de notar esas cosas hacía tiempo. Kochu María, que lo notaba todo, había dejado de preocuparse.
La chaise longue en la que se recostaba Bebé Kochamma tenía cáscaras de cacahuete incrustadas en los sietes de la raída tapicería.
En una manifestación inconsciente de democracia, impuesta por la televisión, señora y criada cogían inadvertidamente cacahuetes del mismo cuenco. Kochu María los engullía. Bebé Kochamma se los llevaba a la boca educadamente.
En el programa Lo mejor de Donahue el público presente en el estudio estaba viendo un reportaje en el que un músico callejero negro cantaba Somewhere Over the Rainbow en una estación de metro. Cantaba con convicción, como si realmente se creyera la letra de la canción. Bebé Kochamma lo acompañaba con su voz fina y trémula espesada por la pasta de los cacahuetes. Sonreía al recordar la letra. Kochu María la miraba como si se hubiera vuelto loca y cogía más cacahuetes de los que le correspondían. Al atacar las notas más altas (el where de somewhere), el músico callejero echaba la cabeza hacia atrás y su paladar ondulado de color rosa llenaba la pantalla del televisor. Iba tan andrajoso como una estrella de rock, pero la falta de dientes y la palidez enfermiza de su piel hablaban claramente de una vida de privaciones y sin esperanzas. Cada vez que un tren llegaba o se iba, cosa que sucedía a menudo, tenía que dejar de cantar.
Luego se encendieron las luces del estudio y Donahue presentó en directo a aquel hombre que, a una indicación convenida, retomó la canción exactamente en el mismo punto en que la había dejado (por el tren) y logró una conmovedora victoria de la Canción frente al Metro.
La siguiente interrupción, en mitad de su canción, fue cuando Phil Donahue le pasó un brazo por encima y le dijo: «Gracias. Muchas gracias».
Ser interrumpido por Phil Donahue era, por supuesto, totalmente diferente a ser interrumpido por el estruendo de un metro. Era un placer. Un honor.
El público del estudio aplaudió y lo miró con compasión.
El músico callejero estaba rebosante de Felicidad de Máxima Audiencia, y durante unos instantes las privaciones quedaron en segundo plano. Su sueño había sido cantar en el espectáculo de Donahue, dijo, sin darse cuenta de que también eso le había sido arrebatado.
Hay sueños grandes y sueños pequeños. «Las lámparas son para los ricos, y las velas de sebo, para los pobres», solía decir de los sueños un viejo culi de Bihar con el que se topaba Estha (indefectiblemente, año tras año) en la estación de ferrocarril cuando iba de excursión con el colegio.
Las lámparas son para los ricos, y las velas de sebo, para los pobres.
«Los focos intermitentes son para los afortunados, y las estaciones del metro, para los desgraciados», hubiera podido decir también.
Los maestros regateaban con él, que iba tras ellos, penosamente cargado con el equipaje de los chicos, con sus piernas arqueadas más arqueadas todavía, mientras los estudiantes imitaban, crueles, sus andares. Lo llamaban «Huevos entre paréntesis».
Y cuando se alejaba, tambaleándose, con menos de la mitad del dinero, lo que no era ni la décima parte de lo que se merecía, hubiera podido añadir, finalmente: «Y, para el más desgraciado de todos, las venas varicosas».
Fuera la lluvia había cesado. El cielo gris comenzó a abrirse y las nubes se desgajaron en fragmentos apelotonados, como el relleno de un colchón de mala calidad.
Estha apareció en la puerta de la cocina calado hasta los huesos (y con aspecto de ser más sabio de lo que realmente era). Tras él refulgía el césped sin cortar. El cachorro estaba a su lado en los escalones. Las gotas de lluvia se deslizaban por el fondo curvo del oxidado canalón del tejado como las brillantes cuentas de un ábaco.
Bebé Kochamma levantó la mirada del televisor.
– Ahí viene -le anunció a Rahel sin molestarse en bajar la voz-. Mira. No dirá nada. Irá directamente a su habitación. Ya verás.
El cachorro, aprovechando la oportunidad, intentó organizar una entrada conjunta. Pero Kochu María dio unas fuertes palmadas en el suelo con las manos y dijo: «En, eh, poda pattil».
Así que el cachorro, prudentemente, desistió. Parecía estar acostumbrado.
– ¡Mira, mira! -dijo Bebé Kochamma. Se la veía entusiasmada-. Ahora irá directamente a su habitación y se lavará la ropa. Es de un limpio exagerado… y no dirá ni una sola palabra.
Tenía el aire de un guardabosques señalando a un animal en medio de la hierba. Estaba orgullosa de su perspicacia para predecir sus movimientos. De lo bien que conocía sus gustos y costumbres.
El cabello mojado de Estha estaba agrupado en mechones que parecían los pétalos invertidos de una flor. Entre ellos brillaban hileras de blanco cuero cabelludo. Por la cara y el cuello le caían riachuelos de agua. Se dirigió a su habitación.
Un halo de satisfacción apareció alrededor de la cabeza de Bebé Kochamma.
– ¿Lo ves? -dijo.
Kochu María aprovechó la oportunidad para cambiar de canal y ver un poco de Prime Bodies.
Rahel siguió a Estha a su habitación. La habitación de Ammu. En otra época.
La habitación guardaba sus secretos. No revelaba nada. No había desorden de sábanas revueltas, ni descuido de zapatos quitados de cualquier manera y dejados en medio, ni una toalla húmeda colgada en el respaldo de una silla. Ni un libro a medio leer. Era como la habitación de un hospital inmediatamente después de haber salido de ella la enfermera. El suelo, limpio. Las paredes, blancas. El armario, cerrado. Los zapatos, ordenados. La papelera, vacía.
La obsesiva limpieza de la habitación era la única señal positiva de voluntad por parte de Estha. La única leve insinuación de que, quizá, tuviese un Proyecto Vital. Una especie de susurro que revelaba que no estaba dispuesto a subsistir de las sobras que le ofrecieran otros. En la pared, junto a la ventana, había una plancha sobre una tabla de planchar. Una pila de ropa arrugada esperaba, doblada, a que la planchasen.
El silencio flotaba en el aire como una pérdida secreta.
Los terribles fantasmas de juguetes imposibles de olvidar se agrupaban en las aspas del ventilador del techo. Una catapulta. Un koala de propaganda de Qantas, las líneas aéreas australianas (regalo de la señorita Mitten) con ojos de cristal con agujeros, como los botones, que colgaban de sus hilos. Un pato hinchable (que había estallado, quemado por el cigarrillo de un policía). Dos bolígrafos con calles silenciosas y autobuses rojos típicamente londinenses que flotaban, calle arriba y calle abajo, en su interior.
Estha abrió el grifo y el agua tamborileó en un barreño de plástico. Se desvistió en aquel cuarto de baño reluciente. Se despojó de sus tejanos empapados. Rígidos. Azul oscuro. Difíciles de quitar. Cruzando los brazos suaves, delgados y musculosos por delante del cuerpo, se quitó la camiseta de color fresa aplastada por la cabeza. No oyó a su hermana, que estaba en la puerta.
Rahel observó cómo se le metía para adentro el estómago y cómo se le elevaba la caja torácica mientras la camiseta mojada se iba despegando de la piel, húmeda y de color miel. El rostro, el cuello y un triángulo en forma de uve debajo de la garganta estaban más oscuros que el resto de su cuerpo. También los brazos tenían dos colores. Eran más pálidos en la parte que cubrían las mangas de la camiseta. Un hombre de piel parda oscura con ropa de color miel clara. Una chocolatina con una lámina intercalada de café. Pómulos altos y ojos de animal acorralado. Un pescador en un cuarto de baño de azulejos blancos, con secretos marinos en la mirada.
¿La habría visto? ¿Estaría realmente loco? ¿Sabría que ella estaba allí?
Estar desnudos el uno frente al otro nunca les había causado vergüenza, pero cuando vivían juntos no eran lo bastante mayores para saber qué era aquello.
Ahora lo eran. Lo bastante mayores.
Mayores.
Una edad en la que la muerte ya era un hecho posible.
Qué palabra tan divertida es mayores, pensó Rahel, y la repitió para sus adentros: Mayores.
Rahel en la puerta del cuarto de baño. Estrecha de caderas. («Con esas caderas, seguro que tendrán que hacerle una cesárea», le había dicho un ginecólogo borracho a su marido cuando estaban esperando el cambio en la gasolinera.) Con una camiseta descolorida con el dibujo de un lagarto sobre un mapa. El cabello, largo y rebelde, con un destello rojo oscuro de henna, le caía en mechones desordenados por la espalda. El diamante incrustado en la aleta de la nariz destellaba. A veces. No siempre. Un delgado brazalete, de oro, con cabezas de serpiente, brillaba, como un círculo de luz naranja, alrededor de su muñeca. Unas serpientes delgadas que se susurraban algo, cabeza contra cabeza. El anillo de boda de su madre fundido. El vello suavizaba las marcadas líneas de sus brazos delgados y angulosos. A primera vista parecía el vivo retrato de su madre. Pómulos altos. Hoyuelos profundos al sonreír. Pero era más alta, más fuerte, más delgada, más angulosa de lo que había sido Ammu. Menos atractiva, quizá, para aquellos a los que les gusta la redondez y la suavidad en las mujeres. Sólo sus ojos eran indudablemente más hermosos. Grandes. Luminosos. Uno podía ahogarse en ellos, como dijo Larry McCaslin y como descubrió que, para su desgracia, no era una metáfora.
En la desnudez de su hermano, Rahel buscó señales de sí misma. En la configuración de las rodillas. En el arco del empeine. En el descenso de los hombros. En el ángulo donde el brazo se encontraba con el codo. En el modo en que las uñas de los pies se levantaban al final. En los huecos esculpidos a los lados de ambas nalgas, tensas y hermosas. Ciruelas de carne firme. Los traseros de los hombres nunca crecen. Al igual que las carteras de colegial, evocan al instante la niñez. Dos marcas de vacunas le brillaban como monedas en el brazo. Ella las tenía en el muslo.
Las niñas siempre las tienen en los muslos, solía decir Ammu.
Rahel miraba a Estha con la curiosidad de una madre que mira a su hijo mojado. Una hermana a su hermano. Una mujer a un hombre. Un gemelo a otro gemelo.
Se le ocurrieron dos ideas al mismo tiempo:
Que era un desconocido desnudo con el que se había topado por casualidad. Que era alguien a quien había conocido antes de que la vida comenzara. Alguien que la había guiado (nadando) para salir del adorable vientre de su madre.
Ambas cosas insoportables en su polaridad. En su irreconciliable distanciamiento.
Una gota de lluvia relucía en el extremo inferior del lóbulo de la oreja de Estha. Gruesa, plateada a la luz, como una pesada gota de mercurio. Rahel alargó la mano. Se la tocó. La quitó.
Estha no la miró. Se replegó en un silencio aún mayor. Como si su cuerpo tuviera el poder de dirigir sus sentidos hacia el interior (apelotonados, ovoides), alejándolos de la superficie de la piel, hasta algún recoveco más profundo e inaccesible.
El silencio se recogió las faldas y, como la Mujer Araña, trepó ágilmente por la resbaladiza pared del cuarto de baño.
Estha colocó su ropa mojada en el barreño y empezó a lavarla con un pedazo de jabón azul brillante que se deshacía en pequeños fragmentos.