El Cine Abhilash se anunciaba como la primera sala de Kerala con pantalla de cinemascope de 70 mm. Y, para que quedase aún más claro, el diseño de la fachada era una réplica en cemento de la pantalla curva del cinemascope. En la parte superior (letras de cemento, luces de neón) ponía cine abhilash en inglés y malayalam.
En los lavabos ponía él y ella, ella para Ammu, Rahel y Bebé Kochamma. él sólo para Estha, porque Chacko se había ido a comprobar sus reservas en el Hotel Reina de los Mares.
– ¿Sabrás ir solo? -preguntó Ammu, preocupada.
Estha asintió.
Rahel entró detrás de Ammu y Bebé Kochamma en ella por una puerta de formica roja que se cerraba sola lentamente. Se volvió sobre el suelo de mármol resbaladizo de grasa para decirles adiós con la mano a Estha el Solitario (con un peine) y a sus zapatos beige puntiagudos. Estha esperó en el vestíbulo de mármol, sucio y con espejos que lo observaban aburridos, hasta que la puerta roja se llevó a su hermana. Luego se volvió y se dirigió a él.
En ella Ammu sugirió que, para hacer pipí, Rahel no se sentara en la taza. Dijo que los aseos públicos están sucios. Como el dinero. Nunca se sabe quién los ha usado. Leprosos. Carniceros. Mecánicos. (Pus. Sangre. Grasa. Sustancias que vuelven impuro a quien las toca.)
Una vez, Kochu María la llevó a la carnicería, y Rahel se dio cuenta de que el billete verde de cinco rupias que les devolvieron tenía una diminuta mota de carne roja. Kochu María la quitó con el pulgar. El jugo había dejado una mancha roja. Se guardó el dinero en el corpiño. Dinero sanguinolento con olor a carne.
Rahel era demasiado pequeña para mantenerse en equilibrio con las piernas abiertas sobre la taza, así que Ammu y Bebé Kochamma la sostuvieron con las piernas dobladas sobre sus brazos. Los pies, con las puntas hacia adentro, enfundados en unas sandalias Bata. Levantada por los aires con las bragas bajadas. Durante unos momentos no ocurrió nada, y Rahel levantó la mirada hacia su madre y su tía abuela bebé con picaros signos de interrogación (y ahora, ¿qué?) en los ojos.
– Venga -dijo Ammu-. Pssss…
Pssss era el sonido del pipí. Mmmm, el de la caca.
Rahel soltó una risita tonta. Ammu soltó una risita tonta. Bebé Kochamma soltó una risita tonta. Cuando empezó a salir el chorrito, corrigieron su postura aérea. A Rahel aquello no le daba vergüenza. Terminó y Ammu le pasó el papel higiénico.
– ¿Quién va ahora, tú o yo? -le preguntó Bebé Kochamma a Ammu.
– Da igual -dijo Ammu-. Venga, ve tú.
Rahel le sostuvo el bolso. Bebé Kochamma se levantó el sari arrugado. Rahel estudió las enormes piernas de su tía abuela pequeña. (Años más tarde, durante una clase de historia en el colegio, al leer en voz alta «El emperador Babur tenía la tez del color del trigo y unos muslos como pilares», aquella escena aparecería ante ella como iluminada por un flash: Bebé Kochamma balanceándose como un gran pájaro sobre un retrete público. Con unas venas azuladas, como una red entretejida de bultitos, que le trepaban por las pantorrillas translúcidas. Con hoyuelos en las gordas rodillas. Llenas de pelos. ¡Pobrecitos piececillos diminutos, que tenían que cargar con semejante peso!) Bebé Kochamma esperó un momentín. Con la cabeza inclinada hacia adelante. Con una sonrisa estúpida. Con los pechos colgando. Como melones dentro de la blusa. Echando el trasero, un poco levantado, hacia atrás. Cuando brotó el sonido, espumoso y borboteante, lo escuchó con los ojos. Un arroyo amarillo que corría rumoroso por un desfiladero entre montañas.
A Rahel le gustaba todo aquello. Sostener el bolso. Hacer pipí unas delante de otras. Como amigas. Entonces no podía comprender lo maravilloso que era sentir aquello. Como amigas. Nunca volverían a estar así, todas juntas. Ammu, Bebé Kochamma y ella.
Cuando Bebé Kochamma acabó, Rahel miró el reloj.
– ¡Cuánto has tardado, Bebé Kochamma! -dijo-. Son las dos menos diez.
Friega, friega, estregadera (pensó Rahel),
tres mujeres en una bañera.
Espera un momento, dijo Lento.
Creía que Lento era una persona. Lento Kurien. Lento Kutty. Lenta Mol. Lenta Kochamma.
Lento Kutty. Rápido Verghese. Y Kuriakose. Tres hermanos con caspa.
Ammu hizo un pipí como un susurro. Contra un lado de la taza, de modo que no se oyera el ruido. La dureza de su padre había abandonado sus ojos, y ahora volvían a ser los suyos. Al sonreír se le marcaban unos hoyuelos profundos, y ya no parecía enfadada. Ni por lo de Velutha ni por las pompas de saliva.
Era una Buena Señal.
En él, Estha el Solitario tenía que hacer pipí sobre las bolitas de naftalina y las colillas de cigarrillo del urinario. Hacer pipí en la taza habría sido como aceptar la derrota sin luchar. Pero era demasiado bajo para hacer pipí en el urinario. Necesitaba Altura. Buscó Altura, y, en un rincón de él, la encontró. Una escoba sucia, una botella aplastada medio llena con un líquido lechoso (fenol) en el que flotaban unas cosas negras. Una fregona fláccida y dos latas de no-se-sa-bía-qué oxidadas. Podían ser de productos de Conservas y Encurtidos Paraíso. De trozos de pina en almíbar. O de rodajas. Rodajas de piña. Salvado el honor gracias a las latas de su abuela, Estha el Solitario colocó las latas de no-se-sabía-qué frente al urinario. Se alzó sobre ellas, un pie en cada una, e hizo pipí con cuidado, de modo que sólo unas gotas cayeron fuera. Como un Hombre. Las colillas, antes húmedas, quedaron empapadas y girando en un remolino. Ahora sería difícil encenderlas. Cuando terminó, llevó las latas hasta el lavabo al pie del espejo. Se lavó las manos, se humedeció el pelo, y luego, dominado por el tamaño del peine de Ammu, que era demasiado grande para él, se reconstruyó el tupé con esmero. Se lo alisó peinándolo hacia atrás, después lo empujó hacia adelante y, finalmente, lo inclinó hacia un lado con un movimiento giratorio. Volvió a meterse el peine en el bolsillo, se bajó de las latas y las puso de nuevo con la botella, la fregona y la escoba. Las saludó a todas con una inclinación de cabeza. A todo el tinglado: botella, escoba, latas y fregona fláccida.
– Saludo -dijo y sonrió porque, cuando era más pequeño, tenía la impresión de que había que decir «Saludo» cuando se saludaba. Había que decirlo para hacerlo. «Saluda, Estha», le decían y él saludaba y decía «Saludo», y entonces la gente se miraba y se reía, y él se mosqueaba.
Estha el Solitario, el de dientes desiguales.
Una vez fuera, esperó a su madre, a su hermana y a su tía abuela. Cuando salieron, Ammu le preguntó: «¿Todo ha ido bien, Esthappen?».
Estha dijo: «Todo ha ido bien», y movió la cabeza con cuidado para no deshacerse el tupé.
¿Todo ha ido bien? Todo ha ido bien. Devolvió el peine al bolso de su madre. Ammu sintió un súbito arrebato de amor por su pequeño hijo, tan reservado y digno con sus zapatos beige puntiagudos, que había llevado a cabo su primera tarea de adulto. Le pasó amorosa los dedos por el pelo. Le deshizo el tupé.
El Hombre de la Linterna de acero marca Eveready dijo que la película ya había empezado, que se dieran prisa. Tuvieron que subir corriendo los rojos escalones cubiertos con la vieja alfombra roja. La roja escalera con rojas manchas de escupitajos de betel en el rojo rincón. El Hombre de la Linterna se levantó el mundu y lo sostuvo bajo los testículos con la mano izquierda. Mientras subía, los músculos de las pantorrillas se le ponían tensos como peludas balas de cañón bajo la piel ascendente. Sostenía la linterna con la mano derecha y se daba prisa mentalmente.
– Hace rato que ha empezado -dijo.
O sea que se habían perdido el comienzo. Se habían perdido la subida del cortinón de terciopelo ondulado con bombillas en los racimos de borlas amarillas. Habría ido subiendo despacio mientras sonaba Baby Elephant Walk, de Hatari, o La marcha del coronel Bogey.
Ammu llevaba a Estha de la mano. Bebé Kochamma, que subía pesadamente los escalones, llevaba de la mano a Rahel. Bebé Kochamma, inclinada por el peso de sus melones, no quería admitir, ni siquiera para sí, que estaba ansiosa por ver la película. Prefería sentir que lo hacía solamente por el bien de los niños. Llevaba en la cabeza una cuenta detallada de Cosas Que Había Hecho Por La Gente y Cosas Que La Gente No Había Hecho Por Ella.
Lo que más le gustaba eran las escenas de monjas que había al principio, y esperaba no habérselas perdido. Ammu les había explicado a Estha y a Rahel que lo que más le gusta a la gente suele ser aquello con lo que más se Identifica. Rahel suponía que ella se Identificaba con Christopher Plummer, que hacía el papel de capitán Von Trapp. Chacko no se Identificaba en absoluto con él, y lo llamaba el gomoso del capitán Von Trapp.
Rahel parecía un mosquito bailando en un hilo. Volaba ingrávida. Dos escalones arriba. Dos escalones abajo. Y uno arriba. Por cada escalón rojo que subía Bebé Kochamma, Rahel subía cinco.
Popeye el marino soy,
(pim-pim)
a bordo de un barco voy,
(pim-pim)
la puerta abro y al mar me caigo,
Popeye el marino soy
(pim-pim)
Dos para arriba. Dos para abajo. Uno para arriba. Un salto, otro salto.
– Rahel -dijo Ammu-, todavía no has aprendido la lección, ¿verdad?
Pero Rahel la había aprendido: La Excitación Siempre Acaba en Llanto. (Pim-pim.)
Llegaron al vestíbulo del anfiteatro. Pasaron por delante del mostrador de los refrescos, donde las naranjadas esperaban. Y las limonadas esperaban. Las naranjadas, de un naranja demasiado intenso. Las limonadas, de un amarillo limón demasiado intenso. Las chocolatinas, demasiado reblandecidas.
El Hombre de la Linterna abrió la pesada puerta del anfiteatro, que daba a una oscuridad donde zumbaban los ventiladores y crujían los cacahuetes. Olía a respiración humana y a aceite para el pelo. Y a alfombras viejas. Un olor mágico, a Sonrisas y lágrimas, que Rahel recordaba y atesoraba. Los olores, como la música, tienen el poder de evocar recuerdos. Inspiró profundamente y almacenó aquel olor para la posteridad.
Estha tenía las entradas. Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)
El Hombre de la Linterna iluminó con su luz las entradas. Fila J, asientos 17, 18, 19 y 20. Estha, Ammu, Rahel, Bebé Kochamma. Pasaron comprimiéndose por delante de gentes que, irritadas, movieron las piernas para acá y para allá a fin de hacerles sitio. Los asientos eran de esos que se levantan automáticamente. Bebé Kochamma sostuvo el de Rahel mientras se acomodaba. Como pesaba poco, el asiento se levantó y quedó encajada como si fuera el relleno de un bocadillo, de modo que miraba la pantalla entre las rodillas. Dos rodillas y una fuente. Estha, con más dignidad, se sentó al borde de su asiento.
Las sombras de los ventiladores se proyectaban a los lados de la pantalla en la zona que no ocupaba la película.
Se acabó la linterna. Que comience el Éxito Cinematográfico Mundial.
La cámara enfocó hacia arriba, al cielo austriaco azul cielo (del color del coche) inundado por el sonido claro y triste de las campanas de la iglesia.
Mucho más abajo, en el suelo del patio de la abadía, los adoquines brillaban. Unas monjas cruzaban el patio. Como lentos cigarros. Silenciosas monjas agrupadas en silencio alrededor de la Reverenda Madre, que nunca leía las cartas que escribían. Se apiñaban como hormigas alrededor de las migajas caídas de una tostada. Como cigarros alrededor de la Reina de los Cigarros. Sin pelos en las rodillas. Sin melones bajo las blusas. Y con aliento a menta. Tenían quejas que exponer a la reverenda madre. Quejas cantadas dulcemente sobre Julie Andrews, que seguía allá arriba, en las colinas, cantando Las colinas cobran Vida al Son de la Música y que volvería a llegar tarde a misa.
A un árbol trepa y se araña la rodilla
se chivaban cantarinamente las monjas.
El hábito se ha rasgado,
de camino a misa un vals ha bailado,
y en la escalera ha silbado.
Parte del público empezó a volverse. -¡Chist! -decían. ¡Chist, chist, chist!
Y debajo de su toca
lleva el pelo rizado.
Había una voz que no salía de la película. Una voz que se oía con toda claridad y cortaba la oscuridad en que zumbaban los ventiladores y crujían los cacahuetes. Había una monja entre el público. Las cabezas giraron como tapones de botella. Las nucas con pelo negro se convirtieron en rostros con bocas y bigotes. Bocas silbantes con dientes como los de los tiburones. Muchas. Como sellos de correos en una tarjeta postal.
– ¡Chist! -dijeron todas a la vez.
Era Estha el que cantaba. Una monja con tupé. Una monja a lo Elvis Pelvis. No podía evitarlo.
– ¡Que se vaya! -dijeron las bocas cuando dieron con él.
Que se calle o que se vaya. Que se vaya o que se calle.
El público era un hombre hecho y derecho. Estha, un hombrecito con las entradas en la mano.
– ¡ Estha, por el amor de Dios, cállate! -susurró Ammu, furiosa.
Así que Estha se calló. Las bocas y los bigotes giraron y desaparecieron. Pero, luego, sin previo aviso, volvió la canción, y Estha no pudo evitar cantarla.
– Ammu, ¿puedo salir y cantarla fuera? -dijo Estha (antes de que su madre le diera una bofetada)-. Volveré cuando haya terminado la canción.
– Pero no esperes que vuelva a llevarte al cine -dijo Ammu-. Nos estás avergonzando.
Pero Estha no podía evitarlo. Se levantó para salir. Por delante de Ammu, enfadada. Por delante de Rahel, concentrada entre sus rodillas. Por delante de Bebé Kochamma. Por delante del público, que tuvo que mover las piernas de nuevo. Para acá y para allá. La señal roja que había sobre la puerta decía salida con una luz roja. Estha salió.
En el vestíbulo, las naranjadas esperaban. Las limonadas esperaban. Las chocolatinas reblandecidas esperaban. Los sofás azul eléctrico de gomaespuma y cuero esperaban. Los carteles de próximamente en pantalla esperaban.
Estha el Solitario se sentó en el sofá azul eléctrico de gomaespuma y cuero, en el vestíbulo del anfiteatro del Cine Abhilash, y se puso a cantar. Con una voz de monja tan clara como el agua clara.
¿Cómo hacer que se detenga
y lograr que a los consejos se atenga?
El hombre que estaba durmiendo sobre una fila de taburetes tras el Mostrador de los Refrescos, a la espera del intermedio, se despertó. Miró con ojos legañosos a Estha el Solitario, con sus zapatos beige puntiagudos y su tupé deshecho. Se puso a limpiar el mostrador de mármol con un trapo de color mugre. Y esperó. Y mientras esperaba, limpiaba. Y mientras limpiaba, esperaba. Y miraba a Estha, que cantaba:
¿Cómo detener una ola sobre la arena?
¿Cómo resolver un problema como Mariiía?
– ¡Eh! Eda cherukka! -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada, con voz ronca y espesa por el sueño-. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?
¿Cómo coger un rayo de luna con la mano?
cantaba Estha en inglés.
– ¡Eh! -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. Oye, es mi Hora de Descanso. Dentro de un momento me tocaba despertarme y trabajar. Así que no deberías estar aquí cantando canciones en inglés. ¡Cállate!
El reloj de oro que llevaba en la muñeca estaba casi oculto por los pelos rizados de su antebrazo. La cadena de oro que le colgaba del cuello estaba casi oculta por los pelos de su pecho. Llevaba la camisa blanca de terylene desabrochada hasta el punto en que empezaba la protuberancia de su vientre. Tenía el aspecto de un oso enjoyado y con malas pulgas. Tras él había espejos para que la gente se mirara mientras compraba bebidas y refrescos fríos. Para recolocarse los tupés y arreglarse los moños. Los espejos miraban a Estha.
– Podría presentar una Queja Por Escrito contra ti -le dijo el Hombre a Estha-. ¿Te gustaría que lo hiciera? ¿Que presentara una Queja Por Escrito?
Estha dejó de cantar y se puso de pie para volver a su sitio.
– Ahora que ya estoy levantado -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-, ahora que ya me has despertado en mi Hora de Descanso, ahora que ya me has fastidiado, por lo menos, ven a beberte algo. Es lo menos que puedes hacer.
Tenía el rostro fofo e iba sin afeitar. Sus dientes como teclas de piano amarillentas, miraban al pequeño Elvis la Pelvis.
– No, gracias -dijo Elvis educadamente-, mi familia me espera. Y se me ha acabado el dinero de la paga.
– ¿El dinero de la paga? -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada con aquellos dientes que lo seguían mirando-. ¡Primero canciones en inglés y ahora me sales con el dinero de la paga! ¿Tú dónde vives? ¿En la Luna?
Estha giró sobre sus talones para marcharse.
– ¡Espera un momento! -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada con brusquedad-. Sólo un momento -repitió más amable-. Creo haberte hecho una pregunta.
Sus dientes amarillos eran como imanes. Miraban, sonreían, cantaban, olían, se movían. Hipnotizaban.
– Te he preguntado dónde vives -dijo tejiendo su sucia telaraña.
– En Ayemenem -dijo Estha-. Vivo en Ayemenem. Mi abuela es la dueña de Conservas y Encurtidos Paraíso. Es socia comanditaria.
– ¿Ah, sí? -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. ¿Y también se acuesta en comandita? -Se rió con una risa pícara que Estha no pudo entender-. Bueno, da igual. Aún no lo entiendes. Ven y bebe algo. Toma un refresco gratis. Ven, ven aquí y cuéntame todo eso de tu abuela.
Estha se acercó. Atraído por los dientes amarillos.
– Ven aquí. Detrás del mostrador -le dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Tiene que ser un secreto, porque no me está permitido servir bebidas antes del intermedio. Es una norma de la dirección. -Y, tras una pausa, añadió-: Una norma muy discutible.
Estha fue detrás del mostrador para que le diera el refresco gratis. Vio los tres taburetes altos que el Hombre de la Naranjada y la Limonada había colocado en fila para dormir. La madera estaba brillante de tanto uso.
– Ahora ten la amabilidad de cogerme esto -le dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada, y le puso en la mano su pene, que acababa de sacarse de debajo del dhoti [8]de muselina blanca-. Te voy a dar el refresco. ¿De naranja o de limón?
Estha se lo sostuvo porque no podía hacer otra cosa.
– ¿Naranja? ¿Limón? -dijo el Hombre-. ¿O naranja y limón?
– Limón, por favor -contestó Estha, muy educado.
Le alcanzó una fría botella y una pajita. Así que Estha cogía con una mano una botella y con la otra, un pene. Duro, caliente, venoso. No era un rayo de luna. La mano del Hombre de la Naranjada y la Limonada se cerró sobre la de Estha. Tenía la uña del dedo gordo larga como la de una mujer. Movió la mano de Estha para arriba y para abajo. Al principio, despacio. Después, más deprisa.
El refresco de limón estaba frío y dulce. El pene, caliente y duro.
Las teclas de piano observaban.
– Así que tu abuela dirige una fábrica -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. ¿Y qué fabrica?
– Muchas cosas -dijo Estha sin mirarlo, con la pajita en la boca-. Zumos, conservas, encurtidos, mermeladas, curry en polvo, pina en rodajas.
– Muy bien -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. Estupendo.
Su mano apretó con más fuerza la de Estha. Una mano fuerte y sudorosa. Y la movió más deprisa aún.
Rápido, rápido, rápido,
corren las ruedas del ferrocarril.
Erre con erre, cigarro,
erre con erre, carril.
A través de la pajita de papel reblandecida (y casi aplastada por la saliva y el miedo) subía la dulzura líquida del limón. Al soplar por la pajita (mientras le movían la otra mano), Estha hacía pompas dentro de la botella. Pompas dulces de limón de una bebida que no podía beberse. Mentalmente, se puso a hacer una lista de los productos de su abuela:
ENCURTIDOS ZUMOS MERMELADAS
Mango Naranja Plátano
Pimientos verdes Uva Frutas variadas
Calabaza amarga Piña Pomelo
Ajo Mango
Lima salada
Y entonces aquel rostro fofo y barbudo se contrajo en una mueca y Estha sintió la mano húmeda, caliente y pegajosa. Llena de clara de huevo. Clara de huevo blanca. Poco cocida.
La limonada estaba fría y dulce. El pene estaba blando y empezó a arrugarse, como un monedero de cuero vacío. Con el trapo color mugre el hombre le limpió la otra mano a Estha.
– Anda, acábate el refresco -dijo, y le dio un pellizco afectuoso en una nalga. Ciruelas de carne firme dentro de unos pantalones tubo. Zapatos beige puntiagudos-. No hay que desperdiciarlo. Piensa en todos esos pobres que no tienen nada para comer ni para beber. Tienes suerte, eres un chico rico, con paga y la fábrica de tu abuela que heredar. Deberías darle gracias a Dios por no tener preocupaciones. Anda, acábate el refresco.
Y así, tras el mostrador de los refrescos, en el vestíbulo del anfiteatro del Cine Abhilash, la sala con la primera pantalla de 70 mm de cinemascope de Kerala, Esthappen Yako se acabó su botella gratis de miedo gaseoso con sabor a limón. Su limón demasiado amarillo limón, demasiado frío, demasiado dulce. El gas le subía por la nariz. Pronto le darían otra botella (de miedo gratuito y gaseoso). Pero eso aún no lo sabía. Mantuvo la otra mano, la pegajosa, alejada del cuerpo.
Se suponía que no debía tocar nada con ella. Cuando Estha se acabó el refresco, el Hombre de la Naranjada y la Limonada le dijo:
– ¿Has acabado? ¡Buen chico!
Cogió la botella vacía y la pajita aplastada y envió a Estha de nuevo a Sonrisas y lágrimas.
Cuando volvió a entrar en la oscuridad con olor a aceite para el pelo, seguía con la Otra Mano cuidadosamente separada del cuerpo (con la palma hacia arriba, como si estuviera sosteniendo una naranja imaginaria). Se deslizó por delante del público (que movió las piernas para acá y para allá), por delante de Bebé Kochamma, por delante de Rahel (aún inclinada hacia atrás), por delante de Ammu (aún enfadada) y se sentó, sosteniendo aún la imaginaria naranja pegajosa.
Allí estaba el gomoso capitán Von Trapp. Christopher Plummer. Arrogante. Duro de corazón. Con una boca que parecía un tajo. Y un silbato de policía estridente y acerado. Un capitán con siete hijos. Niños limpios como un paquete de bolitas de menta. Hacía como si no los quisiese, pero los quería. Sí que los quería. El la quería (a Julie Andrews), ella lo quería, ellos querían a los niños, los niños los querían. Todos se querían. Eran niños limpios, blancos, y sus camas tenían blandos edredones.
La casa en la que vivían tenía un estanque y jardines y una escalinata ancha y puertas y ventanas blancas, y cortinas de flores.
Los niños limpios y blancos tenían miedo de los truenos. Hasta los más mayores. Para tranquilizarlos, Julie Andrews los metía a todos en su limpia cama y les cantaba una limpia canción que hablaba de algunas de sus cosas favoritas. Éstas eran algunas de sus cosas favoritas:
1) Las niñas con vestidos blancos y lazos azules de satén.
2) Los gansos salvajes que volaban con la luna en las alas.
3) Las brillantes teteras de cobre.
4) Los timbres de las puertas y los cascabeles de los trineos y los escalopes a la vienesa con fideos.
5) Etcétera.
Y luego, dentro de las cabecitas de ciertos gemelos heterocigóticos que estaban entre el público del Cine Abhilash, surgieron algunas preguntas que necesitaban respuesta, o sea:
a) ¿Balanceaba la pierna el gomoso capitán von Trapp? No.
b) ¿Hacía el gomoso capitán Von Trapp pompas con saliva? Casi seguro que no.
c) ¿Hacía ruido al comer? No.
Ay, capitán Von Trapp, capitán Von Trapp, ¿podría querer al niño de la naranja que estaba en aquella sala olorosa?
Aunque acabara de cogerle el pito con la mano al Hombre de la Naranjada y la Limonada, ¿podría quererlo?
Y a su hermana gemela, que se inclinaba con el pelo recogido en una fuente con un «amor-en-Tokio», ¿podría quererla?
El capitán Von Trapp, a su vez, tenía ciertas preguntas que hacer:
a) ¿Son niños blancos y limpios? No. (Pero Sophie Mol, sí.)
b) ¿Hacen pompas con saliva? Sí. (Pero Sophie Mol, no.)
c) ¿Balancean las piernas como los oficinistas? Sí. (Pero Sophie Mol, no.)
d) ¿Alguna vez ha cogido alguno de ellos el pito de un desconocido?
Mmm…mmmsí. (Pero Sophie Mol, no)
– Pues entonces, lo siento -dijo el gomoso capitán Von Trapp, es algo que está fuera de toda duda. No puedo quererlos. No puedo ser su Baba. ¡Ah, no!
El gomoso capitán Von Trapp no podía.
Estha se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza sobre las rodillas.
– ¿Qué te pasa? -dijo Ammu-. Si vuelves a hacer el tonto, te llevo directo a casa. Haz el favor de sentarte bien. Y mira la película, que para eso te hemos traído.
Acábate el refresco.
Mira la película.
Piensa en los pobres.
Tienes suerte, eres un chico rico con paga. Sin preocupaciones.
Estha se enderezó y miró. Tenía un peso en el estómago. Tenía una sensación de oleadas verdes, de aguas espesas, de grumos, de algas marinas, de cosas que flotan, de vacío y de lleno.
– Ammu… -dijo.
– ¿Y ahora qué pasa?
Un qué dicho bruscamente, ladrado, escupido.
– Tengo ganas de vomitar -dijo Estha.
– ¿Sólo tienes ganas o vas a vomitar? -La voz de Ammu mostraba preocupación.
– No sé…
– ¿Quieres que vayamos a intentarlo? -dijo Ammu-. Te sentirás mejor.
– Vale -dijo Estha.
¿Vale? Vale.
– ¿Adonde vais? -quiso saber Bebé Kochamma.
– Estha va a intentar vomitar -contestó Ammu.
– ¿Adonde vais? -preguntó Rahel.
– Tengo ganas de vomitar -dijo Estha.
– ¿Puedo ir a mirar?
– No -dijo Ammu.
Otra vez hubo que pasar por delante del público (piernas para acá y para allá). La vez anterior para cantar. En esta ocasión para vomitar. Salir por la salida. Fuera, en el vestíbulo de mármol, el Hombre de la Naranjada y la Limonada estaba comiéndose un caramelo. Su mejilla se inflaba con el caramelo móvil. Hacía unos ruiditos suaves, de chupeteo, como el desagüe de un lavabo. Sobre el mostrador estaba el envoltorio verde de la marca Parry. Para aquel hombre los caramelos eran gratis. Tenía una fila de tarros mugrientos llenos de caramelos gratis. Limpiaba el mostrador de mármol con el trapo de color mugre que llevaba en la mano peluda sobre la que se veía el reloj. Al ver a la luminosa mujer de hombros bruñidos y al niñito, una sombra le cruzó por el rostro. Después sonrió con su sonrisa de piano portátil.
– ¿Ya de vuelta? -Mijo.
Estha tenía arcadas. Ammu lo llevó en volandas al cuarto de baño del anfiteatro. A ella.
Allí lo sostuvo entre el lavabo sucio y su propio cuerpo. Con las piernas colgando. El lavabo tenía grifos cromados y manchas de óxido. Y un entramado parduzco de grietas delgadas, muy enmarañado, como si fuera el plano de alguna ciudad grande e intrincada.
Estha tuvo varias arcadas, pero no le salía nada. Sólo pensamientos. Flotaban hacia fuera y volvían flotando para adentro. Ammu no podía verlos. Se cernían como nubes de tormenta sobre la ciudad-lavabo. Pero los hombres-lavabo y las mujeres-lavabo seguían ocupándose de sus asuntos de lavabo habituales. Coches-lavabo y autobuses-lavabo pasaban zumbando. La vida-lavabo continuaba.
– ¿No? -preguntó Ammu.
– No -contestó Estha.
¿No? No.
– Pues lávate la cara -dijo Ammu-. El agua siempre sienta bien. Lávate la cara y vamos a tomar una limonada con gas.
Estha se lavó la cara y las manos, y la cara y las manos. Tenía las pestañas húmedas y apelotonadas.
El Hombre de la Naranjada y la Limonada dobló el envoltorio verde del caramelo y abrió el pliegue con la uña larga del dedo gordo. Con una revista enrollada dejó sin sentido a una mosca y, delicadamente, la fue empujando hacia el borde de la barra hasta que cayó al suelo y allí se quedó de espaldas, moviendo sus débiles patitas.
– Es un chico encantador -le dijo a Ammu-. Canta muy bien.
– Es mi hijo -dijo Ammu.
– ¿En serio? -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada mirando a Ammu con los dientes-. ¿En serio? ¡No parece tener edad para ser su madre!
– No se encuentra bien -dijo Ammu-. Creo que beber algo fresco le hará sentirse mejor.
– Claro -dijo el hombre-. Claro, claro. ¿Naranjada y limonada? ¿Limonada y naranjada?
Terrible y temida pregunta.
– No, gracias -dijo Estha mirando a Ammu. Oleadas verdes, algas marinas, vacío y lleno.
– Y usted, ¿qué desea? -le preguntó el Hombre de la Naranjada y la Limonada a Ammu-. ¿Coca-Cola? ¿Fanta? ¿Helado? ¿Batido?
– No, nada, gracias -dijo Ammu. Una mujer luminosa, con hoyuelos muy marcados en las mejillas.
– Tenga -dijo el hombre, y alargó la mano con un puñado de caramelos, como una azafata generosa-. Esto es para su hombrecito.
– No, gracias -dijo Estha mirando a Ammu.
– Cógelos, Estha -dijo Ammu-, no seas grosero.
Estha los cogió.
– Di gracias -dijo Ammu.
– Gracias -dijo Estha (por los caramelos, por la clara de huevo blanquecina).
– De nada -contestó en inglés el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. Bueno, bueno -añadió en malayalam-, su hijo me ha dicho que son de Ayemenem.
– Sí -contestó Ammu.
– Voy por allí con frecuencia -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. La familia de mi mujer es de Ayemenem. Sé dónde está su fábrica. Conservas y Encurtidos Paraíso, ¿verdad? Me lo ha dicho su hijo.
Sabía dónde encontrar a Estha. Eso era lo que quería decir. Era un aviso.
Ammu vio que los ojos de su hijo brillaban, como si tuviera fiebre.
– Tenemos que irnos -dijo-. Espero que no se haya puesto enfermo. Su prima llega mañana -le explicó a aquel hombre que mostraba tanta amabilidad como si fuera tío suyo, y luego añadió, sin darle importancia-: De Londres.
– ¿De Londres?
Un destello nuevo, de respeto, brilló en los ojos de aquel hombre ante una familia con conexiones londinenses.
– Estha, quédate aquí, con este señor. Voy a buscar a Bebé Kochamma y a Rahel -dijo Ammu.
– Ven -dijo el hombre-. Ven y siéntate conmigo en un taburete.
– ¡No, Ammu, no! ¡No, Ammu, no! ¡Quiero ir contigo!
Ammu, sorprendida por la vehemencia de su hijo, que, por lo general, era un niño tranquilo, se disculpó ante el Hombre de la Naranjada y la Limonada.
– Normalmente no es así. Vamos, Esthappen.
El olor de la sala al volver a entrar en ella. Sombras de ventiladores. Nucas. Cuellos. Collares. Pelo. Moños. Trenzas. Colas de caballo.
Una fuente con un «amor-en-Tokio». Una niñita y una ex monja.
Los siete hijos mentolados del capitán Von Trapp se habían dado su baño mentolado, estaban en una hilera mentolada con el pelo repeinado y cantaban con voces mentoladas y obedientes a la mujer con la que su padre estaba a punto de casarse. La rubia baronesa que brillaba como un diamante.
Las montañas cobran vida
con el son de la música.
– Tenemos que irnos -les dijo Ammu a Bebé Kochamma y a Rahel.
– ¿Por qué, Ammu? -dijo Rahel-. ¡Si todavía no ha llegado lo más importante! ¡Si todavía no la ha besado! ¡Si todavía no ha hecho trizas la bandera nazi! ¡Si todavía no los ha traicionado Rolf, el cartero!
– Estha está malo -dijo Ammu-. Vamos.
– ¡Si todavía no han llegado los soldados nazis!
– Vamos -dijo Ammu-. Levántate.
– ¡Si todavía no han cantado Allá arriba, en la colina, había un cabrero solitario.…!
– Estha tiene que estar bueno para cuando llegue Sophie Mol, ¿no es verdad? -dijo Bebé Kochamma.
– Pues no -dijo Rahel, más bien para sí.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Bebé Kochamma, que había captado el sentido, pero no había entendido las palabras.
– Nada -contestó Rahel.
– Te he oído -dijo Bebé Kochamma.
Fuera de la sala, aquel hombre tan amable que parecía tío de Ammu estaba reorganizando sus mugrientos tarros. Limpiaba con su trapo de color mugre los cercos que había dejado el agua que rezumaba de los refrescos en su mostrador de mármol. Lo preparaba todo para el intermedio. Era un Hombre de la Naranjada y la Limonada muy Limpio. Tenía un corazón de azafata de línea aérea atrapado en un cuerpo de oso.
– Así que ya se van -dijo.
– Sí -contestó Ammu-. ¿Dónde podemos coger un taxi?
– Al salir, calle arriba, a la izquierda -dijo mirando a Rahel-. Ah, no me había dicho que también tenía una chiquilla. -Entonces cogió un caramelo y añadió-: Toma, guapa, es para ti.
– Toma los míos -dijo Estha vivamente, porque no quería que Rahel se acercara a aquel hombre.
Pero Rahel ya había empezado a caminar hacia él. Al acercársele, el hombre le sonrió, y algo en aquella sonrisa de piano portátil, algo en aquella mirada fija que le dirigió, hizo que se detuviera. Era la cosa más espantosa que había visto jamás. Se volvió a mirar a Estha.
Y se alejó del hombre peludo.
Estha le apretó la mano al darle sus caramelos Parry, y Rahel notó que tenía los dedos calientes por la fiebre y las yemas frías como la muerte.
– Adiós, guapo -le dijo el hombre a Estha-. A lo mejor nos veremos en Ayemenem.
Así que, de nuevo, los rojos escalones. Esta vez Rahel se resistía a marcharse. Despacio. No, no quiero irme. Una tonelada de ladrillos atada con una correa.
– ¡Qué amable es el Hombre de la Naranjada y la Limonada! -dijo Ammu.
– ¡Bah! -dijo Bebé Kochamma.
– Aunque no parezca simpático, ha sido extraordinariamente amable con Estha -dijo Ammu.
– ¿Por qué no te casas con él, pues? -dijo Rahel, enfurruñada.
En la roja escalera el tiempo se detuvo. Estha se detuvo. Bebé Kochamma se detuvo.
– ¡Rahel! -dijo Ammu.
Rahel se quedó helada. Lamentaba profundamente lo que había dicho. No sabía de dónde habían brotado aquellas palabras. No sabía que las tenía dentro. Pero ahora habían salido, y ya no volverían a entrar. Se paseaban por aquella escalera roja como los funcionarios por una oficina gubernamental. Algunas estaban de pie y otras sentadas, balanceando las piernas.
– Rahel -dijo Ammu-, ¿te das cuenta de lo que acabas de hacer?
Unos ojos llenos de miedo y una fuente miraron a Ammu.
– No te voy a hacer nada. No tengas miedo -dijo Ammu-. Sólo contéstame: ¿te das cuenta?
– ¿De qué? -dijo Rahel con la voz más suave que tenía.
– ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer? -dijo Ammu.
Unos ojos llenos de miedo y una fuente miraron a Ammu.
– ¿Sabes lo que pasa cuando le haces daño a alguien? -dijo Ammu-. Cuando le haces daño a alguien, empieza a quererte menos. Eso es lo que pasa cuando dices palabras que ofenden. Haces que la gente te quiera un poco menos.
Una fría mariposa con un pelambre dorsal de una densidad inusual se posó ligera sobre el corazón de Rahel. En los puntos en que la tocaron sus patitas heladas se le puso la carne de gallina. Seis puntos con carne de gallina en su corazón que ofendía.
Su Ammu la quería un poco menos.
Y salieron y fueron calle arriba, a la izquierda. La parada de taxis. Una madre dolida, una ex monja, un niño acalorado y una niña helada. Seis puntos con carne de gallina y una mariposa.
El taxi olía a sueño. A ropa vieja enrollada. A toallas húmedas. A sobaco. Después de todo, era la casa del taxista. Donde vivía. El único sitio que tenía para almacenar sus olores. Los asientos habían sido asesinados. Destripados. Una franja de gomaespuma amarilla sucia sobresalía y temblaba en el respaldo como un gran hígado con ictericia. El conductor tenía ese aire de vigilancia constante de los pequeños roedores. Tenía la nariz aguileña y llevaba bigotito. Era tan bajo que miraba la calle a través del volante. A los coches que se cruzaban con aquel taxi debía de parecerles que llevaba pasajeros, pero no conductor. Conducía deprisa, de manera agresiva, se metía como una flecha en cualquier espacio libre y obligaba a los demás coches a salirse de su carril. Aceleraba en los pasos de cebra y se saltaba los semáforos.
– ¿Por qué no se pone una almohada, o un cojín, o algo así? -le sugirió Bebé Kochamma con su tono de voz más simpático-. Vería mejor.
– ¿Por qué no se mete en sus asuntos, señora? -le sugirió el taxista con su tono de voz menos simpático.
Al pasar junto al mar, de agua color tinta, Estha sacó la cabeza por la ventanilla. Sintió el gusto cálido y salado de la brisa en la boca. Sintió cómo le levantaba el pelo. Sabía que si Ammu se enteraba de lo que había hecho con el Hombre de la Naranjada y la Limonada, también le querría menos. Mucho menos. Sintió otra vez la náusea de la vergüenza arremolinándose, oprimiéndole, revolviéndole el estómago. Echaba de menos el río. Porque el agua siempre ayuda.
La pegajosa noche de neón pasaba a toda velocidad por la ventanilla del taxi. Dentro hacía calor y todo estaba en silencio. Bebé Kochamma parecía excitada y feliz. Le encantaba que hubiera malestar, pero no causarlo. Cada vez que un perro callejero bajaba a la calzada, el conductor hacía sinceros esfuerzos por matarlo.
La mariposa del corazón de Rahel extendió sus aterciopeladas alas, y un escalofrío la estremeció hasta los huesos.
En el aparcamiento del Hotel Reina de los Mares, el Plymouth azul cielo chismorreaba con otros coches más pequeños. Bla, bla, bla, bla, bla, bla. Era una gran dama en una fiesta de señoras de clase media. Con los alerones excitados.
– Habitaciones 313 y 327 -dijo el hombre de la recepción-. Sin aire acondicionado y con dos camas. No se puede utilizar el ascensor porque lo están reparando.
Al botones que los guió hasta sus habitaciones -que no era precisamente un jovencito- le faltaban dos botones de la raída chaquetilla granate y se le veía la ropa interior, de color gris. Tenía los ojos tristones, quizá por verse obligado a llevar aquel estúpido gorrito ladeado y el barboquejo de plástico apretado que se le hundía en la colgante papada. Era una crueldad innecesaria hacer que un hombre tan mayor llevara un ridículo gorrito ladeado, así como decidir arbitrariamente, en contra de la opinión del paso del tiempo, cómo debían colgarle las carnes de la barbilla.
Había más escalones rojos que subir. La alfombra roja del vestíbulo del cine parecía seguirlos a todas partes. Como si fuera una alfombra mágica.
Chacko estaba en su cuarto. Lo pescaron en pleno festín: pollo asado, patatas fritas, maíz, sopa de pollo, dos parathas y helado de vainilla con salsa de chocolate. La salsa, en una salsera. Chacko solía decir que su ambición máxima era morirse de un atracón. Mammachi decía que eso era signo inequívoco de una desdicha reprimida. Chacko decía que no. Que era Pura Gula.
Se quedó perplejo al ver a todo el mundo de vuelta tan pronto, pero hizo como si nada y continuó comiendo.
El plan original era que Estha durmiera con Chacko, y Rahel con Ammu y Bebé Kochamma. Pero ahora que Estha no estaba bien, y que las raciones de Amor se habían redistribuido (Ammu la quería un poco menos), Rahel tendría que dormir con Chacko, y Estha, con Ammu y Bebé Kochamma.
Ammu sacó el pijama y el cepillo de dientes de Rahel de la maleta y los puso sobre la cama.
– Aquí tienes -dijo Ammu.
Dos clics para cerrar la maleta.
Clic y clic.
– Ammu -dijo Rahel-, ¿tengo que quedarme sin cenar como castigo?
Estaba dispuesta a hacer un cambio de castigo: quedarse sin cenar a cambio de que Ammu la quisiera como antes.
– Como quieras -dijo Ammu-. Pero te aconsejo que cenes. Si es que quieres crecer. Quizá podrías compartir el pollo con Chacko.
– Quizá sí y quizá no -dijo Chacko.
– ¿Y qué pasa con el castigo? -preguntó Rahel-. ¡No me has puesto ningún castigo!
– Hay cosas que traen su propio castigo -dijo Bebé Kochamma, como si le estuviera explicando a Rahel un problema aritmético que no entendiera.
Hay cosas que traen su propio castigo. Son como los dormitorios que tienen armarios empotrados. Pronto todos ellos aprenderían más cosas sobre los castigos. Que los hay de diferentes tamaños. Que algunos son tan grandes como armarios que tuvieran dormitorios empotrados. Se podría pasar toda una vida dentro de ellos, vagando por sus estantes a oscuras.
El beso de buenas noches de Bebé Kochamma dejó un rastro de saliva en la mejilla de Rahel. Se limpió restregándosela contra el hombro.
– Buenas noches, que Dios te bendiga -dijo Ammu. Pero lo dijo dándole la espalda. Ya había salido de la habitación.
– Buenas noches -dijo simplemente Estha, demasiado enfermo para estar cariñoso con su hermana.
Rahel la Solitaria los vio alejarse por el pasillo del hotel corno fantasmas silenciosos, pero corpóreos. Dos grandes y uno pequeño, con zapatos beige puntiagudos. La roja alfombra amortiguaba el sonido de sus pasos.
Rahel permaneció en la puerta de la habitación del hotel, embargada de tristeza.
Tenía dentro la tristeza de que Sophie Mol iba a llegar. La tristeza de que Ammu la quería un poco menos. Y la tristeza del presentimiento de que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le había hecho algo a Estha en el Cine Abhilash.
Un viento punzante sopló sobre sus ojos secos y doloridos.
Chacko puso una pata de pollo y algunas patatas fritas en un platito para Rahel.
– No, gracias -dijo Rahel con la esperanza de que, si se imponía ella misma un castigo, Ammu le levantara el suyo.
– ¿Y qué tal un poco de helado con salsa de chocolate? -preguntó Chacko.
– No, gracias -contestó Rahel.
– Muy bien -dijo Chacko-, pero no sabes lo que te pierdes.
Y se acabó el pollo y luego el helado.
Rahel se puso el pijama.
– Por favor, no me digas por qué te han castigado -dijo Chacko-. No podría soportarlo. -Estaba rebañando la última gota de la salsa de chocolate de la salsera con un trozo deparatha. Su desagradable postre de después del postre-. ¿Por qué ha sido? ¿Te has rascado las picaduras de mosquito hasta que te ha salido sangre? ¿No le has dicho «gracias» al taxista?
– Mucho peor que eso -dijo Rahel, leal a Ammu.
– No me lo digas -dijo Chacko-, no quiero saberlo.
Llamó al timbre del servicio de habitaciones y apareció un cansino camarero para retirar los platos y los huesos. Intentó atrapar los olores de la cena, pero se escaparon y treparon a las cortinas marrones y gastadas del hotel.
Una sobrina sin cenar y su tío bien cenado se lavaban los dientes juntos en el cuarto de baño del Hotel Reina de los Mares. Ella, un condenado triste y rechonchito, en pijama a rayas y con una fuente con un «amor-en-Tokio». Él, en camiseta de algodón y calzoncillos. La camiseta, tensa y tirante sobre el redondo estómago como una segunda piel, se aflojaba sobre la depresión del ombligo.
Cuando Rahel, en lugar de mover el cepillo con la pasta, lo mantuvo inmóvil y movió la cabeza y con ella los dientes, no le dijo que no se hacía así.
No era un fascista.
Se turnaron para escupir. Mientras la pasta de dientes que había escupido iba resbalando por un lado del lavabo, Rahel la escudriñaba para ver si descubría algo raro.
¿Qué colores y qué extrañas criaturas habrían sido expelidos de sus espacios interdentales?
Aquella noche, ninguno. Nada inusual. Solamente burbujas de pasta de dientes.
Chacko apagó la Luz del Techo.
Ya en la cama, Rahel se quitó el «amor-en-Tokio» y lo colocó junto a las gafas de sol. Su fuente se bajó un poco, pero siguió en pie.
Chacko estaba en su cama, iluminado por la luz de la lamparita de la mesilla de noche. Era un gordo sobre un escenario oscuro. Alargó el brazo hasta su arrugada camisa, que estaba a los pies de la cama. Sacó la cartera del bolsillo y miró la fotografía de Sophie Mol que Margaret Kochamma le había enviado hacía dos años.
Rahel lo miró, y su fría mariposa volvió a desplegar las alas. Lentamente para afuera. Lentamente para adentro. El indolente parpadeo de un depredador.
Las sábanas eran ásperas, pero estaban limpias.
Chacko cerró la cartera y apagó la luz. Encendió un Charminar en medio de la oscuridad y se preguntó cómo sería ahora su hija. Nueve años. Cuando la vio por última vez estaba todavía colorada y arrugada. Era una cosita apenas humana. Tres semanas después de que Margaret, su mujer, su único amor, le hablara llorando de Joe.
Margaret le dijo que ya no podía seguir viviendo con él. Que necesitaba tener un espacio propio. Como si Chacko hubiera estado utilizando los estantes del armario de ella para su ropa. Lo cual, conociéndolo, era muy probable.
Le dijo que quería el divorcio.
Aquellas últimas noches de tortura, antes de marcharse de su casa, Chacko se deslizaba fuera de la cama con una linterna para ver a su niña dormida. Para aprendérsela. Para imprimírsela en la memoria. Para asegurarse de que, cuando pensara en ella, la imagen evocada sería exacta. Se aprendió de memoria el suave vello castaño de su cráneo aún blando. La forma de su boquita fruncida en constante movimiento. Los espacios entre los dedos de los pies. El esbozo de un lunar. Y, después, sin quererlo, se encontró buscando en su niña algún parecido con Joe. La niña le agarró el dedo índice mientras llevaba a cabo aquel estudio insensato, apesadumbrado y motivado por los celos, a la luz de la linterna. El ombligo sobresalía de su saciada tripita de satén como si fuera un monumento abovedado en la cumbre de una colina. Chacko aplicó la oreja encima y escuchó, asombrado, los ruidos del interior. Mensajes enviados de acá para allá. Órganos nuevos acostumbrándose los unos a los otros. Un gobierno nuevo que establecía sus organismos, determinaba la división de tareas, decidía quién debía hacer cada cosa.
Olía a leche y a pipí. A Chacko le asombró comprobar que alguien tan pequeño, tan indefinido, que no se parecía a nadie, pudiera acaparar toda la atención, el amor y la cordura de un hombre adulto.
Al abandonar su casa sintió que le habían arrancado algo. Algo importante.
Y ahora Joe había muerto. En un accidente de carretera. Estaba tan muerto como el pomo de una puerta. En el universo había un agujero con forma de Joe.
En la fotografía que Chacko había estado mirando, Sophie Mol tenía siete años. Era blanca y azul. De labios rosados. Ninguno de sus rasgos manifestaba que fuera cristiana ortodoxa siria. Aunque Mammachi, tras mirar con atención la fotografía, insistió en que tenía la nariz de Pappachi.
– Chacko… -dijo Rahel desde su cama, que estaba en la sombra-. ¿Puedo preguntarte una cosa?
– Pregúntame dos -contestó Chacko.
– Chacko, ¿quieres a Sophie Mol más que a nada en el mundo?
– Es mi hija -dijo Chacko.
Rahel se quedó pensando en ello.
– Chacko, ¿la gente tiene que querer necesariamente a sus hijos más que a nada en el mundo?
– No hay reglas fijas -dijo Chacko-, pero es lo habitual.
– Chacko, y por ejemplo, sólo por ejemplo ¿es posible que Ammu quiera a Sophie Mol más que a Estha y a mí, o que tú me quieras a mí más que a Sophie Mol, por ejemplo!
– En la naturaleza humana todo es posible -dijo Chacko en tono de leer en voz alta. Y después, dirigiéndose a la oscuridad, súbitamente ajeno a su pequeña sobrina de pelo en forma de fuente, continuó diciendo-: Amor. Locura. Esperanza. Júbilo infinito.
De las cuatro cosas que eran posibles en la naturaleza humana, Rahel pensó que la que sonaba más triste era el júbilo Infiniiito. Quizá por el tono con que lo había dicho Chacko.
Júbilo Infiniiito. Sonaba a iglesia. Como un pez triste lleno de aletas.
Una fría mariposa levantó una fría patita.
El humo del cigarrillo serpenteaba adentrándose en la noche. Y el hombre gordo y la niña pequeña permanecían tumbados y despiertos en silencio.
Unas habitaciones más allá, mientras su tía abuela roncaba, Estha se despertó.
Ammu estaba dormida y parecía preciosa iluminada por las franjas de luz azul que llegaban desde la calle a través de la ventana, cruzada por franjas azules. Sonreía con la sonrisa de quien sueña con delfines y un azul intenso a franjas. Era una sonrisa que no indicaba que la persona a la que pertenecía era una bomba que esperaba el momento de estallar.
Estha el Solitario se dirigió tambaleándose hacia el cuarto de baño. Vomitó un líquido claro, amargo, alimonado, espumoso. El regusto acre del primer encuentro de un Pequeño Hombrecito con el Miedo. (Pim-pim.)
Se sintió un poco mejor. Se puso los zapatos, salió de la habitación arrastrando los cordones por el pasillo y se quedó plantado ante la puerta de Rahel.
Rahel se subió a una silla y la abrió.
Chacko no se molestó en preguntarse cómo era posible que supiera que Estha estaba al otro lado de la puerta. Ya se había acostumbrado a las cosas extrañas que a veces pasaban entre ellos.
Estaba tumbado como una ballena varada sobre la estrecha cama del hotel y se preguntaba, simplemente para pasar el rato, si habría sido Velutha a quien vio Rahel. No lo creía probable. Velutha tenía muchas posibilidades. Era un paraván con futuro. Se preguntó si Velutha estaría afiliado al Partido Comunista. Y si habría estado en contacto con el camarada K. N. M. Pillai en los últimos tiempos.
A comienzos de año las ambiciones políticas del camarada Pillai habían recibido un impulso inesperado. Dos miembros locales del partido, el camarada J. Kattukaran y el camarada Guhan Menon, habían sido expulsados, sospechosos de ser naxalitas. Los pronósticos apuntaban a que uno de ellos, el camarada Guhan Menon, sería el candidato del partido por el distrito de Kattayam en las elecciones para la asamblea legislativa que se celebrarían el siguiente mes de marzo. Su expulsión del partido creaba un vacío que gran número de esperanzados competían por llenar. Entre ellos, el camarada K. N. M. Pillai.
El camarada Pillai había comenzado a observar todo lo quesucedía en Conservas y Encurtidos Paraíso con el mismo entusiasmo que pone un suplente en un partido de fútbol. Lograr que se sindicaran unos cuantos trabajadores más, aunque fueran pocos, en el distrito electoral del que pronto esperaba ser elegido diputado sería un comienzo excelente para su viaje hacia la asamblea legislativa.
Hasta entonces, en Conservas y Encurtidos Paraíso lo de gritarse unos a otros ¡Cantarada! ¡Cantarada! (como decía Ammu) sólo había sido un juego inocente y fuera de las horas de trabajo. Pero si se forzaban las cosas y Chacko dejaba de llevar la batuta, todo el mundo (excepto él) sabía que la fábrica, que tenía muchas deudas, se enfrentaría a grandes dificultades para sobrevivir.
Como la situación financiera era mala, se pagaba a los trabajadores por debajo de los mínimos establecidos por el sindicato. Por supuesto, había sido el propio Chacko quien les explicó la situación, y les prometió que, en cuanto las cosas mejorasen, se revisarían los sueldos. Creía que confiaban en él y que sabían que se tomaba a pecho sus intereses.
Pero había alguien que pensaba de otro modo. Por la noche, después de que acabaran su turno en la fábrica, el camarada K. N. M. Pillai abordaba a los trabajadores de Conservas y Encurtidos Paraíso y los llevaba a su imprenta. Con su voz aflautada y atiplada los apremiaba a que pasaran a la acción. En sus discursos mezclaba inteligentemente los asuntos de interés local con la grandilocuente retórica maoísta, que en malayalam sonaba más profusa y rebuscada si cabe.
– Pueblos del mundo -gorjeaba-, tenéis que ser valientes y atreveros a luchar. Avanzad oleada tras oleada, desafiad las dificultades, y entonces el mundo entero pertenecerá al pueblo y caerán los monstruos de todo tipo. Exigid lo que os pertenece por derecho: una paga de beneficios anual, un fondo de pensiones, un seguro de accidentes.
Como estos discursos eran, en buena medida, un ensayo para cuando el camarada Pillai se dirigiera, ya como miembro de la asamblea legislativa, a masas formadas por millones de personas, había en ellos algo fuera de lugar en el tono y la cadencia. Su voz estaba repleta de verdes arrozales y de banderas rojas que se agitaban formando arcos en medio de cielos azules, en vez de estar impregnada del calor de un cuartucho pequeño y el olor a tinta de imprenta.
El camarada K. N. M. Pillai nunca se puso abiertamente en contra de Chacko. Siempre que se refería a él en sus arengas, ponía cuidado en despojarlo de cualquier atributo humano y presentarlo como un funcionario abstracto que formaba parte de un esquema más amplio. Una construcción teórica. Un peón del monstruoso complot burgués para acabar con la revolución. Nunca se refirió a él por su nombre, sino llamándolo «la dirección de la empresa». Como si Chacko fuera varias personas. Aparte de que, tácticamente, era lo acertado, esa disyunción de la persona del cargo que ocupaba ayudaba al camarada Pillai a no tener remordimientos de conciencia a causa de sus propios negocios con Chacko. El contrato para imprimir las etiquetas de Conservas y Encurtidos Paraíso le producía unos beneficios a los que no podía renunciar. Se decía a sí mismo que Chacko, su cliente, y Chacko, la dirección de la empresa, eran dos cosas diferentes. Completamente separadas, por supuesto, del camarada Chacko.
El único obstáculo en los planes del camarada K. N. M. Pillai era Velutha. De todos los trabajadores de Conservas y Encurtidos Paraíso, era el único miembro del partido con carné, y eso le daba al camarada Pillai un aliado con el que habría preferido no tener que contar. Sabía que los trabajadores Tocables de la fábrica sentían resentimiento contra Velutha por viejas razones. El camarada Pillai daba rodeos para evitar aquel escollo, a la espera de la oportunidad de poder salvarlo.
Estaba en contacto permanente con los trabajadores. Se impuso como tarea personal averiguar exactamente todo lo que ocurría en la fábrica. Ridiculizaba a los obreros por aceptar aquellos salarios cuando su propio gobierno, el gobierno popular, estaba en el poder.
Cuando Punnachen, el contable, que le leía a Mammachi los periódicos todas las mañanas, le llevó la noticia de que entre los trabajadores se hablaba de pedir un aumento de sueldo se puso furiosa.
– Diles que lean los periódicos. Hay carestía. No hay trabajo. La gente se muere de hambre. Deberían estar agradecidos de tener un empleo.
Cada vez que en la fábrica ocurría algo digno de mención, las noticias siempre eran comunicadas a Mammachi y no a Chacko. Tal vez porque Mammachi se adecuaba al esquema convencional de las cosas. Era una modalali. E interpretaba su papel. Sus respuestas, por ásperas o duras que fuesen, eran directas y predecibles. Chacko, por su parte, aunque era el hombre de la casa y decía mis encurtidos, mi mermelada, mi curry en polvo, estaba tan ocupado cambiando de chaqueta, que difuminaba los frentes de combate.
Mammachi intentó advertir a Chacko. La escuchó, pero sin prestar atención realmente a lo que decía. De modo que, a pesar de los primeros amagos de descontento en las instalaciones de Conservas y Encurtidos Paraíso, Chacko, que ensayaba la revolución, continuó aquel juego particular de llamar a los demás ¡Cantarada! ¡Camarada!
Aquella noche, en su estrecha cama del hotel, pensó medio dormido en adelantarse al camarada Pillai y organizar una especie de sindicato privado para sus trabajadores. Convocaría elecciones. Haría que votasen. Podrían establecer turnos para ser elegidos delegados sindicales. Sonrió ante la idea de mantener una rueda de negociaciones con la camarada Sumathi o, mejor aún, con la camarada Lucky-kutty, que tenía el pelo mucho más bonito.
Sus pensamientos retornaron a Margaret Kochamma y a Sophie Mol. Intensos anillos de amor oprimieron su pecho hasta que le costó respirar. Siguió tumbado despierto, contando las horas que faltaban para ir al aeropuerto.
En la cama contigua, su sobrina y su sobrino dormían abrazados. Un gemelo caliente y otro frío. Él y ella. Nosotros. En cierto modo, no eran totalmente ajenos a los presagios del funesto destino que les esperaba.
Soñaban con su río.
Con los cocoteros que se inclinaban hacia él y miraban, con ojos de coco, deslizarse las barcas. Río arriba por las mañanas. Río abajo al atardecer. Y con el sombrío sonido apagado de las pértigas de bambú de los barqueros al chocar contra la madera oscura y barnizada de los cascos.
El agua estaba tibia. Era verde grisácea. Parecía de ondulante seda.
Con peces dentro.
Con el cielo y los árboles dentro.
Y, por la noche, con la titilante luna amarilla dentro.
Cuando los olores de la cena se cansaron de esperar, bajaron de las cortinas y se escaparon a través de las ventanas del Hotel Reina de los Mares para bailar toda la noche sobre el mar con olor a cena. Eran las dos menos diez.