7

Cottonmouth se sentaba en el brazo de un butacón y se pasaba las manos en torno a las huesudas piernas. Tenía los pies colocados donde debiera haber tenido las posaderas. Siempre practicaba la costumbre de encaramarse en cualquier cosa que se pareciera, por remotamente que fuese, a la borda de un buque. Clark, entre tanto, estaba afeitándose.

—Ya te has dado tres pasadas en una mejilla—dijo el piloto—. ¿Qué le pasa a la otra?

Clark, rezongando, comenzó distraídamente a templar la navaja.

—Como te iba diciendo —continuó Cottonmouth—, lo he examinado perfectamente en todas sus partes. Está en perfecto estado, salvo una ligera vía de agua

Clark miró a Cotton con asombro.

—¿De qué diablos piensas que hablo? —siguió el marino—. Me refiero al «Hermana Peregrina». Hace un momento te decía que la había hecho poner a punto para zarpar, pero tengo para mí que no me has entendido.

—¿Por qué has preparado el buque tan pronto?

—Porque la mayoría de los tripulantes desean volver a bordo. Ayer vinieron los Tucker literalmente hechos polvo. No sé qué amable caballero les propuso hacerles conocer un entretenimiento local llamado el rondó, el cual les pareció tan simple como ellos al buen hombre. En fin, tú sabes que ese par de muchachos son los mejores gavieros de New Bedford, y por lo tanto no nos conviene perderlos. También ha vuelto Amos Worthington. En mal estado. Al parecer una individua le echó en el whisky lo que él presume que debía ser sosa cáustica. Sería también lamentable dejarlo libre. Podría otra vez entregarse a los caminos del desafuero, o bien ocurrir que diera con expertos malhechores que se hallasen en un momento de arrepentimiento y le aconsejaran. Porque has de saber que esta ciudad se halla infestada de insidiosas influencias en pro del bien. Por lo tanto no seré yo quien siga esas malas veredas. Mucho tiempo en tierra es mala cosa para un marinero.

Como Clark no hiciera comentario alguno, el flaco piloto continuó:

—No tienes más que mirarte en tu espejo. Anoche no dormiste nada. ¡Bien se te nota! Estás blanco como el vientre de una platija y tienes los ojos inexpresivos como las ventanas de un gallinero. ¿Qué te parecería si nos hiciésemos a la mar, rumbo a Méjico, hasta que decidiésemos volver al norte? En el intermedio seguramente hallaríamos algún trabajo ilícito que hacer.

—Por ahora no deseo volver al norte —manifestó Clark.

Se levantó y se comenzó a anudar la corbata con meticuloso cuidado.

Cottonmouth aguardó un momento y después prosiguió:

—‘Pues a dónde vamos a ir con la certidumbre de obtener provecho?

—No sé. Acaso a las Islas… Presumo que no faltarán lugares donde podamos ganarnos honradamente la vida.

—Ciertamente. En las Islas abundan los mariscos y el «Hermana Peregrina» haría un buen buque marisquero. ¡Y qué buen papel harías tú allí, con tu espléndido guardarropa recién comprado! ¡Qué papel harías, repito, tan bien vestido y con una canasta en cada brazo pregonando: «¡Camarones vivos de hoy!»

Clark interrumpió:

—No me gustan tus bromas. ¿Quién demonios te imaginas que eres?

Los dos hombres se midieron con la mirada. Clark con una hostilidad repentina; Cottonmouth con una afable gravedad insólita en él. Ya no había en su aspecto jactancia, fingimiento ni burla.

—Soy —dijo— Cotton Mather Greathouse, un compañero tuyo, que desea tu bien, Jonathan. Un hombre que se disgusta viéndote disgustado. Y qué se disgusta más aún cuando teme que tu disgusto puede aumentar.

—¿Sí? Pues todo me lo merezco. Estoy dispuesto a afrontar cuanto suceda.

Clark se ajustó la levita a los anchos hombros y echó mano al sombrero de copa.

—Espera un momento —dijo Cottonmouth.

Saltó de su asiento y añadió:

—He estado reuniendo todo mi valor para contarte algo que tú no sabes…

—No me cuentes nada —respondió Clark—. No me gustan los consejos ni los sermones.

—Escucha, sin embargo, Jonathan. Anoche vi en el puerto algo que tú y yo hemos visto muchas veces en nuestras pesadillas. Un barco ruso, con el pabellón de la armada del Zar. Atracó en el muelle Connell. Y esta mañana ha zarpado.

—¿Zarpado? —murmuró Clark, sin comprender aún—. Y eso, ¿en qué nos atañe?

Abrió los labios, como para seguir hablando, y luego se lanzó hacia la puerta. Cottonmouth lo siguió con el tiempo suficiente para verlo cruzar el vestíbulo a toda prisa. Un momento después Cottonmouth oyó golpes lejanos en una puerta, y en seguida el fragor de madera rota.

La puerta que comunicaba con las habitaciones de los rusos pendía, quebrada, de sus goznes. Y dentro sonaba la voz de Clark gritando:

—¡Marina, Marina!

Cuando volvió parecía enloquecido.

—Ea, más vale que te serenes y vayas a tu habitación —le aconsejó Cottonmouth—. Yo pagaré abajo los daños causados. También veré si hay algún recado para ti.

* * *

Durante las siguientes semanas Jonathan Clark se convirtió en una figura popularísima en la mayoría de las tabernas y garitos de San Francisco. Y a no mediar su reputación de gastador y dadivoso muchos establecimientos le hubieran cerrado las puertas.

Porque aquel hombre había cambiado. Seguía vistiendo impecablemente, mantenía su talento señorial y dilapidaba el dinero, pero sus maneras resultaban inciertas y nunca se sabía si iba a proceder con corrección o provocar un tumulto En ocasiones se mantenía apartado y apenas saludaba a sus conocidos, mas otras veces se dedicaba exclusivamente a beber y alborotar. Y como tenía la constitución de un toro, sabía dominar el alcohol y no dejarse dominar por él.

Frecuentaba por igual los locales de peor y de mejor reputación. Celebraba ostentosas reuniones en sus estancias, mas al fin acabó siéndole imposible reunir invitados. Porque aunque no procediese literalmente con grosería, las mujeres advertían su desdén y se sentían ofendidas cuando las trataba como a meras pupilas de los burdeles.

Y cuando, contrariando los buenos consejos que daba a los demás, visitaba los lugares de peor nota, se complacía malévolamente en molestar a los parroquianos y a los propietarios. Le gustaba herir sus sensibilidades, como hiciera Con Juan Sincero Brennan el primer día que lo conoció.

Andando entre tales compañías, era frecuente para todos hallarse metidos en pendencias que no esperaban. Y si él y sus hombres salían con bien de aquellos conflictos, no lo debía a su tacto ni a su audacia. Debíalo a Cottonmouth, que se había arrogado, discretamente, el cargo de compañero inseparable de su jefe. No bebía con Clark ni lo estorbaba con su presencia. Además hubiera sido un mal compañero, porque había perdido el gusto por la bebida y no le gustaba derrochar palabras; y hasta parecía dejar de complacerse en citar párrafos de las Escrituras

Así, con su grave atuendo, su rostro lúgubre y su sombrío aspecto de desaprobación para todo, parecía simbolizar el concepto estético de un fanático a machamartillo, de un aguafiestas incorregible. Y hubiera quedado en ridículo o provocado la burla de los clientes de las tabernas de la ribera a no mediar cierto temible aire fanfarrón que lo acompañaba, y las dos pistoleras pendientes de su cintura.

Aquel espionaje de su amigo, por discreto que fuera, había molestado a Clark al principio, pero hubo de terminar resignándose a él. Cottonmouth lo seguía siempre y, al parecer, no le importaba dormir o no. Con todo ello el Hombre de Boston se acostumbró a andar con dos sombras en lugar de una.

Pero contrariando las generales suposiciones, no bebió hasta el punto de alcoholizarse irremisiblemente.

Y llegó al fin el día en que él y su turbulenta tripulación cruzaron la Puerta Dorada y embarcaron en el Hermana Peregrina con rumbo a las islas del norte, apenas registradas en los mapas, y a los brumosos misterios del mar de Behring.

* * *

La Costa de Alaska es muy prolongada y, por aquel entonces, hallábase casi inexplorada. Había allí innumerables bahías, caletas, centenares de escondidos refugios y millares de oscuros lugares sólo conocidos por los necesitados de escondrijo.

Con todo, los muchos contrabandistas que pululaban por allí habían de permanecer en constante alerta, porque las brigadas rusas de represión del comercio clandestino de pieles patrullaban de continuo, en barcos armados.

Cierto que, con la ayuda de los indígenas, era fácil para una nave veloz y bien patroneada, como el Hermana Peregrina, evitar el encuentro con los buques de propulsión a vapor de la escuadra rusa. La cual, empero, amenazaba con serios peligros, sobre todo en las inmediaciones de las Privilovs. Era imposible escapar de los vapores, si se acercaban, salvo a favor de una galerna; y burlarlos mediante diestras maniobras resultaba imposible, excepto en determinadas circunstancias.

Algunos contrabandistas, temerosos de correr semejantes riesgos, preferían el de saquear las naves de sus rivales. De manera que Jonathan Clark y sus hombres de Boston habían de llevar la vida de los centinelas de un campamento romano.

Al oeste de Yakutat, no lejos de la capital del Zar, el Hermana Peregrina avanzó lentamente hacia las Islas Aleutianas. En una factoría adquirió pieles conseguidas por los tramperos en invierno, pagándolas bien con los géneros que llevaba; en otro alquiló hombres para la caza de nutrias marinas y los llevó hacia los criaderos.

Cuando el tiempo lo permitía, los indígenas, en sus canoas de pieles, se acercaban a la nave, proponiendo contribuir a la tarea.

Con tiempo malo, Cuando el mar estallaba en espumosos torbellinos, dando contra las escarpadas costas de aquellas islas, los indios, con los hombres de Clark, patrullaban por las cercanías buscando caza.

Entre todos los animales terrestres y marinos no hay ninguno tan astuto, desconfiado y dotado de in increíbles capacidades de percepción como la nutría marina. Así, el atraparla requiere destreza, experiencia y osadía.

Las heladas galernas invernales se prolongan a veces largo tiempo, y durante interminables días las olas se estrellan, con monstruosa e incesante rabia, contra los arrecifes. En tales ocasiones las nutrias, hartas de combatir contra los elementos, acuden a tierra y se adormecen con la cabeza enterrada en la arena. Es entonces posible acercarse sigilosamente a ellas y matarlas a garrotazos, siempre que haya hombres capaces y dispuestos a afrontar los riesgos de tan remotos parajes. Porque esos peligros son de los mas difíciles de concebir.

Clark parecía complacerse arrostrando los peores albures. Conducía personalmente a los más recios de sus hombres a los arrecifes de las islas y a lo largo de sus helados bordes. Sin embargo, incluso tan azarosas expediciones solían resultar infructuosas.

Al regresar de una de aquellas expediciones, medio muerto de fatiga y con las manos vacías, Cottonmouth protestó :

—Bien está que te arriesgues yendo a cazar nutrias a palos, pero no debes poner en el mismo peligro las vidas de otros hombres blancos, sin necesidad.

—Eso no te importa —respondió Clark—. Yo me pongo en marcha y los demás me siguen.

—Porque les avergonzaría no acompañarte. Y por cierto que ya estás comenzando a hablar de que pongamos proa a Saanak.

—En Saanak y Cherniboor siempre se encuentran nutrias. Son los mejores criaderos de la costa.

—Y los más próximos a la cárcel también. Siempre están muy vigilados. Puesto que insistes en tirar de las barbas a los rusos, ¿por qué no desembarcas en la factoría del gobierno, en Kodiak? Y has de recordar, Jonathan, que nunca hasta ahora habías cazado nutrias a palos. /

—Y recuerda que tú tampoco, hasta ahora, habías osado criticar mis actos.

Más de una vez habían sobrevenido choques entre los dos hombres, porque Clark distaba mucho de ser el que había sido. Mostrábase sombrío, irritable y, con frecuencia, desagradable para todos. Pasaba horas enteras sin hablar a nadie. Cottonmouth toleraba tales extravagancias con paciencia insólita en un hombre que tenía, por su parte, un carácter sobradamente impulsivo.

Así, en aquella ocasión concreta, alegó:

—En el Libro de los Proverbios se lee: «Hijo, no alardees de no temer el castigo del Señor, ni seas insensible a sus correcciones».

El piloto hablaba sin ánimo alguno de molestar.

—Ya sé —añadió—, y los tripulantes no lo ignoran, que has pasado un mal rato. Pero ya sabes que a los marinos nos cuestan caras nuestras diversiones, y tú sacaste de lo que pusiste tanto como los que los demás sacaron de lo que pusieron. Ya habla la Biblia de los labios de miel de las mujeres. Y añade: «Apártate de la mujer y no vayas de noche a la puerta de su casa». Lo que yo interpreto en el sentido de que uno ha de olvidarse de las hembras y ser un hombre. No te será fácil olvidar, pero puedes conseguirlo.

Clark contestó, sin resentimiento alguno :

—Tú eres perro viejo, Cottonmouth. Siempre te he considerado un gruñón, un descreído, un rufián de cuerpo entero. Como yo. Mas ahora veo que tengo la especialidad de cometer errores a cada instante, como acabas de hacérmelo comprender. Eres un buen amigo, e ingrato sería yo si me ofendiesen tus amonestaciones. Gracias por el sermón. Acaso de ahora en adelante cambie nuestra suerte.

Y a la siguiente mañana el Hermana Peregrina levó anclas y puso proa al oeste.

* * *

Clark descubrió a Ogeechuk en el castillo de proa, inclinado sobre su abierto baúl marinero. Bajo el brillante sol el piloto tomaba el aire y se dedicaba a repasar sus escasas posesiones. Entre ellas Clark divisó un chal, varios pañuelos, cintas y joyuelas de bisutería barata. Entonces recordó que el buque se dirigía a la bahía de la Decepción, en cuyas costas tenía Ogeechuk su morada.

—Regalos para la familia, ¿eh? —dijo jovialmente Clark.

El piloto movió la cabeza.

—Son para Ahgoona. Ahora que soy rico voy a casarme con Ahgoona.

—Ya sé que es la muchacha más linda de los contornos. Pero para un hombre rico esos regalos son pobres. ¿Por qué no compraste más?

—Yo no gasto el dinero como los blancos. Los aleutianos somos gente pobre. A veces no hay nada que comer en el pueblo. Más vale que Ogeechuk tenga dinero y compre comida para sus paisanos que no que compre regalos para Ahgoona.

Clark hizo un signo de comprensión. Aquella muestra de solidaridad tribal era típica entre los indios del norte.

—Con todo —observó—, Ahgoona merece más que eso. Y creo que tú eres el hombre más rico a bordo. Espera.

Dirigiose a la toldilla y volvió al corto rato con un brazado de los mejores tejidos que había podido encontrar en las bodegas del buque.

—Añade esto al equipo de la novia —dijo—. Es una buena muchacha y tú la has hecho esperar demasiado.

El rostro de Ogeechuk permaneció impasible, mas sus manos acariciaron suavemente los inesperados tesoros.

—Soy un hombre bueno —aseguró—. Un buen cazador. Un buen piloto. No me gusta el juego…

Era obvio que el indio se consideraba poseedor de suficientes cualidades para ser dueño de Ahgoona.

—Cierto —convino Clark—. Y a ti, como regalo de boda, te daré la mejor carabina que haya a bordo, con un millar de cartuchos.

Acercose un tripulante y Clark le indicó:

—Ogeechuk piensa casarse. Di, a los muchachos que vamos a celebrar un gran festín en la bahía de la Decepción, siempre que la costa esté limpia de enemigos y que el sacerdote consienta en oficiar en presencia de gentes descreídas y al margen de la Ley.

—Celebro que vayas animándote, Jonathan —dijo el piloto—. Fácil es que ahora cambie nuestra suerte.

Ogeechuk entró en triunfo en su localidad natal. Casi antes de que el «Hermana Peregrina» largase sus anclas, hallose rodeada de una multitud de kayaks y bidarkas. Riendo y gritando, los ocupantes de las navecillas corrieron a bordo para acoger al triunfante héroe que regresaba a sus lares. Imponíales vivo respeto, y no era de maravillar, porque Ogeechuk a última hora se había ataviado con su traje de boda, esto es, con un uniforme de oficial de marina, con botones dorados y gorra de visera. Pocos instantes después depositaba sus tesoros a los pies de su prometida. Los hombres prorrumpieron en grandes gritos de admiración. Las mujeres chillaban y reían Aquel momento fue espléndido para Ogeechuk.

Cottonmouth, sonriendo, dijo al capitán.

—Tú has tenido tus días de gloria. Éste es el de nuestro segundo piloto.

—Yo no he tenido días de gloria, sino de vanagloria —corrigió Clark—, Y por lo menos a Ogeechuk le sienta bien la ropa que lleva, mientras yo no podría decir otro tanto.

Clark comprendía bien los sentimientos de Ogeechuk. También él hubiera deseado abrumar de regalos a alguien, enterrar a una mujer bajo sedas, pieles y joyas valiosas. Ese deseo había surgido en él repentinamente y crecido hora tras hora, hasta que sobrevino la desilusión.

Creía percibir el ruido de sus puños aporreando una puerta y el eco de su voz gritando:

—¡Marina, Marina!

Y así la seguía llamando cuando estaba a solas. Con un esfuerzo constante procuraba dominar el dolor que ella le había causado, y su esfuerzo era tanto mayor cuanto que él no comprendía por qué motivos la joven había deseado herirlo tan cruel e innecesariamente…

Resultó que la menuda, sonriente y marfilina Ahgoona no iba a ostentar sus galas, ni a casarse. Lo que fuera entusiasmo trocose en debate. Todo el grupo de lugareños se aproximó.

La iglesia, explicó Ogeechuk, estaba cerrada. Para castigar a los devotos habitantes por mantener tratos con los contrabandistas, el cura había sido llamado a Kodiak.

La situación era grave, mas el segundo piloto la daba por resuelta. ¡Bastaba que oficiase Cottonmouth!

La muchacha y sus padres se adhirieron fervorosamente a la idea.

Greathouse, por una vez en su vida, pareció turbado. Apeló, algo confundido, a Clark, pero éste te dijo que le dejara al margen de las circunstancias, a ser posible.

Cuando volvió el piloto, algún tiempo después, anunció:

—Aquí me tienes. Soy el alguacil alguacilado.

—¿Y has hablado así a esa gente?

—Sí. Les he explicado las discrepancias que existen entre la Iglesia rusa y otras confesiones cristianas. Dentro de lo poco que sé hablar en ruso, he conseguido hacerles comprender que un matrimonio solemnizado por mí haría bastardos a los hijos de los contrayentes. Y añadí que más vale vivir en continencia que en pecado.

—¿Por qué no has llevado las cosas adelante? —protestó Clark—. Ellos se hubieran sentido satisfechos y ningún daño habrían sufrido. ¿Verdad que serías muy capaz de hacer semejante cosa?

—Yo soy capaz de hacer cualquier cosa en la vida —confesó el piloto—, y la prueba es que me encuentro aquí. Pero he de advertirte que, según la ley marítima, en estos casos el capitán de un buque puede realizar los enlaces matrimoniales. Así que ¿por qué no casas a nuestros amigos?

—¡No! —exclamó Clark.

—Hum… Eres un contrabandista de pieles y el oficio no te avergüenza, porque te gusta. Yo hablo como predicador y hablo como tal por razones idénticas, esto es, la de que siempre divierte andar pisando hielo escurridizo. Con todo no me gusta resbalar en él y hundirme.

Al día siguiente del festín Clark llamó a sus hombres y les expuso sus planes. Se proponía continuar buscando nutrias marinas y comerciando en pieles hasta la primavera. Después se encaminaría a las Pribilov.

—Ya sabéis que el asunto es arriesgado —advirtió. —No quiero que ninguno de vosotros me acompañe contra vuestra voluntad.

—La estación es mala —dijo el veterano Silas Atwater— y no podemos regresar con las manos vacías.

Los demás concordaron. En consecuencia el Hermana Peregrina puso proa, entre brumas, a las Aleutianas, bañadas en lluvia. Era aquello como un viaje al país del, olvido. La cadena de húmedas, inhospitarias y feas islas, forman, con su millar de millas de recorrido de longitud, el archipiélago más difícil de conocer para los geógrafos. Pacientemente, entre nieblas y tormentas, el Hermana Peregrina navegó de rada en rada buscando los lugares donde antaño solían congregarse las nutrias marinas, en manadas de millares y millares, hasta que la avidez y la imprevisión contribuyeron a exterminarlas.

La primavera encontró al buque anclado ante una aldea del continente, en el mar de Behring. Allí les esperaban las densas nieblas que anualmente se hacinan en el norte y ocultan las islas Pribilov, privando al hombre de la más sorprendente visión de vida animal que puede ser conocida.

Un día de fines de junio el Hermana Peregrina, con su tripulación doblada por la adición de buen número de expertos cazadores aleutianos, reclutados en las aldeas próximas, salió de su fondeadero y se encaminó a alta mar. Había llegado el tiempo idóneo para la caza de focas y comenzaba otra gran aventura.

Dos mañanas después la goleta parecía navegar suspendida en un banco de nubes. Crujían los cordajes a cada virada y ese rumor y el de las aves marinas, anunciando con sus chillidos la proximidad de tierra, eran los únicos que llegaban a los tensos oídos de la tripulación. Hasta el último marinero permanecía alerta de continuo.

Uno de los indígenas fue el primero en oír el ruido de las focas, e hizo signo a Oggechuk, que iba a la rueda. A poco tornose enteramente audible un rumor vago que no tardó en convertirse en un extraordinario clamor. Aquel era el que otrora habían llegado a los tímpanos del navegante ruso que diera nombre a las islas. Tratábase de un lejano coro emitido por miles y miles de aulladoras gargantas. El clamor de las aves marinas iba en aumento. Los marineros prestaban oído, guardando por su parte atento silencio.

Poco a poco comenzó a distinguirse una larga playa en la que rompían las olas. Navegaba la goleta a impulso de una leve brisa. A su lado bogaba un umiak, con Jonathan Clark a bordo. Lo acompañaban una docena de remeros nativos. Cuando el barquichuelo se alejó de la goleta, no tardó en perderse en la penumbra gris.

Pasó una hora sin que se percibiera un solo sonido ajeno al del singular y extraño coro de las focas. Luego sonó una llamada en voz reprimida. Respondiose a ella, y a poco la baria indígena surgió entre la bruma y acostó a la goleta.

—¡Todos a tierra! —mandó la voz de Clark—. Tú quédate al mando del barco, Cottonmouth, y ruega a Dios que persista este tiempo, porque hay un bergantín ruso anclado en la bahía de los Ingleses.

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