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Clark temía que lo que iba a decir pudiera parecer ofensivo, pero no obstante, expuso francamente sus opiniones, esperando despertar el interés del general Vorachilov y con ello alguna ventaja para los suyos.

Principió recordando que ciertas islas de la costa de Siberia habían sido antaño tan ricas en criaderos de focas como las Pribilov, hasta que una codicia ilimitada había acabado extinguiendo los valiosos animales que frecuentaban aquellas zonas. De manera que las Pribilov se habían trocado en el único lugar del mundo donde podían «encontrarse pieles de foca de algún valor. Aquellos millones de pinnípedos constituían un manantial de grandes riquezas que, debidamente manejado, podía conservarse perennemente. Por desgracia, ya empezaba a agotarse. Estaba sucediendo lo mismo que sucediera en las demás islas.

Una vez repetida esa catástrofe, ya no cabría reparar el daño, porque la foca peletera sólo acude a criar en costas libremente elegidas por ella y en parajes cubiertos de bruma. De todas las islas septentrionales sólo las Pribilov ofrecían, a la sazón, condiciones gratas a las focas. De continuar las prácticas presentes pronto quedarían aquellas tierras exentas de toda población animal que no fuese la de las aves.

—Ya limitamos la matanza —dijo el general—, pero habiendo en acción hombres como usted, poco conseguimos.

Clark lo negó.

—Nuestras depredaciones ejercen poco efecto sobre los criaderos en sí. Además esas pérdidas, sean las que fueren, podrían atajarse con facilidad.

—¿Cómo?

Tras un instante de vacilación el americano repuso:

—-Vuestra Excelencia me ha dado buena tarea al permitirme extenderme en mi manía. Confío en que no se ofenda si le digo que los rusos tienen la culpa de las pérdidas que sufren. En cierto modo sus sistemas constituyen una invitación a hombres como yo. Ningún merodeador del mar osaría desembarcar en las Pribilov si los indígenas insulares se opusieran a ello y si los del continente no ayudaran a los que ejercen mi profesión.

—Los aleutianos no han sido nunca leales.

-—Para ello hay una razón, Excelencia. ¿Cree usted que traficarían con nosotros, gente extranjera, si recibiesen iguales consideraciones por parte de las brigadas peleteras del Zar? No. Esas gentes son sencillas y francas y se sentirían dispuestas a convertirse en leales súbditos si Rusia los reconociera como hijos. Pero han padecido cien años de cruel opresión y de ultrajes a manos de los cosacos. Además de lo cual sospecho que ha de rebasar sus facultades de gobernador tanto el salvar sus rebaños de focas como el obtener provecho de ellas. Ningún gobernador podría conseguirlo.

—¿Por qué no? Acaba usted de decir…

—Lo sé, señor. Pero la función del gobierno es gobernar y no comprar y vender. El Zar no es un mercader y sus funcionarios tampoco. Los provechos de las industrias sólo pueden conseguirlos personas tan expertas en ellas como ustedes en la administración de las leyes bajo las que han de vivir los comerciantes.

—¡Bah! ¿De manera que los criaderos de focas sólo podrán conservarse si se arriendan a tenderos y mercaderes, mucho más talentosos, sin duda, que Su Majestad?

Clark no quería dar a entender semejante cosa y se apresuró a decirlo así. Rusia no debía, en su opinión, hacer concesiones definitivas sobre los criaderos. Ello precipitaría su ruina más de prisa que nunca, y eso que la tal ruina era ya inminente. El gobierno imperial debía expedir leyes y reglamentos discreta y cuidadosamente meditados para evitar la matanza, y luego hacer arriendos temporales de Jos criaderos a las empresas privadas.

Seguramente podría encontrarse en Rusia un grupo de hombres de negocios que poseyeran previsión, experiencia y responsabilidad suficientes para encargarse de tal empresa y administrarla con la eficacia, economía y buen rendimiento característicos de los negocios privados. Rusia estaba consintiendo la destrucción de los rebaños de focas al mismo ritmo que América consentía la de sus búfalos. El búfalo había de desaparecer para dejar paso a la civilización, pero las focas no estaban en el mismo caso. Cabía conservarlas y cuidarlas con la misma diligencia y atención con que un granjero cuida sus vacas.

Sin dar tiempo a su interlocutor a que le interrumpiese, Clark siguió explicando las ventajas de su proyecto, que eran muchas.

La matanza indiscriminada de machos y hembras era criminal. Debiera virtualmente reducirse a Jos machos jóvenes, lo que permitiría la conservación de los rebaños. Ninguna hembra debía ser sacrificada. El procedimiento de matar las focas en la costa era costoso e imprevisor, ya que contribuía a depreciar la estima de las pieles buenas tanto como la de las mediocres. Sólo a principios de primavera debían organizarse cacerías. Las ventajas de esas y otras reformas fueron descritas por Clark concisamente, pero con la autoridad de quien sabe por experiencia lo que está diciendo.

—Dénseles escuelas, iglesias, casas habitables, buena nutrición y jornales decorosos. En ese caso no necesitarán ustedes mantener una armada, ni siquiera una guardia costera.

—Algo de verdad —confesó el gobernador— hay en lo de la conveniencia de limitar la matanza de focas. A pesar de nuestras ordenanzas cada año recogemos menos pieles y de calidad insegura.

—Situación, señor, que tenderá a empeorar. El proceder con miras a los intereses propios constituirá la mejor cura del mal.

Vorachilov movió la cabeza, dubitativo.

—Su plan es muy fantástico.

—Pues no creo —insistió Clark— que deba rechazarse a la ligera. Ahora ustedes no ganan nada. Fijen un precio a la concesión o concesiones parciales del monopolio, limiten la matanza y procuren mantener la buena calidad de las pieles. El mundo adquirirá pieles de foca de gran lujo, cuesten lo que cuesten, y la empresa privada ha de ganar con ello una cantidad satisfactoria, y el gobierno conseguirá sin duda lo suficiente para pagar los gastos de este país en su mayor parte.

—Temo que Su Majestad considere una impertinencia el pensar en quedarse solamente con parte de lo que le corresponde por entero. ¿Algo más sobre su plan?

El tono del general daba a entender claramente que las ideas de Clark no habían producido gran impresión.

—Cifras, pormenores… —repuso Clark—. Podría seguir hablando indefinidamente, pero ese es un bosquejo del proyecto. Poca cosa puedo ofrecer para salvar a mis hombres, pero por desgracia, es todo lo que tengo. Una vez más pido piedad, Excelencia, para mi tripulación. Para mí, nada pido.

Levantose y esperó.

—Procuraré darle mejor alojamiento —prometió e1 general:

Al regresar del castillo Clark tenía la certeza de haber producido una impresión muy pobre. Vorachilov carecía de visión e imaginación. No era extraño que semejante cabezota viviera en un barracón de troncos. ¡Bah! ¡Al infierno con él y con sus rebaños de focas!

Notando que le conducían a otras barracas distintas, Clark protestó vivamente y dijo a sus escoltas que prefería quedarse con sus hombres. Sólo le respondieron con un encogimiento de hombros y con un torrente de inteligibles palabras rusas.

El nuevo lugar de confinamiento de Clark no difería mucho del otro, salvo en que estaba limpio y algo mejor amueblado. Evidentemente se había previsto la ocupación de aquel aposento, porque había en él ropas limpias y un barbero lo esperaba para afeitarle y cortarle el cabello.

Clark se preguntó si aquello no implicaría un significado siniestro. Si la costumbre del país consistía en ejecutar en público a los merodeadores de pieles, convenía presentarlos lo mejor posible.

Poco después un mozo mestizo, envuelto en un impermeable, le llevó una comida espléndida. Clark pensó que también ésa era una costumbre que se aplicaba a los que estaban en capilla.

¿Comió con apetito, se acostó pronto y durmió hasta que por la mañana el guardián abrió la puerta para dar paso al muchacho, esta vez con el desayuno.

Aquel día y el siguiente transcurrieron sin novedad. Ni los guardianes ni el joven camarero hablaban una palabra de inglés, lo que impedía a Clark intentar comunicarse con Cottonmouth. Su irritación crecía de hora en hora, y aquel aislamiento le resultaba tanto más enojoso cuanto que le hacía pensar en Marina con más frecuencia que nunca.

Se preguntó si tendría noticias de ella. Probablemente no. Ella había tenido un capricho en San Francisco y aquel capítulo de sus aventuras se había cerrado. No obstante, ella debía encontrar la situación algo embarazosa. Sin duda a su manera, la manera leve propia de una persona de elevada educación, se sentía disgustada. Incluso cabía que ella hubiera influido en la mitigación de las molestias de la situación de Clark.

Marina podía hablar a su tío diciéndole: «Recuerda que ese hombre me llevó a comer y al teatro. Se comportó muy correctamente. Es casi un caballero. No me agradaría que lo ahorcases… Podrías condenarlo a otra cosa. ¿Prisión perpetua? ¿Siberia? ¡Ah, magnífico! Siempre ha de tenerse un poco de compasión, ¿verdad?»

La mente del joven se encontraba sumida en deprimentes pensamientos de semejante clase cuando el muchacho mestizo le trajo la cena. Cerrose la puerta, se corrió el cerrojo y Clark oyó pronunciar su nombre.

—Jonathan…

Clark se levantó de un salto. En el rostro del muchacho brillaban los ojos de Marina.

Cayó hacia atrás la capucha del impermeable, dejando al descubierto una mata de suave cabello negro, de tan finos pelillos que formaban en torno a la cabeza de la mujer como una aureola de humo.

Clark sintió el impulso de gritar, de asir a la joven en sus brazos y cubrirla de besos. Pero se reprimió.

—¿No es esto una imprudencia? —murmuró con voz ronca.

—¡Oh, Jonathan! —respondió ella con un tono que respondía de sobra a las íntimas preguntas que tanto le habían torturado a Clark últimamente.

La mente de Clark quedó libre de dudas y aprensiones. Una abrumadora emoción lo poseyó, cortándole la palabra. Un momento después los brazos de la joven enlazaban su cuello. Los labios de los dos se unieron en un apretado beso.

Pasó algún tiempo antes de que ninguno de ellos recobrase la compostura suficiente para hablar con coherencia o seguir un pensamiento concertado. Finalmente Clark se enteró de que Marina había arreglado aquella entrevista merced a los buenos oficios de Piotr Suchaldin, que tenía amigos entre la tropa. Uno de ellos estaba de guardia y Piotr ocupó su puesto. Pero la muchacha no podría permitirse el lujo de_permanecer allí largo rato. Acaso otro día pudiera llegar a una hora más tardía, lo que disminuiría el peligro.de que los descubriesen. Por desgracia, los días eran tan interminables ahora, que casi nunca sobrevenía la oscuridad completa. Aquella noche la había favorecido la niebla, pero Marina no osaría repetir muy a menudo la aventura. Había demasiadas personas por los alrededores.

—¿Tienes idea del tiempo que voy a permanecer aquí? —preguntó Clark.

—No lo sé…

Marina se oprimió estrechamente contra el marino. Su voz se quebró.

—El tío Iván no quiere decirme nada —manifestó—. Siempre que le menciono el asunto, se encoleriza. ¡Ay, Jonathan! Hace meses que venía temiendo esto.

—Pero no te disgustes —la consoló—; peor podían estar las cosas. Hace una hora todo me tenía sin cuidado, pero ahora la vida me parece apetecible.

—Ya te explicaré por qué partí de San Francisco como lo hice…

—¿Qué importa eso ahora?

—Espera. No quiero que pienses mal de mí, sino que te hagas cargo de las cosas.

Y Marina explicó la impresión que había sufrido al llegar al hotel por la noche y encontrar a Nickolaivitch y sus oficiales esperándola. Se habían hecho preparativos para partir inmediatamente, pero la joven quiso negarse, provocando la general consternación. Ella y su prima Ana tuvieron una disputa. Los demás intervinieron. Era terrible. Tantos contra una…

Y luego la revelación de la identidad de Clark.

Marina había caído en una crisis nerviosa que Ana alivió haciéndole beber una poción sedativa que ella usaba. Pero esa vez no debía ser tan ligera, porque Marina recordaba muy poca cosa después. Sólo el traqueteo de un carruaje, las luces, los muelles, el buque… Y tras esto había pasado varios días seguidos muy enferma.

Clark le explicó a su vez su congoja de aquella noche y la decisión que había tomado.

—No me importaba —añadió— lo que los demás pensasen, pero creí que el que yo continuase mi guerra privada contra el Zar no alteraría nada tus sentimientos.

Respondiendo a la presión de sus brazos, Clark besó apasionadamente a Marina.

-—Cuando supe que te habías ido —prosiguió— no supe qué pensar. Durante largo rato me fue imposible coordinar claramente mis pensamientos. Me entregué a una vida muy desordenada. Al fin zarpé. Y por eso estoy aquí. No me preocupaba mucho de lo que pudiera acontecerme cuando me hice a la mar con rumbo al Norte.

—Oí lo que dijiste al tío Iván. Me había escondido detrás de la puerta.

—No sabrá que nos queremos.

—¿Mi tío? Lo sabe todo.

—¡Dios mío! —exclamó Clark.

La muchacha escondió su rostro en el hombro del marino. Intensos temblores recorrían su cuerpo.

—No hablemos de mi tío ni de nada, no siendo de nosotros —imploró Marina—. Me basta oír tu voz y sentir tus brazos en torno a mi cuerpo. Pensé volver a San Francisco, pero tampoco habría podido hacerlo a tiempo de encontrarte.

—¿Pensaste eso realmente?

—Sí.

El éxtasis de aquel momento era tan completo que ninguno osaba interrumpirlo, ni revelar sus zozobras.

Cada uno de ellos comprendía claramente los sentimientos del otro, pero le faltaba valor para expresar los propios. Tiempo tendrían después, cuando hubiesen reprimido mejor sus emociones.

Dijérase que acababan de empezar a hablar cuando giró la llave en la puerta y sonó la voz amonestadora de Piotr Suchaldin, anunciando a Marina que había llegado la hora de marchar.

—Vendré en cuanto pueda —prometió ella— y entonces pensaremos lo que conviene hacer.

La separación fue tan dolorosa como aquel día de San Francisco. Constituyó una suerte para ambos el que la segunda advertencia de Piotr fuera imperativa. Cuando la muchacha separó finalmente sus labios de los de su amado y la puerta se cerró tras ella, Clark trató de organizar sus pensamientos.

Ahora comprendía por qué el general le había hecho llamar. No se trataba sólo de obtener informes, sino de satisfacer su curiosidad y comprobar qué clase de individuo había conquistado el afecto de su sobrina. La había consentido que escuchase la conversación, cierto, pero eso, ¿qué significaba? Nada. Tanto como el fingido interés de Vorachilov por la explotación peletera de las islas Pribilov.

Mas ¿y si el gobernador sintiese auténtico interés? En todo caso, ¿cómo lograría Clark librarse de la trampa en que había caído? ¿Y cuándo? Ya no estaba enamorado de una muchacha rusa vulgar, sino de. una personalidad importante. ¿Matrimonio? La idea parecía absurda, rayana en lo fantástico.

Absorto en sus pensamientos, Clark paseaba maquinalmente por la habitación.

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