22

A la tarde siguiente, vestido con el más severo de sus trajes, Clark descendió las escaleras para dirigirse a la residencia de Marina. Pero al cruzar el vestíbulo de] hotel sus planes cambiaron repentinamente.

Unos titulares de prensa atrajeron su atención. Compró el periódico y leyó la sorprendente noticia de que Fort Sumter había sido bombardeado, rindiéndose a los dos días a las fuerzas de la Confederación.

Todo no quedaba allí. El presidente Lincoln solicitaba 75.000 voluntarios. Casi simultáneamente el presidente Davis extendía patentes de corso autorizando a los buques mercantes a apoderarse de los barcos de la Unión.

Esto era algo interesante, y más para un hombre próximo a hacerse a la mar.

Seguían nuevas noticias, y peores. El 19 de abril, Lincoln había decretado el bloqueo y aquel mismo día había corrido la sangre en las calles de Baltimore. Tropas federales que marchaban hacia Washington habían sido tiroteadas.

Sin reparar en lo que le rodeaba, Clark leyó por segunda vez, con consternación creciente, las informaciones de Prensa, devorando literalmente todas las palabras.

¡Guerra civil! ¡La unidad del país amenazada! Los americanos peleaban y morían y él entre tanto permanecía en Londres, danzando y bebiendo con principiantes del arte.

Los trágicos sucesos acontecidos entre el 12 y el 19 de abril se agolpaban en un solo relato, y las noticias resultaban ya trasnochadas. ¿Qué habría sucedido después?

Si la línea telegráfica a través de Alaska hubiera sido una realidad en vez de un sueño, pensó Clark, él, enterado a tiempo de lo que ocurría, se hallaría a la sazón en Nueva York, presto a tomar parte en aquellos históricos acontecimientos.

Con la rapidez de un rayo acudió a su mente la idea de que necesitaba actuar sin demora y ello alivió su inquietud. Aquello marcaba el fin de sus indecisiones. No era extraño que su vida resultase huera y decepcionante. La había malgastado y agostado dedicándola a la lucha por el dinero y centrándola en tal o cual mujer. Gracias a Dios él no tenía vínculos ni obligaciones. No le retenía rémora alguna, ni nadie le echaría los brazos al cuello en una dolorosa separación.

¡Voluntarios! ¡Dios mío! El aportaría todo un regimiento de curtidos hombres del Oeste, adiestrados, uniformados y equipados a sus expensas. ¡Los californianos de Clark! Y proporcionaría también a la causa una flota.

Al día siguiente se hacía un vapor a la mar y Clark se apresuró a reservar pasaje en él. Aunque el buque iba atestado, la magia del apellido de aquel hombre y su furiosa determinación consiguieron lo imposible.

Faltaban por hacer muchas cosas, y quedaban pocas horas por delante. Había que despedirse de docenas de personas, empezando por lady Cecilia. La prueba era temible y por tanto convenía afrentarla inmediatamente.

En casa de la muchacha le dijeron que había ido a tomar el té en casa de Dolly Bogardus. Corrió, pues, hacia la casa y transmitió las noticias a las dos mujeres.

Le afligió notar el efecto que sus palabras producían en la joven. Por un momento Cecilia no acertó a articular palabra. Fijó sus ojos en el rostro de Clark, mientras la sangre abandonaba sus mejillas.

—Volveré pronto —aseguró Clark—. Los estados del sur no pueden resistir mucho. Un año a lo sumo

Tomó entre las suyas la mano de Cecilia y ella dijo en voz baja y quebradiza:

—Llévate esto, Jonathan, como un recuerdo de la alegre Inglaterra.

Y, alzando el rostro, lo besó por primera vez.

Clark dio sinceras gracias al cielo por no hallarse solo en aquel instante.

—Has recibido la noticia con bastante calma —manifestó la señora Bogardus a su sobrina cuando Clark partió—. Los Yarborough tienen sus debilidades, pero por su sangre circula hierro. Son insufribles a la victoria e indomables en la derrota, como dijo no sé quién.

—No me consideres derrotada —dijo la muchacha—. Me voy con él.

—No puedes hacer semejante cosa, querida.

—Puedo y lo haré, a menos de que ese hombre tenga hielo en las venas. Como esposa o como amante, casada o sin casar, me iré con él.

Aquel atardecer, una vez preparados sus equipajes, Cecilia penetró en el hotel de Clark y subió, como de costumbre, a sus habitaciones. Él la había dicho que no iría a preparar sus bagajes hasta que los últimos pormenores de sus negocios quedasen resueltos, lo que no podría ser antes de medianoche.

Cecilia comenzó a buscar los efectos de Jonathan y a llenar las maletas. Sabía que los hombres odian el hacer equipajes y nunca, de todos modos, los hacen bien. Eliminada esa tarea, Jonathan y ella podrían hablar con calma. Y entonces ella se sentía segura de convencerle de que, a pesar de los lebreles de los Yarborough, una gran paz había descendido sobre ella desde que lo conociera.

Descubrió sobre el tocador el pañolito convertido en muñeca y lo besó apasionadamente, preguntándose si los labios de Clark lo habrían tocado. Plegó los trajes de su amigo con mimoso esmero y apoyó en ellos su mejilla, como si así pudiera percibir las pulsaciones del corazón que solía latir debajo.

Clark regresó más tarde de lo que Cecilia esperaba. Además no llegó solo. Le oyó hablar con otra persona y, deslizándose cautelosamente fuera de la sala de recepción, se escondió en uno de los aposentos contiguos.

Clark, mientras regresaba al hotel, se felicitaba del inesperado sesgo que los acontecimientos habían tomado. Su corazón se había sosegado y su ánimo se sentía fortalecido. Se había desencadenado una borrasca y necesitaba afrontarla. Su curso le conduciría a nuevas y emocionantes aventuras. No cabía volverse atrás. Y cuando hubiera extinguido el último cabo de la bujía de su romance hasta que la llama se extinguiese y la mecha quedara helada, podría, con los ojos despejados, enfrentarse con el porvenir. Los hombres no deben mirar a su alrededor antes de iniciar una empresa, sino hacia adelante.

Junto a la puerta de sus habitaciones, una mujer lo esperaba. Se levantó al verlo aparecer. Clark, con un sobresalto, reconoció a la señora Selanova. Estaba demacrada y nerviosa. Como obviamente su visita debía tener un objetivo concreto, Clark la invitó a pasar.

Ella lo precedió en silencio. Volvióse al fin y Jonathan leyó en sus ojos la misma expresión de fiera hostilidad que siempre manifestaran hacia él.

Sin intentar ocultar sus sentimientos, la mujer empezó:

—¡Otra vez viene usted a turbar nuestras vidas! ¡Otra vez a traernos miseria y desesperación! Mil veces le he deseado la muerte, créalo.

La ponzoñosa rabia de aquella exclamación sorprendió a las dos personas que la escuchaban, Clark dijo con serenidad:

—No entiendo por qué me desea usted tal cosa, tanto más cuanto que nunca la he hecho un favor ni una ofensa.

—Es ofensa herir a una persona a quien adoro.

La mujer seguía mirando fijamente a Clark, y al fin, como desconcertada por la expresión de su semblante, exclamó:

—El conocerlo a usted durante un día o una semana ¿vale una eternidad de sufrimientos? Hombres como usted son una maldición.

Clark respondió con cierta aspereza:

—Si todo lo que quiere usted es maldecirme, podía haberse ahorrado el tiempo de venir a verme. Su prima hizo muy bien cuando se apartó de la ruta de mi vida cogida del brazo de su príncipe. Pero supe soportar el desengaño y hasta me convino. Cuando la conocí yo era un pobre diablo, y ahora…,

—Ahora es rico y poderoso. ¿No se propone comprar la Rusia Americana?

—Ciertamente. ¿Le parece curioso? Antaño no tenía nada, salvo un corazón rebosante de amor. Y ahora —y con un ademán señaló lo que les rodeaba— tengo todo lo que deseo. Hubiese dado mi vida por la princesa, pero con sólo eso no tenía bastante.

—¡Grandísimo idiota! ¿Piensa que fue Iván Vorachilov quien le hizo tan poderoso? ¿O Petrovsky? ¿O se atribuye el mérito a sí mismo? La princesa se burlaría si le oyera. ¡Un corazón rebosante de amor! ¿Qué sabe usted lo que son el amor ni los sacrificios? ¡Dar la vida no es nada, puesto que en un momento se pierde. Pero Marina le ha dado, a usted el cuerpo y el alma! ¡Y los ha dado, no a un hombre, sino a una bestia!

—Marina sabía muy bien lo que hacía. Debía constarle que los príncipes compran a sus mujeres, y usualmente las pagan con moneda falsa. Ésa siempre ha sido la tónica de su vida.

—Desde luego que lo sabía. Y ése fue el precio que pagó por su vida. ¡Por la vida de Jonathan el Gigante! Marina obligó a hacer a aquellos dos hombres todo lo que ella deseaba y…

—Espere.

Clark apoyó las manos con fuerza sobre los hombros de la mujer. Sentía un tremendo impulso de zarandearla.

—Hable. Sugiere usted algo increíble, terrible…

¿Comienza a despertar a la realidad, eh? Para eso he venido aquí: para quitarle de los ojos la venda de orgullo y error que se los cubre.

—Quiero saber la verdad —repuso Clark.

Cerró los párpados y se dijo:

—¡Dios mío! ¿Será verdad?

—Puede averiguar todo esto por Marina si ella consiente en decirlo. Presumo que lo hará, porque en estos momentos no tiene más voluntad que cuando, para atraerle, se vistió y se pintó como una ramera. Incluso ha venido a visitarlo aquí.

—¿Aquí?

—Y fue recibido por otra mujer. Por la última de la lista. Eso debió convencerla de que sólo se complace usted en la sociedad de las malas pécoras. Mas ella sigue creyendo en su decencia y su honor. ¡Me pone frenética oírla! Y voy a decirle algo más que usted no creerá: Marina es pobre. Una mendiga. No tenemos nada. Petrovsky se gastó todo el dinero en mujeres como las que usted trata. Ella le dio su gran fortuna como le dio su gran talento y su exquisita belleza, a cambio de que usted saliera de la cárcel y pudiera abrirse camino en el mundo.

Clark no pudo oír más, porque salió de la habitación a la carrera.

Poco después lo siguió la señora Selanova. Cecilia emergió de su escondite. Tenía una expresión aterrorizada en sus ojos muy abiertos. Y se fue, sollozando apagadamente, como una niña perdida en la oscuridad de la noche.

Clark corrió a lo largo de las desiertas calles como

un hombre perseguido. Al llegar a la mansión granítica de la plaza, empuñó primero el llamador de bronce, empujó luego la puerta y al fin golpeó los batientes con el puño.

Cuando se abrieron al fin, Clark empujó a un lado al asombrado lacayo que le abrió, y entró gritando con voz que resonó en toda la casa:

—¡Yo soy Jonathan Clark, de Boston! La señora me espera.

Penetró en una sala de recibo de alto techo, iluminada por candelabros de cristal. Arrancaba de allí una ancha escalinata curva y a mitad de ella una esbelta figura vestida de negro permanecía inmóvil. Era Marina. Resultaba más alta y más frágil de lo que él esperara y más encantadora que cuanto cualquier mujer pudiera ser. Con una mano se oprimía el pecho y con la otra se aferraba fuertemente a la baranda. Dijérase que las fuerzas la habían abandonado al llegar a aquel escalón.

Tras un momento de suspensión, Marina tendió los brazos a Clark y le dijo:

—Sí, Jonathan. Siempre te he esperado.

El corrió hacia Marina. Parecióle no levantar peso alguno cuando la tomó en sus brazos.

Los dos estaban sentados juntos. Marina hablaba. Clark apoyaba la cabeza entre las manos. Cuando la princesa hubo terminado, él dijo roncamente:

—-¡Soy un necio! ¡Un ciego, obstinado y disparatado necio! ¿Me perdonas?

—¿Qué te voy a perdonar? También yo obré neciamente por dudar de ti. Es equivocado obrar con la cabeza cuando el corazón dice que no.

—Me ha parecido en estos días balancearme sobre un abismo. Sentía verdaderos vértigos.

Un leve estremecimiento recorrió el cuerpo de Clark. Tras un momento continuó:

—Nunca podré compensar tu sacrificio ni conseguir tu perdón; pero desde mañana lo ensayaré.

—Sí. Nuestro mañana vendrá pronto. Y lo olvidaré todo. Y puedo soportar la espera porque entre tanto me cantará el corazón dentro del pecho.

Clark levantó la cabeza.

—Nuestro mañana empieza hoy. ¡Ahora! ¿Crees que voy a dejarte ni que pienso volver solo a mi país?

Notando la expresión de asombro de Marina, se levantó

—Ya, ya comprendo. Tu esposo ha muerto hace pocos meses ¿Qué dirían las gentes si te casaras conmigo? ¡Al infierno con eso! Tu luto no empezó al morir el príncipe: terminó entonces. Y si esta noche él viviese y estuviera aquí, no dejaría yo tampoco de llevarte conmigo. Ya has sufrido bastante. No mereces sufrir más.

Hablaba con el rostro encendido, moviéndose sin cesar nerviosamente.

—Me voy a la guerra, sí, pero necesito llevarme conmigo una mujer que me atienda.

—He esperado tanto, Jonathan, que bien puedo seguir esperando.

—¡No! —insistió él casi a voces—. Hay tiempo para casarnos. Si logro encontrar un sacerdote que bendiga la ceremonia, nos casaremos, pero, soltera o casada, tú embarcarás conmigo.

Se oyó ruido fuera. Clark, volviéndose, divisó a la señora Selanova parada en el ancho umbral. La mujer dirigiose a Marina en tono que él nunca la había oído usar.

—No te preocupes, querida. Hay tiempo, en efecto, y tu equipaje quedará hecho muy pronto.

Clark se dirigió velozmente a la anciana, le tomó las manos y se las besó.

—Le debo el pasado a Marina y el futuro se lo deberé a usted. Marina es preciosa para mí. Habré de dejarla sola por algún tiempo. Usted y los demás que la aman, ¿querrán acompañarla a América?

—¿A la bella América? —dijo la señora Selanova, radiante—. No tenemos otra intención.

Empezaban a apuntar las primeras luces del alba, y en la casa sentíanse ya rumores. Marina levantó la cabeza que apoyaba en el hombro de Clark, y dijo:

—¿De modo que te propones poseer Alaska? ¡Qué grande te has tornado, Jonathan¡

Clark miró a Marina a los ojos, sonrió y movió negativamente la cabeza.

—¿Para qué voy a proponerme poseer un continente —dijo—, si teniéndote a ti tengo todo el mundo en mis manos?

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