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A raíz del descubrimiento de los criaderos de focas, únicas tierras que aquellos animales tocaban en su vida, se hicieron muchos esfuerzos para guardar secretos los lugares donde radicaban, porque en aquellos días los contrabandistas rusos cometían tantas depredaciones como los de cualquier otra nacionalidad.
Pero el secreto no pudo mantenerse por más tiempo que el de los yacimientos de oro de California. Las rivalidades y la codicia de los primeros mercaderes hubieron de ser refrenados y fiscalizados mediante la creación de la Compañía Ruso-Americana que, respaldada por el Emperador, venía a ser una entidad del mismo tipo que la Compañía Inglesa de la Bahía del Hudson.
Los elegantes sombreros de copa de las gentes distinguidas de Inglaterra y el elevado precio de las pieles de castor condujeron a las exploraciones y engrandecimiento del Canadá. Análogamente, el orgullo de los nobles rusos y la vanidad de sus mujeres motivaron el que los moscovitas se enseñorearan de las vastas extensiones de Alaska. Mas aquellos dominios se administraban sin inteligencia, empezando porque las nutrias marinas fueron prácticamente exterminadas. Después los indígenas, en cuya habilidad para trabajar las pieles se fundaba la industria peletera, fueron reducidos a un mísero estado de pobreza y servidumbre. En aquellos días rara vez se trataba con tacto y previsión a los pueblos primitivos. Los cosacos y la soldadesca siberiana que actuaba entre Wrangel y Attú eran gentes rudas, pero las fuerzas armadas de otras naciones coloniales no les iban a la zaga.
Una vez que el fabuloso valor de las islas de las focas quedó demostrado, se montaron factorías en San Pedro y San Jorge, y los habitantes de la comarca se hallaron reducidos prácticamente a una servidumbre involuntaria.
Aquellas regiones eran poco gratas para vivir en ellas. El clima de las Aleutianas es terrible, y el de las Pribilov peor. Los mal equipados, mal pagados y mal nutridos desterrados habían de esconderse bajo tierra para evadirse al rigor de las tormentas que en invierno azotan, con huracanada violencia, tales parajes. En las frías islas no había árboles, y por lo tanto sólo el calor de las lámparas de aceite de foca y el calor animal evitaban la muerte por congelación.
Durante el breve verano las pobres gentes vivían bajo una continua y goteante capa de niebla y lluvia, con el resultado de que si el sol brillaba, por ejemplo, un día de cada diez, ello no servía sino para agravar los sufrimientos de todos. Lo más común era que se les hinchasen las gargantas. Cundían las enfermedades y el promedio de la vida humana era corto. Nadie sentía afecto al Zar ni a sus representantes.
Jonathan Clark había explotado esta situación, reforzando la tripulación de su buque con amigos o parientes lejanos de Jos insulares.
Cuando él y su heterogénea cohorte se acercaban a la playa de San Pavel una mañana de últimos de junio, cualquiera que les acompañase diría que se encaminaban a una tremenda e invisible catarata. Un Niágara de gruñidos los envolvía, porque los rebaños de focas sumaban unos cinco millones de animales, y todos, en la época de celo, suelen bramar y chillar.
Cada criadero propiamente dicho tiene una determinada extensión y se halla separado de los otros por zonas de playa abierta destinadas a las focas jóvenes y sin hembras. Así ninguna región de la costa se halla menos poblada que la otra. Son las focas jóvenes las principales víctimas a las que arrancan los cazadores sus pieles.
Imposible sería describir el tumulto que aquellas bestias promovían. Los vigilantes machos rugían y silbaban sin cesar; una multitud aun más vasta de hembras gemía llamando a sus cachorros; y éstos lanzaban plañideros gritos. Y era lo más notable que tal clamor no cesaba ni de día ni de noche.
Los polígamos machos eran muy combativos, pero la incomparable congestión y la estrecha compañía hacían a las hembras y las focas jóvenes en general ser tan mansas y confiadas como perrillos falderos.
Manadas de foquitas acompañaban, pues, a los botes de desembarco, pirueteando alegremente, casi al alcance de los marineros. Sacaban la cabeza del agua, elevaban el cuerpo y parecían soltar risillas destinadas a los visitantes. Después se sumergían y ejecutaban caprichosas cabriolas y saltos, sin interrumpir sus risas guturales, como si se hallasen enormemente divertidas.
Una costa baja y rocosa emergió al fin entre la bruma. Era palmario que la goleta había tenido la suerte de encaminarse directamente a una región poblada de criaderos.
—Al oeste se halla la caza —informó Clark a sus tripulantes— Uno de los aldeanos nos la ha enseñado. Aunque el cazadero parezca pequeño en la orilla, siguiéndolo se llega a una enorme extensión cubierta de focas. Procuraremos no molestar a los machos y buscaremos los demás animales. Y el indígena que dije ha ido a advertir a los suyos de nuestra llegada.
—¿Podremos confiar en ellos, Jonathan? —preguntó un marinero.
—No tardaremos en saberlo. Al menos esta gente tiene más motivo para apreciarnos que para apreciar a los rusos. Por lo visto, y según el indígena, el principal cazadero se encuentra una milla más allá, cerca de la bahía de los Ingleses.
—Demasiada proximidad es ésa —apresurose alguien a decir—. Pero si la bruma se levanta podremos regresar a bordo y hacernos a la mar antes de que los rusos leven el ancla.
—Suerte tenemos —apuntó otro marino— en que el barco ruso que ahí está anclado sea un velero. Mucho corre el «Hermana Peregrina», pero no puede rivalizar con un vapor. —Y agregó, soltando una risa nerviosa—: Debiera promulgarse una ley prohibiendo a los extranjeros el uso de vapores.
El criadero que las embarcaciones costeaban estaba tan hacinado, que apenas quedaba paso entre los diferentes grupos familiares. Cada macho custodiaba celosamente el harén de hembras que lo rodeaba. Su dominio no solía pasar de diez pies en cuadro, pero hallábase protegido por la furia y fuerza de su posesor. Tanto era el celo y el temor de cada uno, que rara vez gozaba ninguno de una hora de paz.
Aquellos provectos monstruos tenían la costumbre de pelear unos con otros desde hacía muchos años. Durante las semanas anteriores a la llegada de las hembras, habían reñido fuertes combates para asegurarse un espacio propio. Y a la sazón mantenían una vigilancia sobre sus dóciles, pero casquivanas hembras. Sus cuellos, que aun ostentaban viejas cicatrices, sangraban a la sazón por las heridas recién abiertas.
Y de continuo seguían todos desgarrándose ferozmente hasta que la estación de la cría terminaba.
Una vez que cada macho de foca se instalaba en un lugar de la costa, ya no abandonaba su campamento. Ni comían ni bebían hasta que, conclusa la terrible prueba de tres meses, sumergían de nuevo sus debilitados cuerpos en el refrescante mar.
Aquellos patriarcas nunca permitían a los machos menores de seis años acercarse a sus dominios, con los cual los jóvenes habían de asentarse fuera del territorio prohibido. En desconsolados grupos, centenares y millares de individuos contemplaban a distancia la vida familiar que codiciaban tan anhelosamente. Repitamos que muy al revés de sus feroces mayores, esas focas eran mansas e inofensivas y se las podía guiar como a corderos.
Las barcas llegaron a una playa, llena de piedrecillas, que separaba los dos principales cazaderos. Los hombres desembarcaron. El angosto espacio que quedaba libre los condujo a una reducida meseta arenosa por la que corrían y jugueteaban millares de focas. Por aquel camino, no mucho más ancho que la calle de una ciudad, circulaban sin cesar, ondulantes, lentas y flexibles formas anfibias.
Apartábanse del paso de los expedicionarios sólo para reagruparse tras ellos y seguirlos. En cambio los conjuntos familiares mostraban muy moderado interés por los visitantes. Desde luego, los machos cercanos tosían y mugían, amenazadores, pero las pequeñas focas hembras no se movían apenas.
Los hombres de Clark llevaban garrotes, cuchillos de desollar y piedras de afilar. A todos les esperaba una ingrata tarea que había de poner a prueba su aguante hasta el máximo límite. Además habían de actuar con la mayor velocidad, si querían salir bien. Tenían a su favor el que los días, larguísimos en aquella estación, dejaban, incluso a medianoche, claridad suficiente para proseguir la matanza.
Ya los aleutianos que Clark dejara en la costa habían reunido un rebaño de varios miles de animales escogidos y procuraban mantenerlos juntos. Luego apartaron obra de un centenar y comenzó la matanza.
Tarea era ésta que no complacía a ninguno de los hombres blancos de Clark. En realidad, la odiaban. No resultaba empero más ominosa que la matanza de bueyes. Pero Jonathan Clark era el primero en considerar vil y degradante el entregarse al exterminio en masa de las inofensivas y asombradas criaturas que eran las focas. Pero en más de un sentido bien podía Clark lavarse las manos. Aquellos animales le interesaban profundamente y le hubiese complacido sobremanera permanecer con calma a su lado para estudiar sus costumbres. Mas el momento no era propicio para ceder a sentimentalismos ni debilidades. Mientras las mujeres se vanagloriaran de poseer costosas pieles y los jactanciosos hombres respaldaran su orgullo, las buenas y retozonas foquitas de dulces ojos habían de morir.
El trabajo comenzó a un ritmo acelerado. Alzábanse los palos y descendían, y los aleutianos acuchillaban y desollaban a los animales con la destreza dimanada de una práctica de toda la vida. Los marineros se dirigían a las embarcaciones agobiados bajo pesadas cargas de pieles.
El clamoreo que sonaba al Este y al Oeste continuó hora tras hora. En los intervalos en que se alzaba la niebla o la aclaraba el viento, ofrecíase a los ojos de los expedicionarios el pasmoso espectáculo de una ribera cubierta apretadamente de focas hasta perderse de vista. La enormidad de aquellas manadas, más adivinadas que percibidas, reducía a insignificantes proporciones, relativamente hablando, el estrago que causaban los hombres de Clark.
El Hermana Peregrina se hallaba junto a la costa. Sus botes, tremendamente cargados, se acercaban de continuo a la borda y retornaban vacíos.
Aquel día con su noche, y el otro con la suya, prosiguió la tarea. Sólo cuando los hombres de Clark no podían sostenerse literalmente sobre los pies, se hizo el buque a la vela, dejando como recuerdo de su estancia una extensa zona cubierta de sangre y de miles de pequeños cadáveres despellejados sobre los que descargaba lentamente sus aguas el cielo gris…
* * *
El general Vorachilov estaba indignado. Aunque hombre ordinariamente benévolo y comedido, ahora se había entregado a una furia que pasmaba a Marina.
—¿Y para esto —gritaba— he pasado los mejores años de mi vida en un destierro? Soy un militar. Mi puesto estaba en Crimea. Allí podría haberme distinguido, y ¿quién sabe si mi presencia no hubiera influido en la evitación de ese humillante desastre? ¡Pero no! Tenían que destinarme a administrar una compañía y a sacar provecho del comercio de pieles de comadreja.
—Exageras en tu disfavor tu situación —reprochole la condesa—-. Este país es enorme y ha de mantenerse sometido por la fuerza. Tú eres aquí el brazo derecho de Su Majestad.
—¡Y ahora se envía al izquierdo para ver lo que hace el derecho! —replicó con sorna el general.
Ocurría esta plática al día siguiente de la llegada del príncipe Petrovsky, y era el primer momento en que Marina había podido hablar a solas con su pariente. Después de una noche de insomnio durante la que la mente de la joven se había entregado a conturbadoras meditaciones, procuró buscar al general y preguntarle qué motivos justificaban la llegada del príncipe. Resultó ser que su misión consistía en repasar las cuentas de la administración de la Compañía e informar sobre ellas.
La explicación, suficiente para el gobernador, no satisfacía del todo a la joven. No acababa de convencerse de que un hombre de hábitos tan maliciosos e indolentes como el príncipe hubiera emprendido tan fatigoso viaje por una mera cuestión de rutina. No era propio de él invertir el tiempo en asuntos triviales.
—Puesto que el brazo derecho —observó Marina— ha trabajado bien, nada podrá decir contra él el izquierdo.
—No tengo la misma certeza. Mañana los peritos que acompañan al príncipe comenzarán a revisar nuestros libros de contabilidad. En los montones de cifras que repasen, ¿acaso podrán leer los pensamientos, las perplejidades, preocupaciones y cuidados que implica la administración de un país grande como un continente? Eso requiere explicaciones e interpretaciones. Cualquier inspector de cuentas, con malicia en su corazón, sería capaz de embarullar los libros de San Miguel y probar que el arcángel era un ladrón. ¿Acaso no quisieron desacreditar al propio Baranov? Sus cuentas eran justas y sus balances perfectos, pero con todo cayó en desgracia.
—¿Crees que Semyon viene predispuesto contra ti?
El general titubeó antes de responder:
—¿Cómo puedo creer semejante cosa? En los hombres de su rango se espera encontrar honor siempre, al menos en materia de negocios, si no en cuestiones del corazón. Acerca de lo último sé lo que piensas y no soy yo menos sensitivo al respecto que puedas serlo tú. En fin, tan sensitivo soy en todas las cosas, que me ofende la simple idea de una investigación.
—¿Te ha hablado el príncipe algo acerca de mí?
-—No. ¿Qué había de hablarme? Tú eres una mujer libre. El orgullo de Petrovsky le impediría confesar sus sentimientos, ni aun si persistieran. ¿Has modificado tu opinión sobre ese hombre?
—Ni en lo más mínimo. Lo tengo por un sujeto sucio, vil y mezquino. Si intentase rozarme un solo dedo, me apresuraría a romper en gritos.
—¡Vamos, vamos! —dijo el general, frunciendo el entrecejo—. No quiero tonterías femeninas. Has de mostrarte hospitalaria y cortés, aunque sólo sea para Complacerme. Confío en que sepas dominarte.
Las seguridades de su tío distaron mucho de tranquilizar a Marina. Así, sentíase colmada de inquietudes mientras se vestía aquella tarde para asistir a la recepción y baile en honor del príncipe.
La comida fue cosa formularia y poco animada. Por suerte los oficiales del séquito de Petrovsky rivalizaron en atender a Marina. Más tarde, empero, hubo de permanecer al lado de su tío y del príncipe para recibir a los ciudadanos distinguidos de la capital, Pareciéronle a la muchacha gente muy elegante. Y la estancia era hermosa, con sus altos techos, sus paredes de elevados zócalos de cedro, sus espejos, sus rojas tapicerías de seda, sus grandes candelabros de bronce y sus retratos del emperador y la emperatriz.
El príncipe, por supuesto, bailó con Marina la primera danza y la joven se sintió aliviada cuando lo oyó referirse a la clandestina escapatoria de San Petersburgo como un mero infortunio personal, al que Petrovsky se había resignado hacía tiempo. De manera que no lo tomaba como una afrenta…
—Celebro escuchar solamente la cortés expresión de su disgusto. Esperaba algo peor —dijo Marina.
—¿Pues qué? ¿Acaso reproches? ¿La satisfaría más que fingiera un insoportable dolor o una falsa ira?
Marina rió.
—No, no. Ninguna de ambas cosas me complacería, aunque fuesen auténticas.
—Mi admiración y mi aprecio por usted son tan profundos como siempre, Marina. Pero soy demasiado viejo, demasiado experto y demasiado filósofo para correr detrás de lo inalcanzable. Tengo muchas otras cosas fácilmente conseguibles. Admiro su independencia de espíritu, aunque lamenté su falta de valor al no hablarme francamente y explicarme sus sentimientos hacia mí.
-—Hace falta mucho arrojo para ser francos con una persona de su posición, príncipe. Además, me disgusta hacer sufrir a los demás. Francamente, acaba usted de elevarse mucho en mi estimación.
—¿Sí? No será por mi resignación estoica, asaz propia de un hombre maduro.
—No me refiero a eso. Lo que admiro es su abnegada devoción al Zar.
Petrovsky miró a su compañera sin comprenderla. —Sí —siguió ella—, porque es casi un acto de heroísmo el que un hombre tan amante de los placeres como lo es usted, emprenda tan terrible viaje con tan trivial propósito.
—¿Trivial? —repitió el príncipe, enarcando las cejas.
—El Zar conoce tan perfectamente como usted que Iván Vorachilov es un hombre íntegro. Me sorprende que Su Majestad expida a un hombre de la importancia de Petrovsky a tan larga distancia para ejecutar la mera formalidad de comprobar unas cifras. Así la prontitud de usted al venir y perder su valioso tiempo revela la profundidad de su abnegada devoción.
Petrovsky contempló a su encantadora compañera con avivado interés.
—Tiene usted un intelecto tan notable como su belleza. La hermosura rara vez coincide con el talento. Pero la verdad es que mi misión se extiende a algo más que a revisar las cuentas de su tío. Traigo el encargo de resolver ciertas disputas fronterizas entre nuestro país y el Dominio del Canadá.
—-Eso ya se halla más a la altura de su capacidad y rango. ¿Está mi tío enterado de ello?
El príncipe se encogió de hombros con indiferencia.
—¿Por qué confiarle nada hasta que pueda serme útil? Yo siempre me muevo despacio y a mi manera, pero con certidumbre.
—Gracias por haberme convertido en su confidente. ¿Puedo hablar a mi tío?
—-Si quiere, sí. Pero ¿para qué, si él nada ha preguntado y lo sabrá todo a su debido tiempo? Tiene usted harto talento para eso. Es lástima que una joven de su inteligencia y encanto se resigne a vegetar en estas soledades. Podría usted tener un gran porvenir, Marina.
El príncipe no volvió a bailar con la muchacha. Ella lo celebró, porque seguía mirándolo con la misma aversión que en San Petersburgo. Su taciturnidad, su dominio de sí mismo, la llenaban de inquietudes agravadas por la certeza de la continuidad de su presencia.
¡Disputas fronterizas! No era esa la razón del viaje de Petrovsky.