14
En una fiebre de aprensión e incertidumbre Clark contemplaba desvanecerse con lentitud las postreras claridades del crepúsculo. Todos sus nervios estaban en tensión, porque aquel día había sido para él un día de suspensión e incertidumbre. Finalmente, convencido de que Marina había encontrado imposible cumplir su promesa de volver, cayó en un estado de abatimiento profundo.
Al fin rechinó la llave en la cerradura y Clark se levantó de un salto.
Aquella segunda entrevista fue, si cabía, más emotiva que la primera, porque los dos la habían esperado con ansiedad. Desde la primera noche de San Francisco les había sucedido lo mismo. Irresistibles fuerzas los atraían y tan pronto como los acercaban tan difícil era dominarlos como dominar un caballo desbocado. La entrega moral de Marina había sido más rápida que la del marino, pero a la sazón el abandono de éste era completo. Y los dos, cómo desesperados nadadores perdidos en un torrente, se limitaban a asirse fuertemente el uno al otro, permitiendo alternativamente al menos fatigado conducir la marcha.
Tras un tiempo interminable lograron dominarse lo bastante para hablar con cordura.
Resultó entonces que Marina, no menos desesperada que la tarde anterior, había empezado a planear la fuga de Clark. Cerca estaba el desierto. El marino era resuelto y audaz. Cabía fácilmente conseguir la ayuda de los indios. Desde luego habría grandes peligros y la joven viviría entre torturas hasta que supiera que él se hallaba a salvo.
—¿Y después? —preguntó él dulcemente.
—Te seguiré a San Francisco. O a donde quieras
—Te olvidas de mis hombres.
Marina miró a Clark con asombro. Costole trabajo al joven hacer comprender a la muchacha que no estaba dispuesto a evadirse dejando cautivos a sus hombres.
—Si están aquí es porque yo los embarqué en la aventura —concluyó—, y debo, por lo tanto, cargar con la responsabilidad de lo que les ocurra.
—¿Y si tu presencia no influyese en su suerte para nada? O bien, ¿querrías procurar ayudar a alguno de tus compañeros?
—¡Ya lo creo! Ayudarles a fugarse y compartir con ellos los riesgos de la fatiga. Es cosa muy diferente a escapar solo, como un cobarde. Un hombre ha de vivir a la altura de sus convicciones.
—¿Y porque hayas de vivir a la altura de tus convicciones, debo quedarme sola yo? ¿Sola por esos hombres.
—Escucha. Supongamos que yo huyera solo y tú me siguieses. Después de eso, ¿qué? ¿Has pensado en ello?
Marina asintió.
—He pensado. Nos reuniremos y viviremos juntos No creo que haya más que pensar.
Clark le recordó que ella era una aristócrata y él un criminal, al menos según la opinión de los compatriotas de Marina.
La muchacha estalló en una crisis nerviosa que sólo se calmó cuando Clark la oprimió más estrechamente entre sus brazos.
Marina aseguró que su carácter había cambiado mucho desde que partiera de Rusia. Si el rango había significado siempre poco para ella, ahora significaba menos que nada. ¿Dinero? ¿Posición social? Estorbos para quienes los poseían. La vida en una cabaña de troncos con el hombre amado sería para ella más grata que el palacio de un príncipe.
Al pronunciar esta palabra un estremecimiento de repulsión recorrió su cuerpo. Atrajo hacia sí la cabeza de Clark y le besó ávidamente y fiera, como si aquella fuese su última caricia. Y los labios de Clark gustaron el sabor salino de las lágrimas de la joven. Lo que al cautivo le enloquecía era su completa imposibilidad de emprender nada. Por otra parte era cosa celestial tener a Marina tan próxima a él en el oscuro silencio de la barraca.
Marina no acudió a la noche siguiente Clark pasó insoportables torturas, pensando qué podría haberle ocurrido a la joven.
Ésta reapareció a la otra noche. El contento de Clark al verla fue tan grande que apenas si acertó a balbucir torpes palabras.
Fuera caía una lluvia neblinosa, que mojaba las mejillas de la muchacha. En aquella humedad apagó Clark su fiebre.
—He estado en el infierno —confesó, desvalido.
— ¡Jonathan! Ten en cuenta que no siempre es posible salir del castillo. De vez en cuando hay días que…
—Pues esos días son para mí un mes de torturas. Pide a tu tío que ponga fin a esta incertidumbre. ¿Van a procesarme? ¿Van a dejarme pudrir aquí? Si el general ha de colgarme, que no lo demore.
—¡Chist! —repuso la muchacha, apoyando los dedos en la boca de Clark.
—¡Bien acertó al aislarme! —rugió Clark—. Si mis hombres estuvieran aquí conmigo, acabaríamos haciendo pedazos estos muros.
—Y os matarían a todos.
— ¿Y qué? Ya me muero cada vez que sales por esa puerta.
—Lo sé. Pero ¿acaso estás tú, ni por un instante, ausente de mis pensamientos? He inventado mil planes y no me he decidido por ninguno.
Era claro que la incesante tensión de los pasados días había dejado extenuada a la muchacha. Clark deploró su arrebato. Viéndola casi enferma de angustia y temor procuró consolarla y alentarla. Pero los dos tenían la fortuna de poder hallar la evasión del presente huyendo hacia un futuro maravilloso. Era, pues, un bendito alivio para ellos entregarse a construir castillos con piedras que les constaba que eran imaginarias. Podían esos castillos desvanecerse, pero el amor persistía sólido y real como una roca, y por lo tanto a él se aferraban. Quedaba, pues, poco que hablar del caso.
Cuando Marina partió, había espesado la niebla. Los edificios estaban a oscuras y de los aleros se desprendía un continuo goteo. Echándose la capucha sobre la cabeza Marina se lanzó a la noche.
Pero no había ido muy lejos cuando notó que alguien la seguía. Aminoró el paso para dejar que la otra persona se adelantase. Y prorrumpió en un sofocado grito cuando una mano firme la asió por el brazo.
Trató de desasirse del apretón, luego echó hacia atrás la capucha y se halló cara a cara con el príncipe Petrovsky. En respuesta a su involuntaria exclamación, el príncipe dijo ásperamente:
—No me dé explicaciones. Ya sé que viene de visitar a unos amigos. Estoy bien enterado de todo. Cuanto menos se hable de ello, mejor. Guardaremos en secreto esta visita nocturna a su galán. Seguramente su tío lo preferiría así.
—¡Desde luego! —respondió ella con furia sólo parangonable a la del príncipe—, ¡Figúrese su ira al saber que un invitado de la casa se había dedicado a espía!
Petrovsky intensificó la fuerza de su apretón. Prometió con voz aviesa:
—¡Mañana él será huésped mío! Sí, tiene usted al futuro gobernador de Alaska mojándose bajo la lluvia. No creía que fuese usted tan desenfrenada en sus afectos. Acaso he sido demasiado audaz al interrumpir su relación. Como es harto tarde para pedirle que me reciba en su gabinete, he de ser yo quien le ruegue que pase a bordo de mi buque, donde hemos de hablar unas palabras en privado.
—Nada tengo que hablar —declaró la condesa.
—Pero yo sí. Y también tiene su tío que decir unas cuantas cosas. Nos interesa mucho estudiar… las reformas que me propongo instituir cuando me encargue del gobierno. Una de ellas, innecesario es decirlo, será la rápida administración de justicia.
Marina sólo tenía una opción: 1a de ir, porque Petrovsky seguía estrechándole con fuerza el brazo. Bajaron en silencio desde la Avenida del Gobernador, hacia la ribera.
De no haber sido por la niebla que cubría el puerto aquella mañana, Marina podría haber visto retornar el Siberia, el buque de Petrovsky. En ese caso la impresión de la joven no habría sido tan fuerte. Pero en estas condiciones la situación se presentaba embarazosa, agorera…
Petrovsky se había propuesto visitar a la princesa tan pronto como arribase, pero antes de que saltase a tierra llegó su contable jefe, un tal Golovin, llevando a su señor nuevas que éste no esperaba.
Era Golovin una persona untuosa en quien el príncipe confiaba más para los informes confidenciales que para los libros de cuentas. Era investigador diestro, atento escucha, y en resumen, un rufián. Fue él quien transmitió a Petrovsky la historia del trato de Marina con Jonathan Clark.
Al saber que la encantadora condesita se había entregado a algún devaneo, pareciole verosímil que volviese a enredarse en otro, y así, en la esperanza de aprovecharlos, dio instrucciones a Golovin para que vigilase a Marina estrechamente.
Aquella misión era grata para el tenedor de libros Aquel hombre de ganchuda nariz estallaba de satisfacción cuando informó a su jefe de que Jonathan Clark había sido capturado, y de que la condesa Vorachilov le había mostrado prestamente su favor haciendo que lo trasladasen desde el barracón de la marinería a un departamento especial.
Mas eso no era todo. La misma noche de la llegada de Clark la condesa lo visitó clandestinamente. Iba disfrazada. Y ello se repitió la segunda noche y entonces la entrevista se prolongó más.
—¿Qué dice usted? —exclamó Petrovsky, pasmado ante tales noticias.
Golovin sonrió y bajó la cabeza afirmativamente. Probablemente la muchacha hubiera pasado toda la noche con el individuo si se le hubiese presentado la oportunidad.
¡Qué tremendo escándalo, no! ¡Y qué sensación si se divulgara!
El informador estaba encantado de su tarea. Parecíale que compartir con su ilustre jefe un secreto de tal envergadura establecía entre ellos una nueva y más íntima relación.
Pero su engreimiento suscitó el desagrado de Petrovsky, poco amigo de que sus secretos verdaderamente transcendentales fueran conocidos por sus subordinados. Y dada la peculiar naturaleza del presente caso, el príncipe decidió que Golovin había dejado de serle útil. El buen contador hubiera experimentado un estremecimiento de haber sabido interpretar la reacción del príncipe.
Tras someter al sujeto a un breve interrogatorio, Petrovsky anunció que él se encargaría del resto de la gestión. Y así lo hizo, comprobando, muy a su pesar, la verdad de las acusaciones de Golovin. Pero su dignidad se sentía muy humillada al tener que desempeñar el papel de su subalterno.
Hasta que no hubo escoltado a Marina hasta la cámara del Siberia, la muchacha no exteriorizó plenamente su enojo. Se frotó el brazo por el lugar donde él lo aferrara y lo miró con ojos llameantes.
—¿Con qué derecho —preguntó— me ha arrastrado usted aquí contra mi voluntad?
—Porque debemos llegar a una comprensión mutua antes de que yo vea a su tío.
—Creo que ya nos entendemos bastante bien.
Petrovsky movió la cabeza.
—No; yo no la entiendo a usted. Me asombra sobremanera que una joven de su inteligencia se olvide de sí misma hasta el punto de mezclarse en un asunto tan sórdido como el presente. Una cosa tan estéril, tan necia…
—Muy bien. ¿A qué venir a desahogar aquí su resentimiento contra mi tío Iván?
—No estoy resentido contra él —respondió Petrovsky con bastante sinceridad—. No tengo, en rigor, interés alguno por su tío. ¿Sabe él, a propósito, que suele usted visitar a ese joven americano?
—No.
—Supongo que el enterarse de ello le impresionaría aún más profundamente que a mí. Ya sé que las mujeres son necias, y no puedo reprender lo que a menudo he contribuido a fomentar. Pero, en cambio, su tío es severo como todas las personas de criterio angosto.
—Me constaba que me haría usted seguir —dijo la muchacha con amargura.
—No lo debía dudar.
—¡No dudo de nada! -—barbotó Marina— Diga donde he sido vista y lo que he hecho. Vocéelo desde lo alto del Keekor. Mi tío sabe que amo a Jonathan Clark y por lo tanto bien puede saberlo el resto del mundo.
Esta vez el asombro de Petrovsky llegó a sus límites. Pasó un momento antes de que pudiera reponerse.
—¿De manera que habla usted en serio? —dijo al fin—. ¿Es verdad que está usted enamorada? Había yo dado por hecho que se trataba de una mera aventura juvenil. Mis sentimientos hacia ese joven habían sido hasta ahora impersonales, como pueden serlo los de un esposo anciano. Pero ya veo que aquí hay algo más que un devaneo momentáneo.
—Tiene usted razón.
La impasible cara de Petrovsky palideció gradualmente. Dijo con brusquedad:
—Será para mí un placer colgar a ese hombre. Y en las horcas más altas que pueda construir. Le dejaré pendiente de ellas hasta que los cuervos le saquen los ojos y la carne le caiga de los huesos a tiras.
Marina repuso con plácida sencillez:
—Si lo hace así, puede ahorcarme a mí también. Y ahora, con su permiso, me retiro.
—Será lo mejor —concordó el príncipe—. Esperaba celebrar con usted una charla sensata acerca de los asuntos de su tío y de los nuestros, pero ninguno nos hallamos en disposición de hablar sosegadamente.
Preparose a tomar su capote. La joven dijo:
—Preferiría ir sola.
—Muy bien. Avisaré al oficial de guardia.
La joven desapareció en la húmeda noche. Durante unos instantes el príncipe permaneció absorto en sus pensamientos. Luego, llamando a uno de los tripulantes, le preguntó:
—¿Está Gerassim a bordo?
—Sí, Alteza.
—Envíalo a mi cámara.
Al entrar en ella se secó las gotas de lluvia que le salpicaban el rostro y se miró al espejo. Estaba peinándose la barba cuando Gerassim, uno de sus varios lacayos, apareció en el umbral.
—¿Sabes dónde se aloja Golovin, el contador?
—Sí, Alteza.
—Pues visítalo. Hazle salir de la cama sin que nadie se entere. Dile que quiero verlo inmediatamente.
—En seguida lo traigo, Alteza.
Petrovsky se volvió, peine en mano.
En realidad no me interesa verlo para nada. Ni ahora ni nunca. ¿Comprendes?
—Creo que sí, señor.
—Procura que nadie vuelva a verlo más. Tienes la noche entera para ello; y cuando regreses anúnciamelo. Y ahora apresúrate, porque quiero acostarme.
El príncipe reflexionó que constituía una gran fortuna el que Clark hubiera llegado a Sitka cuando lo hizo. También era satisfactorio que Marina hubiese confesado francamente su amor. Esto prometía arreglarlo todo. ¡Qué buen ánimo y qué independencia demostraba aquella muchacha a pesar de ser tan joven!
¡Y qué belleza poseía! Una vez enmudecido Golovin, no habría que temer ninguna indiscreción.
Empezaba a apuntar la aurora cuando volvió Gerassim para anunciar que su misión estaba cumplida. Petrovsky lo recompensó y se acostó sintiéndose contentó del curso que los acontecimientos habían tomado.