PRIMERA PARTE

1

La ciudad no se parecía a ningún otro pueblo del Antiguo ni del Nuevo Mundo, porque en pocos y febriles años había progresado hasta el punto de convertirse en el puerto principal de la costa del Pacífico, mientras antes no era sino una modesta poblacioncita española.

Empezaba a resultar asombrosamente poco atractiva. Seis veces la habían arrasado otros tantos incendios, y seis veces consiguió reconstruirse con mayor grandeza y prosperidad que antes. Pero entre tanto no se habían dedicado tiempo ni esfuerzos a refinarla ni adornarla. Así, yacía recostada en sus colinas como el niño Pantagruel en su cuna; y era enorme, fea y disoluta más allá de toda ponderación.

Tal, por lo menos, pensaba la muchacha conocida por el nombre de Marina Selanova, mientras se apoyaba en la barandilla del vapor que la transportaba desde Panamá a San Francisco. Mencionó el parecido entre Pantagruel y San Francisco a sus compañeros, la condesa Vorachilov y el frío y grave mayordomo Pavel Suchaldin.

—Sí —concordó la condesa— y probablemente el lugar será tan vulgar y voraz como aquella monstruosa criatura que has mencionado. Me asusta desembarcar aquí.

Las dos mujeres habían hablado en ruso. La joven rió despreocupadamente.

—Después de pasar por pruebas tan graves, tengo la certeza de que Pavel no permitirá que este joven monstruo nos devore —dijo.

Miró al hombre barbudo que permanecía a su lado con los ojos fijos atentamente en el puerto. Entre todos los viajeros del buque, Pavel Suchaldin era el único que parecía enteramente ajeno a la ciudad que les esperaba. Por lo contrario, sus ojos escrutaban fijamente los buques anclados en la rada o amarrados a los muelles.

Muelles que se salían mucho de lo común. En su afán de expandirse rápidamente para atender el aflujo de aventureros que llegaban de todas las partes del mundo y para despachar el tráfico que inevitablemente los seguía, la ciudad, audazmente, había saltado por encima de su angosto puerto y salido al mar. Acres y acres de almacenes presurosamente construidos, de tiendas, de tabernas y de alojamientos, grandes unos y pequeños otros, se elevaban sobre inseguros pilotes. Crujían los muelles bajo el monstruoso peso. Los espacios libres estaban llenos de montones de mercancías. Pesados carromatos rodaban con hueco estruendo sobre las planchas de madera, mientras trabajaban incesantemente para reducir la congestión. Pero a medida que transportaban las cargas, veleros de nítidos perfiles que habían bordeado el Cabo de Hornos, macizos barcos procedentes de Oriente y de Australia, vapores de ruedas que cubrían las rutas de Nueva York y de Panamá arribaban con más pasaje y más cargamento, aumentando la general confusión. Y las brigadas de buscadores de fortuna que desembarcaban, agregábanse inmediatamente a las multitudes que se hacinaban en la costa.

Coches de punto y carruajes particulares, algunos adornados con incrustaciones de plata y conducidos por cocheros con librea, recorrían las fangosas calles Conduciendo a los recién llegados. Los hoteles y casas de huéspedes estaban hasta el tope, y quien antes entraba antes se alojaba.

Las calles de la parte alta de la ciudad estaban tan pobladas como las inmediatas al puerto. También allí se codeaban emigrantes de casi todos los países. Veíanse yanquis, chilenos, peruanos y otros hispanoamericanos, así como negros, orientales, europeos y kanakas de oscura piel, procedentes del Pacífico meridional.

Y todos, doquier estuvieren, oían los golpes de la sierra y el martillo a medida que se ensamblaban troncos y tablones para construir edificios de madera que harto a menudo se levantaban al lado de dignas mansiones de piedra y ladrillo.

Aquel San Francisco del cincuenta y tantos era una ciudad alborotadora llena de violentos contrastes.

Cuando el vapor se acercó más a los muelles, Pavel se dirigió a sus compañeras.

—No veo signo alguno de nuestro pabellón —dijo con la voz de quien se prepara a anunciar cosas desagradables.

—¿Cómo lo sabe? ¡Hay tantas banderas! —suspiró la condesa.

Pero su vista se perdía también en el bosque de los mástiles.

—Seguramente —añadió— ha habido tiempo para que el mensaje llegara.

Suchaldin se encogió levemente de hombros.

—O no. ¡Siete mil millas en una caravana siberiana! Puede haber sucedido cualquier cosa.

—Pues habremos de buscar otro medio de transporte.

—El capitán me ha dicho que hay muy pocos buques, si alguno hay, que suelan zarpar hacia el norte.

—¿Y significa eso que debemos quedarnos aquí?

—¡Entre estos salvajes! —exclamó la condesa—. Nuestros compañeros de viaje ya eran muy malos, pero estos californianos parecen imposibles de soportar. ¡Cómo se atropellan y disputan en las plazas públicas! Hemos de fletar un navío, Pavel.

—Lo intentaré, pero puede ser imposible.

—¿Cómo? ¡Si hay centenares de buques! En Norteamérica todo es posible, siempre que haya dinero para pagarlo.

La condesa, una mujer hermosa, aristocrática, ya cuarentona, había hablado con decisión y energía, y a juzgar por su talante, por la riqueza de su traje de viaje y por los pendientes que colgaban de sus orejas, era evidente que se sentía segura de poder satisfacer la mayor parte de sus deseos.

Marina Selanova miraba, fascinada, la impresionante escena que ante sus ojos transcurría según el buque acortaba la marcha y se acercaba al muelle. Volviose a la condesa y dijo con voz entrecortada:

—A mí me agradaría pasar aquí una semana y aun algo más. Me siento tan excitada como los buscadores de oro. Me encuentro tan rara, tan fuera de lo corriente… Escuchad… ¡Las gentes prorrumpen en gritos y en vítores! ¡Qué aventura tan interesante sería quedarse en San Francisco!

—¿Y qué otra cosa si no aventuras hemos tenido durante este odioso viaje? —preguntó la condesa—. En esta travesía me han salido canas.

—Bien, tía, pero estoy harta de viajar. ¡Barco tras barco! ¡Londres! Nada vimos en Londres. ¡Nueva York! Cuatro días febriles. ¡Cristóbal! La caravana esperando y en Panamá el otro buque cargando ya. Y siempre prisa y más prisa. Estoy harta de eso y deseo instalarme en un hotel. Debe de haber alguno.

—Tengo entendido que hay varios —aseguró Suchaldin—. Esta es una ciudad milagrosa.

La condesa se dirigió a Marina,

—Estás completamente loca —dijo—. Aquí no reina la Ley. Ni el decoro. Ni la cultura. San Francisco es una guarida de animales salvajes.

Una ligera sonrisa contrajo la faz de Suchaldin.

—Puesto que no nos resta más remedio que permanecer aquí —manifestó—, convendrá que nos instalemos lo mejor posible. ¡Piotr! ¡Lily!

Se dirigía a una pareja que a la sazón contemplaba con asombro el ruidoso puerto que les aguardaba. El hombre era corpulento y la muchacha alegre y carirredonda. Sus mejillas parecían siempre a punto de iluminarse con una sonrisa y marcar múltiples hoyuelos en su cutis.

La pareja se abrió camino entre la muchedumbre. Suchaldin dijo :

—Cuando atraquemos habrá mucha confusión. Por tanto no nos conviene estar separados. Mientras yo busco unos coches, Piotr cuidará de los equipajes. Vosotras, señoras, si alguien os interpela, fingid ignorar el inglés. Quizá ello evite que Piotr empiece a golpes con la gente.

Incluso en aquel impresionante momento de la arribada y del fin de la travesía, los viajeros del S. S. «California» no ocultaban su interés por el pequeño grupo de rusos. Más de dos se inclinaron, o sonrieron, o les dirigieron indecisos adioses, pero como de costumbre, no consiguieron más que una sonrisa o una inclinación de cabeza. Aquel quinteto de moscovitas era un misterio para los demás pasajeros.

A poco de embarcar en Nueva York, se había sabido que la mayor de las mujeres ostentaban un título ruso, lo que, por supuesto, provocó ilimitada curiosidad. Y el hecho de que ella y su compañera vinieran directamente desde San Petersburgo agregaba interés a la circunstancia de que de ocupasen los camarotes más costosos del buque. ¿Por qué personas tan ricas e importantes se dirigían tan presurosamente a la costa aurífera de California? ¿Qué lo motivaba?

Los chismorreos no se limitaban a eso. La condesa era lo bastante atractiva para llamar la atención, pero las dos muchachas que la acompañaban eran mucho más bellas. La llamada Marina tenía esa clase de hermosura apetitosa que hace a los hombres perder los estribos. Lo cual les había ocurrido precisamente a varios, a despecho de la reserva de la muchacha.

Entre esos «varios» figuraba un tercer oficial del buque, que siempre se había envanecido de su éxito con las pasajeras.

Esta vez no sucedió así. Poco antes de que el vapor de Nueva York llegara al istmo, el oficial procuró aumentar su ardor, ayudándose con alcohol en abundancia. Lo que hizo o intentó hacer a la joven rusa, no se supo jamás. Pero fuese lo que fuere, le ocasionó una catástrofe. El gigantesco Piotr, que solía andar cerca de la muchacha, asió al oficial entre sus brazos de oso y le rompió las vértebras.

El incidente creó sensación. Celebrose una investigación en la cámara del capitán, pero nada se le hizo a Piotr. Aquella historia acompañó a los viajeros a través de la ruta de los Argonautas hasta la ciudad de Panamá, por vía de advertencia a otros admiradores. Empero sobrevino un nuevo incidente.

Un impetuoso oficial colombiano se enamoró repentinamente de la belleza rusa tal como Marina la simbolizaba, y cuando el otro protector de la muchacha, Pavel Suchaldin, intervino, el militar tiró de la espada y le agredió. Aunque poca gente parecía saber lo sucedido, se aseguraba que se había reñido un breve duelo. Usando su bastón como estoque, el barbudo ruso desarmó a su adversario, lo apaleó implacablemente y lo llevó a presencia de su superior, que le mandó encerrar con grilletes en los pies. Rumoreábase que Suchaldin había sido oficial de la Guardia Imperial y que manejaba muy bien la espada.

Nunca se supo si fueron sus palabras o el oro extranjero lo que le salvaron de complicaciones. Lo que en general se admitía era que él y su hermanastro, el corpulento Piotr, eran hombres de acción y no toleraban que se molestase a las mujeres que los acompañaban. Así, durante la última etapa del viaje aquel deslumbrante grupo había sido tratado con circunspección y profundo respeto.

Claro que todo ello no acallaba las murmuraciones, ni satisfacía la devoradora curiosidad de esos anhelosos ánimos para los que los encantos femeninos constituyen una preocupación y una tortura constantes.

A la sazón la gente empezaba a desfilar despidiéndose y deseando venturoso viaje a sus camaradas de travesía. Sus palabras se dirigían a la condesa, mas los ávidos ojos masculinos se fijaban en la joven Selanova.

—Adiós y buena suerte, señora.

—Adiós, señor. Lo mismo digo.

—¿Se proponen instalarse en San Francisco?

—No hemos hecho planes —respondió la condesa, que no hablaba el inglés con la misma facilidad que la muchacha.

—¿Piensan montar un negocio? ¿Abrir algún establecimiento? Tengo entendido que aquí existen grandes oportunidades.

—¿Qué quiere decir?

—Que hay grandes oportunidades para el capital Los beneficios son rápidos. Todo el mundo se enriquece. Apuesto a que una partida de buenas prendas de mujer, hechas en París, se vendería como si fuesen churros calientes.

—¿Churros calientes?

—También prosperan bastante las fondas. Un buen restaurante, de cocina extranjera, sería una mina de oro. Claro que habría que poner alfombras encarnadas, candelabros y el cubierto a diez dólares por cabeza.

—¿Sí?

—Sí, señora.

—Permítame ayudarla a llevar el equipaje. Me llamo Henrv Hawkins. Aun ignoro dónde me alojaré, pero procuraré mantenerme en contacto con ustedes, y si en algo puedo servirles…

—Es usted amabilísimo. Adiós. Y que tenga usted muy buena fortuna.

Así presentaban sus respetos la mayoría de los hombres. Las mujeres, harto suspicaces y desconfiadas de las apariencias, apenas hablaban.

Fue algo satisfactorio abandonar el buque, engolfarse entre el gentío y avanzar, entre tumbos y traqueteos, ciudad arriba, mientras los cascos de los caballos del veloz carruaje salpicaban de lodo a los transeúntes.

El Hotel Occidental era muy limpio y lujoso… y estaba muy lleno. Pero tras una conferencia entre el dueño del hotel y Pavel Suchaldin, éste consiguió una serie de habitaciones en las que se instaló el grupo de los moscovitas. Esto ratificó el aserto de la condesa de que en América el dinero obra milagros.

Una vez alojadas las personas a su cargo, Pavel se separó de ellas y regresó al puerto en busca del barco ruso cuyo pabellón intentara encontrar, al arribar, tan ansiosa e infructuosamente.

En el saloncito Lily y Piotr abrían los equipajes. Marina, ante la abierta ventana, absorbía literalmente los sones y perspectivas de aquella desconcertante ciudad. La condesa se había reclinado en un diván, con los ojos entornados. Mas de -pronto se incorporó, con una exclamación de sobresalto, cuando tras un vigoroso golpe, la puerta se abrió para dar paso a un desconocido.

Era un hombre calvo, recio, cuidadosamente afeitado y mucho mejor vestido que los demás clientes que llenaban el vestíbulo del hotel. Llevaba la camisa y el chaleco rameado, de color de tabaco, impecablemente limpios, y sus botas brillaban tanto como el sombrero de copa que sostenía en la mano. Habló en una voz bronca, entre cordial y afable:

—¿La señora Vorachilov? Soy el concejal Akers. Sam Risueño Akers. O Risuencillo para mis amigos. Dirijo la taberna y casa de juego llamada «Eldorado». ¡Bienvenidos sean ustedes a San Francisco, la reina del Pacífico! Como uno de los padres de la ciudad me place saludarla, señora, y saludar a sus jóvenes compañeros.

Mientras hablaba cruzó la estancia y estrechó vehementemente la mano de la condesa. Emanaba de él una especie de fluido magnético que llenaba el salón y lo señoreaba. Sin reparar en el murmullo de incomprensión de la condesa, prosiguió jovial :

—Es usted hermosísima, condesa, y su beldad ornará nuestra metrópoli. Cuando la vi a usted abajo, me dije : «Risuencillo, esa dama de las piedras preciosas es de lo mejor que hemos tenido». Y piense que por aquí han desfilado las primeras mujeres que han engalanado la vida nocturna de Filadelfia y Nueva York. Así, repito, me dije : «Risuencillo, en bien de nuestra ciudad has de procurar a esa dama un buen comienzo. Necesita los amigos oportunos, el local oportuno, la protección oportuna. De tal modo razoné: «De suerte que te necesita tanto, Risueño, Como la ciudad a ella».

El señor Akers dirigió sendas reverencias a todos los ocupantes del cuarto. Todos permanecieron silenciosos, porque todos, menos Marina Selanova, entendían el inglés poco y mal para darse cuenta de las palabras del interpelante.

—Cuando la vi firmar en el registro «Condesa Vorachilov», exclamé: «¡Grandioso! En nuestra progresiva y jovial población se necesita un injerto de nobleza extranjera. Esta señora precisará una casa de lujo, en la que la crema de la turba de nuestros hombres de negocios y de nuestros propietarios de minas disfruten los más modernos refinamientos del lujo.

—¿Una casa? ¿Qué casa? —preguntó la condesa con voz apagada—. Esos acomodos, ¿qué significan?

—Yo tengo el lugar ideal, condesa. Una dama chilena la empezó con mucho fausto, pero los jugadores hicieron saltar su banca y la pobre mujer se pegó un tiro. Ello sucedió en mi establecimiento la semana pasada y yo me quedé con la casa como pago de lo que la difunta me debía. Allí hay cuadros, colgaduras, alfombras, muebles… Todo completo. Ni siquiera están desembalados los paquetes. ¡Tendrá usted el mejor establecimiento de América! Kitty la española quería quedarse con el negocio, repartiéndonos uno el cuarenta y otro el sesenta por ciento, y garantizándome un mínimo de mil dólares al mes.

El Concejal Akers volvió a mirar con aprobación a las jóvenes.

—Ahora bien —añadió—, si todo su personal es como la muestra, estoy dispuesto a ir a medias con usted, cobrando el cincuenta por ciento de las ganancias de cada noche.

La mujer de edad preguntó a Marina:

—¿Qué dice este hombre? No le comprendo.

Marina respondió en ruso:

—Un concejal americano es un personaje importante de la ciudad. Posee mucha influencia política. Nos supone mujeres airadas, y cree que tú regentas un burdel. Nos ofrece…

La condesa Vorachilov exhaló un grito sofocado, sus mejillas perdieron el color, y miró a su alrededor, como buscando ayuda. El impasible Piotr Suchaldin se irguió amenazador y se dirigió al orondo padre de la ciudad.

—¿Qué pasa? —inquirió.

Marina dijo al visitante:

—Se ha confundido usted. La Condesa Vorachilov va camino de Sitka para reunirse con su tío, el general Iván Vorachilov, gobernador de la América Rusa y agente de confianza de Su Majestad Imperial Alejandro II, Zar de todas las Rusias. La condesa me encarga que lo despida a usted.

—¿Es posible que no acep…?

—No, señor.

El concejal Akers no perdió su empaque ni se mostró resentido. Tampoco se excusó. Se ajustó el sombrero a la cabeza y dijo :

—Entonces, ¿por qué infiernos se hace llamar señora si es una aristócrata?

Y así, rezongando, se encaminó a la puerta.

—¿Qué decía? — preguntó la condesa, en un suave murmullo.

—Decía que su error era muy natural, porque tienes el aspecto distinguido, la exquisita ecuanimidad y el real porte de una…, ¡Pronto, Lily! El frasco de sales. La condesa se ha desmayado.

Y Marina Selanova, sin prestar atención a la inerte figura desvanecida en el diván, efectuó una cosa inesperada. Dejose caer en una silla, se pasó los brazos en torno a las piernas, y rió hasta que las lágrimas comenzaron a surcar sus lindas mejillas.

Загрузка...