SEGUNDA PARTE

10

El Hermana Peregrina anclaba en la bahía de la Decepción. Había desembarcado a los cazadores aleutianos y cruzado el estrecho de Unimak. Era aquélla la primera oportunidad que se le ofrecía al buque para terminar de salar, preparar y embalar su cargamento de pieles. Además necesitaba repostarse de agua dulce, porque sus barriles se hallaban vacíos.

No lejos de la nave fondeaba otra: el Isabel, mandada por el español José Ramírez. La tripulación estaba compuesta de portugueses. Al divisar la embarcación de Clark, José se había puesto a voz y seguido a su compañero.

Cuando dos piratas de las pieles se encontraban, lo que no sucedía muy a menudo, intercambiaban o fingían intercambiar informes acerca de los cazaderos y del peligro que podían encerrar las próximas patrullas rusas. De suerte que aquellas entrevistas se caracterizaban por algo muy distinto a la franqueza, porque cada uno de los interesados procuraba afianzar el propio beneficio sin beneficiar apenas a sus camaradas de profesión.

Tan cerca había anclado Ramírez del Hermana Peregrina, que pudo ver cuanto sucedía a bordo de ésta. Así, era inútil negar nada cuando el capitán español pasó a bordo.

Al fin y al cabo las pieles de foca en tanta abundancia sólo podían tener una procedencia. Y al reír al venturoso contrabandista, José estalló en admirativas expresiones:

—¡Qué afortunado es usted, Clark! Diez días he pasado en Cook Inlet, y ¡con qué resultado! ¿Quiere que trabajemos juntos?

El español José nunca había llegado hasta las Pribilov. Ello le constaba a Clark, quien dudaba mucho de que jamás aquel sujeto osara emprender semejante viaje. Él y sus hombres eran lo bastante valerosos para acometer cualquier empresa, pero trataban tan mal a los indígenas que no les cabía confiar en ellos. José no negó ese hecho cuando bajó a la cámara para tomar unas copas.

—El negocio se ha ido al diablo —declaró—. Las nutrias marinas han desaparecido casi y los diablos indios se han tornado demasiado sabihondos. Cottonmouth concordó con el capitán.

—Cierto. Tratar a los indios como a seres humanos disminuye los provechos.

—¡Claro! Hay demasiadas iglesias. Y hasta en algunos lugares tienen escuelas. Con lo cual no hay indio que no conozca el valor real de las pieles. ¡Y mejor que nosotros! Saben también el valor de la harina, de los anzuelos y de todo.

—Los ídolos de los paganos son de oro y de plata —observó Cottonmouth—. Y el Señor nos los ha concedido para entregárselos como despojos.

—¡Los sacerdotes tienen la culpa! —exclamó José. —Ellos echan a perder a las mujeres. Ya no hay manera, por culpa de ellas, ni de medio emborrachar a los hombres.

Cottonmouth asintió, como quien se hace perfecto cargo de las cosas.

—Explica la Biblia: «El que se embriaga siente el deseo de proseguir continuamente absorbiendo la bebida pagana y acaba olvidando lo que es». En consecuencia conviene emborrachar a la gente y mantenerla siempre borracha. Pero si en cambio se retira el licor a los indios, ¿qué les queda? Salvo su salud, nada. De suerte que si no se hace algo para contrarrestar la influencia de los misioneros, pronto ,no habrá en estas costas un mal mestizo dispuesto a tripular una barca.

Ramírez rió dubitativamente. Clark dijo:

—Tiene usted la suerte de no llevar como segundo de a bordo a un condenado predicador. Y sin embargo, los indios se emocionan oyendo las palabras que éste les dirige en nombre de Dios. ¿Ha hallado usted algún barco ruso en el mar de Behring?

—Uno en las islas, pero la bruma nos favoreció. Y usted, ¿ha sido afortunado?

—Bastante —respondió Clark, pareciendo complacerse en su sinceridad.

—¿Piensa usted seguir fondeando aquí? —inquirió José.

—No. Nos proponemos zarpar al rayar la aurora.

—¿Rumbo a San Francisco?

—Todavía no. Hemos de realizar algunos asuntos un poco más al Este.

—Pues yo levo el ancla esta noche —manifestó Ramírez, tornando a llenar su vaso y procurando seguir satisfaciendo su curiosidad mientras bebía.

Cuando volvió a hablar se expresó en términos de la mayor buena voluntad y la más efusiva admiración.

Y partió al fin.

-—Si hay un hombre que merece lo mejor que una cárcel puede ofrecer, es ese —dijo adustamente Cottonmouth.

Los asuntos que tenía que resolver Clark en el Esté no eran imaginarios ni corrientes, sino que se referían a su piloto Ogeechuk. Como en la bahía de la Decepción no había misionero alguno, el joven había pedido a Clark que llevase a Ahgoona a bordo de la nave, a fin de encontrar a alguien que se prestara a oficiar la ceremonia matrimonial tan largo tiempo aplazada.

Clark se apresuró a acceder. Por consecuencia, el enamorado piloto hubo de desembarcar para realizar sus preparativos.

Muy entrado el anochecer él y Ahgoona pasaron a bordo llevando consigo todas sus pertenencias. La joven había empaquetado sus valiosos regalos y sus escasos enseres domésticos, y los metió luego en la bidarka de Ogeechuk, en la que iban también las trampas y demás equipo cinegético del piloto. Sus arpones y lanzas se hallaban atados a la borda de su barquichuelo. La canoa y su contenido fueron izados a bordo y distribuidos oportunamente. Después Cottonmouth invitó a la pareja a cenar con él a medianoche.

Clark se alejó, dejando al trío discutir el lugar donde sería más verosímil encontrar un sacerdote.

Podía ocurrir que tuviesen que navegar hasta Seldovia, pero ello no le preocupaba a Ogeechuk. Ahgoona, aunque menuda y de poco talle, era, según él garantizó, una excelente remera. Los dos volverían, con toda seguridad, sanos y salvos.

—.¿Y por qué volver? —preguntó el segundo-. Un lugar vale tanto como otro.

—Yo pertenezco al poblado de Ahgoona —manifestó el piloto—. Yo he contribuido a engrandecer ese poblado.

—Ya, ya… El ardiente enamorado… El macho de las focas en la época del celo… Pero puedes engendrar hijos donde quiera que te encuentres. No veo por qué has de exponerte a los riesgos de un viaje de retorno.

—Hace mucho yo habitaba en un lugar muy vasto —explicó el indio—. Sus habitantes comían ballena todos los días. Llegaron luego los soldados rusos y hubo mucha pelea. Ahora apenas queda gente allí, todos son pobres y todos están enfermos. Vivir así no merece la pena. Os he acompañado a ti y al capitán a san Francisco en vuestro último viaje. He visto cómo viven los blancos. Los blancos no están siempre enfermos. Yo soy rico. De modo que pienso instalarme aquí y vivir en mi país como los blancos en el suyo. No quiero tener hijos enfermos. Los aleutianos empezarán a vivir como vivirá Ogeechuk. Todos lo pasarán bien.

Cottonmouth reflexionó un momento y luego dijo:

—Me quito el sombrero ante ti, hermano. Lo que te propones es loable. Ahgoona y tú podéis desarrollar algún trabajo misional. Pero oídme: casaos primero y venid a San Francisco con nosotros. Que tu mujer conozca lo que tú has conocido, antes de volver a vuestra aldea. Deja de dedicarte al saqueo y abandona la compañía de hombres como Jonathan y como yo. ¿De qué te serviría tener un hogar limpio y honrado si no habías de vivir dentro de la Ley? Yo te adquiriré una balandra con la que puedes hacer los viajes cortos que te parezca bien. ¡Demonio! Por primera vez en veinte años me siento rebosante de virtud.

Clark, advirtiendo el entusiasmo de Cottonmouth, sonrió. Se sentía soñoliento. ¡Qué grandísimo mentiroso era su segundo!

Hacía una hora que venían sonando voces gruesas y fuertes juramentos a bordo del Isabel. En aquel momento se percibió el crujido metálico de su cabrestante. Al parecer José, el español, zarpaba.

Poco después el vigía del Hermana Peregrina gritaba:

—¡Ohé! Poned el timón a estribor. Si no, vais a tropezar con nosotros.

Respondió al aviso un tremendo clamor de aullidos y pisadas. Saltando de su litera, Clark echó mano a sus calzones. Si José el español tenía toda la amplitud de la bahía para maniobrar, ¿qué cosa podría obligarle a no obrar a derechas?

El griterío se aproximaba. Prodújose un choque que hizo perder el equilibrio a Clark. Oyó a Cottonmouth y al segundo piloto correr por las escalerillas, hacia cubierta. No tenía tiempo para ponerse las botas, y así salió, descalzo, al puente a punto de ver los talones de Ahgoona avanzando en la oscuridad.

Por todas partes reinaba confusión, rumor de pies, ruidos de roturas, grandes voces… Sin duda el Isabel había cogido de mala manera la marea al alzar el ancla y, al izar las velas, José o su piloto debieron de calcular mal la velocidad del buque. ¡Condenados borrachos! La tripulación portuguesa de José aullaba a voz en cuello.

Mas el sonido de aquellas voces dio a entender a Clark que el choque de ambos buques no era casual solamente. Y no se sintió sorprendido cuando comprendió la situación. Al este se levantaba una densa niebla, pero de cerca había claridad suficiente para columbrar bien las cosas.

Las dos naves estaban muy juntas, mas no todo se reducía a eso. Al parecer, el choque había lanzado a la mitad de los tripulantes portugueses sobre la cubierta del Hermana Peregrina. Y sobre ella seguían afluyendo aún desde proa y desde popa. Todos iban armados con sus palos foqueros. Arrojáronse sobre los tripulantes de la goleta cuando éstos salían de sus sollados.

Cottonmouth, por una vez sorprendido sin sus armas, emprendió una desesperada lucha que no debía durar más que unos segundos, porque eran muchos los que le atacaban.

Clark notó aquella y otras cosas en menos tiempo del necesario para decirlo. Casi inmediatamente fue asediado por todos, pero eludió la arremetida corriendo ágilmente hacia la toldilla. Celebró entonces ir descalzo, porque ello le permitía más agilidad para atacar a los individuos que cercaban a su piloto. Lanzose sobre ellos dando puñadas, y el tirarse desde arriba le concedió la ventaja de que sus doscientas libras de huesos y músculos contribuyeron a poner en momentánea fuga a los agresores.

Levantose a tiempo de esquivar un fuerte golpe. Arrancó el garrote de manos de su propietario y lo esgrimió con ira.

Cottonmouth yacía tendido sobre el puente. Asiéndolo por el cuello, Clark lo apartó de allí y lo arrastró hasta la relativa protección de la amurada. Después volviose para resistir otro ataque.

Entre tanto los marineros de Clark, comprendiendo lo que sucedía, emergían de los sollados de proa, empuñando palos y barras de hierro. Pero no cabía Juzgar del curso de la lucha a bordo del Hermana Peregrina, porque en su cubierta se libraba una desordenada batalla. Todo se volvía confusión y fiereza.

Seguramente José el español había persuadido a sus hombres de que ejecutaran aquel acto de piratería, asegurándoles que iban a tener así la ventaja de una completa y abrumadora sorpresa. Y si alguno albergaba dudas, una amplia cantidad de licor debía haber disipado sus incertidumbres. José debía dar por hecho que todo terminaría pronto y sin efusión de sangre, porque no hizo usar a su gente más que los garrotes, y no cuchillos ni arma alguna de fuego. Pero a la sazón José comprendió la necesidad de proceder enérgicamente.

No habiendo logrado atajar a Clark Cuando éste surgía de su cámara, ganó el lugar desde el que su atacado había salido y desde aquella posición de ventaja intentó matarlo a tiros. Dominando el vocerío ordenó a sus tripulantes que se diseminaran. No quería herirlos.

Una voz de Cottonmouth advirtió a Clark, quien se apartó a tiempo de ver el fogonazo del revólver de José y oír la detonación.

No sintió nada, mas un grito de Ahgoona le hizo temer que la joven hubiera sido herida. Así, desdeñando el peligro personal que corría, se precipitó hacia popa. Dos balazos más le largó Ramírez.

Clark no tuvo la oportunidad de combatir personalmente con el capitán extranjero, porque Ramírez murió súbitamente ante sus ojos en la forma más horrible que pudiera imaginarse. Tan tremenda, que espantó a cuantos la presenciaron.

Ogeechuk había oído un grito de Ahgoona en el momento en que ésta procuraba ponerse a salvo bajo la bidarka de su novio. Los que estaban cerca de él viéronle arrancar, con un crujido, su pesada lanza ballenera, atada a la chalupa. Un momento después la balanceó en el aire, como un arpón, y la lanzó con toda la energía de su recia musculatura. Voló el arma con la celeridad de una jabalina. Aunque el hombre a quien iba destinada la viera, no hubiese podido eludirla.

Jamás olvidó Clark el aspecto del capitán extranjero mientras intentaba débilmente arrancarse el dardo y se balanceaba, inseguro, antes de desplomarse desde el alcázar de popa hasta cubierta.

La furia de los atacantes se disipó rápidamente. La lucha podía darse por terminada. Casi tan diligentemente como habían abordado el buque de Clark, procuraron regresar al propio. Los demasiado confusos o malamente heridos fueron arrojados por la borda por los enfurecidos Hombres de Boston. Alguien extrajo la lanza del cadáver de Ramírez y arrojó el cuerpo del infortunado a las aguas de la bahía.

Los primeros tripulantes del Isabel que saltaron a bordo cortaron sus amarras. Moviose el buque, con las velas henchidas por el viento, y se alejó. Y así, entre gritos e imprecaciones, desapareció en el sombrío crepúsculo.

Fue Ogeechuk quien había disparado el dardo mortal, pero sin saber a punto fijo el papel que en el caso había desempeñado. Sólo se dio cuenta de la situación cuando advirtió que Ahgoona estaba herida. Entonces empezó a pedir socorro a voces.

—¡Lleva abajo a la muchacha, Cottonmouth! —mandó Clark—. Atiéndela en todo lo que puedas. Yo descenderé tan pronto como haya visitado a los muchachos.

Varios, en efecto, necesitaban atención inmediata. Muchos yacían en el suelo, en el mismo Jugar donde habían sido derribados. Otros se vengaban de sus heridas profiriendo blasfemias y palabrotas. Silas Atwater tenía un brazo fracturado. A uno de los Tucker le habían partido la nuca, y otros tenían en la cabeza sangrantes heridas que necesitaban inmediato cuidado. Pero por milagro no había habido pérdida de vidas.

El camarote de Clark se había convertido en enfermería. Aunque ni él ni Cottonmouth entendían gran cosa de cirugía ni medicina, aplicáronse a lavar y vendar las heridas, a refregar las contusiones y a enmendar las fracturas hasta tanto como alcanzaba su habilidad.

Poco pudieron hacer ya por Ahgoona. Nadie hubiera podido hacer nada tampoco. La jovencita parecía darse perfecta cuenta de ello. Transcurrido un breve rato, murmuró algunas palabras a Ogeechuk, que salió de la cámara para volver cargado con las galas nupciales de su novia. Los espléndidos chales, las cintas, las joyas de bisutería que ella nunca había usado ni en el futuro podría usar, venían envueltos en algodones. Los ojos de la muchacha siguieron a Ogeechuk mientras él desenvolvía paquete tras paquete, y todo lo tocaba con amantes dedos.

Uno de los marineros se dirigió a Clark.

—¡Esto es horrible, Jonathan! ¿No hay algún procedimiento para…?

Clark, con un gesto, le hizo callar.

Ogeechuk se inclinó sobre su prometida a fin de recoger sus últimos cuchicheos. Cuando alzó la cabeza tenia el rostro tan lívido como el de ella.

—Dice que va a morir —aseguró— y que necesita un sacerdote.

Reinó un profundo silencio en la hacinada cámara.

^Es triste morir así. Mi novia está asustada y me ha asustado a mí también.

Y Ogeechuk miró imperativamente a sus amigos.

-—Dile que no tema nada —indicó Clark.

El segundo piloto movió la cabeza.

—Es inútil. Tiene convicciones religiosas muy arraigadas y necesita un confesor. Precisamente está asegurando que no ha visto nunca a Dios. La pobrecita siempre ha vivido en tinieblas y le amedrenta la oscuridad.

—Lo que quiere esta muchacha —dijo alguien— es la absolución. Los creyentes dan mucho valor a eso y ¿quién sabe si, en el fondo no tienen razón de sobra?

—Si desea la absolución, la recibirá — declaró Cottonmouth.

Se secó las manos y se arremangó.

—No puedes hacer eso. No eres ni siquiera pastor protestante —razonó el que antes hablara.

—¿No puedo? ¡Un demonio! —respondió el piloto, frunciendo el entrecejo—. Casi lamento no haber casado antes a esa pareja.

Penetró en su camarote y salió vestido de predicador. Llevaba la levita abotonada hasta la barbilla, y sus manos sostenían un volumen chato, limpiamente envuelto en tela blanca. Al apartar aquella cobertura, el libro resultó ser una Biblia, que Cottonmouth procuraba sostener a cierta distancia de sus empecatados dedos, como seguro de que su contacto la contaminaría.

Dijo a Ogeechuk:

—Indica a tu amada que no tema, porque el Señor ha venido a bordo. Esta es la casa de Dios y yo soy su emisario.

El segundo piloto repitió el mensaje lo mejor que pudo. La gente se mostraba agitada y desazonada. Una voz dio aviso de la mascarada que se iba a representar.

—¡No puedes hacer eso! Ni siquiera eres un buen protestante.

Cottonmouth hizo guardar silencio a los discrepantes.

—Humillemos nuestros corazones en presencia de la muerte. Hagamos que se regocijen en la tierna clemencia de Aquel que ve más allá de los engaños y está dispuesto a acoger en sus brazos a su hija. Es preciso que ella vaya a Él sin temor y serena, segura del invencible amor del Señor.

Cottonmouth colocose de manera tal que los ojos de la muchacha hubieran necesariamente de fijarse en él, y dijo al segundo piloto:

—Hijo, sostén las manos de tu novia entre las tuyas, porque la infeliz es muy joven y su espíritu flaquea.

Cottonmouth abrió la Biblia y empezó a leer. Mientras leía, los marineros cambiaban miradas entre sí. Los heridos cesaron en sus quejas y se quitaron los gorros, porque el que hablaba no era el hombre que ellos conocían. Su talante, así como la expresión de su rostro, habían cambiado. Los sustituían una dignidad, una sinceridad y una profundidad de sentimientos que lo envolvían como una toga. Hasta su voz asumía un sonido balsámico :

—«El Señor es mi pastor; nada me faltará. Yo os lo aseguro.

»Porque me hará pacer en verdes pastos y me conducirá al borde de las aguas quietas…

»Y aunque yo recorra el Valle de las Sombras de la Muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo, y tu cayado me guiará.»

Cottonmouth parecía hojear las páginas al tuntún, pero su familiaridad con ellas era tal que cada versículo sonaba claro y obvio a todos. En el lenguaje del predicador había una majestuosa elocuencia que encantaba a cuantos lo oían. La extática atención de los tripulantes rendíase ante la melodía de la voz del predicador, y el conjunto convencía a la moribunda de que aquellas heterodoxos ritos eran auténticos. Se trataba de un engaño sacrílego, pero bien intencionado, porque ello mitigaba la congoja de la joven.

Nadie sospechó que Cottonmouth pensara recurrir a la plegaria hasta que le oyeron decir :

—«Los cachorros de león padecen hambre, pero los que buscan al Señor no tendrán carencias. Escucha el clamor de quien ha pecado mucho ante tus ojos y presentándose malo ante ti».

Los ojos del predicador se cerraron. Los marineros cerraron también los suyos.

—«Justos son tus juicios, ¡oh, Señor!, y con equidad Tú la has afligido. Que tu bondadosa clemencia se ejerza en su favor. Haz descender tus gracias sobre ella.

»Suplicámoste que mires a esta niña, que es pura de corazón y no ha hecho ningún mal. Mas tus enemigos la han herido, cortándola en flor como a un capullo verde.

»No había en su ánimo culpa alguna. Sus alabanzas estaban siempre en su boca y su lengua entonaba los loores de tu justicia. Acógela, ¡oh, Señor!, bendícela con tu amor, como a la hija del rey, porque es internamente limpia; y es su vestido de áureo brocado.

»Te lo pedimos en nombre de los merecedores. Amén».

Cottonmouth cerró los dedos de Ahgoona sobre la joya que sostenían, y suavemente plegó sus manos sobre su pecho. Volvió a envolver la Biblia en su inmaculada cubierta y tornó a su cámara.

Los hombres, silenciosos, salieron y subieron la escalerilla.

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