12
Aquél fue un día de asueto para los ciudadanos de Sitka. Incluso los tlingits llegaron desde su aldea para contemplar a los contrabandistas y oír la historia de su captura.
Se afirmaba que las dos tripulaciones rivales habían reñido un encuentro tan costoso y desmoralizador para los portugueses, que éstos fueron fácil presa para una patrulla del gobierno. El odio a los americanos hizo a los lusos explicar el paradero de sus conmilitones, lo que permitió a Nickolaivitch preparar un golpe. Habiendo harto a menudo fracasado en su intento de aproximarse al huidizo y rápido Hermana Peregrina, disfrazó de aleutianos a una cincuentena de sus marineros siberianos y los embarcó en umiaks, o grandes canoas de piel de morsa usadas por los indígenas en aquellas aguas.
Apostose el grupo en una caleta donde se suponía que debía recalar Clark. Tanto se parecían los siberianos a sus hermanos aleutianos, que los americanos nada sospecharon hasta que los hombres del Zar cerraron contra ellos. La maniobra fue hábil y diestramente ejecutada. Y ahora, como los cautivos de la antigua Roma, los malhechores eran exhibidos al populacho.
Jamás el comandante militar de Sitka había tenido que alojar a tanta gente a la vez, y menos cuando se trataba de dos partidas de rufianes prestas a lanzarse la una contra la otra. Mantenerlos separados constituía un problema, pero tras algunas demoras se consiguió encontrar para las dos tripulaciones sendos lugares en los que fueron encerradas.
Cuando se les quitaron las cadenas, Clark revisó a sus hombres para examinar sus mal suturadas heridas y procurar atenderlas en la medida de sus parvos medios. Los marineros estaban sombríos. Muchos expresaban su indignación ante el trato a que se les había sometido.
Cottonmouth, empero, no compartía el general resentimiento, y parecía incluso divertido.
—Mis antepasados inmediatos —explicó— pasaron tanto tiempo encadenados, que no tengo nada que aducir contra las cadenas. Poseo una herencia congénita a la curiosidad morbosa.
El ambiente que les rodeaba no deprimió el ánimo de los prisioneros. La estancia que ocupaban había sido evidentemente la sala de armas de un puesto militar. Los muros eran de planchas cuadradas de dura madera trabadas recientemente entre sí, y en uno de ellos se abría una tronera de seis pulgadas de longitud. En la pared frontera se abrían dos ventanitas, con rejas de hierro, que permitían pasar la luz y el aire. En uno de los rincones de la estancia se había construido una plataforma de seis pies de profundidad, que debía servir de lecho común. Lo cubrían unas viejas pieles de caribú, desgastadas por el uso. En otro rincón una artesa servía de letrina. Cerca había un barril de agua y un trapo para secarse.
El piloto contempló el panorama mientras se frotaba reciamente las muñecas.
—Esto no está mal —declaró—. Me he podrido en cárceles que olían mejor, pero en ninguna he tenido tan buena compañía. Esperemos que la justicia rusa sea lenta y el rancho gustoso. Entre tanto tendremos tiempo para meditar sobre nuestros pecados.
Clark notaba que desde que el infortunio se había abatido sobre ellos, Cottonmouth no profería una sola cita bíblica. Sospechaba la razón, pero se hallaba tan absorto en sus propios pensamientos que no se dejaba entregar a sus emociones, ni hacía comentario alguno. .Por el momento sólo evocaba la brillante visión de Marina Selanova, convertida de repente en la condesa Vorachilov. La veía con su sombrerillo parisién, su vestido y sus primorosos zapatos con las cintas cruzadas sobre los tobillos. Todos se habían dirigido a ella saludándola:
—Condesa. ¡Condesa Marina!
¡Qué bobo había sido! ¡Qué ciego! Aquello lo explicaba todo, incluso la forma en que la joven había partido de San Francisco. Con todo, el encuentro lo dejó abrumado. Y a ella al parecer también. Por un momento había parecido a punto de desmayarse.
Adivinando los sentimientos de su compañero, Cottonmouth dijo en voz baja:
—.Te sorprendiste, ¿eh? Es la primera cosa afortunada que en las dos semanas pasadas nos ha sucedido.
—¿Afortunada?
—La sobrina del gobernador podrá ayudarnos. Todo lo que necesitamos es una sierra mellada o una lima.
Clark miró fijamente al piloto.
—Nada puede hacer la condesa, y yo no aceptaré de ella el menor favor.
—Para ti, no. Pero tienes veinte hombres bajo tu responsabilidad, y ninguno desea danzar al extremo de una soga.
Clark se dirigió al camastro y se dejó caer en él. Las sucias pieles de caribú hedían tremendamente. Sin duda estaban pobladas de piojos.
* * *
—He visto el interior de esas mazmorras —dijo Marina a su tío—, y Clark no puede permanecer en ellas. No se trata de un criminal común.
El general asintió:
»—No, no lo es. Es un bandido tan poco común que me siento tranquilo al saberlo guardado bajo llave y cerrojos.
Advirtió la sinceridad de las emociones de la muchacha y dijo disgustado:
—Siento el percance. Yo creía que habías olvidado a ese hombre hacía mucho tiempo.
Ea emoción de su tío hizo afluir lágrimas a los ojos de la muchacha. Una mueca de dolor descompuso su faz. El general se puso en pie de un salto y exclamó con irritación:
—¿Es posible que persista ese malhadado enamoriscamiento? ¡Dios mío! ¡Que sea yo el que tenga que causarte tal dolor! ¿Por qué Nickolaivitch no colgaría en el acto a los piratas? Ello nos hubiera evitados sinsabores a ti y a mí.
—¡Cómo! ¡Ahorcarlos sin proceso!
—¿No iba el buque cargado de pieles robadas?
—El robo no se castiga con la horca.
—En circunstancias como las presentes, sí. Estos piratas conocen los riesgos que corren. Clark no merece el honor de dormir en una cárcel rusa. ¿Por qué, en nombre del cielo, ha de merecer mejor trato que los otros?
—Porque le amo. Una vez dijiste, tío, que si el dolor se abatía sobre esta casa nos hallaría unidos a los dos. El momento ha llegado, tío Iván. Te necesito y me necesitas. Te ruego que te sientes.
Marina comenzó con voz vacilante a explicar su conocimiento con Clark, y lo que a eso había seguido. Manifestó como el capitán había reaccionado ante el contacto, por breve que fuera, que ella quiso tener con las mujeres del mundo más bajo de San Francisco. Marina añadió que en el ansia de encontrar favor ante los ojos de Clark había intentado presentarse a él fingiendo ser lo que no era.
—Pero —prosiguió— él lo comprendió, tío Iván, y se sintió degradado. Incluso arriesgó su vida para protegerme de un insulto. Y has de saber que me trató con más cortesía y más respeto que ninguno de los hombres que he conocido. Mientras me hallaba dormida, apoyada sobre su hombro, me quitó la pintura y los polvos que cubrían mi faz. Y lo hizo porque tiene respeto a las mujeres decentes.
—Me asombras —confesó el gobernador.
—Ahora déjame que te hable de otro compañero suyo que es también «un gran caballero».
Relató lo que Petrovsky le había confiado. Cuando Vorachilov comprendió el significado de aquellas palabras, exclamó con ira :
—¿De manera que pretende usarme como instrumento para humillarte? ¡Es increíble! No sé cómo combatir contra un hombre tan inescrupuloso… Desde luego, debes ocultar el interés que te inspira ese americano.
—No ha faltado quien se encargara de decírselo. Desde que Petrovsky llegó he sospechado que me espiaban. Alguien debió de soltar la lengua. Semyon es de esos que no desperdician la menor ventaja. Te ruego que liquides este asunto antes de que él vuelva.
—Pero ¿en qué puedo ayudarte?
—Libertando a Jonathan.
—¡Santo Cielo!
—O favoreciendo su fuga.
Vorachilov, levantándose de su silla, empezó a pasear por la habitación.
—Has perdido la cabeza. Y por completo. Aseguras que crees en mi integridad y por otro lado me incitas a ejecutar lo que… lo que ofendería al mismo Petrovsky.
—Con un poco de ayuda, yo podría arreglar la cuestión.
—¡Basta!—dijo el general—. No quiero escucharte, Marina. Ya sé que ahora estás fuera de ti, porque si no, me sería difícil perdonarte.
—Reconozco que estoy fuera de mí —admitió la joven, acongojada—, pero algo ha de hacerse antes de que Semyon vuelva o intervenga de un modo u otro. Lo menos que puedes hacer es sacar a Jonathan Clark del horroroso lugar en que se encuentra.
-—Muy bien, muy bien… Y después, ¿qué? He prometido hacer con él un escarmiento y toda la población de Sitka está segura de que obraré como he dicho. Los portugueses merecen la horca, porque han cometido crímenes peores que el robo. Y los otros, ¿en qué son mejores que ellos? Fueron cogidos en la misma redada.
—Si ahorcas a Jonathan Clark yo me suicido —dijo la condesa.
Hablaba con voz queda, pero con evidente resolución. Su tío dejose caer en el butacón y se oprimió la cabeza con las manos.
—Déjame pensarlo —rogó a la joven.
* * *
La tripulación del Hermana Peregrina se puso en pie cuando crujió la puerta de la celda dando paso a un oficial y dos soldados siberianos. El oficial hizo un signo a Clark y le dirigió unas palabras en ruso, instaba a que le acompañase.
Caía la llovizna de Sitka, cálida y ligera, mientras Clark acompañaba a sus guardianes en dirección al castillo erigido sobre la roca. Era agradable sentir la humedad del agua sobre su rostro y sobre su desnuda cabeza. Y mientras subía la larga escalinata, Clark examinaba con curiosidad el vasto edificio de madera que campeaba sobre él.
Allí residía Marina. Clark se preguntó si entraría en lo posible que ella estuviese oteando a través de una de las ventanas, de cristales diminutos, que se abrían en los gruesos paredones. El joven pensó en sus ropas desgarradas, en su rostro sin afeitar hacía quince días, en su cabello sin cortar ni peinar. En nada se parecía al enlevitado elegante que tiempo atrás subiera las escaleras del Occidental con los brazos llenos de rosas.
Recorrió, con su escolta, un amplio vestíbulo. Pasó la ancha puerta y penetró en una estancia que supuso ser el despacho oficial del gobernador. En efecto, de un cuarto contiguo llegó un militar de edad, muy apuesto. La escolta de Clark se colocó en posición de firmes.
A un signo del general los dos soldados apoyaron en el piso sus fusiles y el joven oficial se situó junto a la puerta.
En la estancia contigua había sin duda alguien, probablemente un edecán del general, porque después de cerrarse la puerta percibiose tras ella un leve rumor.
—El capitán Clark? —preguntó el general.
El prisionero se inclinó.
—Jonathan Clark, de Boston.
—Siéntese.
A Clark le sorprendieron tanto la cortesía de aquella invitación como la soltura con que el gobernador hablaba el inglés.
Miró el marino sus ropas, reparó después en la butaca tapizada que le ofrecían y dijo:
—Gracias, señor. Llego del cuarto de guardia y tengo demasiado respeto por Jos buenos muebles para ensuciarlos. Permaneceré en pie, con su permiso.
—Cuando lo saquen de aquí lo llevarán a un alojamiento más limpio.
—Sin embargo, señor, preferiría quedarme con mi gente.
El general frunció el entrecejo.
—Irá usted donde lo lleven.
Hubo una pausa. El general parecía meditar sobre cómo debía principiar el coloquio.
—Éste no es un interrogatorio oficial —dijo al fin— Ha ganado usted una reputación tan exclusiva, que ha conseguido despertar mi curiosidad. Tengo además cierta idea de que podría usted darme algunos informes interesantes en el sentido oficial.
Clark meditó.
—Me parece —dijo— que puedo proporcionar datos importantes a cualquier funcionario celoso de sus deberes. Y los daría, Excelencia, si estuviese seguro de que el tal funcionario los acogería pensando en el bienestar del país y de sus habitantes. Pero temo que lo que yo diga se interprete erróneamente. Las gentes de Nueva Inglaterra tenemos fama de ser hábiles en nuestros pactos, y…
—¿Se considera usted en condiciones de pactar?
—Por lo que respecta a mí, no, señor. Pero de mí dependen veinte hombres, que por mi exclusiva responsabilidad se encuentran en este trance. Y esos hombres no son de la misma ralea que los portugueses.
—¿En qué se diferencian? —preguntó el general.
—Presumo que a usted le parecería absurdo que yo le dijera que mis hombres son gente decente y honrada.
El marino sonrió, como comprendiendo lo absurdo de que él pudiera albergar semejantes opiniones.
—Cierto que me lo parecería.
—Pues entonces permítame asegurarle que lo eran antes de embarcar conmigo. También añadiré que jamás han dado muerte a uno de sus soldados o de sus conciudadanos, general. Han evitado más de un encuentro con los rusos, incluso cuando nada tenían que temer de ellos. También han tratado bien a los indígenas y se han granjeado su amistad. Esto no pueden decirlo todos.
—No suscita usted mi compasión con sus asertos— repuso fríamente Vorachilov—. Esos hombres han quebrantado la ley.
—La de ustedes, sí —admitió Clark—. Pero a poca distancia de aquí se extienden otras aguas donde las actividades de mi gente serían consideradas perfectamente legales. ¿Vacilaría usted en traficar con los polinesios? Los mares están llenos de buques mercantes cuyos armadores trafican en todo, desde sedas y especias, a marfil de elefante y esclavos africanos de cabello rizoso. Por lo contrario, yo he preferido tratar sólo en pieles. Y cuando los marineros embarcan con un capitán de conciencia poco escrupulosa, les resulta difícil no ir a donde él les mande.
El gobernador rechazó tal argumento con un floreo de la mano.
—Había hablado usted de un pacto.
Clark gravemente repuso:
—No estoy en condiciones de pactar con usted, señor. Ni siquiera puedo ofrecerme en rehenes para garantizar la buena conducta de mi tripulación, pero sí solicitar que se me haga a mí exclusivo responsable de sus actos. Castígueme severamente, para hacer un escarmiento. Ahórqueme si lo desea. Esto servirá a sus finalidades tanto como el «extender su venganza a los demás.
—Es usted audaz —comentó Vorachilov—. ¡Lástima que no se dedique a una profesión honrada!
—Hace tiempo, Excelencia, antes de que esto ocurriera, venía yo sospechando lo mismo. En la esperanza de que atienda mi ruego en favor de mis hombres, ¿puedo aventurarme a sugerirle el modo de evitarse las pérdidas que le causamos los truhanes como yo, Excelencia?
—Hable si quiere.
—Gracias. El país de usted se apoderó de Alaska pensando en el comercio de pieles de nutria marina. Esta especie se ha extinguido, y las focas, segunda fuente local de riqueza, están extinguiéndose también. Mas usted podría salvarlas, señor, y a la vez alcanzar de ello un provecho acaso lo bastante grande para pagar los gastos de la colonia.
—¿Qué interés tiene usted en eso?
—Hay cosas que merecen la pena de hacerse por sí solas y ésta es una de ellas. No creerá usted que un hombre de mi profesión pueda tener un respeto rayano en la reverencia por las maravillas de la Naturaleza. Pero incluso un pícaro puede admirar la belleza y la grandeza de las cosas del mundo y lamentar su destrucción. Si las pieles de foca son tan maravillosas, ¿no es un sacrilegio el aniquilarlas?
»Me satisfaría infinitamente, Excelencia, que dentro de cincuenta años, por ejemplo, cualquier ciudadano de Sitka pudiera decir: “Aquí fue ahorcado Jonathan Clark. Era un rufián indigno, pero contribuyó a salvar las manadas de focas de las Pribilov”.
—¡Hum! ¿Cree que cabe hacer eso y obtener provecho? Siéntese. ¡Insisto en que se siente!