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«Una fuente de grandes pérdidas para Vuestra Imperial Majestad y una causa de continuas vejaciones para sus leales súbditos, las constituyen los abusos de los piratas dedicados a la adquisición clandestina de pieles. Esos depredadores son en su mayoría españoles, suecos, portugueses y republicanos de Boston y otros lugares de América. Pero los más atrevidos de todos son, con mucho, los llamados Hombres de Boston.»

(Extracto de un informe anual del gobernador de la Compañía Ruso-Americana.)

A poca distancia del borde más exterior de los muelles, allí donde las calles, dejando la tierra firme, se adentran en el mar, radicaba el establecimiento de la firma Eben Cleghorn e Hijos. Era un vasto edificio, de cimientos tan sólidos como la reputación de sus propietarios. Durante generaciones y generaciones los Cleghorn habían sido auténticos príncipes de los mercaderes de Nueva Inglaterra. Trataban en multitud de artículos procedentes de todas las partes del mundo y a la vez desarrollaban un muy provechoso negocio bancario. Habían establecido una sucursal en California.

Un día penetró en aquel digno local un trío de forasteros de extraña apariencia. Tanto, que incluso llamaba la atención en las calles de San Francisco, donde nadie solía reparar en la ajena indumentaria.

Los tres individuos marchaban en fila. Nada hablaban y se limitaban a mirar a su alrededor con despierta y atenta curiosidad. El primero de los hombres era alto, joven, rubio, de anchísimos hombros y porte jactancioso. Sin atender a las multitudes que le cerraban el camino, abríase paso entre ellas, andando con paso animado y airoso. Procedía evidentemente del remoto septentrión, porque llevaba un gorro ruso y una blusa forrada de pieles y ornamentada con incrustaciones de cuentecillas indias. Aquella holgada túnica estaba ceñida a su talle por un cinturón del que pendía la vaina de un cuchillo de ancha hoja. Sus calzones, de piel de foca, brillantes como el raso, desaparecían en un buen par de botas cosacas de cuero. Llevaba muy largo el cabello, de color pajizo, y sus mejillas estaban sin afeitar. Y repitámoslo, su talante era orgulloso hasta rayar en insolente, y parecía mirar al mundo con burlón desprecio.

Sus compañeros eran tan singulares de traza como él. El que le seguía llevaba la cabeza descubierta. Era un indio aleutiano, de rostro ancho y cabello crespo y tosco que presentaba todas las evidencias de haber sido mal cortado con un instrumento de madera. Vestía las ropas propias de su raza, sin exceptuar los detalles propios del verano. Llevaba al brazo un saco de tela blanca de algodón, cuyo contenido parecía guardar cuidadosamente.

El tercero de los forasteros vestía, si posible era, aún más incongruentemente que los otros dos. Ataviábase con las raídas ropas negras de un pastor protestante de los que se dedican a las misiones a lo largo de los caminos. Su sombrero sacerdotal, de ala ancha, descolorido por la exposición a la intemperie, sombreaba una cara alargada, flaca, sardónica, de expresión doliente. Sus labios escupían de vez en cuando un chorro de jugo de tabaco. Su levita de pastor, larga hasta la rodilla, iba desabotonada, revelando un magnífico cinturón de cuero labrado a mano, con una enorme hebilla de plata. Desafiando por completo todos los respetos debidos a la dignidad clerical, a lo largo de cada una de sus perneras pendían, entre cadera y rodilla, unas fundas de piel sin curtir, mudo testimonio de que dentro anidaban sendos revólveres de seis tiros.

El conductor del trío habló al primer funcionario que encontró en el establecimiento mercantil y le preguntó por Eben Cleghorn.

El atónito empleado lo miró, dubitativo, y repuso:

—El señor Cleghorn está muy ocupado en su despacho. El «California» se hace hoy a la mar y el jefe está despachando las hojas de embarque.

El forastero, sin contestar palabra, dio un empujón al empleado y se dirigió hacia el fondo del local, sin hacer caso alguno de las protestas del indignado sujeto. Abrió de golpe la puerta del santuario de Cleghorn y allí penetró, seguido de sus camaradas.

—¿El señor Eben Cleghorn? —dijo.

—Sí, pero…

El estupefacto mercader no pudo terminar.

—Permítame presentarme.

El hombre tomó de manos de su compañero el saco de algodón blanco y extrajo de su interior la reluciente piel de un animal.

—Soy Jonathan Clark, de Boston —dijo.

Arrojó la piel sobre la lisa mesa de Cleghorn y agregó :

—Ésta es mi tarjeta.

Una enorme expresión de sorpresa se pintó en el rostro del comerciante. Miró incrédulamente el magnífico trofeo que ante él se encontraba y lo palpó con reverentes dedos. Se trataba de una piel extraordinaria, maravillosamente suave, sedosa y densa. Era de un espléndido color oscuro, o mejor, negro como la noche, más negro que el más negro matiz de sable de un escudo feudal. Sobre su superficie brillaban con argentino esplendor largos pelos, deslumbrantes como la escarcha. Ninguna piel del mundo, ningún tejido creado por los dedos del hombre, podía ser tan aterciopelado al tacto, tan opulento en su calidad y tan atractivo a la vista.

Cleghorn jadeó:

—¡Nutria marina! ¡La primera que veo hace largos años!

—Exacto. Las nutrias que impelieron a Rusia a colonizar un continente.

Cleghorn apartó la vista de la preciosísima piel y la dirigió a su visitante.

—¿Es usted Clark? ¿Jonathan Clark? Entonces es usted el rey de los cazadores de pieles, ¡y el jefe de los Hombres de Boston!

—Tengo entendido que así me llaman —dijo Clark. —Pero no soy exactamente el jefe de los Hombres de Boston. Yo soy los Hombres de Boston. Antes había muchos, pero yo soy el único que sigue operando en los cotos del Zar. Los demás han sufrido el pago que merecían. Sólo quedan unos cuantos españoles y portugueses, sin hablar de algún hediondo japonés, comedor de pescado.

Cleghorn se levantó y estrechó calurosamente la mano del que le hablaba. Clark presentó a sus compañeros.

—Éste, señor, es el piloto de mi barco. Se llama Cotton Mather Greathouse y es oriundo de Nueva Escocia. Nosotros le llamamos Cottonmouth, haciendo un juego de palabras con el apelativo de las mortíferas serpientes a las que se denomina «Boca de Algodón». Es un diestro navegante con cara de buen hombre, pero en verdad es un pícaro redomado…

Prescindiendo de aquellas palabras, el señor Greathouse explicó:

—Bien saben nuestros hombres que el Señor está lejos de los malvados, mientras atiende las plegarias de los justos.

Una ancha sonrisa iluminó la faz de Clark al advertir la expresión de Cleghorn ante las palabras del pastor protestante.

—Crea, señor —expuso—, que mi compañero es un hombre realmente notable. Demóstenes, hablando con la boca llena de piedrecillas, entusiasmaba a los griegos con su oratoria. Pues crea, señor Clegrhom, que yo he oído a Cottonmouth predicar un sermón entero con la lengua apoyada en el carrillo.

El gigantesco Clark soltó la risa ante su propia broma.

—Los indígenas del norte —continuó— han sido cristianizados hasta cierto punto, y les gusta oír la sagrada palabra aunque no la comprendan. Nosotros somos las únicos corsarios que llevamos capellán a bordo, con lo cual hemos conseguido un alto grado de aprecio entre los indígenas. Desde luego este hombre es un embustero, un desvergonzado, un impostor y un truhán de la cabeza a los pies como todos nosotros. Sin embargo, a falta de otro mejor en quien depositar nuestra confianza, nosotros esperamos que sus oraciones nos libren de que los rusos nos lleven a la horca.

Clark se volvió al indio aleutiano.

—Le presento, señor Cleghorn, a mi segundo piloto, Ogeechuk. Conoce todas las caletas, arrecifes y mareas que se pueden encontrar entre Kodiak y Kiska. Los rusos dieron muerte a su padre y a su madre.

—¿He de entender que desea usted vender esta piel? —preguntó el comerciante.

—Sí. Ésta y otras como ella. Ya sabe usted que de tal género quedan pocas. Lo que hemos conseguido nos ha costado dos años de ímproba tarea en cazaderos donde antes existían miles de animales. Pero los moscovitas han exterminado sus propias riquezas. ¡Es un crimen que clama a los cielos! Tras esto desaparecerán también las pieles de foca. No olvide lo que le digo. Pero entre tanto tengo mucho armiño, marta cibelina, y…. Es el cargamento de pieles más valioso que haya podido llegar nunca a la bahía de San Francisco. Aquí está la lista, señor, y por lo que suma casi me abrasa la chaqueta. ¡Dos años entre los paganos, amigo, entre tipos de cara achatada, cuyas mujeres llevan adornos de hueso traspasándoles los labios, es cosa muy…!

El hombre fue interrumpido por la presurosa entrada de Eben Cleghorn, hijo. Era el tal un mozo joven y vivo, al que acababan de informar que unos intrusos habían invadido el despacho de su padre. Mas al conocer la identidad de los visitantes y al comprobar la valía de la piel que traían como muestra, su agitación le hizo expresarse casi con incoherencia.

—He venido como hombre de negocios y para tratar de negocios —resumió Clark—. porque no soy un vendedor ambulante con la campanilla en el carro. En Cantón hay gran salida para las pieles, y los mandarines pagan precios fabulosos por las nutrias marinas. Pero estoy harto de tratar con gente de ojos oblicuos, y mis hombres también. Por eso en vez de a la China hemos puesto proa directamente a la Puerta de Oro.

Grathouse acrecentó:

—El «Hermana Peregrina» es la goleta más rápida que surca los mares, pero esta vez casi perdió los mástiles en nuestra prisa. Todo por culpa de la mujer.

El joven Cleghorn, siempre anheloso de oír cosas novelescas, aguzó el oído. Informó a Clark de que había en San Francisco muchas mujeres hermosas y dijo que conocía a no pocas de ellas. Acaso, pues, conociera a la dama que Clark había escogido como suya.

El piloto murmuró, lúgubre:

—Ya les he aconsejado que aparten los pies de esos senderos. Las bocas de las mujeres son dulces cual dulce ungüento, pero después resultan agrias como la carcoma, y su trato conduce a la muerte. Cada paso con una mujer ayuda a acercarse al infierno.

Su mirada se fijó, sombría, en el joven Eben y el tono de su voz cambió.

Los dos Cleghorn se sintieron extrañados ante su actitud. El viejo se apresuró a manifestar que su hijo no podía ser autoridad en ciertas cuestiones.

—Entonces usted podrá satisfacer nuestra curiosidad —alegó Clark, con un esbozo de sonrisa.

—¡Hombre! Yo,… yo… —exclamó el escandalizado comerciante.

La sonrisa de Clark se acentuó.

—No me diga usted que el sol de California ha hecho a los Cleghorn cambiar de piel. Ya sabe usted que yo procedo también de Boston. Mi familia es tan conocida como la suya. Una y otra tienen sus flaquezas. La principal flaqueza o, mejor diré, el principal disgusto secreto de los Clark es que de vez en cuando nace en su seno una oveja descarriada, como yo. Mi abuelo Efraim…

—¿El naviero Efraim Clark?

—Sí. Él era orgullo de la sociedad bostoniana y sus hijos también. Yo constituyo una lamentable regresión a los antiguos tiempos en que los Clark amaban la vida peligrosa y sentían afán de aventuras…

Concluyó:

—Estamos perdiendo el tiempo. Tengo prisa y mi gente también. Ellos participan, desde luego, en los frutos de mis malas andanzas. ¿Desea usted examinar mi lista de pieles?

Cleghorn no sólo lo deseaba, sino que estaba impaciente de hacerlo.

Entre tanto corría por el establecimiento la voz de que el mítico Jonathan Clark y algunos de sus hombres estaban conferenciando con el jefe, y los empleados, ansiosos de atisbar por un momento al célebre individuo, abandonaban sus puestos con cualquier pretexto. Los parroquianos, uniéndose a ellos, intentaban mirar a través del cristal esmerilado del despacho de la dirección.

Porque Clark era un notorio ladrón de los mares del Norte y tenía la cabeza puesta a precio. Como de costumbre, había burlado a los rusos, pero en lugar de encaminarse a Oriente con su fabuloso cargamento, prefirió disponer de él en San Francisco. Su barco, a la sazón, anclaba en la rada y estaba cargado hasta los entrepuentes de pieles valiosísimas, cazadas ante las mismas barbas de los funcionarios del Zar.

Aquello era cosa que merecía la pena comentar. Sí, y pensar de paso en que las valiosas nutrias marinas en que él traficaba habían abundado antes en la propia bahía de San Francisco. Ahora se hallaban casi extintas, al punto de que sólo hombres tan atrevidos como aquellos peligrosos rufianes arriesgaban sus vidas para encontrarlas.

Cuando Clark y sus compañeros salieron del despacho, suscitaron más expectación que si cada uno de ellos llevase su respectiva cabeza debajo del brazo.

También sobrevino una apreciable excitación cuando atravesaron el vestíbulo del Hotel Occidental y se dirigieron a la Conserjería. El empleado los consideró tres extravagantes e indeseables clientes. Lanzó a Clark una mirada desaprobatoria y le manifestó que en todo el hotel no quedaba un solo cuarto libre. Luego reanudó su anterior ocupación de pulirse las uñas arrugó las narices y se volvió de espaldas dando a entender que la conversación había terminado.

—No pido un cuarto, sino una serie completa de ellos —informole ásperamente Clark—. La mayor que usted tenga. Y si no es bastante grande, agregará usted dos o tres más. Hasta pudiera ser que le hiciese construir habitaciones a mi gusto.

Surgió un murmullo entre quienes oyeron aquellas palabras. El empleadillo, ofendido ante tan absurda exageración, asumió un aire de poderosa importancia, arrugó las narices y se volvió de espaldas, dando a entender que la conversación había terminado.

—¿Quién es el director?

—El señor Jacob Stone —contestó el empleado, sin volverse.

—Dígale que venga —ordenó Clark con cortante voz.

El otro repuso con acritud, por encima del hombro:

—El hotel está lleno y el señor Stone anda muy ocupado y no puede acudir.

Clark lo asió por él hombro, le hizo dar una vuelta en redondo, introdujo los dedos en el cuello del individuo y de un tirón rasgó la pechera de su camisa almidonada. Rompiose la tela con un crujido que suscitó la atención de todos. Extendiendo la maltrecha pechera sobre el mostrador, Clark introdujo la pluma del hotel en el tintero y con floreada letra escribió sobre la blanca superficie: «Jonathan Clark, de Boston.»

Había en el vestíbulo otros empleados y clientes, y todos, molestos por aquel proceder, empezaron a emitir murmullos hostiles. Pero les hizo callar Greathouse diciendo con voz campanuda:

—Ya escribió el profeta David: «Los necios perecen por falta de sabiduría». Apartaos, ¡oh, jóvenes!, porque como el vinagre para los dientes y el humo para los ojos es aquel que a los otros ha sido enviado.

Se apoyó en el mostrador exhibiendo sus dos revólveres.

—Apuesto, hermanos —añadió—, a que el buen Jake Stone nos encontrará acomodo.

En aquel momento sobrevino aquel indignado ciudadano, con la obvia decisión de tomar decisiones expeditas. Pero su mirada fijose en el atuendo de Cottonmouth y la boca se le llenó de una saliva que hubo de tragar dificultosamente.

Sin darle tiempo a hablar, Clark dijo:

—Perdone mi tarjeta de visita. Ya me haré imprimir algunas a la primera oportunidad. Entre tanto asegure a su empleado que mañana le regalaré una docena de camisas nuevas. Pasemos a su despacho particular, señor.

Stone se halló sujeto por la mano del desconocido y obligado a ponerse en movimiento.

—Mi querido señor Clark —protestaba el hostelero un momento después—, la pasada semana hicimos imposibles para acomodar un grupo de extranjeros distinguidos. ¡Y ahora me solicita usted seis habitaciones!

—O más, si puede ser. Fije usted mismo el precio. Me propongo dar muchas reuniones, por lo que me convendría montar un bar privado y llenarlo de…

—No me comprende. Lo tenemos lleno todo, hasta los desvanes.

—Supongo que en gran parte será con tahúres y sus mujeres. Esa gente no contribuye a la reputación del hotel.

Mientras hablaba, Clark extrajo de sus pantalones de piel de foca un grueso rollo de billetes de Banco, de los que apartó cinco de mil dólares.

—Esto valdrá como garantía —dijo, poniendo la suma sobre la mesa de Stone—. En adelante pagaré cada semana por intermedio de mis banqueros, Cleghorn e Hijos.

Stone plegó los labios. En su rostro se pintaba una expresión de perplejidad.

—Hay huéspedes que…

—Pues desalójelos. Estreche más a sus otros clientes. Yo necesito un solo dormitorio. Los demás quiero que estén juntos, y a ser menester pagaré para que se echen abajo los tabiques. Convendría habilitar un tocador de señoras y colocar en él polvos para el rostro. Pero actúe de prisa, porque esta noche celebro una reunión. Y todas las demás noches también. Proporcióneme un mozo de mostrador y unos camareros. Las comidas, vinos y licores los dejo a su elección, siempre que sean de lo mejor que se encuentre.

Clark se levantó y extendió su mano morena y musculosa.

—Mucho aprecio su cortesía, señor —acrecentó—. Volveré dentro de dos horas.

—Haremos lo que se pueda —prometió inciertamente Stone.

—¡Espléndido!

Cotton Mather Greathouse habló por primera vez.

—Convendrá —opinó— agregar algunos buenos cantores y músicos con címbalos, salterios y arpas.

—¡Sí, música! —apoyó Clark—, Yo nunca olvido la música. Necesitamos, por supuesto, una orquesta.

—Que sea una orquesta de negros —sugirió el piloto—. Tengo muchas ganas de mover las piernas.

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