3

Una semana pasó Pavel Suchaldin intentando buscar medios de continuar, con sus acompañantes, viaje hasta Sitka. La condesa le aseguró que cualquier acomodo, por primitivo y fementido que fuera, sería bien venido, ya que la responsabilidad que pesaba sobre ella hacía intolerable toda dilación.

¿No se podía comprar un barco? Pavel movió negativamente la cabeza. Había, desde luego, buques a la venta, pero era imposible enrolar una tripulación. Tan pronto como una nave anclaba en la bahía de San Francisco, los marineros desembarcaban y corrían hacia los yacimientos de oro. Por supuesto, no todos llegaban a sus destinos, porque muchos eran interrumpidos en su camino por mujeres de vida airada que les llevaban a las casas de mal vivir más próximas. Una vez dentro, pocos de aquellos marineros salían de allí en sus sentidos cabales, porque los barcos que se hacían a la mar necesitaban tan urgentemente completar sus dotaciones, que no vacilaban en apelar al alistamiento forzoso. Afortunado era el desertor que no despertaba al día siguiente sin un centavo y otra vez a bordo, esta vez quizá rumbo a Oriente.

Todo esto explicó Pavel a la condesa. Añadió que él era completamente incapaz de capitanear un buque o sobreponerse a una turba de marineros amotinados. Y con ello la condesa se sentía cada vez más irritada de la evidente incompetencia de su compañero.

Cierta tarde, hallándose en el vestíbulo, el ruso entreoyó unas palabras que le hicieron prestar atención. Acababa de llegar de la América Rusa un barco peletero y su comandante se hospedaba en el hotel. Pavel subió las escaleras para verlo.

Los varios cuartos que Clark había tomado o, mejor dicho, hecho desalojar, estaban en confusión. Bajo la dirección personal de Jacob Stone los empleados sacaban y metían muebles, e instalaban mesas y un mostrador. Los carpinteros eliminaban biombos; adornábanse paredes y techos, y montones de platos y cristalería estaban a la sazón siendo desempaquetados.

Suchaldin contempló la escena con asombro. Luego, notando que nadie reparaba en él, preguntó dónde se hallaba el capitán Clark. Le señalaron un aposento al fondo. De allí entraban y salían a la sazón otros atareados individuos.

El capitán, en calzones y camisa, se sentaba en un butacón. Tenía la faz enjabonada y un barbero se inclinaba sobre él. Un tendero rodeado de pilas de cajas de cartón se ocupaba en probarle zapatos que convinieran a sus anchos pies. De vez en cuando el marino se levantaba y daba unas vueltas por la estancia para ver si le sentaba bien el calzado. En esos momentos otros dependientes de comercio exhibían camisas, ropa interior, sombreros y cinturones, sometiéndolos a la aprobación del cliente. Una docena o más de costosos trajes se hallaban diseminados por la habitación y un sastre, sentado, con las piernas cruzadas, en la mesa de caoba del centro de la estancia, cosía presurosamente.

El creador de aquel caos estaba, pues, a la sazón, siendo afeitado, calzado y vestido, todo de un golpe.

En un inglés lento, pero preciso, el visitante se disculpó por su intrusión y luego explicó sus motivos para ella. Clark volvió la cabeza a fin de mirarlo y habló entre una nube de espuma de jabón.

—¡Por todos los infiernos! Yo acabo de llegar ahora mismo de Alaska.

Pavel comenzó a explicar que la condesa Vorachilov se hallaba en un brete que distaba mucho de ser común. Clark lo interrumpió:

—¿Condesa? ¿Una condesa verdadera?

—Sí. Y pariente muy cercana del gobernador de la América Rusa.

El oyente exhaló un gruñido, probablemente atribuible a la torpeza del peluquero.

Pavel siguió:

—Su Excelencia apreciaría mucho cuanto se hiciera por nosotros y puedo garantizar en su nombre una calurosa acogida y una liberal recompensa.

Esta vez el barbero hubo de apartar la navaja, porque Clark estalló repentinamente en una carcajada.

—-Tengo para mí que ambas cosas serían harto calurosas y liberales. Al gobernador le agradaría verme allí por tiempo indefinido… ¿No comprende, amigo, que acabo de retornar de un largo viaje y ansió gozar de las satisfacciones en que he soñado? Esta noche doy una recepción y…

Se interrumpió para dirigirse a uno de los horteras.

—Escoja media docena de corbatas que hagan juego con cada uno de esos trajes —ordenó.

Volviose a Pavel y continuó su razonamiento.

—Presente mis cumplidos a la señora condesa de No Sé Qué Cuantos e invítela a asistir a mi fiesta. Aquí no somos exclusivistas, y ella tendrá la oportunidad de conocer una cosa sin duda muy ajena a ella: el nacimiento de un nuevo orden social. Si es joven y bonita, bien cabe que pudiera convencerme de hacer el tonto por ella, como ahora lo estoy haciéndolo por mí mismo. Mas si ella es demasiado aristocrática para querer tratar con desconocidos, venga usted y conocerá a muchos individuos que no son tan exigentes. Por mi parte no conozco a ninguno.

Levantose para hundir los pies en otro par de botas y gritó:

—¡Socorro! ¡He metido los pies en una trampa para osos! Quítenmela antes de que empiece a roer la cadena.

Volviose al butacón y ordenó al barbero que se apresurara.

El asombrado ruso se retiró, convencido de que la condesa Vorachilov había calibrado con acierto a los norteamericanos. Vibraba en ellos un morbo de locura.

* * *

La reunión de Clark estaba, en todo su apogeo, pero su estruendo aumentaba muy poco el que nocturnamente solía reinar dentro y fuera del hotel, porque San Francisco no se despertaba y estiraba los miembros hasta poco antes de media noche. Los huéspedes del Occidental, gente de por sí ruidosa y bullanguera, estaban habituados a toda clase de diversiones.

Para la Condesa Vorachilov aquello constituía un manicomio, una indecencia, una cosa que le aconsejó retirarse temprano aj lecho, cerrando las ventanas para alejar el sonido de la orquesta de Clark. Afirmó que la música de los negros americanos era tan bárbara como las costumbres de aquellos grotescos buscadores de fortuna californianos.

Empero, Marina Selanova encontraba cierto aliciente en aquella afanosa actividad. Advertía el furioso ritmo al que vivían aquellas personas y ello alejaba el sueño de sus párpados. Había gracia y melodía en el son de los banjos y las guitarras, y eso producía a Marina excitación acrecentada por los gritos y risas que interrumpían los números musicales. Era una mujer joven y llena de energía, y la llenaba un insaciable apetito de vivir.

Pavel Suchaldin, que volvía de recibir a un visitante en el vestíbulo, entró en el saloncito de los Vorachilov en el preciso momento en que Marina, ante una ventana abierta, pirueteaba al compás de la música de un vals distante.

Señalando con la cabeza en la dirección de donde la música procedía, Suchaldin manifestó:

-—Parece que se celebra una fiesta en la que todos son bien acogidos. Algo así como las nuestras de la recolección. Los hombres que retornan de las minas emplean este sistema para propagar su buena fortuna, según se me ha explicado.

—¿Qué dijo el individuo a quien hablaste a propósito de la petición de la condesa?

—Me encargó que le transmitiese sus cumplidos. Añadió que si era ella lo suficiente joven y bonita sería capaz de hacer el tonto por ella como ahora lo hace por sí solo. Confío en que tú no repetirás a…

—Sería yo capaz de conseguir que hiciera el tonto ese hombre?

Pavel alzó una mano prohibitoria.

—¡Hija! No pienses en eso siquiera. Ese tipo es… un excéntrico. Nunca he visto un hombre semejante. ¿No hemos sufrido ya bastantes complicaciones a causa de tu juventud y tu belleza?

—Sí, pero el tal capitán podría consentir en llevarnos a Sitka. Esa es nuestra única esperanza. Vamos. ¡Merece la pena probar!

Abrió la puerta y Pavel, entre vivas protestas, la siguió hasta el vestíbulo.

Se habían expedido invitaciones a las gentes de alguna notabilidad, con la característica campechanía fronteriza. Los botones del hotel habían hecho correr la voz de que Jonathan Clark, el Hombre de Boston, celebraba su regreso de un viaje afortunado y deseaba invitar aquella noche a todas las mujeres bonitas que tuviesen traje de gala y quisieran complacerle con su presencia. Nadie las impediría llevar acompañantes.

Se trataba de una invitación tendente a atraer a las jóvenes a quienes Clark deseaba conocer, y había veintenas de ellas que habitaban o frecuentaban el Occidental, Jonathan Clark era un tipo fabuloso y digno de ser conocido. El hablar de traje de gala indicaba que el asunto se reducía a un círculo distinguido.

El propio invitador resultó muy diverso a como lo habían visto o imaginado. Ciertamente no se parecía al vagabundo, con blusa cosaca y pantalones de piel, que tanta impresión causara durante el día. Se había transformado, como por arte de magia, en un hombre pulido y elegante. Era cortés, encantador, y su acento bostoniano daba a sus palabras una distinción excepcional en aquel país de robustas individualidades físicas. Más de una beldad respiró aliviada al comprobar que aquel no era el tipo de hombre que manosea a una mujer después de tomar la primera copa con ella. Clark era, por lo contrario, un caballero y muy refinado además.

Los acompañantes de las mujeres se sintieron igualmente sorprendidos. ¡Aquél era el célebre lobo del mar del Pacífico del Norte, y el que le acompañaba era su notorio primer piloto, Cotton Mather Greathouse!

Clark había hecho las cosas en grande. Sus habitaciones estaban alegremente adornadas con papel de colores y oropeles de Navidad. Ramilletes de flores y palmeras en macetas estaban adecuadamente distribuidos. Mozos de mostrador vestidos de blanco servían toda clase de bebidas, y diligentes camareros se apresuraban a llenar los vasos vacíos, o a substituir los empezados por otros nuevos en, cuanto los clientes volvían la cabeza. Y en fin, el muy truhán de Clark podría ser un mentecato, pero soportaba la bebida bien y en el mismo caso estaba su compañero de piraterías.

Cottonmouth, vestido con un traje negro y una camisa impecable, bebía con cuantos llegaban y bailaba todas las danzas generales con la agilidad de un derviche. Cuando no, solía tener un par de mujeres sobre las rodillas.

Ya el lugar estaba lleno. Clark se divertía de lo lindo, cuando a través de una rosada neblina, divisó una recién llegada, una muchacha tan candorosa, tan encantadora, que su primer impulso le hizo dirigirse hacia ella. La joven acababa de entrar y contemplaba la orgía como si se tratase de algo completamente desconocido para ella.

Le ciñó el talle y, venciendo su resistencia, la hizo unirse a los demás bailarines, que a la sazón danzaban un vals.

—Soy Jonathan Clark —afirmó para acallar las protestas de la muchacha—. Bienvenida sea a mi reunión.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró con curiosidad.

—¿Es usted el extravagante capitán de marina que invita a beber y a bailar a todo San Francisco?

—No soy tan extravagante —repuso él, algo picado. —Pero dígame, ¿es usted tan hermosa como me parece o me he emborrachado de súbito?

Ella, dirigiendo a su alrededor una rápida mirada por encima del hombro, manifestó:

—No he venido a bailar. He venido a hablar con usted.

—¡Pero si baila usted a las mil maravillas. Y me parece que le agrada el baile. Así, bien advierto que no estoy bebido. Es usted bella. Baile sólo conmigo y con nadie más, ¿quiere?

—¿Por qué? Hay aquí muchas otras mujeres, y las encuentro muy elegantes y magníficamente vestidas.

A Clark le agradaba la manera de hablar de la muchacha, el timbre de su voz… Era evidentemente una extranjera.

—Lo mismo —admitió— pensaba yo hasta hace un momento. Pero luego la he visto y no sé qué me ha pasado en la cabeza.

—Presumo que dirá usted lo mismo a todas. Yo conozco pocos capitanes de barco, pero a ninguno como usted Casi me hace usted recordar a nuestros oficiales rusos. Tan galante y tan…

—¿Es usted rusa?

—¡Naturalmente! Acabamos de llegar de San Petersburgo.

Clark dejó de bailar, pero siguió reteniendo a la joven entre sus brazos.

—¿Acaso es usted la condesa?

—¡Oh, no! —exclamó Marina apresuradamente^-. Soy sólo su compañera y amiga. La condesa es una mujer distinguida. Yo, en cambio, soy una pobre muchacha de provincias. La condesa habla francés, pero no pronuncia bien el inglés. ¿Comprende?

Sonrió. Clark le devolvió la sonrisa.

—Pues me alegro.

—¿De qué?

—De esto: yo no sabría comportarme adecuadamente con una condesa. Ignoraría la manera de hacerle el amor.

Marina, súbitamente agitada, respondió:

—Pavel le ha hablado de que nos lleve usted a Sitka en su buque. ¿Lo hará?

Clark denegó con un movimiento de cabeza.

—¿Por qué? -—insistió la muchacha—. La condesa le pagará cuanto le pida. Indicó usted que, si ella era joven y bonita, usted podía consentir en acceder a lo que le pidiese. Eso fue un acto de audacia. Pero ustedes, los americanos, lo toman todo a broma. La condesa no es joven, y por eso vine yo… para substituirla. Y para implorarle este favor.

Y concluyó su presurosa explicación con una mirada de auténtica súplica.

Clark había besado a más de una muchacha en el curso de sus coqueteos de aquella noche. Y esta vez besó a Marina en la boca.

Cuando sus manos la soltaron, observó que la rusa se había tornado lívida de furia. Sus senos palpitaban tumultuosamente. Miró a Clark y sus mejillas se colorearon.

—Si Pavel ha visto esto, lo matara —dijo con voz apagada, pero tensa.

—¿Es su marido ese Pavel?

Marina miró con desdén a su interlocutor y frunció los labios.

—¿No respeta usted más que a los maridos airados? Pavel me dijo que esto era… una fiesta familiar americana al estilo de las nuestras de la recolección de las mieses. Ea, me voy.

Clark le cerró el paso.

—¡Espere! Ese hombre no es ningún necio. De sobra debía saber qué clase de reunión era esta. Y usted debiera saberlo también.

—¿Por qué había de saberlo? Las costumbres americanas me son desconocidas.

Clark cerró los ojos y movió la cabeza. Dijérase que deseaba aclararse el entendimiento. Cuando habló lo hizo con voz alterada.

—Estoy beodo, señorita. Mucho siento lo hecho, pero si usted conociese las costumbres californianas quizá comprendiera usted que yo no soy quien ha podido suponerse. Acaso usted me disculpara si supiera…

Hizo un esfuerzo para sobreponerse.

—No tengo costumbre de presentar excusas, como puede usted inferir de las tonterías que estoy diciendo. Por su aspecto debí comprender que ignoraba usted en qué compañía se hallaba. Es usted una flor blanca caída en el fango…

Sus palabras se tornaron más bruscas.

—De todos modos, usted consintió en acudir. ¡Maldición! Dos años he llevado en el infierno, anhelando dar y recibir besos. Está usted encantadora, más que otra cualquiera de las demás mujeres presentes, y tanto, que me ha hecho perder la cabeza. Y nunca ciertamente contaba quedarme sin ella en honor de una rusa.

Agregó, casi a gritos:

— ¡Cuando yo me estaba divirtiendo ha venido usted a interrumpir mi alegría! Váyase. ¡Sí, váyase con sus amigos y déjeme con los míos! Ellos son los únicos que tengo derecho a tratar, y aun son demasiado buenas para mí.

Concluyó:

—Mañana, cuando me encuentre lo bastante sobrio para sostenerme sobre las piernas, iré a presentar mis cumplidos a la Condesa No Sé Cuantos y mis más abyectas excusas a usted.

—¡No diga nada a mi tía! —exclamó Marina—. He actuado por espontáneo impulso, como usted mismo comprenderá. Todo se ha debido a…, ¡al vino! Explicaciones, excusas y cumplidos a la condesa no harían sino empeorar las cosas. Porque ella…

Clark miró fijamente a la joven.

—Muy bien. Pero conste que nada se ha debido al vino. Y dudo mucho de lograr embriagarme lo suficiente para olvidar ya nunca sus labios.

Deslizó la mano de la joven debajo de su brazo y la acompañó a través del gentío.

Ya en la puerta se inclinó profundamente ante Marina y estrechó la mano de Suchaldin.

—Muy amable ha sido —dijo— el que ustedes honrasen la fiesta de un marino con ocasión de su retorno, aunque tan corto rato hayan pasado aquí.

Un momento después Pavel preguntó :

—¿Por qué nos marchamos tan pronto? Las vituallas son excelentes. Y las gentes interesantes.

—Cuando Clark descubrió que yo no era como las demás mujeres de la concurrencia, me rogó que saliese.

—Eso ha sido muy considerado por su parte. Mas ¿le has hablado de Sitka? ¿Te ha hecho alguna promesa?

—No lo sé.

Pavel no había visto nunca tan conturbada a su compañera.

—Ese hombre —siguió Marina— es una persona extraordinaria. Es capaz de hacer cualquier cosa. Pero no me agradaría viajar en su buque.

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