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Clark pensó para sí que vivía en una época de milagros. Desde entonces en adelante lo extraordinario sería corriente y nada le podría sorprender. En el breve espacio de una hora su fortuna había prosperado tan inesperadamente, que se sentía atónito.

El general Vorachilov volvió a interrogarlo, pero no en el despacho de la ciudadela de troncos. Esta vez se dirigió, solo, a la celda de Clark. Comenzó su asombroso discurso con el brusco aserto de que imprevistos acontecimientos habían alterado la situación en términos tales, que la presencia de Clark y de sus hombres en Sitka había venido a constituir más que un motivo de satisfacción, un estorbo para el gobierno colonial. Ello explicaba las irregulares circunstancias en que se celebraba aquella entrevista.

El general explicó que un importante funcionario —el príncipe Semyon Petrovsky—. había llegado de San Petersburgo con autoridad directa para poner en ejecución ciertas medidas de vasto alcance estimuladas por el nuevo Zar. Algunas eran de tipo puramente interno; otras de carácter más vasto. El príncipe había mostrado vivo interés por la propuesta de Clark. Le parecía conveniente la idea de poder obtener más provechos de las islas Pribilov, pero antes de decidir en definitiva, necesitaba nuevos informes.

Por ejemplo, ¿qué cantidad podría exigir el gobierno por la concesión del monopolio solicitado? ¿Qué garantías de fiel cumplimiento darían los adquiridores de la concesión? ¿Qué cantidad de pieles podría recogerse cada año sin merma de los rebaños de focas? Ésas eran unas cuantas de las preguntas a las que había que responder.

Ya que Clark había hecho un cuidadoso estudio del asunto, convendría que volviera a bosquejar el plan, en forma de datos y cifras, mientras el general tomaba notas. Redundaría mucho en provecho de Clark, apuntó el general significativamente, cooperar en la máxima medida posible, a fin de que Su Alteza pudiera tomar una decisión.

El marino se aprovechó inmediatamente de aquella ventaja, por ligera que pareciese ser. Si el embajador del Zar deseaba desembarazarse realmente de él y de sus hombres, no debía él, por nada del mundo, desalentar tan laudable deseo.

Después de escuchar pacientemente a Clark y anotar los datos que le daba, el general habló en términos comunes, aunque con un obvio esfuerzo para medir sus palabras:

Rusia, dijo, acababa de salir de una guerra desastrosa. La política europea estaba en una situación de tan crítico equilibrio que el Zar consideraba imperativo mantener relaciones cordiales con ciertas potencias amigas. El mayor deseo del Zar consistía en fomentar las amistosas relaciones a la sazón existentes entre Rusia y los Estados Unidos de Norteamérica, la más cercana vecina del único dominio colonial de Rusia. Esa colonia había mantenido un creciente comercio con la costa americana del Pacífico, pero tal tráfico había sufrido una grave contracción desde el descubrimiento de oro en California. De manera que procedía restablecer a toda costa un comercio a la sazón reducido a la nada.

Estas razones habían motivado que el príncipe Petrovsky se sintiera muy disgustado por la situación con que se encontró a su llegada, ya que alcanzaba a algo más que al mero castigo de algunos piratas de pieles. Amplias eran las perspectivas que se habían de examinar. Clark y su tripulación eran americanos.

Y ello resultaba lamentable, porque precisamente, el príncipe pensaba arrendar el negocio peletero, no a un grupo de compatriotas suyos, sino a otro de hombres de negocios americanos, si ello era posible.

Aquella manifestación completó el desconcierto de Clark. Era claro que él y sus hombres resultaban más valiosos para el príncipe vivos que muertos, ya que, de hecho, su mera presencia en suelo ruso, como prisioneros, constituía una amenaza a los propósitos que a la sazón se acariciaban.

El jefe de los Hombres de Boston sintió un impulso de romper en gritos de júbilo.

—¿Posible? —exclamó—. Ese grupo, Excelencia, sería fácil de encontrar. En San Francisco sobran capitales dispuestos a participar en inversiones provechosas. Yo me encargaría de levantar los fondos necesarios.

—¿Usted?

—Sí, y en un día. En una semana a lo más. ¿Ha oído usted hablar de la Banca Cleghorn e Hijos? Les encantará la posibilidad de firmar un contrato de esta clase. Si en los planes de Su Alteza figura el establecer un intenso tráfico entre Alaska y los Estados Unidos, puedo ayudarle a realizar eso inmediatamente.

—Yo repetiré al príncipe sus palabras. Está deseando verle fuera de aquí cuanto antes, y no comparte mis prejuicios contra los que en una forma u otra conculcan la ley. Incluso podrá considerar que se trata de repartirse unas ganancias que hoy no se obtienen.

—Se obtendrían —dijo vehementemente Clark—; y confío, señor, en que ese prejuicio de que usted habla no se dirija personalmente contra mí.

—Sí se dirige —repuso fríamente el gobernador—. Lo miro a usted con desagrado y desapruebo su trato con mi sobrina. No puedo permitir que continúen ustedes viéndose y le he prohibido que le visite o se comunique con usted en forma alguna. Empero no quiero que mis sentimientos personales se mezclen en el asunto, siempre que se respeten mis deseos

—Yo le daré oportunidades que le permitan mejorar la opinión que de mí tiene —manifestó Clark.

—Cuando el príncipe haya resuelto, le avisaré.

El general se inclinó. Cerróse la puerta tras él y rechinó la llave en la cerradura.

¿De manera que el gobernador desaprobaba la relación de Clark con Marina y no veía con agrado a Clark? Pues ello le convendría mucho. En adelante, Clark sería un hombre libre. Sentía completa confianza en el futuro y experimentaba un alivio y una alegría abrumadoras. Una vez dueño de sí mismo, podía el general irse al infierno. ¡Mantenerle separado de Marina! Tendría Vorachilov que encerrarla en una prisión más sólida que aquella fortaleza de leños.

Sin contar con ella. Porque no era ella de las que se dejan intimidar.

Pero había otra cosa importantísima: la concesión del monopolio. ¡Había que buscar capital americano!

¡Entablar relaciones comerciales! ¡Traficar con la costa californiana! ¿Quién imaginaría poco antes que las horcas iban a quedarse sin veinte víctimas y que la justicia rusa había de perdonar a sus acusados? ¿Quién podía prever semejante cambio en los acontecimientos?

No obstante, era una cosa lógica. No hacía sino mostrar lo débil que es la mente humana y el imaginario ogro que es el miedo. ¿Qué venía a ser el miedo? Algo como el genio encerrado en la redoma del pescador. Nunca podría tomar forma si alguien no quitaba la tapa de la vasija. Esperar que el emisario del Zar permitiera a Clark manejar por su cuenta un asunto de tanta importancia era demasiado. Sin embargo, ello no parecía ya más sorprendente que lo que le había ocurrido hasta entonces. Si tan tentadora oferta no se aceptaba, no se iba a desmoronar ningún castillo de naipes. Por lo contrario, el que Marina y él habían construido en su imaginación cobraría realidad.

Ni el príncipe, ni Vorachilov, ni los nobles pertenecientes a la Compañía Ruso Americana, ni siquiera Su Majestad Imperial, tenían la menor idea de lo que podían valer aquellos criaderos de focas. ¿Cómo iban a tenerla? Pero él la tenía y Cottonmouth también.

Era lamentable no cambiar algunas impresiones previas con su primer piloto. Por otra parte, la incertidumbre de Clark respecto a la confirmación de su buena fortuna era casi tan congojosa como antes la suspensión en espera del castigo que pudieran imponerle por sus acciones.

Le costaba trabajo no proferir a voces el nombre de Marina.

* * *

El gobernador entró en la sala de su sobrina. La joven, sentada arte una ventana, contemplaba tristemente la goleta de Clark que, despojada de su botín, había llegado de Kodiak aquella mañana.

El Hermana Peregrina flotaba sobre las aguas del puerto con la ligereza de una gaviota. Sus audaces mástiles, el insolente ángulo de su bauprés, las bien cortadas líneas de su casco parecían dar al pequeño buque una expresión desdeñosamente orgullosa, como la de su dueño. Este pensamiento laceró el corazón de Marina.

—¿Qué hay? —preguntó a su tío.

—Vengo de los barracones. Dije cuanto me parecía discreto decir.

Y el general, en cuatro palabras, relató todo lo sucedido.

—¿Sospecha Clark algo?

—Nada. En realidad hay más verdades que engaños en lo que le he dicho. Me aliviará mucho saber a ese hombre lejos de nuestro alcance. Ahora voy a trazar el borrador del contrato y extenderemos una autorización a Jonathan Clark para que pueda reanudar su viaje.

—¿Será eso muy largo?

—Si es necesario, trabajaré toda la noche.

—Hazlo. Luego léelo con cuidado antes de que Semyon lo firme. Y ahora, tío, no permitas que Jonathan vuelva a entrar aquí. Mantenle donde está hasta que zarpe. Si le oyera pronunciar mi nombre…, correría hacia él.

Se inclinó y escondió el rostro entre las manos. Vorachilov salió de la estancia moviendo la cabeza, dubitativo.

* * *

Clark leyó con incrédulos ojos el documento que el general le entregó. Su sorpresa fue tal, que le impidió hacer comentario alguno sobre el texto.

—¿Debo dar por entendido —dijo— que estoy en libertad de dirigirme a San Francisco y…?

—Precisamente. Zarpará usted cuanto antes.

—¿Y mis hombres?

—Ya deben estar a bordo de su buque.

—¿Del Hermana Peregrina?

Jonathan no quería dar crédito a lo que oía.

—¿Se halla mi buque aquí?

—Aquí y presto a hacerse a la vela. Espero no volver a verlo nunca más en aguas rusas, a menos, desde luego, que logre usted organizar la compañía de que hablamos. Francamente, dudo de su capacidad de conseguirlo y nada sino las necesidades del momento me han inducido a suscribir un documento que respalda procedimiento tan anómalo.

Clark miró al general a los ojos.

—Si así es, no dejará usted de verme y de ver mi barco. Esté seguro de que no tardaremos en regresar.

El americano preguntó:

—¿Qué hago ahora?

—Se dirigirá usted al muelle, bajo escolta, y partirán sin demora. No dejaré de procurar que lo haga.

El general salió de la barraca seguido por Clark, que andaba como un sonámbulo. Incluso se dio un pellizco para cerciorarse de que se hallaba completamente despierto.

Una turba de gentes andrajosas y sucias lo acogió a bordo de la goleta. Todos se hallaban asombrados. Pasmábales su buena fortuna y desconocían por entero la razón a que se debía. Todos rodearon al capitán, haciéndole preguntas que él se sintió obligado a no contestar.

—Alegraos —dijo—. Os traigo buenas noticias. Las mejores que pudiera transmitiros. Pero ahora no es cuestión de hablar de ellas. Tenemos órdenes de levar el ancla sin demora ; así que debemos ponernos a la tarea. Cuanto antes nos alejemos, antes sabréis cosas que os regocijarán.

Estrechó la mano de Cottonmouth y dijo con una sonrisa jovial:

—Prepárate a una sorpresa, amigo mío. Yo he hecho de ti un hombre honrado. Anda, haz trabajar a esos haraganes.

Cuando el Hermana Peregrina comenzó a navegar con todas sus velas al viento, Clark hizo congregarse a la tripulación, y en breves palabras explicó lo sucedido.

—Así —dijo— que ni van a colgarnos, ni siquiera a someternos a proceso. Somos hombres libres y podemos en adelante navegar sin contravenir la ley. Lo cual es lo que vamos a hacer desde ahora. Hemos perdido nuestro cargamento, pero pronto volveremos en busca de otro. Todos los años vendremos a las Pribilov y no tendremos que desembarcar al amparo de la bruma. No viviremos más en temor e incertidumbre, ni habremos de correr a la vista de un pabellón ruso. Hemos iniciado un asunto, amigos, que nos hará a todos independientes, porque estoy resuelto a llevar esta transacción adelante. Nos repartiremos los provechos, por supuesto, como lo hemos hecho siempre.

Calvino Strong gritó:

—¡Tres hurras por Jonathan Clark y tres por el Zar de Rusia!

Desde la ventana de su aposento, en lo alto de la roca, la condesa Vorachilov contempló a Clark pasar a bordo de su bergantín. Oyó el débil chirriar de su cabrestante y los gritos de los marineros mientras se izaban las velas. Veíase la alta figura de Clark en la toldilla, con el rostro vuelto hacia el castillo. La joven lo miró fijamente hasta que las lágrimas borraron su campo visual y acabaron desvaneciéndolo por completo.

Aún seguía Marina apoyada en el antepecho de la ventana esperando columbrar un último atisbo del Hermana Peregrina, cuando oyó un tímido golpecito en la puerta.

—¿Quién? —preguntó.

Una voz menuda respondió:

-—La costurera, señorita, que viene a tomar medidas para su vestido de boda.

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