4
El «Hermana Peregrina» había descargado ya sus valiosos fondos. Y a la sazón, con la excepción del primer piloto, toda la tripulación se hallaba congregada en la cámara del capitán. Jonathan Clark no mostraba la menor huella de sus disipaciones de la noche pasada. Se sentaba a la cabecera de la mesa, sobre la que yacían su gris sombrero de copa y su bastón.
-—Amigos —empezó—, nuestro viaje ha terminado y cada uno ha de recibir su parte en nuestros mal ganados provechos. El dinero está a nuestro nombre en la Banca Cleghorn e Hijos.
Hizo una pausa y agregó:
-—Y ahora, ¿quién desea volver a embarcar conmigo?
Un coro de veinte gargantas respondió:
—¡Yo, yo!
—¡Cuenta conmigo!
—¡Todos queremos embarcar contigo, Jonathan!
Un hombre de barba canosa, manifestó:
—Contigo se gana más que a bordo de un ballenero y los riesgos son mucho mayores. También vale más acompañarte que bordear los Grandes Bancos en invierno o dedicarse a cortar leña en los bosques del Maine.
Aquella tripulación de Clark difería de todas las demás de los buques contrabandistas de pieles. Y difería en que todos sus tripulantes, excepto el aleutiano Ogeechuk, procedían de Nueva Inglaterra. Eran gente atrevida y muy pagada de sí misma. Algunos de edad madura, representaban tener hábitos morigerados; y ninguno parecía ganarse la vida en una profesión ilícita.
—Pues entonces sigamos juntos —propuso el juvenil capitán Clark—. Aunque ello costará algún trabajo, porque todos tenéis dinero y ganas de gastarlo. A mí me pasa lo mismo. San Francisco no es lugar seguro para un marinero con sus pagas en el bolsillo. ¡Silas Atwater!
—Presente, capitán.
—Tú y Calvino Strong sois hombres casados. Conviene que atendáis al bienestar de vuestras mujeres e hijos.
-—Ya nos proponemos hacerlo, Jonathan.
—Los demás no tenéis obligaciones que me afecten en nada, pero, si siguieseis mi consejo, sólo sacaríais cada día una cantidad suficiente para satisfacer vuestros apetitos, fuesen los que fueren. Sois más ricos que nunca lo habéis sido y ésa es una situación peligrosa para cualquiera. Por otra parte, siendo así que me falta el valor moral necesario para ahorrar mi dinero, ¿cómo voy a pediros que vosotros lo ahorréis? Por ello contaba que vuestro capellán nos dirigiera una breve homilía previniéndonos contra los males de la disipación.
Y Clark añadió:
—Bien, el caso es que nuestro protestante pastor está en lucha con una ligera resaca de las disipaciones, la bebida y las mujeres.
Estalló una carcajada y del diminuto camarote del primer piloto llegó un gruñido. La sonrisa de Clark se acentuó.
—¡Pobre Cottonmouth! —comentó—. Su carne está presta a todo, pero le falta el ánimo. Tiene los viles instintos de los rufianes, mas un exceso de piedad adquirida en sus primeros años le ha privado de la fuerza moral necesaria para cumplirlos enteramente.
Y ahora, puesto que se halla, diremos, con licencia sabática, voy a ocupar su púlpito por un momento. Y mi consejo es éste: armad cuantas trifulcas queráis en los barrios altos de la ciudad, donde el whisky es mejor y la compañía tan mala como en la parte baja. Los establecimientos de la ribera son antros dirigidos por criminales. En ellos nació y se practica la recluta forzosa de marineros. La costumbre es verter láudano en las bebidas, o asestar en el cerebro un golpe capaz de hacer ver las estrellas. Tras ello uno se encuentra, al siguiente día, navegando con rumbo a la China.
«Cuando tengáis conflictos, como indudablemente los tendréis, enviadme aviso al Occidental y yo pro curaré sacaros del atasco. Pero no procedáis con demasiada imprudencia, porque hay necios de nuestra profesión que se balancean, por menos, en las horcas rusas.
Clark se levantó, tomó bastón y sombrero y ascendió la escalerilla.
En el muelle parose para admirar el «Hermana Peregrina». Le emocionó y llenó de orgullo, como siempre, el contemplar las líneas netas y audaces del casco y los altísimos mástiles, que indicaban el insólito velamen de la nave. Aquel buque podía constituir motivo de jactancia para cualquier marino.
Procurando no atender excepcionalmente las expresiones de sorpresa o mofa que suscitaba en la gente su galano atuendo, anduvo a lo largo de la costa en busca de uno de los «antros» contra los que había prevenido a sus hombres.
Parose ante una muestra que rezaba:
«Casa de Juan Sincero».
Aquél era quizá el lugar más conocido de toda la ribera. Clark empujó las puertas enrejadas y, pisando el suelo cubierto de serrín, se acercó al mostrador, tras el que campeaba un hombre de enorme cintura.
El lugar, amplio y bajo de techo, despedía acres olores. A aquella hora del día hubiera estado desierto, de no ser por la presencia de cuatro hombres que arrastraban una pesada borrachera. Había también dos rollizas mujeres.
La entrada de Clark produjo cierta impresión. Uno de los hombres hizo un comentario a media voz y las mujeres se interesaron.
Clark, con un floreo del bastón, les señaló el mostrador.
—¿Quieren beber conmigo?
Entre murmullos de agradecimiento todos se levantaron y rodearon a Clark, que ya se había instalado ante el mostrador. Todos lo miraban descaradamente en el espejo que ante ellos había.
—¿Qué van a tomar? —preguntó el hombre gordo.
—Estos señores lo que quieran. Beba usted también. En cuanto a mí, lo mismo, y de la misma botella.
Aquella era una sorprendente novedad. El tabernero frunció el entrecejo.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó con voz lenta.
—Nada, bromeaba. Lo bueno para usted será bastante bueno para mí.
Clark miró con aparente indiferencia a sus compañeros y todo lo demás que le rodeaba. Cuando se sirvieron los vasos, alzó el suyo con amplio ademán.
Pagó la ronda sacando un fajo de billetes que hizo al corpulento propietario sentirse más efusivo y exclamó:
—Me llamo Juan Sincero Brennan. Y como no se puede bailar sobre una sola pierna, las próximas copas las paga la casa.
—No, gracias. No he hecho más que entrar para conocerles. Yo soy Jonathan Clark, de Boston.
Se produjo cierto revuelo. Clark Continuó:
—Tengo en mi tripulación veinte marineros y todos me serán precisos para hacerme a la mar.
Callose y miró fijamente a Brennan.
—Y como me son precisos los tendré. ¿Entiende?
El rostro de Brennan enrojeció poco a poco. Luego, significativamente, el hombre inquirió:
—¿Qué quiere darme a entender con eso, señor Jonathan Clark de Boston?
—Una cosa muy clara —repuso Clark.
Y apoyó su bastón en el vientre del hombre grueso, como si quisiera empalarlo. Sosteniendo el bastón en tal postura, continuó:
—Si usted o cualquiera de su puerca banda, o de otras, pone mano sobre uno de mis hombres, yo lo mataré a usted. No a los demás. ¡A usted!
Subrayó las últimas palabras con un empujón de la contera, lo cual arrancó un gemido a su víctima. Luego se volvió y miró a los demás con fría malevolencia.
—Pueden ustedes —añadió— transmitir estas noticias a la demás gentuza.
Púsose el bastón bajo el brazo y contempló durante un rato a los presentes mientras se calzaba un par de guantes de color. Tras esto, se miró al espejo, se rectificó la posición del sombrero y se encaminó, sin prisa, hacia la puerta.
Hizo unas cuantas visitas semejantes hasta que el mucho apetito le impelió a dirigirse al hotel. Después de comer abundantemente completó las disposiciones necesarias para su recepción de la noche, y luego ascendió las escaleras del Occidental, proponiéndose visitar a la condesa Vorachilov.
Llevaba entre los brazos dos grandes ramilletes de rosas.
Pensaba que debía ser una curiosa experiencia conocer a una mujer de la aristocracia, particularmente cuando se trataba de una pariente del gobernador de la América Rusa.
Circulaban en California abundantes historias acerca de Sitka, la capital de aquel lejano dominio. En sus viajes al septentrión había Clark escuchado otras referencias suficientes para interesar a un aventurero de su clase. Los moscovitas gustaban de vivir bien y de que vivieran todas sus mujeres. Tanto era así que los beneficios del comercio de pieles habían rápidamente aminorado. Los colonos llevaban una vida alegre, descuidada, extravagante… Al menos tal se decía. Las distinciones de clase eran muy rígidas y se observaba en gran parte mucha de la pompa y ceremonial de los círculos cortesanos y eclesiásticos de Rusia. Oficiales del ejército y la armada imperiales ofrecían frecuentes recepciones en sus casas y los enviadas personales del Zar, como el general Vorachilov, frecuentemente presidían espléndidas fiestas y magníficos bailes en la ciudadela construida por Baranov, el férreo gobernador de los primeros días.
Brillantes y coloridas eran aquellas ocasiones. Centelleaban las charreteras de oro, las anchas cintas y las condecoraciones de los hombres, así como las joyas y los elegantes vestidos de las mujeres. Éstas procuraban usar las últimas modas europeas y, como consecuencia, Sitka se había afamado por sus beldades de blancos hombros tanto como por las campanas fabricadas en sus fundiciones. ¡Dulces campanitas de misión, que luego resonaban en la mitad de los templos de Hispanoamérica!
También, sin duda, sería una curiosa experiencia para la condesa Vorachilov conocer a un americano, pirata de pieles. ¡Un ladrón del mar con los brazos cargados de rosas!
¿Qué diría la condesa si supiese quién era él en realidad y el precio que el general Vorachilov había puesto a su cabeza?
Clark sonrió al pensarlo. Pero estaba dispuesto a contarlo si la dama se mostraba altanera.
Empero, no procedería así con Marina Selanove antes de mostrarle que él no era el rústico que ella podía pensar. Anoche —díjose Clark— se había conducido malamente y lo avergonzaba la idea de haber puesto a la joven en contacto con mujeres de vida turbia.
En eso, Clark era muy estricto. Acaso lo debiese a su sangre neoinglesa, que le hacía sentirse un rígido sostenedor de su ascendencia puritana. En cualquier caso Clark se adhería pueril e inconscientemente a la idea de que en el mundo existían dos clases de mujeres: aquéllas con las que los hombres se casaban y aquéllas con las que se divertían, si los hombres tenían ganas de divertirse. De las primeras, Jonathan tenía muy poco conocimiento, pero de las segundas, gracias a los cielos, tenía el bastante para tratar con ellas como lo que eran. Sin causarle daño alguno, podían portarse con él como muchachas muy amables.
A su llamada a la puerta respondió el cortés Pavel Suchaldin. La condesa había salido con su acompañante. Si el capitán deseaba esperar…,
Advirtiendo la presencia de Marina Selanova, el capitán manifestó que con mucho gusto aguardaría…
Al ver las rosas, la joven lanzó una exclamación de placer, y cuando él se las entregó, Marina enterró su semblante en ellas.
—Tanto tiempo llevamos viajando —explicó— que se me había olvidado que en el mundo hubiera flores. Porque aquí no hay más que fango, fealdad y ruido.
—Y oro.
—Sí, oro —respondió ella—. Pero no belleza y dulzura.
Estando usted aquí y mirándome a los ojos, ¿cómo puede usted sostener eso?
Y Clark se volvió a Suchaldin para que él corroborara sus palabras. El ruso permitió que una sonrisa suavizase la gravedad de su faz. La muchacha hizo un mohín.
El cumplido de Clark, o la forma en que lo realizó, pareciera disminuir un tanto las barreras de la mutua reserva que reinara hasta entonces. El visitante se sintió más dueño de sí.
A la sazón advertía que Marina era todavía más encantadora que cuanto se lo pareciera la noche anterior. O quizá su encanto le era tan poco familiar, que a cada nuevo contacto con ella, su atractivo crecía ante sus ojos. Porque Clark casi había olvidado muchas cosas: la cultura de Marina, su inconsciente dominio de sí misma, su refinamiento…
Marina tenía el cabello casi negro y tan fino que se rebelaba a toda constricción. Sus ojos eran pardos y límpidos como los de una gacela. La nieve de Alaska no era más blanca que su piel. ¡Cuán flexible y esbelta la habría sentido Clark entre sus brazos! El sencillo vestido que llevaba la joven no lograba disimular el encanto de su figura.
Clark se moría de deseos de informarse de algo acerca de aquellas gentes, pero a su curiosidad excedía la de la joven. En pocas palabras, el capitán dio una corta y discreta reseña de su personalidad. Se dedicaba, dijo, al comercio de pieles y acababa de retornar de un viaje largo y arduo, pero provechoso.
Añadió que ningún asunto especial lo había llevado a Sitka. Poca idea podía dar de tal lugar a la joven, salvo que se alzaba en el fondo de una bellísima bahía salpicada de islas. La rodeaban verdes selvas y le servían de fondo majestuosas montañas, cuyas cimas estaban cubiertas de nieves perpetuas. Hasta que surgió la ciudad de San Francisco, enloquecida por la fiebre del oro, aquel puerto alaskeño había sido, durante generaciones enteras, el principal de la costa septentrional de América:
—Veo —opinó Marina— que Sitka debe de ser algo muy superior a esta población.
Suchaldin apuntó:
—San Francisco es una ciudad muy joven. Más joven que tú misma. Ya adquirirá cultura y dignidad. Quizá llegue a rivalizar con Sitka.
Clark lo miró con curiosidad. El hombre hablaba sinceramente. La mujer también. Era obvio que se hallaban abismalmente ignorantes de la verdad acerca de la vasta posesión colonial de su país. Sonrió para sí, pensando en la sorpresa que les aguardaba.
Notó entonces que, por primera vez desde que entrara, había separado su rostro de la faz de Marina.
¡Ea, ya podía permitirse el lujo de ser más rudo! Probablemente sería aquella la última vez que iba a ver a la muchacha, y deseaba llevarse de ella una duradera imagen.
Un instinto de sinceridad le impelía a defender a aquella ciudad incipiente contra la acusación de completa ordinariez y absoluta falta de distinción. Relató, pues, la breve historia de la población, que podía remontarse al reciente descubrimiento de los yacimientos de oro. Explicó cómo, de la noche a la mañana, sobrevino un hacinamiento de barracones y tiendas de campaña poblados por hordas de buscadores de fortuna que acudían desde las llanuras en carromatos entoldados, o atravesaban los pantanos de Darien, o llegaban en buques de las más distantes partes del mundo. Tan loco había sido el impulso que arribaban gentes hasta en barcos inapropiados para hacerse a la mar, todos llenos hasta las bordas; y aun arribó una partida de emigrantes, desde Oriente, metidos en un antiguo junco chino.
Fondeaban los buques, y los pasajeros y tripulantes los abandonaban inmediatamente. Los cargamentos se echaban a perder por falta de mano de obra que los transportase a tierra, y así, la rada se iba convirtiendo en albergue de una escuadra fantasmal cuyos cascos se pudrían unos junto a otros. El viento gemía lúgubremente en sus cordajes. En tanto que la ciudad se desarrollaba entre un tumulto de gritos, aquella flota permanecía silenciosa y sin vida. Sólo la animaban los abundantes ejércitos de ratas que proliferaban con una rapidez que superaba a la de la población misma. Alcanzaban un tamaño y una ferocidad monstruosos y, finalmente, rebasando los buques, pasaron a tierra; invadieron la ciudad y aun atacaron a las gentes.
Marina se estremeció.
—¡Qué horror! Si la condesa oyera algo parecido no podría volver a cerrar los ojos en mucho tiempo
Clark prosiguió explicando que la ciudad había ardido hasta los cimientos repetidas veces, pero fue siempre reedificada. Los huevos traídos desde Nueva Inglaterra se cotizaban a dólar, las botas a cuarenta, el agua potable se vendía por cubos y las drogas heroicas eran casi inconseguibles. Pasó a describir las ilegalidades y crímenes de que la ciudad había logrado librarse al fin.
—Está claro —convino Clark—, que no es absoluto, pero todo ha variado y empieza a existir en la vida de San Francisco cierta fiscalización. Hoy, tal como la ciudad es, constituye un monumento al valor y determinación de sus fundadores. Hay un algo heroico y sublime en una fe tan inquebrantable. Nosotros somos gentes impetuosas, siempre apresuradas y prestas a buscar y desafiar lo imposible. Me atrevo a afirmar que llegará día en que San Francisco sentirá avidez por la cultura, belleza y refinamiento que usted echa tanto de menos y que está substituida por la insana apetencia de oro. Entonces San Francisco logrará las dimensiones morales que merece y sabrá no perderlas. No se contentará con nada, sino con lo mejor, lo más grande y magnífico de cuanto exista en toda la Cristiandad. Así llegará a ser San Francisco. Lo presiento.
La atención con que la muchacha parecía beber las palabras de Clark, embriagaba literalmente a éste.
—Lo ocurrido en San Francisco —continuó— significa poco en comparación con lo ocurrido a las gentes que lo crearon. ¡Incendios! Todo hombre, en su mejor manifestación, es una llama viva e inextinguible. Un incendio no es nada, sino un cambio físico, una transformación, algo que a veces les pasa a las cosas. Mientras los hombres hacemos obrar a las cosas estamos desempeñando nuestros papeles, pero si dejamos que las cosas se nos impongan, podemos darnos por derrotados… No sé si me explico bien, pero entiendo lo que digo.
—Ya veo —opinó Marina— que es usted uno de esos hombres que desean que ocurran cosas. Uno de los que provocan incendios…
Se levantó al percibir un rumor en el cuarto contiguo.
—Ya ha venido la condesa —manifestó—. Voy a avisarle de que ha llegado usted.
Momentos después retornó con la condesa y la presentó a Clark. La aristócrata resultó ser formal y rígida. Examinó al visitante como si quisiera medirlo internamente, sin duda en el esfuerzo de conciliar su apariencia exterior con algún juicio preconcebido.
—No se parece usted a ninguno de los capitanes que conozco —empezó, como si desaprobara a Clark. —Todos suelen ser más viejos.
—Mi barco es muy pequeño. Casi no merece el calificativo de barco —bromeó él.
Su voz y sus modales parecieron conturbar a la condesa. Luego sus ojos se fijaron en las rosas y su sobresaltada mirada se dirigió a Marina.
—¡Flores! ¡Qué inesperada cortesía!
Y se inclinó fríamente.
—-Tengo entendido —dijo Clark— que están ustedes en ciertas dificultades, y deseo explicarles el porqué de mi imposibilidad de servirles.
—Usted dirá.
—En mi buque no hay acomodos adecuados. Es una mera goleta de carga. Mi tripulación ha llevado mucho tiempo en el mar y desea tiempo libre para divertirse. Aunque quisiera, me sería imposible reunirlos ahora.
—Claro, claro… En esta horrible ciudad todo parece cosa de locura. Bien, ya procuraremos arreglarnos de otro modo.
La condesa no había manifestado su decepción en lo más mínimo. Clark se sentía seguro de que aquella mujer lo despreciaba. Probablemente la habían ofendido las noticias de su orgía, o acaso hubiera oído malas referencias de él. Y, por comprensible que pudiera ser esto, disgustaba a Clark suscitar la antipatía ajena a primera vista.
Se despidió tan cortésmente como le fue posible. Prodújole cierta satisfacción la expresión del rostro de la joven, que parecía casi implorarle pidiéndole mudamente perdón por el grave desdén de su compañera.
Si el gobernador Iván Vorachilov era tan fríamente adusto como su allegada, convendríale a Clark no caer nunca en sus manos. Y si la condesa constituía un ejemplar típico de la nobleza rusa, no era de extrañar que los súbditos del Zar le arrojasen bombas y más bombas…
La reunión de aquella noche no fue tan divertida como la de la anterior. Así, pues, hacia las doce, Clark invitó a un par de sus más lindas huéspedes a ir a jugar con él. Era una experiencia nueva visitar los lujosos garitos californianos. Divirtiose mucho. Sólo le conturbaba la idea de pensar en cuánto mejor rato hubiera pasado si a su vera tuviese a Marina Selanova.
Procuró beber hasta el punto de ponerse en tal estado que le cupiera tomar por Marina a una de sus compañeras. Pero cuanto más se embriagaba más persistentes se tornaban sus añoranzas de Marina.
Y, para enojo suyo, aquellos sentimientos no duraron sólo un día, sino hasta quince. Lejos de disminuir, aumentaban. Varias veces halló Clark a la joven rusa, pero siempre en compañía de la condesa, lo que le forzaba a limitarse a saludarlas quitándose el sombrero. Marina sonreía, mas en la expresión de la otra mujer se pintaba una expresión glacial.
Y de pronto, la suerte lo favoreció. Subiendo un día las escaleras del hotel, de tres en tres peldaños, como de costumbre, estuvo casi a punto de tropezar con la muchacha. Parose, con sus ojos al nivel de los de ella, que bajaba, y repentinamente se sintió ofuscado por el deseo. Tuvo la singular impresión de que era otro hombre el que preguntaba a Marina si iba acostumbrándose a San Francisco, si la condesa se hallaba bien y si ellas dos y sus compañeros pensaban partir pronto.
Entre tanto pensaba que sus muchas disipaciones estaban rindiendo sus resultados lógicos porque al hablar le faltaba el aliento.
La respuesta de Marina fue clara. San Francisco la hastiaba. La condesa estaba frenética. Y respecto a su marcha, ¿quién sabía cuándo se harían a la mar?
Inmediatamente, Clark oyó a un desvergonzado extraño que era él mismo, invitar a la joven a ir a comer con él y acompañarlo al teatro. ¡Qué desvergüenza! Naturalmente, tenía que pasmar a la muchacha, quien, sin embargo, sabría encontrar palabras de cortés negativa. ¡Oh, el equilibrio y la ecuanimidad de aquellos extranjeros bien educados! Ella acertaría a frenar al truhán y, a la vez, no dejaría de efectuarlo con expresiones amables.
Pero lo que Marina dijo fue:
—Gracias. Me complacerá mucho aceptar.
Clark dominó el impulso de advertirle que ninguna mujer honrada de San Francisco consentiría en dejarse ver en público con él.
Por el contrario, preguntole qué clase de función preferiría. ¿Ballets americanos? No existía nada semejante. ¿Obras de Shakespeare? Tampoco. ¿Conciertos? Se desconocían. San Francisco vestía sus mejores galas cuando Lola Montes o Lotta Crabtree acudían a la población. En fin, si ella lo deseaba, él se atendría a su propio criterio.
Cuando entró en las habitaciones que le servían de sala, dormitorio, salón y bar, Clark se precipitó corriendo hacia la alcoba, echó a un lado bastón y sombrero y apresuradamente se aproximó al armario v manoseó sus ropas para cerciorarse de que no le faltaba detalle alguno. Lo menos que podía hacer era ataviarse como un caballero.
Le pareció casi una indecencia vestir con Marina las mismas ropas que había usado para acompañar a otras mujeres. Pero no había tiempo para encargarse un traje nuevo y, además, nada que se procurase sería lo suficiente valioso para ella.