17

El Hermana Peregrina navegó rápidamente hacia el Sur. A poco, vientos del oeste lo hicieron virar de nuevo hacia el norte. Como voluntarioso caballo que no necesita espuela para sentir la impaciencia de su dueño, el buque daba de sí cuanto podía. Como regocijado de la respetabilidad que ahora poseía, empezó a dar corvetas cuando entró en el Océano Pacífico.

—El barco quiere ponerse a tono con los distinguidos pasajeros que va a albergar —dijo Cottonmouth a Clark cuando éste salió a cubierta temprano la mañana del día en que el buque inició su viaje de retorno. ¡Lástima que Cleghorn y su hijo tengan tan poca vocación marinera! Si no, les gustaría mucho el viaje.

—Cuando volvamos, nuestra nave estará más orgullosa todavía de su nuevo nombre.

¿Marina?

Clark asintió.

—Será, en adelante, el barco insignia de nuestra flota. Porque vamos a construir una flota, Cottonmouth. Los Cleghorn desean tanto como yo hacer las cosas bien. Vorachilov no cree que yo pueda salir adelante en esta empresa. Me gustará ver su cara cuando arribemos a la bahía de Sitka.

—¿Su cara? —preguntó el macilento piloto—. Entonces, ¿por eso colgaste tus botas y dejaste tu chaqueta en el suelo para…? Mas todavía no comprendo por qué te han ofrecido semejante posibilidad.

Era lo único sensato. El príncipe debe de haber comprendido que hacía con nosotros un trato mucho mejor que con los suyos, y también le consta que somos los únicos americanos que conocemos suficientemente las Pribilov. Y está en lo cierto. A propósito : por qué no has entonado unos cuantos hosannas? ¿Acaso los milagros han dejado de conmoverte?

—Éste me conmueve profundamente —confesó Cottonmouth con gravedad—. Me ha llenado de tanta maravilla y auténtica gratitud, que me siento obligado a prorrumpir en una sincera acción de gracias. Pero ¿a quién? No se puede girar sobre un banco donde se carece de cuenta. Tampoco se puede bromear con extraños, que a lo mejor le dan a uno un disgusto. Me enorgullezco de hallarme por encima de las supersticiones…, o mejor dicho, me enorgullecía hasta que sentí sobre mí el rayo de la venganza. Ya que una vez ese rayo me perdonó, no seré yo quien otra vez lo desafíe. No volverás a oírme recitar la Sagrada Escritura hasta que pueda hacerlo con sinceridad y no por mofa. Estoy convencido, Jonathan, de que las cosas no se consiguen gratis y de que quien quiere cazar pieles gratuitas ha de afrontar con buen ánimo los males que de ello nazcan. No creía yo que llegásemos nosotros a tener la suerte de salir airosos con tanta facilidad.

* * *

Los Cleghorn, padre e hijo, procuraron seguir los rápidos pasos de Clark cuando éste recorrió los almacenes del gobierno, donde poco antes de un mes atrás conociera Sitka y en circunstancias asaz penosas. Pero los dos negociantes jadeaban cuando alcanzaron la cúspide de la roca sobre la que se elevaba el castillo de troncos de Baranov. Con gusto se hubiese Clark parado unos instantes para recobrar un tanto el aliento y contemplar el panorama, colorido y exótico para ellos, que se extendía a sus pies. Pero Clark tenía una prisa febril. Brillábanle los ojos, movía la cabeza de un lado a otro y parecía esperar una acogida proporcionada a su importancia.

Mas no hubo ninguna de tal estilo, ni siquiera cuando se halló en presencia del general. Voracliilov se inclinó ante él no menos rígidamente que ante sus compañeros cuando le fueron presentados.

—Rápido ha sido su viaje, capitán —dijo fríamente.

—Y venturoso —añadió Clark—. Ya prometí a Vuecencia que tardaría poco en volver.

Apartando con dificultad los ojos de la puerta que se abría a espaldas de la mesa del general, anunció:

—Mi tarea está cumplida. Los señores Cleghorn, padre e hijo, están aquí ya para finiquitarla. Están dispuestos a convencer a Vuecencia de su buena fe, capacidad y firme determinación de llevar la empresa adelante. Ellos hablarán lo demás.

Los interesados se enfrascaron en una conferencia tan interminable, que Clark sintió el vivo deseo de interrumpirla, por temor a volverse loco en caso contrario. Los dedos de sus pies se curvaban y enderezaban dentro de sus botas, le dolían los músculos y el sudor bañaba su cuerpo. Aquella maldita ciudadela de troncos estaba endemoniadamente bien construida —reflexionó—, porque no se oían en el piso superior ruido de pisadas ni voces de mujeres en los pasillos. El corredor exterior estaba en silencio, salvo cuando lo atravesaba algún edecán o sonaba un refrenado portazo.

La dura prueba terminó, al fin. Los Cleghorn, de excelente humor, reordenaban el contenido de sus carteras. El gobernador, bastante afablemente, los invitó a comer con él aquella noche para presentarles a algunos de los funcionarios coloniales con quienes habrían de tener contactos en el futuro. Suponiendo que entre tanto les agradaría conocer Sitka, el subgobernador les acompañaría. La catedral de San Miguel Arcángel era interesante y albergaba algunas preciosas reliquias y notables obras de arte. Allí se hallaba el icono del santo patrón, milagrosamente recogido en el mar. También se hallaba la famosa Virgen de Kazán, una de las más bellas del mundo. El palacio episcopal era digno de visitarlo, y por supuesto procedía recorrer los talleres y fundiciones.

Los Cleghorn se sentían encantados. Cuando hubieron estrechado las manos del gobernador, Clark rogó a éste que le concediera dos palabras a solas.

Una vez que la puerta se cerró, expuso:

—Me agradaría presentar mis respetos a la condesa Vorachilov.

El general, sorprendido en apariencia, contesto:

—No está aquí.

—¿Dónde puedo verla?

—Ahora va camino de San Petersburgo.

—Celebro que a Vuecencia le agrade bromear conmigo —dijo Clark, con obvio esfuerzo.

Pero notando la expresión inmutable de Vorachilov, preguntó :

—¿Es verdad lo que me ha dicho?

Se había demudado. El general repuso.

—¿Por qué no?

—Entonces ha sido obligada a alejarse. ¡Nunca hubiera ella partido por su propia voluntad!…

La furia que empezaba a aflorar a los labios de Clark hizo que el general asumiese un talante más severo.

—-Señor mío —dijo—, repórtese. Yo daba por hecho que usted lo sabía.

—¿Que sabía qué?

—Que mi sobrina ha dejado de ser la condesa Vorachilov para convertirse en la princesa Petrovsky. Ella y Su Alteza contrajeron matrimonio hace una semana y se hicieron anoche a la mar.

El general se expresaba como si sus palabras no tuviesen importancia alguna.

El Hermana Peregrina había amarrado en el muelle del gobierno. Sus tripulantes se regocijaban de la impresión que su llegada producía y se mofaban muy a su sabor de los mirones. En esto distinguieron a su capitán, que se aproximaba. Su apariencia los sobrecogió. Parecía un hombre herido de muerte.

Mientras bordeaba la pasarela, Cottonmouth corrió a su lado, gritándole:

—¡Jonathan! ¿Qué te pasa?

Clark estaba ensordecido, tenía los ojos cegados y no dio respuesta alguna hasta que el piloto y él se hallaron solos en su cámara y se hubo dejado caer en un asiento.

Dijo entonces:

—¡Se ha ido! ¡Se ha casado! Ha dado una virada y se ha alejado de mí. Un trago de ron, hazme el favor.

Se llenó una copa y la bebió. Lentamente su ofuscada mente comenzó a trabajar.

—Ha sido una impresión muy grande, ¿sabes? Como me dio tan de repente… Seguro estoy de que el general gozó inmensamente del efecto dramático que iba a producir. No oí todo lo que dijo, pero sí algo relativo a que la ambición de Marina había sido siempre ser princesa y casarse con un gran duque o algo semejante. Y el buen hombre parecía creer que yo debía considerar muy comprensible que la probabilidad de conseguirlo era una oportunidad que ninguna mujer de la nobleza menor (como una simple condesa, por ejemplo) podía desaprovechar. Casándose, Marina se ha convertido en una de las primeras damas de Rusia. El matrimonio se celebró en la catedral y ofició en persona el arzobispo. ¡Un magnífico espectáculo! Campanas al viento, música de coro, todo el mundo de uniforme…

Clark prorrumpió en un juramento y descargó un tremendo puñetazo en la mesa.

P—¡Y yo que me proponía cambiar el nombre del Hermana Peregrina! Aunque sí lo cambiaré, sí… Cuando zarpe hacia las Pribilov, nuestro barco se llamará La Condesa del Armiño.

¿Por qué? —preguntó Cottonmouth, como por decir algo.

—Porque de todos los animalitos de este país, el armiño es el único que cambia de piel. Ostenta las galas de la realeza en invierno, pero en verano se convierte en una comadreja. Conservaré ese nombre siempre presente en mi memoria y nunca más me dejaré tentar por promesas.

Ya caía la tarde, y desde el soberbio campanario de la catedral de San Miguel, que se erguía al extremo de la Avenida del Gobernador, llegó el melodioso son broncíneo de las campanas. Clark escuchó por un momento, luego cerró apretadamente los ojos, se tapó los oídos con las manos, y clamó:

—¡Dios maldiga esas campanas!

* * *

El muelle del Neva, la más espléndida arteria urbana de San Petersburgo, nunca parecía tan hermosa como en invierno. La nieve invernal desfiguraba o perjudicaba el aspecto de aquellas calles, pero a otras las embellecía, como el armiño del manto de una viuda de opereta contribuye a aligerar la gravedad de su negro vestido. La capital de Rusia ostentaba sus galas invernales con distinción y gracia, y en realidad podía decirse que la ciudad sólo despertaba a su plena actividad y sus energías cuando se acortaban los días y el silencio invadía campos y bosques. Como si fuese la savia que afluyera desde los planteles que en las soledades crecían, la vida procuraba amoldarse al ritmo del tráfico en las avenidas, algunas vastas como la del Neva. Esbeltos caballos de humeantes crines corrían al vivo son de los cascabeles.

Divertida era la vida en San Petersburgo, donde las horas ordinariamente destinadas al trabajo se consagraban por lo general a la diversión. Brillaban rojas estufas de carbón en los accesos a los arqueados puentes que cruzaban el Neva. Los peatones se paraban para calentarse o para bromear con los tranviarios, ataviados con botas de fieltro y chaquetas guateadas, cuya tarea consistía en enganchar nuevos tiros de caballos a los tranvías que necesitaban ascender con facilidad la empinada pendiente. Casi todas las gentes mascaban semillas de girasol y el placentero aroma de las castañas asadas uníase al olor de los humeantes animales y al de las raídas zamarras de piel.

Sonaban voces de niños que jugaban sobre el lecho helado del río. Más entrado el día, cuando cerraba el temprano crepúsculo, se encendían hogueras y otras luminarias para conveniencia de los niños y de sus familias. Majestuosas mansiones se alineaban una junto a otra y dominaban el helado río. Cruzaban ante ellas alegres muchedumbres tan distintas en forma y en color como las brillantes imágenes del caleidoscopio de un niño.

A su vez la amenazadora fortaleza de la margen opuesta del río dominaba, amenazadora, el conjunto de las mansiones. Aquella mole estaba siempre silenciosa y no brotaba de ella otro sonido que el que producían a intervalos regulares sus grandes campanas. Alzábase allí como un monumento a la tiranía y era un verdadero infierno de desesperación. Mas ni siquiera su inmediata proximidad bastaba para enfriar los ánimos de los alegres buscadores de diversiones, a los que les bastaba dirigir los ojos a la perspectiva del Neva para refocilarse con el espectáculo de la vida de los privilegiados y los magnates.

Allí la voluptuosa aristocracia rusa, sólo amante del placer, vivía rodeada de lujos y únicamente se dedicaba a las agradables tareas de la vida elegante. A menudo tales placeres rayaban en excesivos, porque las ambiciones personales y la6 rivalidades desenfrenadas conducían a extravagancias y locuras muy indicadas para estimular las soterradas cenizas del descontento.

Aquel contraste entre ricos y pobres, entre prisiones y palacios, era ya típico de Rusia. Aunque unos cuantos de los menos afortunados ardían de resentimiento, la mayoría aceptaba las diferencias como un fenómeno natural. Como viajeros que desde las llanuras contemplan con respecto las intimidantes cumbres del Cáucaso, así las gentes en general, miraban con los ojos muy abiertos a las majestuosas figuras del sistema social bajo el que vivían. Conocían lo que significaba el que las ventanas de las mansiones señoriales de San Petersburgo se iluminaran y el que los lacayos colocaran alfombras en las aceras. A respetuosa distancia, el pueblo contemplaba el ir y venir de los notables.

Aquellos dignatarios, con sus espléndidos uniformes y sus enjoyadas mujeres cubiertas de armiño, eran prueba de la grandeza y el poder de Rusia en el mundo. Y por eso se les aplaudía.

Una escena de esa clase se desarrollaba una noche de mediados de diciembre ante la residencia del príncipe Semyon Petrovsky, donde él y su esposa ofrecían una recepción. Durante toda la noche estuvieron llegando y partiendo magníficos carruajes, y criadas, lacayos, cocheros y músicos hacían comentarios sobre la fiesta. Los invitados eran altos funcionarios del gobierno, diplomáticos extranjeros, miembros de la nobleza, jefes superiores del ejército y la marina, hombres de letras, estrellas de ópera y bailarinas del Teatro Imperial. Una sociedad en verdad distinguida y brillante.

El príncipe acababa de adquirir aquella mansión, imperial por sus vastas proporciones. La esposa del príncipe era una de las mujeres más bellas y nobles de Rusia y gozaba del favor en la Corte. La gran duquesa Elena, la hermana del Zar, había honrado la recepción con su presencia. ¡Qué triunfo social tan enorme para la feliz recién casada!

Con cansados ojos, aquella feliz recién casada, contemplaba el desorden que dejaban sus invitados al despedirse. Cuando todo hubo terminado, se recogió las anchas faldas y ascendió lentamente las escaleras. El delicado tejido de su vestidura colgaba en jirones, porque los trajes de baile eran largos y los oficiales rusos tenían la costumbre de bailar con las espuelas puestas.

La señora Selanova esperaba a la princesa en su gabinete. Discutía los acontecimientos del día con Lly, la joven que les acompañara a Alaska.

Cuando Marina entró en el aposento y mostró los destrozos de sus galas, las dos mujeres prorrumpieron en protestas.

—¡Oh, señora! —exclamó Lily.

Se arrodilló y alzó el ribete de la falda de Marina. Casi llorando, murmuró :

—¡Un vestido tan bonito! ¡Con lo bien que le sentaba!

La señora Selanova concordó con ira:

—Los hombres se comportan en San Petersburgo como verdaderos vándalos. Danzan como osos. Gentes así no debieran ser toleradas en un país civilizado.

Marina, sonriendo ligeramente, se apartó del espejo al que se miraba.

—¿Ni siquiera proceden así en Norteamérica? —sugirió.

—¡Ni siquiera en Siberia! Los hombres de las tribus mongólicas son más considerados con sus mujeres que nuestros elegantes caballeros con sus damas.

— ¡Si vierais el salón de baile! —comentó Marina. —Está cubierto de andrajos.

—Sí, y las mujeres sólo protestan por puro compromiso. Les gusta mucho enseñar las carnes siempre que tengan bellas las piernas. ¿No reparaste en aquella condesa pelirroja? Un oficial borracho le rasgó deliberadamente la cola con las espuelas y, tirando de la tela, no paró hasta abrir el vestido hasta la cintura. Poco le faltó a la buena mujer para enseñar las nalgas. Y sin embargo ella se mostró muy satisfecha.

Mientras Marina empezaba a desvestirse y quitarse las joyas, observó:

—La recepción ha constituido un gran éxito, ¿no os parece? Y ello, gracias a ti.

—¿Gracias a mí? —repitió su prima—. El mérito es tuyo, hija, y supongo que él lo reconocerá así.

E hizo un signo con la cabeza en dirección a las contiguas estancias. Desde el casamiento de Marina, la Selanova nunca se refería al príncipe Semyon sino como «él».

—Lo reconoce —repuso Marina—, y además da demasiada importancia a mi corta contribución al éxito.

—¡Imposible! Ningún hombre es capaz de dar su debido valor a lo que significa organizar una cosa como ésta, que requiere tacto, estrategia y buen juicio. Bien sabes tú la tarea que exige contratar y adiestrar una servidumbre numerosa para una mansión de este género. No hay una sola mujer entre mil capaz de hacer lo que has hecho tú.

—Formaba parte de mi compromiso —dijo Marina. —Y además es cosa que haría feliz a cualquier recién casada. Pero…

Agitó su negra cabellera y suspiró.

—¿Entraba en tu compromiso recibir de una sola vez a todo San Petersburgo?

—Los empleos diplomáticos recaen en los que gozan de más prestigio social.

—Sí, y el prestigio puede conseguirlo cualquier tipo con la cabeza ligera, que tenga la suerte de contar con una mujer rica. ¿Sabes que él está gastando su dinero como agua?

Lily acabó de separar unos de otros los jirones que pendían del arruinado vestido. Marina lo dejó caer al suelo y apareció en una nube de ropas interiores, que la envolvían como blancas espumas. La doncella desapareció en el contiguo guardarropa. La señora Selanova continuó con temblorosa voz:

—Hiciste un trato monstruoso. Me parte el corazón verte llorar.

—Pues piensa que mis lágrimas no se enjugarán nunca. Sin cesar fluyen y fluyen en más abundancia. Acaso ello se deba a los muchos sueños que concebí en Sitka. La mayoría de ellos versaban en torno a una nueva vida y un nuevo hogar mucho más bellos que éstos.

—¿Más bellos que éstos? —exclamó, incrédula, la señora Selanova.

—Mi sueño era mejor, sí… Quería habitar en el bosque, en una casa de troncos. Y ahora —y Marina sonrió, dolorida— todo lo que tengo es un palacio junto al Neva y treinta servidores de librea. Para una muchacha sedienta de amor, ¿verdad que se trata de una pérdida considerable?

Las mujeres seguían hablando cuando las interrumpió un golpe en la puerta. En el umbral del cuarto contiguo apareció el príncipe. Vestía una larga bata a la francesa y unas zapatillas de tafilete.

—Ya debía yo contar con encontrar al alto mando en conferencia —comentó jovialmente—. ¿Puedo pasar? —Viendo levantarse a la señora Selanova añadió, presuroso—: No se vaya, Ana, sin recibir mis plácemes y agradecimiento por todo lo que ha hecho usted en nuestro favor. Su experiencia, su conocimiento del manejo de una casa, su buen gusto se han hecho patentes hoy en un centenar de sentidos. Estoy segura de que Marina aprecia su ayuda tan sinceramente como yo. Vamos a necesitarla constantemente de ahora en adelante. Mi mujer y yo uniremos nuestros esfuerzos para hacerle la vida tan agradable con nosotros, que nunca tenga motivos de querer dejarnos.

Y se inclinó. Ana Selanova, sorprendida ante la aparente sinceridad del príncipe, le correspondió con unas cuantas palabras de apagadas gracias. Cuando ella y Lily hubieron salido, Marina dijo a su esposo:

-—Has estado muy oportuno, Semyon. Ello facilitará las cosas.

—La diplomacia bien entendida empieza por el hogar —dijo él con una sonrisa—. Me interesa amenguar un tanto la antipatía que Ana siente hacia mí.

—Qué cosas tienes! A Ana no le eres antipático.

—Sí, sí que lo soy. Siempre he notado su resentimiento y su desaprobación, pero en verdad hay muchas gentes que me miran con desagrado. La verdad es que también Ana me era antipática, como los Suchaldin y Lily. Sus aires de propietarios (porque se diría que les pertenecías a ellos más que a mí) me parecían presuntuosos. Su misma presencia a nuestro lado después de casarnos, cuando yo contaba tenerte sola conmigo, me ofendía mucho. Pero luego descubrí que todo se debía a tu capacidad para suscitar un afecto desinteresado entre cuantos te rodean. Al principio no comprendía el cariño casi feroz que te dedicaban. Mas ahora me hago cargo de todo. Creo haber ahondado hasta lo más íntimo de tu carácter, pero nuestro interminable viaje de regreso me enseñó que te había apreciado en mucho menos de lo que vales.

—¡Muy galante!

—Debías haber oído los cumplidos que te dedicaban todos esta noche —dijo él animadamente—. ¡Elogios suficientes para trastornar la cabeza de cualquier mujer!

—Mi cabeza no la trastornan las lisonjas, Semyon.

—Pero eran lisonjas sinceras, tributos espontáneos, querida. Te has mostrado la más encantadora, ecuánime y graciosa dueña de casa de San Petersburgo. Todos comentaban lo mismo, y también que estás más hermosa que nunca. Puedes imaginarte mi satisfacción. Soy un hombre afortunado.

—Te prometí darte plenamente todo lo que pudiera —le recordó Marina—-. Mis capacidades, mis…

Petrovsky sonrió, radiante.

—Sí, y las has puesto rápidamente en uso. Francamente yo tenía ciertos temores acerca de la forma en que iban a recibirse aquí ciertas decisiones mías en la frontera. Temía que no consiguiesen la debida aprobación.

—Se lo expliqué todo a la Gran Duquesa inmediatamente después de nuestra llegada. Y ella me aprecia y Su Majestad sigue sus consejos.

—Exactamente. Además, el Zar confía implícitamente en tu sinceridad, honradez y buen juicio. Yo gozo de bastante predicamento en la Corte, pero la real familia se ha tomado interés personal en ti y en tus ambiciones. Me parece que te aprecian tanto como Ana. Espero que hagas comprender a los soberanos que tenemos los ojos puestos en sitios como Berlín, París o Londres, y no en alguna capital como Madrid o Copenhague.

—Haré lo que deseas.

—¿No te agrada, como a mí, buscar un buen puesto? ¿Te es indiferente adonde vayamos?

—No me importa mucho.

—Lo deploro. Creí que ibas a interesarte sinceramente por mi carrera.

—Y me intereso, Semyon. De antemano me comprometí a ayudarte en tu carrera cuanto pudiese. Ese trato hicimos, y…

—No hablemos de nuestra unión como de un trato —interrumpió el príncipe—. Ello ataca mi puntillo de honor, cualidad que es lo único que me distingue de un hombre ordinario.

—Quería decir —prosiguió Marina— que la vida en una ciudad viene a ser lo mismo que la vida en otra. Doquiera que estemos procuraré desempeñar lo más graciosamente posible la parte que me corresponde en nuestras obligaciones sociales.

Estaba exhausta y así lo confesó, pero Petrovsky, en su satisfacción, no reparaba en ello. Comenzó a pasear por la cámara, repitiendo las bromas que había oído y explicando el alcance de sus conversaciones con tal o cual persona. A los cumplidos que los demás dedicaban a su mujer, añadía los suyos, y, a medida que hablaba, la calidez y familiaridad de sus maneras iban en aumento. Su voz, de ordinario profunda y fuerte, sonaba ahora de un modo contenido, signo que para los suyos era harto familiar e indicaba un profundo entusiasmo. Pero en la joven aquello producía un efecto peculiar. En vez de responder a la animación de su marido, permanecía silenciosa, su rostro se tornaba inmóvil y el poco calor que quedaba en sus mejillas disminuía más. A medida que el pulso del príncipe se animaba, el de Marina decrecía y un estremecimiento continuo recorría su sangre.

Pasados unos instantes de conversación íntima, que no pasaron de la fase verbal, pese a los intentos del príncipe, éste, defraudado, derrotado, prosiguió:

—Me ocurre lo que a Ana y lo que a los demás. Vas despertando en mí el sentimiento que ellos experimentan. No hay para mí otras mujeres, porque las has alejado de mi mente.

—¡No puede ser! —dijo Marina en un tono que acreció el descontento del príncipe.

—Pues lo es. Nunca he esperado que me quisieras con locura. De hecho no esperaba más que lo que me das. Pero ahora ya no me satisface.

—Pues no tendrás más —repuso ella fríamente— porque nada más tengo que darte.

—Pues no puedo vivir así.

—Tampoco yo creía resistirlo, y sin embargo lo he conseguido hasta ahora. Tú hiciste el contrato y me obligaste a firmarlo.

—¡Contrato! —dijo él, casi a gritos—. Pareces un loro que acaba de aprender una nueva palabra. No soy un escultor que tenga la gracia de transformar el mármol en carne. Ni…

—No —respondió ella con súbita vehemencia—. Eres un viejo aristócrata que ha quemado sus fuerzas y no dispone de más. Entiéndete con las mujeres de cuya amistad siempre te jactabas.

—Bien: así lo haré.

—No esperaba otra cosa. Pero has de procurar ser discreto, porque ello, si no, significará el fin de tu carrera. Su Majestad es hombre de elevados principios y muy celoso de la dignidad de sus ministros. Temo que tus días de libertinaje público hayan terminado, Semyon, porque un hombre de tu categoría no puede permitirse ese lujo. Las relaciones de un príncipe llaman la atención lo bastante para no poder ser mantenidas en secreto. Cuando te casaste conmigo te comprometiste a llevar una vida de decoro exterior.

—¡Me asombra mi paciencia! —rugió Petrovsky—. Siento impulsos de estrangularte.

Marina lo miró sin parpadear.

—Impulsos de ese estilo pasan pronto. En la edad avanzada pocas pasiones persisten. Dos quedan: la codicia y la ambición. Y eres harto egoísta y personalista para sacrificar ninguna de ambas cosas.

El príncipe la miró por un instante. Luego, furioso ante su propia indecisión, salió presurosamente del gabinete y cerró dando un portazo.

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