18
Los días de gloria de Sitka se habían desvanecido. Su animado comercio con los puertos del Pacífico no refloreció nunca.
Varias eran las razones de aquel fracaso. En primer lugar los maliciosos rusos no obraban como grandes hombres de negocios. Además, los militares y marinos ocupaban puestos administrativos, se consideraban desterrados temporales de la Madre Patria. Así, su interés por el futuro de la colonia no era muy profundo.
Más fatal incluso para aquellas vagas esperanzas expresadas en sus discursos por el genial Vorachilov, resultaba el hecho de que muy cerca, al sur, la prosperidad aurífera de California se extendía progresivamente hasta el Oeste arrastrando en aquel sentido mercancías de todas clases. En la costa atlántica se construían buques que zarpaban con fletes para el Pacífico. Desde el Medio Oeste, la tenue hilera de los primeros colonos inundaba como un hilo de agua los fértiles valles de los territorios de Oregón y Washington, engrosando de continuo, hasta convertirse en riachuelos y luego en ríos.
Se erigían nuevas ciudades y se creaban nuevas industrias. Entre tanto, San Francisco crecía y prosperaba de mes en mes, convirtiéndose en el centro distribuidor del nuevo Oeste.
Durante aquella excitante época, colonos, aldeanos y ciudadanos no tenían tiempo para otra cosa que para fijarse en lo que les rodeaba y en aquello a lo que tenían que atender inmediatamente. Lo demás les interesaba poco. De manera que la colonia moscovita del lejano septentrión quedaba virtualmente ignorada.
Semejante indiferencia constituía una gran ventaja para Jonathan Clark y sus asociados, porque las rivalidades comerciales son enojosas y costosas a menudo. Por ello el grupo se limitaba a explotar su concesión peletera con el mínimo de publicidad. En corto tiempo resultaron ser el único eslabón práctico de enlace entre los funcionarios alaskeños y las costas americanas. Hicieron, desde luego, cuanto pudieron para afirmar aquel vínculo, pero no para estimular la formación de otros.
Su energía y decisión de propósitos produjo rápidos y satisfactorios beneficios comerciales Las reformas planeadas por Clark cuando se puso de acuerdo con sus hombres resultaron beneficiosas en la realidad. Pero de allí en adelante cesaba toda información pública. Las ganancias de cada socio de Clark quedaban veladas en un secreto tan impenetrable como las nieblas que envolvían las islas Pribilov. Tanto Clark corno sus hombres y sus asociados ganaban, según se decía, fabulosos provechos, pero de ello se sabía menos e San Francisco que en Londres, donde vendían todos las años las pieles recogidas.
En aquellos días era tan común hacer fortunas rápidas, que el conseguirlas despertaba pocos comentarios, porque la vida en la costa del oro se precipitaba a un ritmo de galope. las oportunidades se sucedían unas a otras con desconcertante rapidez. Un año de prosperidad allí equivalía a cinco en otra parte. Hombres sin más capital que su imaginación, persuasividad y audacia, frecuentemente alcanzaban el éxito de la noche a la mañana. Clark disponía de esas cualidades, a más del apoyo financiero de Cleghorn e Hijos. Además su notoriedad como jefe de los Hombres de Boston era una ayuda en su carrera, más que un estorbo. Lejos de desprestigiarlo, ello le investía de una singular distinción que él aprovechaba plenamente. Según una empresa tras otra iban adquiriendo éxito bajo su dirección, su importancia aumentaba y su estatura crecía.
Aquella carrera sólo tenía una finalidad: ganar dinero. Clark no permitía que ninguna cosa se interpusiese en su camino. Siempre rápido en sus decisiones, y un demonio para el trabajo, cada vez se tornaba más seguro de sí mismo y a la vez espoleaba sin piedad a los que dependían de él. Antes de concluir una empresa se embarcaba en otras y sus gastos se reintegraban casi antes de haberse desembolsado. Nada parecía satisfacer su salvaje apetito de adquisición. Poco a poco iba tornándose más hosco, más frío, más determinado, y el impulso de su carrera arrastraba a otros con él. Llegó el momento en que banqueros, hombres de negocios y especuladores cortejaban su favor tan anhelosamente como los camareros, vendedores de periódicos y limpiabotas, quienes habían descubierto que la más pequeña moneda que aquel hombre llevaba en los bolsillos era siempre un dólar de plata, por lo cual nunca daba menor propina.
Conocía a pocas personas aparte de aquellas a las que utilizaba en sus empresas. No perdía el tiempo cultivando amistades y no se procuraba apenas diversiones. Propiedades mineras, ranchos, fincas urbanas, empresas constructoras, todo se convertía en provecho para él. Compraba cargamentos y fletaba buques para llevar sus mercaderías a los puertos que le parecía más conveniente.
Se le consideraba el hombre mejor vestido de California y vestía con un aire de teatral distinción que acabó haciéndolo famoso. No obstante, vivía solo y con la mayor sencillez. Cuando daba reuniones (lo que sucedía rara vez) casi nunca invitaba a mujeres.
Todas las primaveras se hacía a la vela hacia el Norte en su veloz goleta La Princesa del Armiño. Vigilaba la matanza de focas en las islas Pribilov, hablaba con los funcionarios rusos de quienes dependía y dirigía el monopolio del que era prácticamente el único dueño. Hubiera viajado seguramente más cómodamente en uno de los vapores de la compañía, pero prefería gobernar con sus propias manos aquel diminuto y rápido bajel. Era su única diversión. En el curso de aquellos cruceros, vestido con ropas como las que llevara cuando se dedicaba a la caza de nutrias marinas, visitó muchas ciudades y poblados indígenas de Alaska. Su interés por aquel país seguía siendo tan intenso como siempre, y le agradaba mirar de cerca, con atentos ojos, la forma en que sus asuntos se administraban.
Fuera por lo que fuese, nunca recalaba en Sitka. El general Vorachilov dimitió su cargo y se retiró cubierto de honores. Clark sólo conocía a su sucesor a través de su correspondencia. En varias ocasiones, sin embargo, el gobernador envió a uno de sus ayudantes al Sur para conferenciar con el negociante americano, y como resultado de tales reuniones el último concibió un plan aún más ambicioso que cuantos imaginara hasta entonces.
Su amplitud y alcance sorprendieron profundamente a los ciudadanos de San Francisco, cuando un día leyeron una noticia periodística encabezada así:
«EL CAPITALISTA CALIFORNIANO
JONATHAN CLARK
OFRECE 5.000.000 DE DOLARES
PARA COMPRAR ALASKA
SE ESPERA LA ACEPTACIÓN
DE LOS RUSOS»
El texto decía:
«La más colosal transacción de tierras efectuada desde la adquisición de la Luisiana se halla en marcha ahora. Es, con mucho, la mayor empresa realizada jamás por el capital privado».
Así comenzaba la historia, y seguía:
«Jonathan Clark, millonario de esta ciudad, presidente de la Compañía de Fomento del Noroeste y Zar de la industria peletera de Alaska, anunció hoy, en nombre de un grupo de hombres acaudalados, que había propuesto a Rusia la compra de todas sus propiedades en el continente americano. Comprenden una región de unas 586.000 millas cuadradas, inexploradas en gran parte, con una costa de 26.000 millas. Alaska es tan grande como toda la región de los Estados Unidos comprendida al este del río Mississipi, por lo que la aceptación de la oferta de Clark hará a éste y a sus asociados los mayores propietarios individuales de tierras conocidos en la historia de la humanidad».
Seguía un breve relato del descubrimiento, exploración y ocupación del país por los rusos. Describíase la creación de la Compañía Ruso-Americana y se pintaba la rápida elevación de Jonathan Clark a la fortuna y el poder.
«Este hombre —concluía el artículo— desconocido para el mundo y prácticamente desconocido también para los vecinos de nuestra comunidad, está en camino de convertirse en uno de los hombres más ricos del áureo Oeste y en uno de sus mayores creadores del imperio. Es uno de esos hombres de acción, previsores, enérgicos y valerosos que han convertido a San Francisco en la ciudad reina de California y convertirá a California en el más glorioso estado de la Unión».
Aquella oferta de Clark era tan espectacular y revelaba tan claramente las enormes ambiciones de la nueva casta de hombres que el Extremo Oeste había forjado, que desde el primer momento ocupó un lugar sobresaliente en la historia.
Cotton Mather Greathouse, que había regresado recientemente de las islas Pribilov, entró en el despacho particular de Clark con el periódico de la mañana en la mano.
—Jonathan —empezó—, observo que pretendes hacerte dueño de la mayor nevera del mundo.
—Sí —asintió Clark—. Nada puede parecerme bastante grande ni bastante bueno. Tal es el espíritu de California. ¿Por qué no han de vendernos los rusos Alaska? Están hartos del país y quieren desembarazarse de él, pero no hallan manera de hacerlo.
—¿Y por qué quieres adquirir Alaska?
—No estoy muy seguro de ello.
Clark se recostó en su silla, colocó sus largas piernas sobre su bruñido pupitre y frunció el entrecejo, contemplando los tejados de la ciudad.
—Acaso sea la vanidad. O el despecho. O el engreimiento. Quizá todos estos ingredientes entren en el caso. Ayer este país puso precio a mi cabeza y hoy le pongo precio yo. ¿No te parece extraño?
Meditó los recuerdos evocados por aquellas palabras y Cottonmouth trató de medir el cambio que se había producido en su amigo.
Porque ambos hombres habían cambiado. La prosperidad, la responsabilidad, la dignidad y el decoro impuestos por la participación que ambos tenían en grandes empresas, los habían metamorfoseado. Cottonmouth era ahora duro, aislado, sardónico, mientras Clark se había madurado y suavizado. Hacía mucho que no usaba pistolas y se había desprendido de todas las afectaciones senatorialistas, por decirlo así, que antes le caracterizaran.
—Marina no esperó por mí… —dijo inesperadamente Clark—. ¡Qué valiosa lección aprendí aquel día en la oficina del general Vorachilov! Supe entonces lo que la ambición significa y lo que se hace para satisfacerla.
—Y ahora que la has satisfecho, ¿era digna del precio que has pagado por ella? —preguntó Cottonmouth.
—¿Precio?
—Llámalo esfuerzo.
Clark apartó la mirada.
—¡Por supuesto que valía ese precio! —respondió. —Un hombre debe consagrar su vida a un objetivo y trabajar por él. Y una mujer también. Mira cómo Marina sabía lo que deseaba y supo conseguirlo. ¡Muy bien! Nunca debemos dejar de ascender, Cottonmouth. Lo esencial es no perder pie.
—¿Has preguntado por Marina?
—No, pero me ha hablado de ella un funcionario de Sitka. Sabe que hemos adquirido la concesión de las islas y nos supone interesados en la prosperidad de Petrovsky. Como debemos nuestro éxito a Su Alteza sería ingrato ofenderse con él sólo porque posea una mujer inteligente y de medios expeditos. Otra cosa he sabido: el príncipe no era joven cuando se casó. Presumía yo que debía ser algún galán apuesto, pero doblaba la edad a Marina y no parece que sea un gran tipo. Además tiene infinidad de amantes. Ello no eleva a la dama en mi estima, pero, por otro lado, constituye un tributo a su sereno sentido común el que yo reconozca que hizo bien. Tal entiendo yo, Cottonmouth. Confía en tu cabeza y al infierno con los impulsos del corazón.
Clark alejó sus desagradables pensamientos y su tono cambió.
—¿Qué te parece —preguntó— mi interés por ser dueño de un continente?
El expiloto reflexionó antes de responder:
—Todo hombre debe tomar interés en algo ajeno a sí mismo, en algo real y duradero.
—Exactamente. Los rusos piensan que Alaska está agotada y yo creo que aún no ha nacido. Podrá no dar signos de vida en algún tiempo, pero no dejará de rendir ganancias. Allí hay oro, plata, hierro, carbón, madera y pescado. ¡Todo nuestro! ¿Y el salmón del Nushagak? Un milagro de riqueza, que sólo cede en valor al de nuestras focas. Ese país no es una nevera: es un arca de tesoros.
—¡Nuestras focas! —repitió Cottonmouth con singular expresión—. ¡Nuestro oro! ¡Nuestra plata! ¡Nuestro pescado! Todo te lo cedo, Jonathan. No quiero participar en nada.
Clark dijo, sorprendido:
—Has participado en todas mis ganancias y no has salido mal librado.
-—No mal, sino incluso mejor que tú, lo cual me disgusta más todavía. Yo he encontrado lo que buscaba y tú prosigues la búsqueda. No. «Yo agradeceré a Dios cada memoria tuya, pero ha llegado el tiempo de separarnos».
Clark se incorporó, con una expresión de sorpresa en el rostro.
—¿Separarnos? ¿Por qué hemos de separarnos tú y yo?
Por segunda vez Cottonmouth habló en citas. Años habían pasado desde que no lo hacía.
—.«Que éste no robe más, sino que trabaje, elaborando con sus manos las cosas buenas para los necesitados de ellas». La fe ha descendido sobre mí, Clark. Puedo ahora proferir la palabra con comprensión y humildad, porque el Espíritu está conmigo.
—¿Qué tiene eso que ver con nuestra separación? —preguntó bruscamente Clark—. Trabaja en las cosas buenas que te parezcan y vete al diablo. Yo toleraba tus manías predicadoras en los días de nuestra vida inmoral, y bien puedo tolerártelas ahora que somos hombres honrados.
Cottonmouth denegó con la cabeza.
-—No —dijo—. Tú has planeado tu carrera y yo he planeado la mía. Sigue tu destino, atrapa las mariposas que te fascinan y haz colección de ellas. Compra Alaska y amasa una fortuna no menos grande que tu posesión. Apila tus tesoros tras la puerta principal de tu casa, Jonathan. Yo aspiro a algo mejor y más grande.
—¿Vas a hacerte misionero?
—Eso exactamente, no. Los rusos no me permitirían predicar.
—No podrán oponerse.
—Pero tampoco me lo permitiría mi conciencia. Mas me cabe vivir entre las gentes de ese país inhóspito. Puedo ser su guía, su amigo y su instructor. Puedo convertirme en una especie de Johnny Appleseed y andar por las soledades con el hato al hombro, sembrando de vez en cuando una semilla cuando halle un suelo propicio.
—¡Muy excitado estás! —protestó Clark—. No te propondrás renunciar a cuanto posees…
—¿Renunciar? No renuncio a nada. Estoy adquiriendo algo grande, precioso y duradero. Hemos convertido en seres humanos a los isleños de las Pribilov dándoles un modo de hallar contento en la vida. Hay millares de otros indígenas en tan mala situación cómo antes los de las Pribilov. He de pagar una deuda y estoy dispuesto a efectuarlo.
Tras una pausa Clark dijo:
—No creas que doy gran importancia a la adquisición de Alaska. Desde luego sería cosa capaz de enorgullecer a cualquiera, pero ningún hombre o grupo de hombres podría poseer tal país y administrarlo debidamente. Habría, para ello, que poseer también personal muy numeroso, y esa posesión implica esclavitud.
«Lo justo es que los Estados Unidos se hagan cargo del país. No queremos que ninguna potencia europea o asiática comparta este continente con nosotros, como no deseamos dividirnos en dos grupos de estados. Los rusos han ofrecido la venta de Alaska, pero nuestro gobierno no parece interesado en el asunto. Por eso he hecho publicar semejante historia en los periódicos. He querido jugar un as para forzar un descarte. Me voy a Washington antes de muy poco y me agradaría que me acompañases.
—¿Para qué?
—Quiero instigar a los funcionarios y aun procurar hacerles comprender la conveniencia de que Alaska caiga en manos como las nuestras. Me agradaría que llevases tus ropas sacerdotales y tus dos revólveres de seis tiros.
—¿Llevarás tú los pantalones de piel de foca y el cuchillo de despellejar?
Clark contestó con una sonrisa.
—Me parece que mi historia es lo bastante interesante para que no necesite adornos. Cuando termine este asunto iré a Londres para arreglar asuntos de la Compañía. Hay mucho trabajo que hacer allí y tú y yo hace mucho que nos vemos con frecuencia. Sí, me placería que me acompañaras.
Cottonmouth declinó con voz grave.
—No, amigo mío. No deseo participar en esta mascarada. Mi trabajo no radica en Londres. Lleva adelante tus espléndidos planes de compra y venta de colonias. Mézclate con los poderosos, mientras yo ejecuto mis humildes hazañas entre los pobres y los humildes. He nacido para trabajar la tierra. Mi tarea está entre las gentes sencillas y nunca seré feliz entre otras.
Los dos discutieron durante algún tiempo, pero el expiloto se mostró firme. Clark hubo de resignarse finalmente a la pérdida de su antiguo camarada, único amigo íntimo que había tenido en su vida.
Era lástima, reflexionó, que un hombre no pudiera mantener a su lado a sus antiguos compañeros, sino que paulatinamente hubiera de ir separándose de ellos. Si un hombre se sentía muy desamparado cuando erraba por el límite de la vegetación, más solitario se sentía aún al alcanzar la cúspide de la montaña.
* * *
Clark llegó a Washington antes de que se olvidaran las informaciones periodísticas de San Francisco. Por lo tanto cayeron sobre él multitud de periodistas. Su inmaculada apariencia y sus majestuosas maneras sorprendieron a los reporteros, que le encontraron franco y atractivo. Aunque no disimulaba sus humildes orígenes ni sus éxitos presentes, no se vanagloriaba de una cosa ni de otra. Su naturalidad y su suprema confianza en sí mismo dejaban asombrados a sus oyentes.
Terminada su charla con los periodistas, Clark habló al senador californiano Gwin, explicándole que deseaba visitar al Secretario de Estado.
Los periodistas se superaron a sí mismos, y Washington leyó con avidez todo lo concerniente al pintoresco capitalista californiano, antiguo ladrón de pieles y jefe de los Hombres de Boston, que a la sazón fiscalizaba la producción mundial de pieles de foca. En todo lo que en aquel campo rozaba, sus dedos ponían el mágico contacto de Midas. Era una especie de Aladino personificado, sólo que llevaba sombrero de copa, levita y botas bruñidas. Bastaba que frotase su lámpara o la empuñadura de oro de su bastón para conseguir cuanto deseaba. Sus deseos se tornaban hechos.
Aquella era la historia más fascinante de cuantas venían del dorado Oeste. El hecho de que estuviese camino de Europa —posiblemente de San Petersburgo—, indicaba que se proponía, en efecto, adquirir aquellos vastos territorios alaskeños situados al noroeste.
El senador Gwin actuó con prontitud y Clark fue invitado a visitar el departamento de Estado. Sin pérdida de tiempo lo hizo así.
Después de cumplimentarlo por sus espectaculares éxitos el secretario preguntó:
—Me gustaría saber qué motivos impelen a ciertos hombres de negocios a comprar Alaska.
—Hay varias razones, señor. En primer lugar el precio es barato.
—Sus propietarios no lo juzgan así.
—Pues entonces sus informes sobre lo que poseen son muy de segunda mano.
—¿De segunda mano?
Clark asintió.
—Como los de ustedes. Los rusos ocuparon Alaska para aprovechar los criaderos de nutrias marinas y las nutrias ya no existen. Son ciegos a todo lo demás, incluso a cosas que he visto con mis propios ojos. Un zorro ha de conocer su campo mejor que los cazadores. ¿Qué hay en Alaska? Pues hay, por ejemplo, pepitas de oro tan buenas como las de California. Y cuchillos hechos de cobre puro que no se funden ni en un horno. Filones de mineral de hierro y negros yacimientos de carbón. Yo lo he utilizado en mi propia estufa y otros minerales que no conozco se hallan en Alaska.
—Pues para nosotros no es más que un país desconocido y lejano —observó el secretario.
—Los Grandes Bancos atrajeron exploradores a Terranova mientras Nueva Inglaterra era todavía un yermo. Atravesaron el Atlántico en busca de bacalao. Pues el Pacífico septentrional abunda en bacalao y en platija y en otra mucha pesca.
—También abundan en ella los ríos Oregón y Washington. Tenemos más pescado que cuanto podemos consumir.
-¿Está usted seguro de ello? —preguntó Clark—. Nuestra frontera ha llegado a la orilla del mar y en este sentido no podemos seguir avanzando. Algún día nuestros hijos buscarán nuevo espacio en el que desarrollar su vida.
El Secretario dijo francamente:
—Me sorprende, Clark. Supongo que es usted un especulador y un oportunista, pero habla con la lengua de un profeta.
—Comprenda que yo tenía que abrir unos ojos aún más despiertos que los rusos, porque de ello dependía mi vida. He dado varias razones en virtud de las cuales deseo comprar Alaska, pero no he mencionado la más importante.
—¿Cuál?
—Que creo que es una buena cosa para el país. Pero al país podría sucederle otra óptima.
—Explíquemela.
—Los Estadas Unidos deben comprar Alaska directamente. Piensen en la situación de esa comarca. Es un puente tendido hacia Oriente. ¿Por qué no construir por tierra una línea telegráfica hasta el estrecho de Behring y Siberia?
—Es usted un soñador. En nuestros tiempos no suceden cosas de ésas.
El Secretario hablaba sin convicción Y sin embargo se equivocaba, porque años después aquel mismo proyecto se puso en marcha y sólo terminó cuando llegó la noticia de que Ciro Field había logrado triunfar en fantástico intento de tender un cable a través del Atlántico.
—Atengámonos únicamente —añadió el funcionario —a los problemas del hoy y del mañana.
—Muy bien. Mañana Rusia sabrá tanto como yo sé y podrá ser tarde para actuar. Aquí estamos en pleno experimento de lo que es el funcionamiento de una democracia y no nos conviene tener vecinos tan cercanos, que pueden no simpatizar con nosotros en cualquier momento.
El interlocutor de Clark guardó un instante de silencio y al fin dijo:
—Más me interesaría en el asunto si éste fuera el principio de mi desempeño del cargo,y no el fin. Su propuesta habrá de ser examinada por el próximo gobierno.
—¿Y los asuntos de la nación han de permanecer en suspenso entre tanto? No pensaba yo sólo en el dinero cuando convencí a los rusos de que me arrendasen sus islas foqueras. Pensaba también en lo que le he dicho ahora.
El Secretario movió la cabeza.
—Estos días, señor Clark, son muy borrascosos. Nos hallamos ante una crisis que puede amenazar incluso ese experimento sobre el funcionamiento de una democracia al que usted aludía. El Presidente Buchanan se desvive por lograr una solución pacífica, pero parece que no la hay.
—Oportunidades como la que señalo no se presentan más que una vez en la vida de un hombre o de una nación —insistió Clark.
—El Presidente se niega a tomar medida alguna que pueda crear dificultades a Lincoln o forzarlo a tomar otro curso que el que ha elegido. Es inútil discutir la compra de un territorio extranjero en un momento como éste. Más vale que hable usted con mi sucesor.
—Muy bien. Así lo haré a mi regreso de Inglaterra. Si él rehúsa me consideraré en libertad de obrar por mi cuenta.
Clark se levantó. La entrevista había terminado. La conciencia del antiguo filibustero estaba tranquila.
Pasó un par de días pretendiendo sembrar idéntica semilla en otros lugares. En todas partes hallaba motivos que lo conturbaban. Veía claramente cuán preocupados estaban los círculos oficiales- por la actitud de los Estados del Sur. En California la posibilidad de un conflicto armado no se había tomado muy en serio, pero en Washington las gentes hablaban sin rodeos de que la California de Sur había pedido a otros estados confederados que se uniesen a ella en la secesión. Incluso se había convocado una conferencia a fin de elaborar una constitución provisional para la confederación del sur. Los esfuerzos del presidente Buchanan para sofrenar el creciente movimiento parecían estériles y poco decididos. Desde luego, varios miembros de su gobierno habían dimitido. Hasta el aire que Clark respiraba antes de partir para Nueva York parecía cargado de desasosiego.
Y Clark se preguntó qué clase de hombre podría ser Abe Lincoln.