5
La condesa Vorachilov paseaba, muy agitada, por su aposento.
—Si no me escucha a mí, ¿crees que Marina te hará a ti caso alguno?
La dama dirigía esta pregunta a Pavel Suchaldin, que a la sazón, mordiéndose los bigotes, fijaba en el suelo su turbada mirada.
—Ninguno —siguió la condesa—. No entrará en razones. Hace mucho que ha perdido la chaveta.
—La culpa es mía —dijo el hombre—. No debí permitirle conocer a ese individuo.
—Tan mía es la responsabilidad como tuya. He rogado, he discutido, he amenazado, pero ella se ha mantenido sorda a todo. Mis palabras no hacen sino enfurecerla. Te aseguro que parece presa de fiebre. Tiene los ojos como en otro mundo y por la noche no logra conciliar el sueño. Se pasa la mitad de las noches paseando por su cuarto y escuchando las risas de las gentes que se hallan en las habitaciones de Clark. Y dijérase que se exalta, que se enfurece por no poder estar allí…
—Yo no soñé siquiera que pudiera ocurrir cosa parecida. Debes insistir en permanecer a su lado todas las noches, sin dejarla separarse de tu lado un momento.
—¿Insistir? Pues ¿qué es lo que vengo haciendo? Pero es inútil. Aquí privan otras costumbres. Y ella se atendrá a las americanas. Te aseguro que ha perdido el sentido. ¡Todos los sentidos! Pasa horas arreglándose el rostro. Ya ves con qué resultado. ¡Espantoso! La misma Lily ha querido argüir con ella. ¡Nada! Tengo la premonición de que a esta muchacha va a sucederle algo horroroso.
Pavel respondió, con voz bronca:
—Es tan testaruda como su padre. Tan resuelta como él. Hoy, hallándose como se halla, no me atrevo a decirle cosa alguna, pero mañana, entre Piotr y yo procuraremos…
La condesa aplicó el oído en dirección al salón y murmuró:
—¡Chist! No conviene que Marina nos oiga. Más vale que te vayas.
Él, levantándose, salió de puntillas mientras la condesa asumía la típica posición de un espía.
* * *
Cuando Jonathan Clark reparó en el aspecto de su invitada, se le cortó la voz. Nunca la había visto sino sencillamente vestida, y por tanto, no se hallaba preparado para encontrarla como la encontró. Los encantos de la joven, hasta entonces sólo recatadamente insinuados, se revelaban ahora tanto como la última moda lo permitía. Vestía un exquisito traje de noche y exquisito era también todo lo demás que adornaba su persona.
Pero la admiración de Clark se trocó en desaprobación al pensar que si aquella muchacha hubiera querido emular a las mujeres que cada noche recibía Clark, no lo hubiera logrado mejor. Podría ello depender de la pintura, de los polvos, del carmín de los labios, o del hecho de que su vestido era más largo que el usual en las jóvenes de su edad. Y, sobre todo ello, Marina había asumido un talante audaz y de mujer de mundo que a él no le parecía adecuado. Marina se había… Bien, se había caracterizado en exceso.
Sin duda, Clark dejó revelar sus sentimientos, porque ella le preguntó:
—¿Qué le pasa? ¿No le agrado?
—¡Oh, sí! Pero me deja dejado usted sin resuello.
Examinó ella, con crítica expresión, su aspecto en el espejo, mirose por detrás y por delante y se dio unos retoques en el peinado.
—¿Acaso soy menos atractiva que sus amigas? —preguntó—. Si usted aprueba el aspecto de ellas, ¿por qué no aprueba el mío?
—¿Aprobarlo? ¡Dios mío! Lo que sucede es que no es usted como ellas.
Marina persistió, empezando a enojarse:
—Veo que no le gusto.
—¡No, no se trata de eso! —exclamó él—. Pero me desconcierta el hallar a una persona extraña. Recuerde que sólo la he visto muy pocas veces y nunca ataviada así. ¿Está bien la condesa?
—No, está en cama con una fuerte jaqueca.
Sobrevino una pausa algo forzada, que Clark interrumpió diciendo:
—¿No convendría que nos acompañase una señora? Yo esperaba que su tía… Porque ese es el procedimiento correcto, ¿verdad?
—En ese caso, ¿por qué no la invitó a ella? —replicó Marina.
Empezaba a enojarse de veras, y Clark sintió pánico cuando la muchacha continuó:
—Si lo correcto es llevar una compañera, ¿por qué no la busca usted?
Él manifestó francamente que no conocía a ninguna capaz de servir de acompañante adecuada.
—Lo siento —concluyó—. Fue imperdonable no advertirlo. Perdone esta torpeza de un tosco hombre de mar. Tanto me deleitó su aceptación, que desde entonces he vivido como en una bruma.
Clark sudaba literalmente. Tan sincero era su embarazo y su turbación tan palmaria, que la joven acabó sonriendo.
—Bien, bien. Es usted sincero. Yo también lo soy. Ésta es una ciudad rara y enloquecida, donde las gentes hacen lo más inesperado y donde nada sucede al igual que en el resto del mundo. Pero no por eso echemos a perder nuestra cita, capitán.
Entregó su chal al marino, que envolvió con él los relampagueantes hombros de su compañera.
Y así comenzó una noche llena de contradictorias emociones. Tanto que Jonathan Clark no había de poder olvidarla nunca. Su afán de exhibicionismo lo había impelido a elegir una mesa en un lugar muy prominente y a dar minuciosas instrucciones en cuanto concernía a la decoración y el servicio. La dirección del hotel, tomando las instrucciones al pie de la letra, consiguió dar una plena demostración de la jactancia y mal gusto del cliente.
Y no fue ello lo peor. Muchos de los clientes del Occidental conocían la manía invitatoria de Clark y supusieron que a la sazón se encontraban ante una derivación de sus extravagancias. Y dieron también por hecho que el capitán, abandonando el círculo de sus alegres amigas, optaba por elegir una favorita. Sólo ello explicaba la forma en que las mujeres cuchicheaban y los hombres miraban a la compañera de Clark.
Unos cuantos debieron reconocer a Marina como una de las componentes del grupo ruso. Esto suscitó más abiertas especulaciones. Y a Clark no le agradaban los comentarios que, fuesen los que fueren, hacían al parecer las gentes sobre Marina y él.
Si Marina reparó en la impresión que producía, o si Calculaba bien su significado, ninguna muestra de ello dio. En la alegría de estar con la muchacha, Clark fue olvidando gradualmente sus aprensiones. Marina era una mujer de cerebro despejado, cándida, alegre, curiosa como una niña y, a la par, según Clark descubrió, más enterada de las cosas del mundo que cuanto pudiera suponerse. Le sorprendió informarse de que conocía varios idiomas. La mayoría de los rusos educados eran, desde luego, buenos lingüistas ; pero lo bien que hablaba la muchacha el inglés se debía principalmente a una bondadosa señora inglesa cuyo marido había tenido que permanecer en Rusia durante la guerra. Aquella dama se interesó mucho por Marina.
En varios sentidos el desastre de Crimea había sido conveniente para Rusia, Como resultado, el nuevo Zar, hombre de inclinaciones liberales, se manifestó partidario de introducir muchas mejoras sociales. Exigió que la justicia y la clemencia presidieran los tribunales, que las universidades abrieran sus puertas a más estudiantes y que se aboliera la servidumbre.
El pueblo acogía con júbilo estas medidas, pero las clases privilegiadas sentían auténtico y desatado horror hacia ellas.
—¡Si supiera usted lo que comentan! —concluyó Marina.
—Apuesto a que la condesa es también enemiga de las reformas.
Viendo la adusta expresión de Clark, Marina soltó la risa.
—Claro, claro. Pero no la juzgue demasiado a la ligera. Ha sido para mí como una madre y no ha escatimado en mi provecho ningún sacrificio. En todo caso a mí me agradaría que en Rusia existiese más libertad, como en Inglaterra.
—¿Y por qué no como en América?
La muchacha volvió la cabeza.
—No. En todo el Imperio Británico no existe nada parecido a California. Allí todas las cosas están bien asentadas. Reinan la ley y el orden. Aquí no veo más que fermentos, cambios, confusiones…
Clark, acostumbrado a la charla insulsa de la generalidad de las mujeres, se sintió disgustado cuando llegó el momento de dirigirse al teatro.
Había adquirido un palco entero, en este caso no tanto por ostentosidad como por asegurarse la oportunidad de platicar a solas con su compañera. La atención tornó a centrarse en ella y en él, por lo cual en lugar de exhibir a la muchacha fuera, entre acto y acto, el marino se limitaba a hablarle. Cada tema que iniciaba equivalía a un nuevo interesante descubrimiento. Mientras exploraba el ánimo de la joven, ésta le interesaba tan profundamente, que Clark no seguía para nada el desarrollo de la función.
Se trataba de una comedia melodramática muy cruda, de autores locales. A Marina le interesaban mucho los fragmentos de vida y costumbres que allí surgían. Cuando alguna cosa la dejaba desconcertada, apelaba a Clark y él le explicaba el significado de lo que ella no entendía. Y al cuchicheárselo, las cabezas de entrambos se juntaban. Era… maravilloso.
Corría el tiempo a una celeridad lamentable. Así, para alargarlo, Clark, cuando salieron del teatro, propuso ir a tomar un bocado en algún sitio. Ello —pensaba— aplazaría el momento de separarse.
Marina acogió con placer la indicación del joven
—¡Encantada! —aseguró—. He oído decir que la vida nocturna de esta ciudad no se parece a la de sitio alguno. Pavel me ha hablado de un local lleno de espejos que alcanzan hasta el techo y de espléndidos candelabros. Creo que su nombre es «Bonanza».
—«Bonanza» es una casa de juego.
—Ya lo sé. Y también que los clientes apuestan sumas enormes. Hay hombres y mujeres. Ellas, vestidas magníficamente. Y se toca y se baila.
—Ese lugar no es propio para una joven honesta. La condesa me haría arrancar la piel, y le aseguro que no es agradable sentirse desollado con un sable ruso.
—No sea usted absurdo. En mi país todo el que puede, juega. La vida nocturna de San Petersburgo es animada e inmoral. Sé jugar a la ruleta y me gusta mucho.
Clark miró, desaprobatorio, a su compañera.
—Las bellas y bien vestidas mujeres que, como indica usted, concurren a «Bonanza», van sólo porque son lo que son y para hacer embriagarse a los hombres.
—¿Y qué? Tengo la curiosidad de ver y conocer todas esas cosas. El lugar es soberbio y no creo que en él haya peligro alguno.
—Desde luego, no más que en cualquier otro punto de la ciudad a estas horas de la noche.
—¿Verdad —persistió ella—- que frecuenta usted ese local en unión de algunas de las mujeres que yo vi en su recepción?
Clark asintió.
—Entonces, ¿cree que mi compañía va a echarle a perder la noche?
—No. Pero si las gentes la ven a usted conmigo en un centro de esa clase pensarán… Bien, pensarán que es usted una como las otras.
—Lo cual es precisamente lo que queremos fingir. Puesto que soy una desconocida, ¿qué me importa lo que piensen los extraños?
Clark ayudó a la joven a subir al carruaje y dio la dirección del «Bonanza». Ya allí, mandó al cochero que esperase.
El crecimiento de la ciudad había sido tan veloz y desordenado que toda clase de edificios compartían la misma vecindad, ya fuesen garitos o iglesias, burdeles o Bancos. Por lo tanto, «Bonanza» se elevaba en una zona local tan respetable como cualquier otra. Resplandecía de luces y la empresa que la regentaba no había ahorrado gasto alguno en las decoraciones. Dorados techos aparecían sostenidos por columnas de cristal y los espejos de las paredes multiplicaban ópticamente el ámbito de las salas, ya vasto de por sí. Pinturas de mujeres semidesnudas añadían un toque exótico a la decoración general. Cada una de las ninfas resultaba ser una rolliza dama, bien alimentada de maíz, a la que el exceso de carne había hecho reventar las ballenas del corsé. Una de ellas se reclinaba lánguidamente en un lecho en desorden, otra reposaba a sus anchas en un rincón de la selva y una tercera debía pensar entregarse a una dieta vegetal, porque contemplaba una manzana que tenía en la mano, mientras una serpiente la miraba con simpatía. Había hasta otra docena de reproducciones de amazonianos tipos, recargados de carne y casi al desnudo.
El local estaba lleno. Había mesas destinadas a distintos juegos y en algunas de ellas enjoyadas mujeres apostaban, actuaban como mironas o llevaban la banca. Llegaba de un rincón escondido la música de una orquesta.
Mientras Clark se abría paso entre la multitud en unión de su excitada compañera, divisó a Cotton Mather Greathause ante el mostrador, convidando a bebidas a un montón de muchachas.
Había el marino dado por hecho que Marina se contentaría con una breve visita, mas ella lo pasmó anunciándole que se sentía hambrienta, sedienta, ávida de danzar y resuelta a probar suerte en el juego.
—¿No debe ser así? ¿No he venido aquí a divertirme? No soy ninguna aguafiestas. Esta noche procederé enteramente como una americana, y haré al pie de la letra lo que haga usted.
Finalmente Marina comió menos de lo que esperaba, pero bebió más, no porque experimentara en ello un particular deleite, sino para ponerse a la altura de las circunstancias. Con lo cual pronto se sintió en una situación muy agradable, pero también susceptible de despertar curiosidades harto molestas para quien la acompañaba.
Aunque tales atenciones no llegaran de momento a impacientar a Clark, éste procuró beber con parsimonia, para afrontar debidamente cualquier acontecimiento. Lo último que hubiera deseado era una pendencia en aquel lugar, a aquella hora y con tal compañera.
Y entonces, lo que más temía se abatió sobre él, y procediendo de una fuente inesperada. Cediendo a las insistencias de Marina la acomodó ante una mesa de ruleta a la que se sentaba el mejor público del local, y adquirió un montón de fichas para que la muchacha jugase. Había, entre los puntos, varios hombres de negocios de San Francisco, uno de los cuales, brillante y joven abogado además de comerciante, pasaba, por su prodigalidad, por uno de los mejores clientes del «Bonanza». Parecía tan sobrio y se comportaba tan correctamente tomo los que lo acompañaban, pero desde el primer momento se le notó sensible a los encantos de Marina.
Para entrar en conversación aprovechó la oportunidad de que ella jugase algunos de los mismos números que él. Cuando algunos tocaron, el abogado insistió en que Marina se quedase con todas las ganancias. Ella, demasiado excitada para darse cuenta clara de las cosas, se volvió a Clark. Todo se debía al mucho vino que la joven había bebido. Clark permitió pasar el primer tropiezo, pero al segundo dijo:
—Es mejor que nos vayamos. ¿No le parece?
Marina protestó. Había empezado a ganar.
—Las rachas de suerte hay que aprovecharlas.
El joven abogado asintió.
—Sería absurdo —dijo— dejar la mesa en un momento tan propicio.
—Quien hablaba a la señora era yo —observó Clark.
—Y yo le hablo a usted. La joven se divierte y se encuentra, por ende, en excelente compañía. Si tiene usted que marcharse, consideraré un honor acompañar a la señorita durante el resto de la noche, y…
Antes de que acabase de hablar, Clark le asestó una puñada que lo lanzó, tambaleándose, entre los brazos de sus amigos. Hubo movimientos y voces. Clark se dirigió al encargado de la mesa ordenándole:
—Cambie esas fichas en dinero.
Pero el hombre empezó a pedir socorro y pronto se provocó un loco tumulto. En medio de una confusión, protestaban airadamente los hombres y chillaban con voz aguda las mujeres. Otros clientes, a distancia, se empinaban sobre las puntas de los pies para ver lo que sucedía.
El hombre que sufriera el primer impulso de la ira de Clark había dejado de constituir un peligro, pero sus amigos se adelantaron amenazadoramente. Clark asió al primero que se acercaba, le hizo perder el equilibrio y lo lanzó contra los que lo seguían. El barullo llegó a su colmo. Muchos iniciaron la fuga.
El Carácter de Clark, nunca demasiado bueno, había escapado a la sazón a todo control. Experimentaba un salvaje deseo de darle plena libertad, mas la presencia de Marina lo colmaba de inquietantes aprensiones. Ya se hallaba a punto de tomarla del brazo y de emprender una ingloriosa y a la vez desesperada retirada, cuando oyó cerca una voz familiar. La de Cotton Mather Greathouse.
Surgiendo no se sabía de dónde —probablemente del mostrador— avanzaba con los brazos abiertos y gritando con voz estentórea :
—¡Reportaos, hijos de la iniquidad! ¡Temed a vuestro castigo! No ofendáis al hombre que ningún daño os ha hecho, ya que siempre gustó de vivir en paz su existencia. Pensad que el que escoja la violencia hallará la destrucción.
Había sobrevenido como una aparición y sus palabras resultaban tan impresionantes como su llegada repentina. Cesó el tumulto por un instante, mas muy luego un hombre dirigió un insulto al predicador, y entonces arreció el griterío.
Las maños de Cottonmoüth descendieron hacía sus caderas, echaron hacia atrás los faldones de su levita y reaparecieron empuñando sendos revólveres montados.
¡Atended a las palabras de Ezequiel!
Esta vez su voz sonaba cortante y amenazadora. Continuó:
—Yo os derribaré, hombres, y agujerearé vuestras mandíbulas. Pensad en el camino que tomáis antes de que yo llene vuestros vientres con plomo.
Mientras profería este aviso, se encorvó un tanto y su alargada faz, cada vez más despejada y atenta, examinó cuanto lo rodeaba, sin omitir rincón alguno. Parecía la encarnación viviente de una fría furia, de un inminente peligro. Así, el silencio que reinó otra vez fue algo más que una simple concesión a lo inesperado.
Porque aquel individuo tenía una contextura moral que parecía designarlo para ser un ángel exterminados Ningún hombre con los sentidos cabales hubiese osado exhibir un par de revólveres en un lugar donde la réplica a tal gesto era ordinariamente adecuada y rápida. Cotton se había convertido en objetivo de todas las pistolas, porque no había cliente que no fuese armado, ni empleado que no tuviera un arma al alcance de sus manos.
Para colmo constituía un sacrilegio, digno de pagarse con la vida, el perturbar la paz de una mesa de juego y profanar la austeridad de un pulido mostrador con el tacón de las botas, como Cotton en aquel momento hacía.
Los inmediatos al bar lo oyeron añadir:
—¡Lárgate, Jonathan! Yo me encargaré de estos imbéciles.
La tremenda tensión disminuyó cuando un boquiabierto mozo de mostrador lanzó un grito jubiloso y una incontenible carcajada.
—¡Ju, ju! —gritó—. Esta es la mejor representación inesperada que veo hace muchos años en San Francisco. Bájese con cuidado, párroco, y no me rompa las copas. Ahora pida lo que quiera. La próxima ronda es mía.
Cottonmouth miró al hombre. Extinguiose su expresión de furia, sonrió y volvió los revólveres a las pistoleras.
—Gracias por el uso de su púlpito —dijo—. Yo bebo whisky del país.
En un abrir y cerrar de ojos el ambiente, antes tenso y aterrorizante, se había trocado en un sainete que provocaba la risa de todos. En el «Bonanza» unas carcajadas se sucedían a las otras.