8
La ciudadela se erguía sobre la roca de Keekor, que se alzaba a la orilla del mar. Desde ella se dominaban los techos de placa ondulada y los muros amarillentos de Sitka. Como los cuarteles y las residencias de oficiales, presuntuosos edificios de tres pisos, la ciudadela estaba construida de troncos de abeto desbastados y unidos entre sí con mortero. Desde la época de Baranov se había ampliado la fortaleza y a la sazón la rodeaba un ancho paseo desde el que una escalinata conducía a la ciudad.
Desde aquella altura la condesa Vorachilov contemplaba una perspectiva llena de naturales encantos, que más bien adivinaba que veía, porque sus ojos estaban extraviados y turbia su mente.
Hacía, algunos días que llegara de San Francisco. Los había pasado en sus habitaciones, alegando enfermedad y fatiga, para aplazar la inevitable entrevista a solas con su tío.
Pero ello no podía alargarse indefinidamente. Y las posibles consecuencias del caso gravitaban sobre ella tan abrumadoras como la decepción y el abatimiento que experimentara al avistar la ciudad de Sitka.
¡Pensar que había considerado aquel lugar como una sede del poderío ruso en el Nuevo Mundo y, por lo tanto, como una ciudad mucho más grande y hermosa que San Francisco! Comprendía ahora el talante de Jonathan Clark cuando ella expresaba su ignorancia. Fue el día que ella recogió las rosas e indujo a Clark a hablar de su persona.
«El hombre, en el mejor caso, es una llama ardiente e inextinguible».
Tales habían sido las palabras. Sus palabras…
«A veces las cosas se incendian. Pero somos nosotros las que las incendiamos y en cambio no siempre sabemos incendiarnos a nosotros mismos».
Aquella mañana Marina razonaba que su alma había ardido hasta el extremo de que no le quedaban sino anhelos, dolor y cenizas.
Un subalterno se acercó y anunció que Su Excelencia esperaba.
El general Vorachilov era un hombre apuesto, corpulento, jovial. Cuando su sobrina le besó, su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Encantado —dijo— de que te sientas mejor. Nuestra parienta la Selanova me ha contado vuestras aventuras.
—Por lo menos para mí, aventuras fueron. Y no tan desagradables como para otros. Al principio me molestaba la curiosidad de la gente. Cuando algunos hombres empezaron a molestarme, la prima Ana tomó mi título y me hizo pasar a mí por una parienta pobre. Desde entonces las cosas mejoraron. ¿Te sorprendió mi carta, tío?
—Sorprenderme exactamente, no. Pasmarme, sí.
Cuando se sentó la joven, el general se acomodó en su sillón. Su rostro expresaba una vaga desaprobación y en su voz había un toque de impaciencia cuando continuó:
—Al tomar la decisión que tomaste, procediste sin duda movida por un impulso momentáneo, sin comprender debidamente lo que hacías. Impulso que me pareció, y sigue pareciéndome, absurdo, inmotivado y mal considerado. ¡Huir de San Petersburgo como una criminal y dar la vuelta a medio mundo para intentar librarte de un matrimonio ventajoso!
—¡Librarme, sí! Y no actué impulsivamente. Lo pensé todo mucho y bien. Semyon es un disoluto, un sujeto mal reputado, un…
—¡Ea, ea! Su Alteza no vale menos que otros de su rango. Al fin y al cabo es un príncipe.
— ¡Tío Iván! —exclamó la joven, con dura voz de reproche—, ¿Acaso la vida entre estos salvajes ha destruido tu conciencia y tu sentido del honor? ¿Te has convertido en norteamericano?
—No por cierto. Este es un rincón de Rusia y nos enorgullecemos de que lo sea. Mantenemos la cultura occidental, la educación, el…
—El príncipe Petrovsky no participa de nada de lo que dices. Podrá ser culto, sí, pero a la par es un viejo libertino.
—Tu tía Ana me ha asegurado que te adora
—Porque soy joven y desea añadirme a su colección de conquistas. Pero no deseo ser conquistada por él. No olvidemos tampoco la fortuna de los Vorachilov. El príncipe ha derrochado la suya. Ya lo sabes.
—No lo sé. Pero sí que es uno de los pocos afortunados que no tienen sino pedir para recibir. Doy por hecho que no le negarían cualquier cargo que solicitase.
—Lo cual es otra razón para que yo huyese como una criminal, según has apuntado tú. No es fácil para una muchacha de mi posición romper su compromiso matrimonial con un favorito de la Corte. Y el hecho de que yo sea rica empeora las cosas todavía más.
—Ana afirma que ibas a ser nombrada dama de honor.
—Sí. Ese favor me hacía la emperatriz. Y por supuesto, gracias a Semyon. Es hombre listo, hábil y carente de escrúpulos. ¿Cómo podía yo saber nada de eso cuando papá dispuso mi compromiso con él? Entonces yo era una muchacha ignorante. Me sentí lisonjeada y contenta, porque ser princesa emociona a cualquier joven de dieciséis años. Sólo que no imaginaba qué clase de hombre era mi prometido hasta que fui a San Petersburgo, invitada por lady Devon. Conocí entonces sus hábitos, sus vicios sus… mujeres Y conste que no se toma el trabajo de disimular nada. Esperaba, como cosa natural, que yo lo aceptase tal Como es. ¡Puaf!
El rostro de la joven mostró una expresión de repugnancia.
—¡Ese hombre es un animal disoluto! —concluyó.
El general alzó sus blancas manos en un ademán de resignación.
—¡Claro, claro! Y por consecuencia te fugaste. Te escapaste al desierto. Huiste a un poblachón perdido en los bosques de América para evitar un matrimonio ventajoso que te convertiría en una de las primeras grandes damas de Rusia y en una brillante estrella de la corte imperial. Los Vorachilov han sido siempre hombres obstinados, pero hasta ahora habían existido pocas mujeres tercas en la familia.
—¿Es ésa tu bienvenida, tío?
—-No. No confundas los motivos de mi extrañeza. Soy hombre chapado a la antigua y no comprendo a la nueva generación. En mi época las jóvenes no alardeaban de tal independencia. Ya sé que el mundo se transforma. Con todo, eres la hija de mi hermano y por lo tanto te acojo con los brazos abiertos, como miembro de mi casa. Por cierto que hacía falta aquí una señora —añadió el general, sonriendo afectuosamente—. Seguro estoy de que llegaré a quererte como una hija.
—Ya sabía yo que sucedería así.
Y Marina impulsivamente puso su mano en la del general.
—Confieso -dijo— que fue un acto de egoísmo en mí el desarraigar a la prima Ana de su ambiente y forzarla a que me acompañase. Digo lo mismo respecto a los demás. Pero yo no podía venir sola. Y menos por la ruta de Siberia. Petrovsky me hubiera alcanzado. Como lady Devon regresaba a Londres, la persuadí de que me invitara a visitarla para escoger allí mi equipo nupcial. A Semyon no se le ocurrió que yo tuviese voluntad propia ni valor para ejercitarla.
La muchacha bosquejó una sonrisa encantadora.
—Ya ves, tío —añadió—, que soy una maestra del engaño.
Vorachilov correspondió con una vaga sonrisa a la de la joven.
—Ya me lo había dado a entender Ana. Pero acaso tengas menos de maestra del engaño que de víctima de la sandez. Porque yendo a otra cosa, ¿qué se me ha contado de tu comportamiento en San Francisco? Algo podría decir Nickolaivitch. Su opinión es que sufrías una especie de ofuscación. Se siente todavía muy disgustado por ello. ¿Qué te pasaba, querida?
—Nada de importancia.
Marina dirigió los ojos a la ventana y fijó la mirada en la lejanía.
—Todo consistió en que se me desgarró el corazón porque me enamoré.
El general estuvo a punto de dar un salto.
—¡De ese americano! ¡No seas ridícula! Ahí donde lo ves, ese hombre es un rufián.
—Así me lo han dicho.
—Y un ladrón.
—François Villon también lo era, y salvó París.
—¡Santísimos cielos!
El general se levantó y comenzó a pasear por el encerado suelo de madera, sobre el que se hallaban diseminadas alfombras y pieles.
—¡Parece mentira! —siguió—. Sacrificas una carrera social inigualable, renuncias a un magnífico matrimonio y te destierras espontáneamente del mundo civilizado sólo impelida por tus modernos escrúpulos morales. Y todo ello, ¿a qué te conduce? A entregarte a un capricho disparatado, a una aventura amorosa con un marinero vagabundo. ¡Increíble! El hombre a quien estabas prometida no lo hubiera creído. Has debido volverte loca.
—Sí. Debía de estarlo cuando accedí a salir de San Francisco. Pero supe que aquel hombre estaba fuera de la Ley y que tú habías puesto precio a su cabeza. Pensé, pues, que hablando contigo, te convencería.
—¿De qué? —preguntó el gobernador.
—No puedo explicarte las palabras ni los procedimientos adecuados. Pero quiero que suprimas esa recompensa por su cabeza y que le perdones.
—El procedimiento más adecuado que emplearé será colgar a ese hombre en cuanto lo encuentre —dijo el general Vorachilov, con duro acento.
—¡Podía habérmelo figurado! Pero aquella noche me sentía fuera de mí. Había tantas pláticas, tanta confusión… Acabé sintiéndome enferma.
Marina cerró los ojos y movió la cabeza con el ademán de quien procura aclarar las brumas de su menté
—Presumo —añadió— que no tardará en zarpar algún buque con rumbo al sur.
Su tío guardó silencio durante unos momentos. Luego, acercándose a la joven, le apoyó la mano en la cabeza.
—Quítate de las mientes esa locura, hijita, y yo procuraré ayudarte en todo lo posible. A veces las jóvenes sufrís accesos de fiebre romántica, pero eso pasa pronto. Otros días, otras caras… y las fantasías se disuelven. Y la tuya es tan imposible, tan completamente disparatada, que se disipará antes que cualquier otra. Cree en mí, que tengo experiencia de las cosas. Prométeme, por lo menos, no actuar apresuradamente, ni ejecutar nada sin Consultarme.
—Lo prometo.
—Bien. Así haremos frente juntos a esta dificultad y a otras que pudieran sobrevenir. Añadiré que nuestras compatriotas están deseosos de conocerte y tratarte como a una de nuestras compatriotas distinguidas. He organizado un banquete en honor de tu llegada. Deseo que tu aspecto me enorgullezca. Por lo pronto procura aparecer lo más bonita que puedas. Quiero que los cautives a todos.
Y así Marina se instaló en casa de su tío, en Sitka. Era la primera dama de la ciudad y señora de la histórica ciudadela instalada sobre el Keekor. De todas modos poca posibilidad le quedaba de hacer otra cosa porque de la casa no podía salir sin autorización oficial o ayuda externa.
Con la costa californiana no había tráfico del que mereciese la pena hablar, porque la fiebre del oro lo había interrumpido. San Francisco carecía de medios para subsistir por sí mismo, y a la par la locura de los yacimientos de oro había casi interrumpido el ejercicio de la agricultura. Por otra parte productos similares a los de las fundiciones y talleres de Sitka empezaban a llegar de Ultramar, bordeando el Cabo de Hornos.
En consecuencia, pocos bajeles americanos tocaban en la capital de Alaska, y la mayoría hacíanlo sólo para que se fumigasen sus calas con carbón de Sitka, contra la plaga de las ratas. En todo caso, ninguno de aquellos buques era apropiado para procurar pasaje a una dama.
* * *
Una vez transcurrido un mes Marina dio por hecho que Jonathan Clark y sus hombres de Boston se habían probablemente hecho a la mar en busca de sus ilícitas aventuras.
De haberse sentido en su situación normal, hubiera encontrado su nueva vida cómoda y divertida, porque el gobernador Vorachilov, como todos sus predecesores, gustaba de rodearse de una distinguida hueste de compatriotas. Todos éstos, y sus mujeres, eran joviales, hospitalarios y amantes de los placeres. Seguían sus hábitos usuales y por tanto siempre había en la ciudad algo que hacer y algún lugar adonde concurrir.
El general daba frecuentes y costosas reuniones y entonces la ciudadela relampagueaba de luces y resonaba de músicas. Ante la vasta escalinata que arrancaba del Paseo del Gobernador agrupábanse gentes de pro, miembros de la nobleza, funcionarios coloniales y oficiales ataviados con los uniformes oscuros de los batallones siberianos. Todos iban cargados con charreteras, brillantes botones e hilos de oro y de plata. Los que poseían condecoraciones las ostentaban y sus esposas vestían ricos armiños sobre sus generosos escotes.
Los bailes de la ciudadela eran siempre espléndidos. Los banquetes se distinguían por una soberbia y pródiga hospitalidad. El pariente de Marina se consideraba un maestro en el arte de hacer agradable la vida a su prójimo.
La llegada de su sobrina añadió más interés a su deseo de complacer a todos. Marina tenía una distinción innata y su encanto se hacía sentir rápidamente sobre cualquiera. Y así, mientras la joven asumía, sin dar importancia al caso, los deberes de señora de la casa de su tío, la admiración y el cariño de éste crecían más cada vez.
A veces la invitaba a acompañarle en sus inspecciones periódicas de los astilleros, fundiciones, herrerías y talleres, cosas que él detestaba con toda el alma. También le confió la vigilancia de las escuelas y de los hospitales.
Cuando el general no robaba a su sobrina parte de su tiempo, siempre sobrevenía un molesto número de oficiales de la guarnición y jóvenes empleados de las empresas locales que procuraban retener la atención de Marina. A veces la muchacha paseaba con ellos a lo largo de un camino que bordeaba la orilla del mar. Había otros que la llevaban al antiguo poblado indio, con sus singulares tótems, sus extrañas gentes y sus raras costumbres. Y los acompañantes de Marina señalaban antiguos fuertes y restos de la primitiva estacada de Baranov. No dejaban tampoco de agregar horripilantes y sanguinarias historias que, por lo recientes, eran doblemente terroríficas.
Las mujeres eran igualmente agradables. Realizaban sus acostumbradas visitas de las once y Marina las correspondía. En esas ocasiones se servía un apetitoso aperitivo antes de la comida de las dos de la tarde. A las cinco se servía el té y se cenaba a las ocho. Cinco comidas al día se consideraba el mínimo necesario para mantener el despejo mental y el bienestar físico.
La condesa procuraba corresponder a aquellas atenciones y absorberse en el agradable ambiente que la rodeaba y en sus numerosas actividades. Mas la acometían incesantes memorias de otro mundo. Un mundo fantástico, excitante, ajeno al que ella antes conociera y del que había gozado un atisbo momentáneo. Una ciudad turbulenta, poblada de hombres procedentes de todas partes y de mujeres procedentes de cualquier sitio.
Sí, era aquella una ciudad de ensueño, a través de cuyas bulliciosas calles circulaba un gigante rubio, de ojos azules como el hielo y de suave sonrisa…
Impresiones de aquel breve interludio, de aquella soñadora consecución, atormentaban a la joven al punto de que se movía por el mundo como en un diario y doloroso sueño. Había momentos en que experimentaba una convicción y certidumbre, quizá tan fuertes como su fe en Dios, de que Clark acudiría alguna vez a buscarla y seguirla, estuviese ella donde estuviere, porque Clark era un hombre sin miedo y sin tacha.
Magnifica era su gesta al desafiar todas las restricciones. Había afrontado la ira de la Rusia imperial. Y cualquier día sería capaz de entrar en Sitka, trepar audazmente el Keekor y exigir la entrega de la mujer a la que amaba.
Aquella convicción la estremecía y aterrorizaba hasta el extremo de que siempre que veía una vela ajena en el horizonte su corazón latía fuertemente, o comenzaba a fallarte hasta que la suspensión se resolvía en una mezcla de alivio y desilusión.
La primavera sobrevino pronto en Alaska. Según iban alargándose los días, el ardoroso sol y los húmedos vapores hacían retroceder las nieves hacia las cumbres de las montañas. Toda planta que crecía en la terraza medraba con esplendente vigor. Estallaban los capullos, abríanse las flores de la noche a la mañana, llegaban las aves y aparecía el salmón en los ríos. Tierra y mar parecían regocijarse en proclamar su esplendidez. Porque era todo gloria en primavera, y en el curso de sus prolongados crepúsculos desplegábanse las opulencias de un cielo sin igual.
Era entonces costumbre organizar meriendas colectivas, en las que abundaban el caviar y el champaña, o realizar excursiones a lo largo de islas boscosas que parecían pensiles suspendidos sobre mares de siempre cambiante belleza.
Un atardecer sobrevino por el oeste un barco de vapor. De su chimenea partía una negra humareda que se recortaba sobre los suaves matices, dorados y cobrizos, del cielo.
Se trataba de un barco de tres palos, evidentemente procedente de Siberia. Aquella arribada colmó a la ciudad de excitación.
El gobernador Vorachilov, un tanto conturbado, llamó a Marina y a la señora Selanova. Y los tres descendieron juntos a la orilla del mar y se mezclaron al gentío que hacia allá se dirigía.
—Evidentemente —dijo el gobernador— algún dignatario nos honra con su visita. No sé quién será. Y lo que más me extraña es que no se haya notificado su llegada, para prepararle adecuada recepción y los oportunos saludos.
—¡Oh! —exclamó la señora Selanova—. Un gran personaje debe ser el que llega, a juzgar por su séquito. Gracias a Dios, recibiremos noticias de nuestro país. Pero ¿qué te pasa, Marina?
El hombre que llegaba a bordo del buque era, en efecto, un personaje. En medio de un brillante grupo de hombres de uniforme congregados en el puente del buque, los despejados ojos de la muchacha habían distinguido una figura tan familiar como poco agradable para ella.
—¡El príncipe! —jadeó, asiéndose al brazo de su anciano tío.
—Es verdad —convino él—. Observo que te sigue como un mozalbete enamorado. Y tú… ¡tú te estremeces al verlo! ¿No es posible que vuelvas en tus sentidos?
La Selanova respondió, conteniendo la respiración:
—Marina aborrece al príncipe. ¡Y no le faltan motivos! Al fin y al cabo, tú, primo, eres jefe supremo aquí. No estamos en Rusia. Por lo tanto tendré un placer en expresar al príncipe la opinión que me merece su desvergüenza.
El general atajó enérgicamente:
—No harás nada de lo que dices. Como miembro que sois de mi familia, os exhorto a Marina y a ti a que recibáis al príncipe con la mayor cortesía.
Y se apartó para hablar con el comandante de guardia. Necesitaba asegurarse de que el desembarco del príncipe fuera presidido por tantas ceremonias y formalidades como la corrección y las circunstancias imponían.
Así, cuando el príncipe Petrovsky puso el pie en Alaska, fue debidamente acogido por el gobernador y su plana mayor. Entre tanto los cañones de Keekor prorrumpían en salvas, los soldados permanecían en posición de firmes y la gente civil lanzaba vítores.
Todos vieron que el príncipe era un hombre más que maduro, con la barba cuidada y unos pétreos ojos rodeados de bolsas. Movíase con dignidad y compostura y era su voz profunda y resonante. Nadie pudo dejar de dudarlo cuando le oyeron dirigirse a la sobrina del gobernador y exclamar:
—¡Marina! ¡Qué placer tengo en encontrarla! Así puedo cerciorarme de que se halla en salvo.
Se inclinó, besó los dedos de la joven y, volviéndose, hizo la presentación de su amiga a otras personalidades.
Algunos de los mirones se preguntaban por qué la condesa se hallaba tan pálida y demacrada. No era cosa de todos los días el que un príncipe hablara a Marina por su nombre de pila.