11
—Presumo que juzgarás que le he jugado un mal tercio a la pobre chica —comentó Cottonmouth, enseñando los dientes en una desagradable sonrisa.
—No —repuso Clark.
Se había barrido el puente del Hermana Peregrina; los daños causados por la partida de abordaje habían sido reparados y el piloto descendió a la támara con evidente mal humor.
—Algunos compañeros juzgan que he cometido un sacrilegio. Dicen que ninguna cosa buena puede salir de ahí y que habremos de enfrentarnos con muy mala suerte.
—No veo sacrilegio alguno en ejecutar una buena obra, incluso bajo el amparo de unas barbas falsas —dijo Clark—. Nadie sino un tonto o un supersticioso ignorante hubiera visto nada anómalo en tu servicio. Y si se ha de decir la verdad, creo que no has falsificado el oficio de difuntos.
—La dotación piensa que he asumido sin derecho el papel de sacerdote y entiende que de la misma boca no pueden salir bendiciones y maldiciones.
Clark se encogió de hombros.
—He visto a través de un hombre. Por primera vez pude verle por dentro. Dime, Cottonmouth: ¿por qué abandonaste el sacerdocio?
El piloto vaciló antes de responder broncamente:
—¿Cómo se puede renunciar a lo que nunca se ha tenido?
Clark no se dejó convencer.
—No hay quien predique o lea la Biblia como tú a menos de que lleve dentro de él algo de que carecemos el resto de nosotros. Tú has dominado la Palabra con más maestría que nadie a quien yo haya conocido. Mas eso se refiere a la Palabra. ¿Qué me dices del Espíritu?
—La Palabra vive conmigo, pero el Espíritu ha mucho que me abandonó. No fingí el ministerio que ejercía; fue el ministerio el que se fingió ejercido por mí.
—¿Sí? ¿Y por eso te burlas de la religión?
—¿Qué debe hacer un hijo a quien su madre aleja de su lado? ¿Hablar bien de ella?
—No me digas eso, Cottonmouth. No puedes decírmelo después de lo que te he oído hablar.
—Puede uno amar a su madre y burlarse de ella.
—Pero no te burlabas. ¿Qué te ocurría?
—Mira: fui criado por una familia que cifraba su ambición en tener un hijo eclesiástico. Buenas personas. Me educaron con ese fin y yo me sentía entusiasmado y orgulloso, porque sentía la vocación hacia la que me arrastraban.
»No me faltaba despejo y la gente me vaticinaba un gran porvenir.
El piloto prosiguió:
—He dicho varias cosas que no pensaba decir y he hecho otras en las que no creía. Y me comporté tan extrañamente que mis auditores me enseñaron la verdad acerca de mí mismo. Por primera vez aprendí que yo no era quien creía ser. Mi verdadero padre había muerto en la calle, beodo. Mi madre murió… en un sitio peor. Como dice David: “Engendráronme en la iniquidad y mi madre me concibió en pecado”.
»Quizá sea posible vencer el mal que nace con un hombre. Pero no tengo la probabilidad de intentarlo. Me han arrojado de mi hogar, que era mi Iglesia, y por ello he injuriado de continuo a quienes lo hicieron, aunque me constaba que era lo único que razonablemente podían hacer.
»No es grato ver pudrirse el cuerpo propio por culpa de la mala ralea de los que nos engendraron. Y mi alma está ahita de los venenos que ha heredado. Llevo una señal de nacimiento que no puedo ocultar. ¿Te extraña que parezca un renegado?
»Tú, Jonathan, has hallado algo precioso e inobtenible. Algo que no osarás mostrar al mundo. Has visto aquello que odio y que amo. Se halla envuelto en una sábana blanca y es el sudario de Cotton Mather Greathouse.
* * *
El príncipe Semyon Petrovsky sabía hacerse agradable cuando lo deseaba, y precisamente aquella mañana estaba en la mejor de sus maneras. Se despedía por algún tiempo, para ver de conciliar la discrepancia fronteriza ruso-canadiense, que antes mencionara a Marina, y se había presentado en su cuarto para despedirse de ella. La joven lo recibió, dando por hecho que la visita sería breve y formularia, mas el príncipe se hallaba en un momento simpático y facundioso.
—No osaba abandonarla —dijo Semyon— sin agradecerle antes sus muchas cortesías y sin expresarle mi admiración por lo perfecta y graciosa que es usted como ama de casa.
—Cualquier ama de casa sería perfecta y graciosa con un huésped gentil y considerado —repuso la joven—. No disponemos de muchos medios de agasajar a nuestros amigos, pero…
—Pero usted sabe sacar partido hasta de lo más mínimo. Y no me ataje asegurando que ello ha de agradecerse a su tío. El asegura que el castillo, antes de la llegada de usted, era una leonera. Mas usted lo ha convertido en una hermosa habitación humana.
—La prima Ana es una ama de casa muy experta.
El visitante movió la cabeza.
—No, no. La mano de usted se descubre por todas partes. Por ejemplo, en este gabinete, que refleja su personalidad y su inmaculado gusto. Es encantador. Exquisito. Me pareció, al entrar, hallarme en San Petersburgo.
Marina, sin poderse contener, repuso:
—¡Buen cumplido es ese, viniendo de quien conoce tantos gabinetes de damas!
El príncipe esbozó una leve sonrisa.
—Me he abierto camino hasta ellos porque soy un experto admirador de los encantos femeninos. El gabinete de una mujer suele ofrecer un compendio de su carácter.
—Lo mismo creo.
—Y un compendio —añadió el príncipe— acaso más revelador que su alcoba, porque pone al descubierto la parte íntima y la exterior de su personalidad.
La condesa rió.
—Es usted un desvergonzado, Semyon.
—Acaso. Cuando uno adquiere experiencia da cada vez menos importancia a la intimidad de una mujer, esto es, a lo que podemos llamar su encanto… clandestino. A la par los hombres maduros prestamos mayor importancia a sus atractivos externos, como por ejemplo, su tacto, sus gracias sociales, su inteligencia y su capacidad de persuasión.
»No se trata de que el hombre empiece a perder vigor, ni de que se encuentre harto. Imagino que sus impulsos entonces son dirigidos por el deseo de alcanzar influjo y satisfacer sus ambiciones.
»Llega un momento en que ese hombre no puede realizar sus deseos mediante sus esfuerzos propios, o al menos no tan de prisa como lo conseguiría con ajena ayuda.
»La admiro, condesa, porque posee usted las cualidades necesarias para asegurar el éxito de cualquier marido. Y conste, hablando con franqueza, que no me inclino mucho a admirar cosas que no me pertenecen. Puedo codiciar las propiedades ajenas, mas no les atribuyo su pleno valor hasta que son mías.
—Me da usted la impresión de que yo soy… un cuerno de la abundancia o una vaca de leche.
Brilló una chispilla divertida en las pupilas del príncipe Semyon, bajo sus gruesos párpados. No hizo comentarios directos. Respondió:
—Como iba diciendo, me parece una lástima que se malgasten tales y tan inapreciables talentos cuando podían aprovecharse con beneficio enorme. ¿Ha perdido usted todo deseo de volver a la patria?
—¡Por supuesto que no! Esta época del año es la más hermosa allí. ¡Oh, los lagos, las flores, el olor de las lilas! Crujen los carros de bueyes en los senderos campesinos, y en las anchas avenidas de la ciudad los caballos arrancan chispas al empedrado. Me encantan esos corceles de arqueados cuellos y de brillantes colas que besan el suelo. Los caballos me gustan mucho y no tenerlos aquí es lo que echo más de menos. Los nuestros me conocían y me seguían como falderos para que les diese terrones de azúcar v trocitos de zanahoria. Aún creo sentir en los dedos la impresión de sus blandos hocicos…
La condesa suspiró.
El príncipe dijo:
—En San Petersburgo se reanuda ya la vida corriente. Su Majestad incita a todos a que reparen los daños de la guerra. Ya llegan modas de París y Londres, las tiendas están atestadas y hay abundancia de dinero. Todo el que puede da reuniones. La Gran Duquesa Elena (que se interesa mucho por usted) ha iniciado una campaña en pro de que se establezcan nuevas mejoras sociales y de que se pongan en marcha grandes proyectos de cultura. Si usted la ayudara, ella se lo agradecería mucho.
Petrovsky mencionó otras amigas de Marina, explicando lo que hacían en la capital. Lord y lady Devon habían retornado a su casa de la avenida de los muelles del Neva, la esplendida calle petersburguesa bordeada de señoriales mansiones y palacios de grandes duques.
Describió escenas caras al corazón de la joven. El ancho río, entre sus paredones de granito, volvía una vez más a la vida, y al llegar el invierno se celebrarían fiestas sobre el hielo. Por el momento lo que resplandecía de animación eran los jardines de verano. Los niños de la aristocracia jugaban con sus niñeras francesas e inglesas y los tipos callejeros de más baja extracción voceaban en torno a la estatua del «abuelo Kryloff». La ópera era más popular que nunca y el ballet se elevaba a los pináculos del arte.
Jamás se había visto ciudad tan animada, excitante, interesante y satisfactoria como San Petersburgo. En ningún país del mundo, salvo en Rusia, ofrecía la vida tantas distracciones a los que tenían la suerte de poseer medios para sufragarlas, a los que vivían en el ambiente social adecuado para participar en ellas; y a los que gozaban de la cultura propia para saber apreciarlas.
Marina, viendo que el príncipe procuraba estimular sus sentimientos, confesó francamente su nostalgia.
Pero añadió:
—A pesar de eso, no puedo abandonar al tío Iván. Él me necesita y los dos nos hemos encariñado mucho. Alguna vez terminará su destierro, y entonces…
—Tal vez termine antes de lo que usted espera.
—¡Semyon! —exclamó alarmadísima la muchacha—. ¡No me diga que los puercos chupatintas han encontrado alguna irregularidad en la gestión de mi tío. No lo creeré, no…
—No he insinuado nada de eso.
—Respondo de la honradez de mi tío con mi vida. Sacrificaría cuanto poseo para defenderlo contra tal imputación.
—No lo dudo ni un momento. Pero la honradez en cuestiones económicas no es lo único que determina el éxito de un hombre en los asuntos coloniales. Tampoco lo es su capacidad para administrar una empresa semipública, como la Compañía Ruso-Americana. lista posesión ha sido fuente de serios gastos para el tesoro imperial año tras año. De hecho sólo Bairanov supo sacar provechos de aquí.
»No se trata, pues, de dinero, sino de cuestiones que implican el ejercicio de mucha previsión y sabiduría. Y cualquiera de las cosas que menciono están sometidas a opinión. Este país, en realidad, no es una posesión colonial propiamente hablando. Nunca se convertirá en un manantial de riqueza y carece de utilidad futura, ya sea política o de otra clase. Se trata meramente de una factoría de pieles que ha dejado de redituar. Podría convertirse en una buena colonia penal, pero ya tenemos una ideal: Siberia.
-—Si todos los actos del gobernador van a ser sometidos a examen, ¿quiere usted decirme quién se encargará de ello?
—Está usted hablando con esa persona.
—¿Es usted infalible? ¿Tiene poderes para instituirse en juzgador? —inquirió audazmente la muchacha.
—Infalible, no —respondió Petrovsky.
Hablaba con cierto enojo. Continuó:
—De todos modos nunca osaría yo ejecutar una misión importante de cualquier suerte que fuera, especialmente en un paraje tan remoto, sin antes investirme de las adecuadas facultades para proceder con arreglo a mi opinión, sea razonable o errónea.
—Esa vaguedad me inquieta —confesó la condesa—. Séame enteramente franco, Semyon. Yo quiero mucho al tío Iván. Me consta que es honrado, concienzudo y…
—Y no muy inteligente.
—Y un fiel servidor del Zar. Lo mismo diré a Su Alteza Imperial en persona y estoy segura de que me creerá.
—Nadie duda de su sinceridad, Marina, ni de deja de apreciar su lealtad y afecto a su familia. Pero se precipita usted en las conclusiones. Estoy autorizado para destituir a su tío del cargo, con o sin otras razones que las mías. Puedo sustituirle en persona o por un delegado. No he dicho que me proponga hacerlo. En realidad, supongo que su tío está cansado de su cargo y que acogería con agrado a un sucesor, siempre que le dieran el reingreso en el ejército con adecuado reconocimiento de sus servicios. También a usted le gustaría volver a San Petersburgo y a mí me placería que lo hiciera, porque aquél es su centro. Yo podría, en ese caso, ser un útil amigo para los dos.
—¡No me diga que ha recorrido tanto camino a fin de efectuar una proeza de abnegación!
—Yo no efectuó proezas de abnegación —repuso el príncipe con calma.
Marina se puso lívida. No obstante su mirada serena no mostraba temor alguno.
—Habló usted de ser en ese caso «un útil amigo». Ello implica una condición no expresada.
—Substituya el «en ese caso» por «con mucho gusto».
—Sus mismas expresiones implican que, caso de no ser amigo, sería usted un implacable enemigo nuestro. Ya lo sé. Mas no me agrada, Semyon, verme presionada de tal manera.
El príncipe protestó alzando las blancas manos.
—El tío Iván —siguió la joven— también rechazará su oferta, Semyon. O lo destituyen de] cargo, o no lo destituyen. No es un siervo ni un tendero. Las facultades que usted posee para terminar la carrera de un hombre de manera ora deshonrosa, ora honorable, es cosa que debe usted utilizar de acuerdo con su conciencia. Mi personal orgullo no me llevará a intentar influir en su decisión, príncipe. Me limito a poner entera confianza en su integridad.
Si Petrovsky se sintió ofendido por aquella salida, no dio pruebas de ello. Dijo, por el contrario, en tono aprobatorio:
—Cada vez aumenta más la estimación que le profeso. ¡Son tan estúpidas las demás mujeres! Pero esa referencia a su personal orgullo, ¿no llega, en esta coyuntura, un tanto inoportunamente?
—No entiendo lo que quiere usted decir.
—No me proponía hablar de ello ahora, pero me han contado una divertida historia a propósito de una joven noble rusa, rica, culta y caprichosa, que desdeñó un espléndido casamiento previamente dispuesto para ella, y abandonando una brillante carrera social, vino a América sólo para enamorarse de un truhán extranjero.
El príncipe movió la cabeza en amable reproche.
—Perdone. Nada me extraña ya en la vida, ni siquiera me sorprende. Hartos disparates cometo yo para osar censurarlos en los demás.
Marina, con voz viva, replicó :
—Confieso que tal historia es muy idónea para agradarle a usted. Pero si esa mujer tenía suficiente energía para asegurar su independencia, también debe tener la suficiente para resentirse de las murmuraciones maliciosas.
—Eso desgraciadamente no se puede evitar, porque pocas personas advierten que los ídolos tienen los pies de barro. Con todo, cabe que tal historia siga a la tal dama hasta San Petersburgo.
—¿Y qué tiene que ver eso con los asuntos de mi tío?
—Directamente, nada. Si he mencionado el caso ha sido por la referencia que ha hecho usted a su orgullo personal. Pero conste que a menudo esa admirable cualidad se confunde con el engreimiento. Mas tenga la certeza de que no tomaré ninguna decisión maligna o mal considerada respecto al general hasta que usted y yo celebremos otra plática. Entre tanto piense usted en su porvenir, así como en el de su tío
Petrovsky se levantó, besó los dedos de Marina y dejó la estancia.
—¡Lo sabía! —exclamó Marina a voces, cuando se reunió con la señora Selanova—. ¡Lo sabía! Algo me advertía que el príncipe estaba aquí por asuntos propios y que su nombramiento era una simple pantalla.
Y expresó, en resumen, lo que Petrovsky le había dicho.
—¿Crees —dijo la Selanova— que Semyon se propone emplear a tu tío como un arma contra ti?
—¿Pues qué otra cosa se propone? ¿Podría emplear palabras más claras, dentro de su manera de expresarse? Semyon es un maestro en el arte de las evasivas y las sutilezas. Nunca revela todos sus propósitos, no expresa por entero cuanto siente y se limita a invocar espectros en las mentes ajenas. Luego se va y deja que esos fantasmas atormenten al cuitado en quien ha sabido infiltrarlos. Ello es mucho más eficaz que las amenazas.
—¡No habrá osado Petrovsky amenazarte! —exclamó la Selanova, trastornada ante tal idea.
—No. Ya te digo que no es ese su sistema. Prefiere dejar a su víctima a merced de su imaginación. Uno se debate entre sus temores, más tremendos que cuantos él pudiera expresar con palabras. Sobreviene la aprensión, la incertidumbre, la indecisión, la duda… Petrovsky deja que sus insinuaciones ejecuten su puerco trabajo destruyendo el valor y la voluntad de resistencia de su víctima. Jamás le deja a uno obrar por impulso propio cuando le ve fuerte. Prefiere que el tiempo mine la fuerza de sus enemigos.
—No puede obligarte a que te cases con él. Porque nunca…
— Claro que no puede! ¡Y no lo hará! Por eso no te preocupes. Aquí de lo que se trata es de defender a mi tío Iván. ¡El pobre tío! Lucharé por él, y si es necesario, regresaré a Rusia y gastaré mi fortuna en su defensa. Pero más allá de eso no puedo ir, ni iré.
—Iván no consentiría que…
-—Tendré que explicarle lo que sucede, pero me aterra la idea de ponerlo sobre ascuas. ¡Oh, Ana¡Si al menos se hubiera hundido el buque de Semyon!
* * *
Pasó el tiempo. Marina aplazaba de un día a otro la desagradable tarea de confiar la verdad a su tío. Al fin, una mañana, se levantó resuelta a hacerlo.
Había arribado por la noche un buque: el mismo que llevara a la condesa desde San Francisco. Mientras Marina desayunaba, la señora Selanova entró en su saloncito y anunció:
—El Anadir ha llegado de Kodiak. Hay mucha excitación…
—Claro. Llegará el correo de Siberia.
—Probablemente. Pero el comandante Nickolievitch, que está ahora con el gobernador, dijo a no sé quién que reservaba una sorpresa al pueblo de Sitka. Algo extraordinario. Todos bajan hacia el muelle. Arréglate pronto, si quieres llegar a tiempo. Me muero de curiosidad.
Multitud de oficiales y sus mujeres se precipitaban por la Avenida del Gobernador. Marina y su prima descendieron los anchos peldaños cavados en la roca. El gentío se dirigía al amplio barracón de troncos que constituía la dependencia portuaria del gobierno. Sobre el techo campeaban los mástiles del Anadir.
Interesante era aquel almacén cargado de mercancías y tesoros procedentes de los más distantes parajes del planeta. Se atravesaba el almacén siguiendo una ancha galería que semejaba un túnel. Le servían de muro cajones de productos marineros, fardos de mercancías y apretadas hileras de toneles que se elevaban hasta las vigas labradas que sostenían el piso superior.
También éste se hallaba atiborrado de variados géneros de todas clases. Se aspiraba un centenar de indescifrables olores. Pieles y marfiles esperaban embarque. Se veían partidas de cereales, frutas y verduras en conserva, amén de buey salado, azúcar, tabaco, ron y especias de las Indias. Todo, en resumen, lo que hace pasadera la vida a una población colonial. El ancho pasillo central, limitado a entrambos extremos por vastos rectángulos de luz solar, recordaba el umbroso acceso de un bazar oriental. Parecíale al viajero hallarse en una calle de Bagdad.
Pasada la entrada se veía al fondo, recortada sobre la brillante aureola del sol, una hilera de hombres alineados como en una parada. Hacia ellos se dirigían los excitados ciudadanos de Sitka.
No bajaban de cuarenta aquellos individuos. Evidentemente no eran soldados, porque no usaban uniforme ni llevaban armas. Sus únicos distintivos eran los hierros que les ceñían las muñecas. Iban cubiertos de harapos y de ensangrentadas vendas. Aquellos , hombres, sucios y sin afeitar, parecían la tripulación de un buque pirata.
Y eso venían a ser: contrabandistas, lobos de mar, ladrones de las remotas Aleutianas. Nickolaievitch había realizado una hazaña histórica. De un solo golpe había capturado dos bandas de merodeadores del mar.
Y dos bandas que figuraban entre las más resueltas, esquivas y destructoras de todo.
Eso y otras cosas averiguó Marina y repentinamente se sintió algo mareada. ¡Era imposible que él figurase entre aquellas maltrechas criaturas! ¡Un hombre tan precavido y despejado! Otros hombres, más atezados y de espesas cejas, eran portugueses, según aseguraba el excitado público.
Y entonces Marina vio al capitán.
Resaltaba entre los demás por su elevada estatura, incluso superior a los de los otros hombres de Boston. Adelantaba el pecho, llevaba la cabeza alta y una leve y desdeñosa sonrisa vagaba por sus labios. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Marina sobrevino un cambio repentino en la faz de Jonathan. Inmediatamente su expresión tornó a endurecerse. Pero evidentemente el marino se había aprestado a la posibilidad de tal encuentro, porque no dio signo alguno de haber reconocido a la condesa.
Vagas fueron las memorias, que conservó Marina de su salida del almacén y su ascenso de las escaleras del castillo. Cuando entró en su primoroso gabinete, su corazón recobró su ritmo normal y el aliento pareció volver a sus pulmones. Enseguida, con un grito de congoja se dejó caer en brazos de la señora Selanova.