20

Dolly Bogardus se jactaba de conocer a más personas que nadie en Inglaterra. Debía ser verdad, por que desde la muerte de su marido, unos cuarenta años antes, Dolly se había entregado de continuo a la ocupación de recibir gentes notables en su casa. No daba mucha importancia al campo específico en que tales o cuales personas se distinguían. Era la única aristócrata de Londres que no andaba con remilgos ni tenía prejuicios de clase. En consecuencia, cualquiera cuyo nombre apareciese en los periódicos tenía la seguridad de encontrarse como invitado de honor en una de las recepciones de Dolly, o reuniones, como ella prefería llamarlas. Aquellas recepciones venían constituyendo desde hacía tiempo una característica única y distintiva de la vida social de Londres, principalmente porque los que iban a ellas nunca sabían a quién iban a encontrar allí, aunque después no deseaban con frecuencia continuar el conocimiento con la nueva figura. Diplomáticos, ventrílocuos, jugadores de cricket, agitadores políticos, artistas italianos, toreros españoles y, en resolución, cualquiera que atrajese momentáneamente la atención era un personaje a juicio de la Bogardus.

Lady Cecilia explicó todo esto mientras ella y Clark se dirigían a casa de Dolly Bogardus.

—Se le ha metido en la cabeza conocerlo —dijo—, pero temía que usted rehusase su invitación si comprendía lo que significaba Dolly es tía mía segunda y yo espero heredar su dinero, de manera que no me conviene decepcionarla. Usted probablemente no se divertirá esta noche.

—¿Por qué no?

La muchacha se encogió de hombros con indiferencia.

—Porque yo suelo divertirme muy poco. Aborrezco la monotonía, el hacer lo mismo siempre, el ver a las mismas personas, con el aditamento cada vez de algunas extrañas. Sería maravilloso encontrar algo interesante, nuevo, digno de vivirlo y de pensar en ello. Clark miró con curiosidad a Cecilia. Ya iba a hablar, cuando ella le atajó la expresión de su pensamiento.

—Me iba a preguntar si estoy casada. No. ¿Que por qué no me enamoro? Bastantes veces lo he procurado. El cielo lo sabe, y no debo repetírselo, porque habrá usted oído hablar de ello muchas veces. La excentricidad es cosa congénita con la sangre de los Yarborough. Siempre estamos ávidos de algo, siempre cansados de todo, siempre incapaces de saber lo que en realidad queremos. Nos acucian constantemente los lebreles del deseo, siempre a nuestros talones. Conste que estoy fatigada, pero no agotada. Tengo tanta curiosidad como tía Dolly, pero no por las personas ajenas. Me interesa la vida y principalmente me interesa usted. Ya le advertí esta mañana que soy más vieja que una druida.

Lady Cecilia hablaba con rotunda finalidad, pero distaba mucho de parecer vieja cuando el lacayo de la señora Bogardus le quitó la capa, lo que permitió a Clark distinguir a la mujer más a su sabor. Era una joven lozana, fresca y desde luego la más hermosa que había visto en Inglaterra.

Llegaba desde el piso superior un cadencioso son de instrumentos de cuerda y el murmullo apagado de muchas voces. Un momento después el americano abrió los ojos, sorprendido, porque el salón principal de la antigua y señorial residencia estaba lleno de gente tan arbitrariamente distribuida como los pasajeros en una estación de ferrocarril. Algunos de los presentes eran, sin duda, personas distinguidas, pero otros muchos daban la impresión de dar sus primeros pasos en sociedad. Lady Cecilia sonrió advirtiendo la sorpresa del invitado.

La señora Bogardus era una viejecilla cargada de joyas, de facciones agradables y vulgares, viva sonrisa y ojos brillantes e inquisitivos como los de un niño. Tenía el cuello corto y la voz algo áspera. En cualquier caso recordó al americano una especie de perrillo amistoso, lucio, gordezuelo y bien alimentado, como los que entonces estaban de moda en las principales mansiones elegantes de Londres.

La señora Bogardus recibió a Clark con deleite no fingido, y comenzó a presentarle a una multiplicidad de personas. Cuando aquella prueba concluyó, lo condujo a un asiento, a su lado, y principió a bombardearlo a preguntas. Su mente era muy despejada, su curiosidad insaciable y parecía querer explorar hasta los últimos recovecos de la mente de su invitado.

Cuando él pasó a hacer, a su vez, algunas preguntas, la señora Bogardus lo atajó diciendo :

—No pierda el tiempo con mis asuntos, joven. Nunca he estado en ningún sitio ni he hecho nada. No me conozco apenas, porque vivo enteramente para los demás. Por eso envidio a Cecilia. Es un alma libre y aventurera, única que conozco en su estilo además de su padre. Yo soy víctima de un millar de inhibiciones y ella no padece ninguna. Me gusta la vida sedentaria y a ella le place explorar la existencia. Nunca he tenido ánimos para hacerlo, ni belleza que me ayudase. Yo siempre he sido vulgar y fea, y ella magnífica. ¿No le parece?

Clark asintió.

Lady Cecilia me habló de que a ustedes los lebreles de la impaciencia o de no sé qué andan siempre mordiéndoles los talones. ¿Está usted en el mismo caso?

La señora Bogardus lo miró fijamente.

—Sí. ¡Siempre! Mucho deben ustedes haber congeniado para que ella le haya hablado así. Yo por mi parte encuentro refugio en esto. Ella no puede.

—Pero esos lebreles…

La anciana señora meditó.

—No estoy segura del todo. Acaso mi sobrina se refiera a las desaforadas hazañas y malandanzas de los antepasados de los Yarborough. Eran gente inquieta, obstinada y no muy amante de guardar las leyes… Me atreveré a decir que se parecían algo a usted, señor Clark. Las más antiguas familias padecen esa maldición: las peculiaridades hereditarias que se imponen a ellas y cuyas características no pueden sondear. Cecilia, por ejemplo, vive en una especie de casa hechizada y no me extraña que procure escaparse de ella. Yo debía censurar ciertas cosas suyas, pero no lo hago porque veo en la muchacha lo que yo pude haber sido y reconozco las posibilidades que se le ofrecen.

—Muchas debe tener, por supuesto.

—Cierto. Sería una espléndida reina virginal de alguna nación turbulenta, o haría una excelente esposa de un ranchero australiano. Necesita ser la mujer más sobresaliente en un determinado círculo suyo, suyo propio… Quedarse en Londres sería la ruina para ella.

Entraron nuevas visitas que hicieron a la señora Bogardus separarse de Clark, al que dijo:

—Baile y diviértase. Luego vendré y emprenderé con usted otro viaje.

Clark pensaba, con interna satisfacción, lo que sus compañeros de California dirían si le vieran recibido en aquella forma en las mejores casas de Londres.

Sin duda el caso les sorprendería tanto como a él mismo. Aquello no duraría, ni se repetiría con frecuencia. ¡Qué contraste entre las gente de Inglaterra y las que conocía de América! Sobre todo, ¡cuánta diferencia con el mundo frívolo de San Francisco, que él apreciara tanto en sus tiempos, durante las locas noches en que el Occidental se estremecía al fragor de las diversiones que Clark organizaba en sus aposentos. ¡Otra vez volvía a bailar! Pero ahora lo hacía con una dama cuyo nombre se empezaba a escribir con L mayúscula. Y eso lo había conseguido el ladrón de pieles, Jonathan Clark, de Boston. Parecía increíble. Los hombres junto a cuyo lado se sentaba no eran jugadores del Bella Unión, sino pares del Reino Británico.

Clark se preguntó qué sucedería si en una reunión como aquélla se le ocurriese besar a la rubia beldad que llevaba entre los brazos. Presumía que lady Cecilia no se opondría con demasiado vigor. Sin embargo, había pasado el tiempo de semejantes ocurrencias. Jonathan Clark, de San Francisco, fantástico millonario de la industria peletera, no podía entregarse a bromas ni ligerezas de cierto género. Tal era uno de los inconvenientes del triunfo.

Aún seguía con la mente fija en el pasado, cuando sucedió algo que lo atrajo a la realidad con una desagradable impresión. Él y su compañera de danza estaban ante una de las mesas del bufete cuando alguien, un invitado, cerca de ellos, mencionó a la princesa Petrovsky con una voz que a Clark le pareció emitida a gritos.

Notó que se le tensaban los músculos de la faz. Costole un esfuerzo sostener su vaso sin que el vino cayera sobre el mostrador.

Puso oído atento. El grupo de gentes que junto a Clark estaba, parecía muy familiarizado con la vida de Su Alteza. Algunos la conocían lo suficiente para llamarla por el nombre de Marina. Vivía en Inglaterra. ¡Era una de las lumbreras de la alta sociedad!

Clark se sentía como un sonámbulo que al despertar se encontrara al borde de un abismo. Oía retazos sueltos de lo que se hablaba:

—Es la mujer más solicitada de Inglaterra. Su marido, embajador en la corte de Saint James…

—¡Pobre Marina! Teniendo admiradores tan distinguidos, ¿cómo ha podido elegir a ese…?

Clark procuró reportarse. Notó que lady Cecilia lo miraba con curiosidad.

—¿Tiene usted amistad con la princesa? —le preguntó.

—No. Pero la conocí hace ya mucho tiempo. ¿Es verdad que tiene tantos admiradores?

—Es joven aún y extremadamente atractiva. ¿Cómo no había de tener un…?

—¿Joven aún? ¿Y un…? ¿O es que ha muerto el príncipe?

—Claro —asintió lady Cecilia—. Es raro que usted no lo supiera.

Clark explicó que California estaba muy apartada de los centros mundiales y que a sus atareados ciudadanos no les quedaba mucho tiempo para ocuparse en la vida social de los dignatarios de Europa.

¡Viuda! Eso explicaba lo de «¡Pobre Marina!». Evidentemente su dolor había durado poco. Ello era característico de la dama. Sin duda debía parecer asombrosamente bella en su vestido de luto. Con una fortuna como la suya no era raro que los hombres se precipitasen tras ella. Mas ¿quién podía casarse con una princesa y mejorar su posición social? Porque parecía obvio que si ella contraía matrimonio no debía hacerlo sino para ganar.

Clark se preguntaba qué convenía hacer y cómo debería conducirse si por casualidad su sendero y el de Marina se cruzaran. Sería algo parecido a su encuentro con ella en Sitka. Una experiencia que no le agradaría repetir. Por supuesto Clark no sentía por Marina lo que sintiera. Se notaba, en ese aspecto, completamente curado. En cualquier caso la herida que ella le había causado no le dolía ya. A lo sumo experimentaba un ciego enojo contra la humillación antaño sufrida. Pero con aquello le había bastado. Dudaba mucho de su capacidad de comportarse con ecuanimidad si por casualidad encontraba a Marina.

—¿Viene la princesa a estas recepciones? —preguntó Clark.

—No —repuso sinceramente Cecilia—. Tampoco la tía Dolly va a las suyas.

Más tarde, cuando Clark se encontró solo, buscó a la señora Bogardus y procuró obtener de ella más noticias.

La princesa Marina, al parecer, era extremada mente popular, especialmente entre los hombres. Sin duda se casaría cuando pasara el tiempo protocolario ¿Amor? Las mujeres jóvenes no se casan por amor con hombres como Petrovsky. Los príncipes compran mujeres bellas por ostentación y se divierten con otras. El difunto embajador no desmentía la regla. Hacía la vida imposible a lady Marina, y daba a la murmuración un objetivo en el que fácilmente clavaban los maldicientes sus afilados dardos.

Cecilia declaró con energía:

—El príncipe era un verdadero cerdo. Nadie se disgustó cuando le pasó el accidente, y menos que nadie Su Alteza.

—¿Un accidente?

—Un accidente extraño. No se sabe exactamente lo que pasó.

—El príncipe murió de una caída. Se le encontró con la cabeza rota

La que había hablado era lady Cecilia, que en aquel momento se acercaba a dar a su tía las buenas noches.

Poco habló mientras regresaban, y Clark se sentía harto preocupado para mantener una conversación. No se dio cuenta de cuán conturbado estaba hasta que pudo reflexionar con calma sobre lo que había oído.

Le parecía haber escapado a la desdicha por casualidad. Aquel episodio echó a perder todo el placer de este episodio de su estancia en Londres. Resolvió que, durante el resto de su estancia allí, le convenía eludir reuniones como la de aquella noche. Resultaba poco probable que pudiera encontrar a la «Princesa del Armiño», porque ella seguramente saldría poco, pero la posibilidad, no obstante, existía.

Ella debía saber que Clark estaba en Londres. Nunca se saben los derroteros que puede tomar la curiosidad femenina. ¿No la impeliría a ella a procurarse una entrevista con él?

En conclusión Clark se dijo que le convenía no buscar presentaciones nuevas e incluso rehuir las reuniones como las de aquella noche. Ni siquiera iría a comer con nadie si no sabía de antemano quién era.

Lady Cecilia todavía contribuía más que Clark al mutismo que entre ambos reinaba, porque se sentía conturbadísima también.

* * *

Algo peculiar había sido, en efecto, la muerte del príncipe Semyon Petrovsky. Tan peculiar que había desconcertado a las autoridades que investigaron el caso. Gracias, empero, a la complacencia oficial y también para tranquilizar a los miembros de la familia, se consiguió que la causa del accidente fuera conocida de sólo una persona.

Ni siquiera la princesa Marina sospechó lo sucedido, aunque se originó en una olvidada escena que transcurriera en su saloncito poco después de que ella y Semyon regresaran de Alaska. El incidente se había escapado a su memoria porque había sido el primero de una serie de otros parecidos.

Para poder apreciar el ascenso de Petrovsky a la eminencia, y para hacerse cargo de la marcha de sus asuntos domésticos, convendrá hacer algunas observaciones sobre ambos. Gracias al tacto e inteligencia de su mujer más que a su capacidad, el éxito de Petrovsky en su esfera había sido tan notable como el de Jonathan Clark en la suya. La influencia de Marina en los altos ambientes había dado al príncipe un excelente comienzo, y ello, unido a los esfuerzos de la joven, había permitido al príncipe dejar satisfactorio historial en Roma y en París. A su debido tiempo fue a Londres como jefe del cuerpo diplomático ruso, con lo que su meteórica ascensión alcanzó su cénit. Y entonces fue cuando se realizó su ambición final.

A pesar de ello se sentía amargamente insatisfecho. Se consideraba un hombre fracasado.

Otra fuente de irritación yacía en el hecho de que Petrovsky reconocía tan plenamente como sus conocidos la parte que Marina había desempeñado en su éxito. En circunstancias ordinarias, le hubiese importado poco lo que de él se dijera, porque era indolente y de los que cuando pueden ir en coche no andan a pie. En todo caso le ofendía reconocer la deuda de gratitud que ella le había hecho contraer. No le era grato no ser el capitán de su propio buque, sino meramente el mascarón de proa.

Así el príncipe llegó a Inglaterra sintiéndose mortificado y derrotado.

Siempre extravagante, se complacía en derrochar el dinero de su mujer. Cuando sentía la necesidad de una compañía femenina la buscaba en otro sitio. Cargaba de costosas joyas los blancos hombros de las mujeres que atraían sus ilícitas atenciones; jugaba de un modo exagerado, especialmente sin juicio, y daba costosas reuniones. En tales ocasiones comía mucho y bebía más.

En el cumplimiento de sus deberes oficiales se tornaba cada vez más brusco, más insoportable, más dictatorial. Y en la espléndida soledad de su casa obraba como un duro tirano y encontraba faltas en todo.

A Gerassim, su leal criado siberiano, lo trataba con cierta consideración, pero con los demás se mostraba tan irritable e intolerante que la señora Selanova hallaba muchas dificultades para mantener en la casa el apropiado número de sirvientes. Ella, Lily y los dos Suchaldin sólo soportaban al príncipe porque se consideraban tan necesarios para Marina como los cinco dedos de su mano derecha.

Una noche, no mucho antes de la llegada de Clark a Londres, los dos hermanastros discutían la situación en el aposento de Pavel. Allí guardaba éste sus libros de cuentas y ejercía la mayor fiscalización posible sobre la marcha de los bienes de su señora.

Estaban esperando a Ana Selanova, pero ésta se retardaba. Cuando llegó la vieron profundamente agitada. Le temblaban las manos, tenía la faz descolorida y sus ojos estaban muy dilatados como a consecuencias de un susto reciente.

—No pude venir antes —explicó—. Era imposible dejar sola a Marina.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Llegó él a casa? — preguntó ansiosamente Pavel.

—No. No volverá a lo mejor en algunos días.

—¿Otra mujer?

La señora Selanova se encogió de hombros.

—No sé. Lo que me consta es que empezó a beber ayer y eso usualmente le conduce a alguna lamentable orgía.

Piotr habló en un enojado murmullo.

—Ese hombre es un malvado. ¡Dios le quite pronto la vida!

Sin atender a la interrupción, la mujer prosiguió:

—Esta mañana sospeché que pasaba algo peor que lo de costumbre, porque Marina procedía de un modo extraño. Noté que había estado llorando durante la noche. Casi no me atendió cuando le hablé.

Suchaldin exclamó, acongojado:

—No puedo ni concebir el pensamiento de que Marina se quede a solas con él. ¡Pensar que una persona de nuestra sangre y carne está entre las manos de un mono! ¡De un monstruo! Esto me pone frenético.

—Fué Lily la que descubrió lo ocurrido. No la creía ni quería creer a mis propios ojos cuando vi…

—¿El qué…?

—¡Contusiones! Las marcas negras y azules de sus dedos clavados en su piel. ¡Señales de que ese hombre la había aporreado!

Pavel se puso en pie de un salto, como galvanizado. Su corpulento hermanastro profirió un juramento que parecía el lamento de un animal herido. Era una brutal explosión de rabia y de pena. Pero, enterrando sus gruesos dedos en sus cabellos, se balanceaba de un lado a otro.

—Llegó muy borracho —siguió Ana— y empezó a importunar a Marina con sus celos a propósito de las atenciones que le dedicaban los hombres.

—¡Como si ella pudiera evitarlo! —estalló Pavel—. Su belleza y su dulzura atraen los hombres hacia ella como las moscas hacia la miel. Y lo hacen sin mal pensamiento. Porque los ingleses…

—Te comprendo. Pero él no entiende lo que es el decoro. A sus ojos nada es sagrado, y sólo lo mira como cosa susceptible de mancillarlo. Cree que todas las mujeres son sensuales y todos los hombres viles. Cuando ella quiso salir de la habitación, él la sujetó con rabia. Debieron forcejear. Él parece complacerse en hacerle daño. Ese es un vicio común en los hombres que dan demasiado pábulo a sus pasiones. Temo que no sea ésta la primera vez que Marina haya sido maltratada por él.

—¡Lo mataré! —declaró Pavel.

—¿Quieres ir a la horca? ¿Quieres, además, que el mundo conozca la afrenta de nuestra prima? Más valdría que la matases a ella y lo terminabas todo,

—Esto no puede seguir así. Hay que hacer algo.

—Pero no debes hacerlo tú. ¿Quién quedaría para cuidar de ella? ¿Tú, Piotr, tan débil e incompetente como yo?

—Y además más estúpido —concordó Piotr—. No valgo para nada si no es para coger a un hombre y darle un golpe. Las cifras me confunden. Tengo poco caletre.

—Antes de poco no quedarán muchas cifras para confundir a nadie —declaró Pavel.

—Razón de más para que uno se mantenga sereno —indicó la señora Selanova—. Ni tú ni yo podemos levantar una mano contra él, porque ella necesita de nosotros. Es una situación terrible. No sé adónde volverme.

—Dios acumula los infortunios sobre las gentes comunes como nosotros porque soportamos el dolor como los animales —dijo Piotr—. Pero él no debía pegar a su esposa. Es demasiado delicada y demasiado sensitiva para sufrir. Es injusto que… El hombre tenía los ojos rebosantes de lágrimas. Su ancha faz se contraía como la de un niño enfadado.

La mujer le hizo signos de que permaneciera callado y se volvió a su otro interlocutor.

—Marina se propone tomarse un viaje de descanso; Lily le está preparando ya el equipaje. Saldremos temprano de mañana y tú has de acompañarnos.

—Desde luego. ¿No he ido siempre con vosotras a todas partes? Ea, es tarde. Voy a echar una mano en los preparativos para que todos puedan dormir algo.

Pavel y la Selanova salieron del cuarto. Piotr enterró su rostro entre las manos y lloró hasta que las lágrimas corrieron a torrentes entre los dedos con que intentaba contenerlas.

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