19
Clark conocía tanto acerca de las pieles en bruto como el primer especialista de su tiempo. Pero sabía muy poco o nada de las dificultades que irrogaba poner en el mercado el producto una vez en disposición de venderlo. Las pieles grises plateadas, aun sin curtir, sobre las que él ejercía el monopolio, eran muy diferentes a las pieles obscuras de foca tan populares entre las personas elegantes. Después de salir de manos de Clark, las pieles atravesaban varios complicados procesos, cuyos secretos pertenecían exclusivamente a un grupo diestro de artesanos ingleses. Conveníale a Clark conocer a las gentes entendidas en la materia que moraban al otro lado del Atlántico.
Resultó ser el viajero más notable que iba a bordo del barco inglés. Por ello le dedicaban halagadoras atenciones sus compañeros de viaje y los oficiales del buque, todos anhelosos de conocer al propietario de tantos fabulosos rebaños de focas en el Ártico. Aquel hombre se proponía comprar un país. Clark acogía los intentos de amistad con cortesía, pero procuraba mantenerse al margen de todos.
Hacía mucho que deseaba visitar Inglaterra y le satisfacía comprender que llegaba a ella no como un Don Nadie, sino como un personaje distinguido. Sentía en cierto modo el fiero orgullo que experimentara cuando entró en la bahía de San Francisco con su cargamento de contrabando y se presentó, decidido, a Eben Cleghorn.
En Londres no necesitó aparecer con una ostentación teatral, ni hacer conocido su nombre escribiéndolo en la pechera de la camisa de un encargado de hotel. Su fama le había precedido, como lo supo cuando anotó su nombre en el más famoso de los hoteles de Londres.
El gerente en persona lo recibió e insistió en ayudarlo a instalarse con toda comodidad. La llegada del coloso californiano era ya de por sí una cosa notable, pero Jonathan Clark valía más que su fama. La Gran Bretaña poseía su Compañía de la Bahía del Hudson y sus funcionarios gozaban de elevado prestigio, mas era obvio que el Zar de Rusia, con su vasto imperio peletero, sobrepasaba con mucho al mayor de ellos. De esta suerte Clark fue honrado con el nombramiento de hijo adoptivo de la ciudad y una salva de veintiún cañonazos.
Ante el gerente del hotel, Clark era una especie de Sir Henry Morgan, barón Rothschild y sachem indio.
Evidentemente todos los indios eran iguales y un jefe comanche pesaba tanto en la escala social como un potentado de las Indias Orientales. Así lo entendió Clark cuando el gerente del hotel en persona lo condujo a la más elegante serie de habitaciones del hotel. Llamaban a aquel grupo de alojamientos «los aposentos del maharajá». Ocupaba toda la parte delantera del primer piso y se reservaba exclusivamente para personajes públicos o visitantes de extrema riqueza y distinción, atezados príncipes con enjoyados turbantes, mandarines de amarillas chaquetillas, virreyes y gobernadores generales con sus séquitos, solían ocupar aquellas habitaciones.
Clark no tenía séquito alguno. Ni siquiera un criado. Pero por un perverso refinamiento se sintió inclinado a manifestar que aquellas habitaciones eran las que cuadraban con sus necesidades. Al fin y al cabo, reflexionó, tendría que dar muchas reuniones y el gasto le importaba poco. Además, tras tanto tiempo de vivir solitario, se hallaba en la necesidad de desempeñar un papel social. Sería divertido ver cómo salía adelante su legendaria reputación.
Cuando al fin se encontró solo, comenzó a rememorar y anduvo de cuarto en cuarto de un hotel de California, tocando los pesados muebles y las gruesas cortinas de damasco con su bastón, mientras instaba a Jacob Stone a que quitara los candelabros de cristal, con sus pantallas de papel, para substituirlos por palmeras. También quería que se instalase un bar en las habitaciones.
«La elección de vinos, comidas y licores la dejo en su mano… Necesitaremos también una orquesta negra para que Cottonmouth pueda estirarse las piernas al son de la música.»
¡Oh, Cottonmouth! Al fin se había convertido en un verdadero hombre de Dios. Nada de pistolas al cinto ni de mujeres pintadas sobre las rodillas. Era lamentable. ¡Qué tiempos aquellos!
Creía oír una débil música de banjos y guitarras, de excitadas risas, de rítmico movimiento de danzarines pies. Veía el salón lleno de gente y de mujeres, todas vulgares excepto una: la joven de piel del color de la leche, de suavidad infinita, de obscuro y sedoso cabello. Era tan bella, tan lozana, brillaban sus grandes ojos con tan cándida sorpresa que él no pudo reprimir el impulso de tomarla en sus brazos.
«Me llamo Jonathan Clark. Bienvenida seáis a mi recepción».
¡Cuán aterciopelados eran los labios de la muchacha! No solía pensar en ella con frecuencia, porque un hombre de negocios no puede perder el tiempo pensando en la tumba de sus juveniles locuras. La vida era harto absorbente para que le permitiera hacerlo. Pero aquél era el mundo de Marina y he aquí que Clark entraba en él por primera vez. Sin duda por eso la había recordado.
Los fabricantes y mercaderes con los que Clark tenía que tratar ansiaban conocerlo y su propio interés los instaba a tratarlo con la mayor cortesía. Pronto supieron que ello no ofrecía ninguna dificultad, porque aquel hombre suscitaba en el acto su simpatía y su respeto.
Entre las mujeres causó una impresión más que favorable. Clark era completamente distinto al hombre que esperaban encontrar. La gente le llamaba apuesto, campechano, interesante, figura fascinadora arrancada de las páginas de un libro… Uno de los propósitos del viaje de Clark consistía en encontrar amistades, tarea que había descuidado durante mucho tiempo, y a ello dedicó gran parte de los días de su estancia en Londres. Todas las noches acudía a una recepción o daba alguna. Gozaba de la hospitalidad de los mejores círculos y sus amistades aumentaban rápidamente. Era agradable advertir que, a pesar de su reputación de grandeza, conservaba cierta efusividad en el trato y cierto magnetismo personal que ponía en juego con éxito siempre que lo deseaba. Y Clark se hacía cruces pensando lo que dirían sus conocidos en California si lo viesen desempeñar su presente papel.
Una sola cosa descomponía su júbilo. Y era la actitud inglesa hacia la causa confederada. Perturbábale ello no poco y sólo la cortesía le impidió más de una vez hablar con la franqueza que hubiera querido.
La conferencia convocada por Carolina del Sur había atraído representantes de seis estados más. Se elaboró un plan de constitución y se eligieron un presidente y un vicepresidente.
Clark no quería creer lo que leía. Para él aquello tenía profunda transcendencia, y sus inquietudes crecían de un día para otro.
Un atardecer, al regresar al hotel, leyó en los diarios unos titulares que lo sobresaltaron. Compró un periódico, entró presuroso en sus habitaciones y se sentó junto al ventanal de una sala de recepción. Leyó que las autoridades de Carolina del Sur habían negado permiso a un barco cargado de pertrechos federales para anclar en Charleston. El navío llevaba municiones con destino a Fort Sumter, y fue obligado a abandonar el puerto sin dejar su carga.
Mientras Clark ponderaba tan inquietantes noticias una voz se dirigió a él diciéndole:
—No medite. Las meditaciones ahondan las arrugas de la cara.
Volvióse y se halló ante una muchacha que lo miraba desde un diván colocado ante la chimenea incrustada en plata y ónice. Clark apenas podía distinguir más que su cabeza y sus brazos apoyados en la barbilla. Evidentemente llevaba algunos minutos mirándolo.
Era muy bella y muy rubia. Tenía los ojos tan azules como los lagos de las montañas.
Tras un primer momento de sorpresa, Clark dijo:
—Buenas tardes. No sé cómo ha entrado usted aquí. Me parece haberla visto antes. Sólo que entonces se hallaba usted muy en las alturas. Tenía usted alitas sobre los hombros y había dos o tres seres parecidos a usted. Bienvenida a Londres, señorita Rafael.
La joven hizo un mohín.
—¡Espléndido! ¡Qué hermoso! En mi cuarto, cuando era niña, había un cuadro representando varios angelitos. ¿Por qué se les pintará solo con cabeza y sin lugar donde apoyarse cuando se sientan?
—Pero, ¿tiene usted dónde apoyarse?
La muchacha sonrió e intensificó su sonrisa. Clark movió la cabeza con incredulidad.
—Me jacto de saber conocer a un ser celestial cuando lo encuentro.
—Todo se debe a la luz —repuso ella—. Tengo más años que un druida y soy más terrenal que un molino de barro.
Movióse y él se acercó para saludarla. La mujer iba muy elegantemente vestida, era exquisitamente femenina y ofrecía, sin embargo, un cierto aspecto muchachil. Posiblemente ello se debía a su completo dominio de sí misma o bien a la franqueza de sus modales.
—Me llamo Lady Cecilia Yarborough —murmuró.
—Muy honrado en conocerla —repuso él—. Voy a pedir que traigan luces.
—Le ruego que no lo haga. No estoy completamente despierta todavía. En tiempos, este diván solía ser mi mueble favorito. Aquí solía recostarme. Y ahora que usted ha llegado, mis sueños se han convertido en realidades. Estas cuartos son para mí como mi propia casa.
Se arregló el cabello y se sentó junto a Clark. Cruzó las piernas y lo miró con abierta curiosidad. Tenía la figura ágil de una amazona y a Clark le pareció el tipo perfecto de la belleza inglesa, sobre la cual había leído tanto y visto tan poco.
Ahora que oía el nombre de la mujer, su presentación no le resultó desconcertante como le hubiese resultado en otro caso. Había oído mencionar más de una vez el nombre de aquella dama. Procuró recordar lo que le habían dicho de ella, mas la mujer puso fin a sus dudas preguntándole:
—¿No cierra usted nunca sus puertas?
—No siempre. A veces las dejo abiertas de par en par con la esperanza de entablar nuevos conocimientos. Véanse las felices consecuencias de mi proceder.
—Me tranquiliza usted —dijo la visitante—. No me extraña que todos hablen de usted. Le llaman otro Leif Ericson, especie de vikingo con ropas a la inglesa.
—No lo sabía.
Lady Cecilia hizo un signo confirmatorio de sus palabras.
—No sé con cuántas personas de mi ambiente trata usted —dijo—, pero he oído lo que de usted se dice y creo que va siendo hora de que los separados por barreras sociales nos tendamos las manos. En sus tiempos ha sido usted un personaje notable, ¿verdad?
—Sí. Era una oveja negra vestida de piel de foca. Eso constituye mi principal derecho a considerarme un hombre distinguido. Experimento en su presencia una sensación de torpeza. No soy más que un vikingo de visita, que procura portarse con corrección.¿Quiere una taza de té?
Lady Cecilia rió.
—Muy bien. Estaremos más a nuestro gusto.
Clark cruzó la estancia. Recordaba con más claridad fragmentos de lo que había oído a propósito de la visitante y de su padre, el llamado rajá de Janipur. Lady Cecilia era una mujer original, extraña, una traviesa entre las del bello sexo aristocrático, que por una razón u otra solía salirse de la órbita que se le tenía señalada, para recorrer como un cometa incandescente los cielos nocturnos de Londres. Su padre era también desarreglado en su conducta, pero sus excentricidades no resultaban tan palmarias.
Clark volvió a sentarse. La joven confesó :
—No sólo la curiosidad me ha impelido a venir aquí. Se trata de que tengo una desmedida pasión por las pieles. Si me atreviera, las robaría.
—Ande con ojo —la amonestó— Es cosa que no resulta conveniente.
—Algunas mujeres adoran las joyas, los encajes la música. Yo sueño con las pieles. Me atraen de un modo rarísimo. Poseo algunas, por supuesto, pero codicio tener más. Me gustaría poseer todas las del mundo. Armiño, marta, nutria marina…
—¿Y no le agrada la piel de foca? —preguntó él.
—¡Por supuesto! Me gusta toda piel suave, rica y bella de aspecto. Ya ve que tenemos cosas en común. Quiero oírle hablar de todo lo que usted ha visto y hecho. No puedo esperar.
Clark respondió, titubeante:
—¿Cómo voy a hablar sinceramente a una muchacha de su edad?
—Tengo veintiséis años.
—¡Es increíble!
—Pues parezco muy vieja para mi edad. Si se sienta usted con calma le relataré mis grandes crímenes y desafueros.
—Estaba seguro de que lo haría —respondió Clark. —Creo que su padre procede con la misma plausible franqueza.
—De ello alardea. Como sus achaques le impiden salir, es el único consuelo que al pobre le queda. A veces descarga algún bastonazo a su criado cuando éste no anda listo, pero por fortuna el mozo es ágil. Durante muchos años el rajá ha sido objeto de muchas picantes conversaciones en las sobremesas, cuando las señoritas se retiran. Comparto con él esa distinción. Sepa, de paso, que ni él es rajá de Janipur ni yo su heredera en el título. Los indígenas nos llaman así y el nombre ha prosperado.
—¿Por qué?
—Presumo que porque mi padre vive como un auténtico rajá. Los malayos adoran a los grandes señores naturales en sus hábitos y son indulgentes con sus inclinaciones. Podrán no comprender su sinceridad, su imparcialidad y otras virtudes oficiales, pero comprenden sus flaquezas y las consideran el verdadero signo de la soberanía. Había varios jugando en los jardines del palacio. Aquella indelicadeza me ofendió tanto, que resolví marcharme a Inglaterra. Afortunadamente tengo dinero propio. Después del ataque apoplético que sufrió, me siguió el rajá. Ahora tiene que andar en una silla de ruedas, con una manta sobre las piernas y en estado continuo de magnífica exasperación. A usted le agradaría mucho conocer a mi buen papá.
Llegó el servicio de té, llevado por un digno y maduro camarero, cuyo rostro se iluminó al ver a Lady Cecilia, mientras su lengua expresaba el placer que el verla le producía.
—También yo celebro encontrarle, Parkins —manifestó la joven—. ¿Cómo está su hijita?
—Completamente recobrada, gracias a su Señoría. No pasa día sin que hablemos de usted.
El hombre explicó a Clark.
—La muchacha tenía débiles los pulmones. Lady Cecilia la envió a reponerse al sur de Francia. Porque milady es un ángel bendito, sobre todo para los pobres como nosotros.
Lady Cecilia interrumpió explicando:
—Siempre que venimos a Londres nos alojamos aquí. Resulta agradable encontrarlo todo lo mismo, sin que haya variaciones ni siquiera en el personal. ¡Cuánto me agrada la baranda de mármol de la escalera principal! Es magnífica para deslizarse por ella. Hasta a los querubines de Rafael les parecería lo mismo. Ya le enseñaré lo bien que lo hago.
—¡Lady Cecilia! —exclamó Parkins—. ¡No debe usted hacer eso!
La joven, impaciente, arrugó el entrecejo.
—Ya sé que no debería. Probablemente por eso lo haré, aullando salvajemente mientras desciendo. La única cosa que hace la tentación soportable es el gusto de ceder a ella.
Parkins salió de la estancia moviendo la cabeza con ademán desaprobatorio.
Lady Cecilia, mientras servía el té, preguntó :
—¿Por qué me habló con tanta brusquedad cuando lo saludé?
—Estaba disgustado porque he leído noticias recientes de mi país.
—¿Malas?
—Pésimas.
Y Clark explicó el curso de los acontecimientos en los Estados Unidos.
Su visitante contestó :
—Me parecen muy valientes esos estados algodoneros que quieren sacudir el yugo de la dependencia. A mí no me agradan los yugos.
—Ni a mí —dijo Clark—. Pero eso que los meridionales quieren hacer constituye una traición a la patria. ¡Es una locura! Aparte de eso estoy atareado en un asunto, el más importante que hasta ahora he desarrollado. La guerra pondría completo fin a mi proyecto.
Otra vez frunció el entrecejo. La joven lo miró, fascinada. Al poco rato anunció:
—Además de por el gusto de conocerle he venido por otro motivo aquí, señor Clark. Pero no quería mencionarlo hasta que nos conociésemos mejor. En realidad he venido a hacerle víctima de un chantaje.
¿Y me retiene en rehenes?
—En cierto modo, sí.
—Bien sabe que he resistido hasta el final —dijo Clark jovialmente—. He de resignarme a salir con usted. ¿Vamos?
Lady Cecilia movió su reluciente cabeza.
—Tiene usted que vestirse y yo también. Después de saber cómo es usted necesito presentarme tan hechicera como me sea posible. Todo lo que le pido es que dedique unas horas de su tiempo a conocer a la mujer más inusitada y estrafalaria de Londres.
—Ya estoy gozando tal placer en el momento presente.
—No. Yo podré ser algo rara, pero mi amiga es un carácter de cuerpo entero. En su casa se juntan dos mundos diferentes y… Pero ¿a qué entrar en explicaciones? Esa mujer me envió a buscarlo. ¿Nos citamos a las diez?
La muchacha se levantó, y Clark la escoltó hasta su carruaje. Mientras se alejaba, Cecilia le lanzo un beso y repitió:
—Esta noche a las diez.