Domingo, 16 de julio de 1944, casa de Wilshere, Estoril, cerca de Lisboa.
El calor de la mañana encontró a Anne en la cama, la grieta de luz que cruzaba el pie del lecho le calentaba los tobillos. Los sucesos de la noche anterior desfilaron a rastras por su cabeza y comprendió lo rápido que podían complicarse las vidas de los adultos -una compresión en el tiempo de pensamiento y acción, de demasiados acontecimientos en un espacio reducido, de necesidad y codicia diarias, triunfo y decepción- y lo interminablemente lenta que era la vida de un niño, lo largos que eran antes los veranos vacíos de todo. Su mente trabajaba en ciclos, giraba para terminar fija en la misma imagen única que la había perturbado más incluso que el comportamiento de Wilshere: el rostro del hombre, su mirada, intensa y cargada de intención, también inescrutable, ¿amenazadora o benévola?
Revivió la noche hasta llegar a la escena final del casino. Cuando recogió a Wilshere de la barra Jim Wallis estaba sentado a su mesa con una chica. Se trataba del tordo que viera bajo el brazo del jugador de ruleta. Era guapa, al estilo de una muñeca de porcelana, si una cara tan poco expresiva podía resultar atractiva. Era un rostro severo que prometía pero nunca otorgaba. La cordialidad de Wallis podía despedazarse contra ese rostro.
Su vestido, colgado del respaldo de la silla, estaba sucio. Recordó la catástrofe en los arbustos. El modo en que Wilshere avanzaba a brazo partido hacia la inconsciencia, desesperado por dejar de vivir con lo que fuera que tenía en la cabeza. Se puso algo de ropa y bajó descalza y corriendo por las escaleras. Ni rastro de Wilshere en el silencioso salón donde las motas de polvo se balanceaban en el resquicio de luz que entraba por la única persiana entreabierta.
Salió corriendo de la casa, cruzó el jardín, caliente y rugoso bajo sus Pies descalzos, hasta llegar al sendero empedrado y descender hasta los arbustos, que atravesó como pudo para descubrir que habían rastrillado el suelo. Los nítidos surcos bullían de hormigas. Tanteó el terreno con los pies y los dedos y encontró una ficha de casino del valor máximo: cinco mil escudos, cincuenta libras. Cruzó el sendero para mirar en el cenador y la enramada sostenida sobre pilares, cuyos travesaños de madera estaban cubiertos de pasionarias que sobrevolaban con sus tropicales discos violetas y blancos el banco de piedra. Dejó la ficha de casino sobre el pilar de la izquierda para poner a prueba su punto de intercambio de mensajes.
Cuando remontó el camino hacia la casa el sol ya le achicharraba los hombros. Echó a correr por el jardín y la terraza vacía hasta atravesar la cristalera, donde Wilshere la cogió por los brazos tan de repente que por un momento sus pies siguieron caminando en el aire. Él le frotó los hombros con los pulgares y le deslizó los dedos por los brazos hasta separarlos a la altura del codo; ella se estremeció.
– A Mafalda no le gusta que se corra en la casa -dijo, como si fuera una regla que se acabara de inventar.
Iba vestido como la primera vez que lo había visto, con ropas de montar, y si lo que esperaba era ver a un hombre descompuesto por la resaca, se llevó una decepción. Estaba fresco, quizá de un modo que había precisado algo de trabajo -lavado, hervor, almidonado y planchado-, pero no era el hombre que la noche anterior había tratado de entrar en hibernación.
– ¿Te apetece montar? -preguntó.
– No parece que se refiera a un paseo en burro por la playa.
– No señor.
– Pues bien, eso viene a ser la cúspide de mi carrera como amazona.
– Ya veo -dijo él, mientras curvaba las puntas de su bigote hacia arriba con los dedos-. Algo es algo, supongo. Al menos ya has estado a grupas de un animal con anterioridad.
– No tengo ropa… ni botas.
– La criada te ha dejado unas cuantas cosas encima de la cama. Pruébatelas. Deberían sentarte bien.
Al volver a la habitación vio que se habían llevado el vestido sucio y que sobre la cama tenía pantalones de montar, calcetines, camisa y chaqueta, y unas botas en el suelo. Todo le sentaba bien, aunque los pantalones le quedaban un poco cortos. Se vistió y se abrochó la camisa mientras miraba por la ventana y pensaba que esa ropa no era de Mafalda. Pertenecía a una mujer joven. Wilshere daba zancadas por el sendero del jardín y se azotaba la bota con su fusta.
Se volvió, consciente de no estar sola en la habitación. Mafalda estaba plantada en el umbral del baño, llevaba el pelo suelto y vestía de nuevo el camisón, y con cara de estupefacción estudiaba cada centímetro de Anne como si la conociera y no pudiera creerse que tuviera la desvergüenza de reaparecer en su casa.
– Soy Anne, la chica inglesa, dona Mafalda -dijo-. Nos conocimos anoche…
Sus palabras no rompieron el hechizo. Mafalda echó atrás la cabeza, incrédula, y después se alejó, mientras el camisón de algodón le envolvía los muslos al estirar el dobladillo a su máxima extensión con las zancadas de sus pantuflas. El suelo del pasillo crujió cuando desapareció entre un sonido de velas izadas. Anne se puso las botas, agobiada por un peso oscuro. Si Sutherland pensaba que Cardew había logrado ubicarla en esa casa sin que Wilshere lo hubiera premeditado, se equivocaba.
Wilshere, que la esperaba en el vestíbulo, asintió en señal de aprobación cuando la vio bajar, fumando, por las escaleras.
– Clavada -comentó de camino al coche, un Bentley descapotable abrillantado hasta parecer nuevo.
– ¿De quién es?
– De una amiga de Mafalda.
– Ha parecido que le sorprendía ver que la llevaba.
– ¿Te ha visto?
– Estaba en mi baño.
– ¿Mafalda? -preguntó él, despreocupado-. Es muy estricta con la limpieza. Siempre va detrás de las doncellas. Créeme, no te gustaría servir aquí.
– Parecía que me tomaba por otra persona -insistió Anne.
– No se me ocurre quién -replicó él, torciendo la boca hacia un lado al sonreír-. No te pareces a nadie… que conozcamos.
Fueron en coche hasta la costa, tomaron la nueva carretera Marginal hacia la derecha y llegaron a Cascáis. Anne miraba al frente y pensaba en gambitos de apertura que pudieran abrir brecha en el resplandeciente y resbaladizo caparazón de Wilshere. No se le ocurrió ninguno. Bordearon el puerto, dejaron atrás el bloque del viejo fuerte y siguieron rumbo al oeste. El mar, más rizado que el día anterior, chocaba contra los acantilados bajos y elevaba por los agujeros de las rocas torres de rocío salino, que la brisa ligera transportaba hasta la carretera, donde cosquilleaban sobre la piel.
– Boca do Inferno -dijo Wilshere, casi para sus adentros-. La Boca del Infierno. Yo no me lo imagino así, ¿y tú?
– Sólo veo el infierno tal como las monjas me enseñaron a verlo.
– Bueno, todavía eres joven, Anne.
– ¿Cómo lo ve usted?
– El infierno es un sitio silencioso, no… -Se detuvo, volvió a cambiar de postura-. Sé que es domingo pero mejor cambiamos de tema, ¿vale? El infierno no es mi…
Lo dejó en el aire y pisó el acelerador. La carretera se abría paso entre un grupo de pinos y proseguía paralela a la costa hasta Guincho. Allí el viento soplaba más fuerte e inundaba la calzada de ondulaciones que baqueteaban la suspensión.
Apareció la joroba de Serra da Sintra, con el faro en la punta. La carretera subía, serpenteaba y volvía a su curso; en lo alto una lúgubre capilla y una fortificación, sobre un pico azotado por el viento y desnudo de vegetación, contemplaban la costa veteada de espuma, ya muy por debajo, perdiéndose en el Atlántico.
En su punto más alto la carretera viraba hacia el norte y se adentraba en un espeso banco de nubes. El vapor se condensaba en sus rostros y cabello. La luz descendió a un gris otoñal, preñado de añoranza y melancolía.
En la aldea de Pé da Serra, Wilshere torció a la derecha, remontó una abrupta cuesta y en la primera curva se detuvo frente a una cancela de madera flanqueada por dos grandes urnas de terracota. Les abrió un criado y entraron en un patio de grava, donde habían guiado a las enredaderas para que formaran un dosel verde sobre una arcada en ángulo recto. Las piedras estaban llenas de montones de estiércol, y había un Citroën aparcado con el morro bajo uno de los arcos.
Mientras estacionaban el Bentley a su lado, por detrás del edificio apareció un hombre montado en un semental negro. El caballo sorteaba con delicadeza los montones de excrementos, sus cascos repiqueteaban sobre los guijarros satinados de humedad. El jinete, al ver a Wilshere, volvió su montura, que tensaba los músculos de los cuartos traseros en su deseo de salir a galopar. El caballo piafó y pasó la lengua por el bocado. Wilshere se puso la chaqueta, le presentó a Anne al comandante Luís da Cunha Almeida y trató de acariciar la cabeza del semental, pero el caballo le apartó la mano con un cabeceo. El comandante era de constitución fuerte, con hombros tan intranquilos como el animal que montaba. Sus manos y muñecas trajinaban con las riendas mientras sus gruesas rodillas y muslos se aferraban a la impaciencia del caballo. Después de unas cuantas frases el comandante le dio la vuelta a su animal y salió al trote del patio.
El mozo sacó una gran yegua gris y una potranca zaina. Wilshere se subió a la yegua, cogió las riendas de la potranca y le hizo dar unos pasos. El mozo sostuvo el estribo para que Anne montara. Wilshere le preparó las riendas, le dio unas sucintas instrucciones y siguieron al comandante a campo abierto.
Atravesaron al paso los pinos por un sendero arenoso que recorría la arboleda. Wilshere se encerró en sí mismo, fusionado con el animal que montaba. Anne movía el cuerpo al ritmo de los trancos de la potranca, tratando de encontrar una entrada a Wilshere, al que veía en su lugar silencioso, su infierno, como había dicho. Al cabo de tres cuartos de hora llegaron a una fuente de piedra y una construcción baja y triste del mismo material, con una cruz en el vértice del techo, que las manchas verdes de humedad sumergían en la vegetación circundante. Wilshere parecía sorprendido y molesto de descubrirse en aquel enclave.
– ¿Qué es? -preguntó Anne.
– El Convento dos Capuchos -respondió Wilshere, mientras volvía grupas-. Un monasterio.
– ¿Echamos un vistazo?
– No -dijo en tono tajante-. Me he equivocado de camino.
– ¿Por qué no echamos un vistazo, ahora que estamos aquí?
– He dicho que no.
Wilshere hizo dar media vuelta a la potra de Anne hasta llegar de nuevo al sendero. Su propia yegua no dejaba de cargar el peso en los cuartos traseros y alzar las patas delanteras del suelo, al parecer incómoda con su jinete. Danzaron mientras Wilshere trataba de forzarla a bajar. Entonces tiró la toalla y la dejó hacer. Bajaron a toda velocidad por el sendero, casi de lado, Wilshere inclinado sobre el cuello de su montura. Le ganaron terreno con rapidez a la potranca y, al alcanzarla, Wilshere le dio un azote en las ancas con la fusta. Anne sintió que el animal se sobresaltaba y se erguía sobre las patas traseras. Entonces salió disparada hacia delante con tanta brusquedad que se le escaparon las riendas de las manos y se vio lanzada hacia el cuello del animal con lo que se le llenó la boca de crines, ásperas y amargas.
Los rápidos cascos de la potranca resonaban sobre las piedras secas y rasgaban el agrietado sendero en su carrera. Anne se aferró a las crines, con la mejilla pegada a la piel suave, y sintió la gruesa viga de músculo del cuello del caballo, a la vez que veía su ojo desorbitado y emblanquecido por el pánico.
La senda se estrechaba, los árboles estaban cada vez más cerca. La lengua de la potra colgaba de su boca llena de espuma. A sus flancos se partían las ramas, que golpeaban la espalda encorvada de Anne y azotaban el pecho del animal, espoleándolo. Anne se sentía inundada de adrenalina pero a la vez ajena a la situación, a grupa del caballo pero al tiempo mera testigo.
Salieron de la arboleda y la nube como una exhalación al sol radiante, Pisando maleza hirsuta. El viento silbaba en sus oídos. Se oyó un chacoloteo a la derecha. Se les acercó una presencia a la carga perseguida por el polvo que se arremolinaba en hélices cerradas. Los flancos calientes y sudorosos del semental del comandante se pusieron a su altura, una gruesa muñeca aferró la correa de la brida y las fracciones se juntaron con un crujido hasta formar lentos segundos que al final se detuvieron del todo.
Anne se incorporó apoyada en el brazo del comandante, con las piernas temblorosas.
– ¿Dónde está el senhor Wilshere? -preguntó el comandante, en su idioma.
– No lo sé… Yo… -Se encogió ante el recuerdo de su anfitrión, con la fusta en ristre, cerniéndose sobre ella.
– ¿Algo ha asustado al caballo?
Anne, tragando aire, sopesó lo acontecido, en busca de una posible explicación para el extraño comportamiento de Wilshere.
– ¿De quién es esta ropa? -preguntó.
– No la entiendo -respondió el comandante, con los ojos entrecerrados.
– El señor Wilshere… ¿Vino alguna vez a montar con alguien… antes? Antes de mí. ¿Otra mujer?
– ¿Se refiere a la americana?
– Sí, la americana. ¿Cómo se llamaba?
– La senhora Laverne -aclaró él-. La senhora Judy Laverne.
– ¿Qué pasó con ella? ¿Qué le pasó a Judy Laverne?
– No lo sé. He estado fuera unos meses. A lo mejor volvió a Estados Unidos.
– ¿Sin su ropa?
– ¿Su ropa? -preguntó él, confuso.
– Esta ropa -respondió ella, señalándola con una palmada en el muslo.
El comandante se secó el sudor de las cejas.
– ¿Cuánto hace que conoce al senhor Wilshere? -preguntó él.
– Llegué ayer a Portugal.
– ¿No lo conocía de antes?
– ¿De antes de qué?
– De antes de llegar -replicó él, impertérrito, tranquilo.
Anne llenó de aire los pulmones y se desabrochó la chaqueta. La potranca volvió la cabeza y la apoyó en el flanco del semental. En lo alto de la cresta apareció Wilshere, camisa blanca contra el cielo azul, y los saludó con la mano. Guió a la yegua hacia abajo entre arbustos y piedras hasta alcanzar el sendero.
– Te he perdido de vista -dijo mientras se les acercaba en la grupa de su yegua, ya aplacada. Como si sólo hubiera sido eso.
– Mi caballo se ha desbocado -explicó Anne, que no estaba preparada para discutir, no delante del comandante-. El comandante me ha rescatado.
El rostro de Wilshere se llenó de consternación. Parecía tan auténtica que Anne casi la aceptó, aunque notó que Wilshere se había quitado la chaqueta y la llevaba enganchada en la silla. No era el comportamiento de un hombre apurado.
– Bueno, gracias, comandante -dijo Wilshere-. Estarás alterada, pobrecilla. Quizá debiéramos volver.
Anne sacó a la potranca de debajo de las ancas del semental. Wilsher le dedicó al comandante un informal saludo inacabado. Se encaminaron de vuelta por el sendero hacia la nube densa que flotaba sobre el lado norte de la serra. El comandante se quedó atrás, inmóvil sobre su caballo, sólido como la estatua ecuestre de la plaza de una ciudad.
Avanzaron morro con cola hacia la quinta, inmersos de nuevo en la melancolía de la nube baja. Anne, hipnotizada por el ritmo de los caballos, rememoró el incidente; no la locura de Wilshere, sino la euforia de la inyección de adrenalina en la grupa del caballo desbocado: el miedo no había resultado tan espantoso como se lo imaginaba. Parecía decirle algo sobre las caras de la sala de juegos del casino, sobre la emoción y el miedo a ganar o perder. Quizá resultaba más emocionante perder, la atracción morbosa de la posible catástrofe. Se estremeció, lo cual hizo que Wilshere se volviera hacia ella. Le dedicó una sonrisa arrancada de una revista.
Desmontaron en el patio de la quinta y el mozo se llevó los caballos. Anne sentía las nalgas y los muslos como un bronce puesto a enfriar, el calor muy adentro, la superficie endurecida. El sudor de su pelo se había enfriado y tenía los músculos agarrotados. Siguió a Wilshere por debajo de los arcos hasta una sala rústica de losas llena de muebles de madera, con las paredes decoradas con un oscuro retrato de familia y grabados ingleses de caza. Los cuernos de los venados ensartaban el aire palpable y mohoso de la habitación. Del techo colgaba una macabra araña de astas sin encender y había una mesa de refectorio cubierta de platos de quesos, chouriços, presunto, aceitunas y pan. Wilshere se sirvió un generoso vaso de vino blanco de una jarra de barro y le ofreció a Anne otro vaso.
– Un brindis -dijo-. Lo necesitarás después de lo que ha pasado.
Enfurecida por su frialdad, Anne apuró el vino de un trago. Las preguntas se acumulaban en su interior. Quería encontrar la juntura de su coraza, ensartarlo con algo afilado.
– ¿Te apetece comer algo? -preguntó él, para distraerla, señalando la comida con un vago ademán de la mano, desganado, bebiendo su vino.
– Sí -respondió ella-. No he desayunado.
– A lo mejor no tendría que haberte arrastrado…
– No, no, me alegra haber venido -dijo Anne, enfrentándose a la máscara de infalible cortesía de Wilshere-. Quería preguntarle…
– ¿Qué? -la incitó él, una interrupción destinada a arredrarla-. ¿Qué querías preguntar?
– Quería preguntarle por el comandante -concluyó ella, no porque le interesara en especial, sino porque tal vez le sirviera de palanca, hombre a hombre. Cogió una aceituna.
– ¿Qué pasa con él?
– Me ha parecido un hombre muy… noble -dijo, situándose tras el lado opuesto de la mesa y rechinando los dientes contra el hueso de la oliva.
– ¿Noble? -se preguntó Wilshere-. Noble. Sí, noble… Muy apropiado. Es un tipo noble.
– La nobleza parece tan anticuada hoy en día -prosiguió ella, sin apartar la vista de Wilshere, que se había acercado a su lado de la mesa.
– Es algo que, tal vez, asociamos a antiguos conflictos -dijo él.
– Sólo que el comandante no está en guerra y aun así ha…
– Desde luego, Anne, desde luego. Quizás ha sido el que estuviera montado a caballo lo que te ha hecho pensar en la nobleza y otros aspectos del código caballeresco.
– ¿Otros aspectos?
– Rescatar a una dama en apuros -puntualizó él, con un parpadeo, casi una caída de ojos.
Anne retiró la tira de piel de una rodaja de chouriço, bajo la cercana presencia de Wilshere, inconfundiblemente excesiva. Parecía un niño pequeño curioso por lo que le pasaría a una araña si la desmembrara.
– Supongo que si hubiera llevado una capa roja forrada de satén y un tricornio emplumado… -empezó a decir ella, y Wilshere lanzó una carcajada hacia la araña de astas, reduciendo el pequeño episodio a una especie de bobada romántica. Anne apretó los dientes.
– ¿Ésa es la familia de Mafalda? -preguntó, señalando con la copa el retrato de un grupo cuyos rostros blancos destacaban sobre el óleo oscuro del cuadro.
– Sí-respondió Wilshere, sin apartar los ojos de ella-. Venían mucho aquí…
– ¿A cazar?
– No, no, estos trofeos son de todas partes: España, Francia… Me parece que hay incluso unos cuantos escoceses por ahí… Sí, mira, Glamis-Castle. No. La familia venía aquí para protegerse del calor en verano. Lisboa puede volverse insoportable de calor, ¿sabes?, y la casa solariega de la familia está en el Alentejo, que es todavía peor.
– ¿Y dónde está ahora su familia?
– La mayor parte están muertos. De hecho, su padre murió apenas hará un año. Se lo tomó muy mal… después de eso no se ha encontrado muy bien. No muy bien… como dijo Cardew…
Anne paseó por el perímetro de la habitación. Bajo las astas había fotos, partidas de caza reunidas tras las piezas del día, que en algunos casos eran tan abundantes que los cazadores se veían reducidos a monigotes esquemáticos encaramados en el vértice de millares de conejos, aves y unos cuantos ciervos y jabalíes.
– ¿No es ésa Mafalda -preguntó Anne, sorprendida al verla joven y sonriente, gregaria, formando parte de un grupo-, con un arma?
– Oh, sí -respondió Wilshere, negro contra la luz gris de la ventana-, se da maña con un calibre doce. También tiene buena mano con el fusil. No es que yo lo haya visto nunca, pero su padre me dijo que tenía buen ojo.
– Mafalda -dijo Anne, impresionada.
Se acercó al retrato.
– ¿Aquí sale?
– No es muy bueno, ¿verdad? -dijo Wilshere-. Es la tercera por la izquierda, al lado de su hermano.
– ¿Y su hermano? -preguntó Anne, con la cara levantada hacia las dos figuras.
– Un accidente de caza… hace años, antes de que yo conociera a Mafalda -respondió, casi confirmando que era imposible que él hubiera tenido nada que ver-. Una tragedia.
– Ahora Mafalda debe de sentirse muy sola.
Wilshere no respondió.