1997 Londres.
Fueron a Londres en trenes separados. Andrea disfrutó de un espantoso desayuno cortesía de British Railways: tostada de cartón y café gris. Prefirió fumar y esa vez deseó que fuera hora de tomar ginebra con angostura. Louis todavía no le había contado a quién iba a conocer y no se mostró más explícito en sus comentarios crípticos sobre la oportunidad única. En eso se habían convertido. Nada que contar. Nada de que hablar. Deambulatorios el uno del otro. Amantes desiguales. Matemáticas incorrectas. Meros satisfacientes de sus respectivas y extrañas necesidades psicosexuales.
La intensidad de Louis emanaba de una única fuente: su polla. No lo impulsaba lo que admiraba en ella. Jamás hablaba de su belleza, su cerebro o su misterio como había hecho en esos días que un demente podría llamar su noviazgo. Su motor era el sexo, pero Andrea no tenía ni idea de qué conexión de la cabeza de Louis dirigía el deseo. En cuanto a ella, no quería pensar en sí misma: un par de zarpas escamosas que escarbaban en el polvo.
El tren llegó a la estación de King's Cross. En cuanto cambió de vía y se detuvo y Andrea estiró el brazo hacia su bolsa de viaje, estuvo en un tris de aprehender algo sobre Louis, un matiz que se le escapaba pero que tenía que ver con el control.
Fue al RAC Club de Pall Mall según sus indicaciones y preguntó por Louis Greig. El recepcionista le dio un sobre que contenía una lista muy larga de instrucciones. Ir a Waterloo, tomar un tren a Clapham Junction, después un autobús hasta Streatham, otro tren a Tulse Hill, un autobús de vuelta a Brixton y más y más. Emprendió su interminable trayecto, molesta con Louis por no habérselo contado para que se pusiera menos tacón. Pensó en las instrucciones de camino a Waterloo y se dio cuenta de que
comprobaba de manera instintiva si la seguían. Las instrucciones estaban impregnadas del aura del espionaje. Y en el autobús de Tulse Hill a Brixton el hombre sentado a su lado se inclinó hacia ella y dijo: -Nuestra parada es la siguiente.
Se bajaron en Norwood Road y entraron en Brockwell Park. Su nuevo acompañante la condujo hasta el espacio central del césped, destinado a juegos, le indicó con la cabeza la casa club y desapareció. Andrea sintió una inexplicable emoción al tantear el picaporte suelto de baquelita del edificio. El interior estaba a oscuras en lo que ya era una tarde cubierta de finales de noviembre. A la débil luz que entraba por la ventana, Louis estaba sentado de espaldas a la pared junto a un hombre fornido que llevaba gabardina oscura y gruesa y un sombrero de ala gris con cinta negra. Andrea recorrió los tablones de madera que la separaban de los dos hombres. El olor a creosota le llenaba la nariz. Los dos hablaban en voz baja y se dio cuenta de que no era en inglés. Hablaban en un idioma que le parecía que debería entender, porque tenía los mismos sonidos que el portugués.
Louis y el hombre se levantaron y les dio la luz en la cara. Andrea decidió que el otro debía de ser ruso. El desconocido se quitó el sombrero. Su pelo tenía la textura de la lana de acero.
– Te presento a Alexéi Gromov -dijo Louis-. Él te contará adonde ir después.
Le dio la mano al hombre y se fue; sus pasos cada vez más alejados sonaban como los del primer caballero que deja libre el escenario para la gran escena del dramaturgo. Andrea notaba el corazón desbocado, el sistema tan acelerado de adrenalina que respirar se convertía en un acto de concentración y se le formaban extraños dibujos de sudor en el cuerpo.
La cara de Gromov presentaba la inmovilidad del que está acostumbrado a un clima muy frío, como si la evolución le hubiera apartado los nervios de la superficie para hacerle la vida más soportable. Los ojos parecían muy hundidos en la cabeza, no suspicaces sino más bien atentos con la ventaja de estar a cubierto. Le indicó que se sentara en una silla que situó de tal manera que la cara de Andrea quedaba expuesta a la débil luz del día mientras la suya estaba iluminada por detrás.
– Hemos seguido su carrera con interés -dijo en un inglés pausado.
– No estoy segura de haberla tenido nunca.
– La política es un credo. Uno puede no practicarlo todo el tiempo, pero siempre está allí.
– ¿Quiere decir que los comunistas nunca padecemos de desilusión?
– Sólo si uno se ha decidido a ponerse en contra del género humano.
El comunismo es del pueblo, para el pueblo, por el pueblo -dijo Gromov, abriendo las manos frente a él.
– ¿Y el estado?
– El estado es meramente estructura -sentenció, juntando las manos esa vez.
– ¿No puede una estar desilusionada por la mera estructura y aun así estar por el pueblo?
Gromov se descubrió en un callejón en el que no quería encontrarse. No era un ideólogo, la dialéctica jamás había sido su fuerte y además no era ése el propósito del encuentro. Greig le había advertido de lo lista que era, pero parecía haber dado muchísimo por sentado acerca de su nivel de compromiso.
– Teníamos entendido que estaba muy comprometida con la causa -dijo.
– Eso depende de con quién hayan hablado.
– Uno de nuestros huéspedes en la Unión Soviética. Un invitado portugués.
– No se me ocurre quién.
– El camarada Alvaro Cunhal.
– No creo que nos hayamos conocido.
– Usted planeó su fuga. Una estrategia muy osada y atrevida. -Lo planeé, sí, pero no sola -dijo, y por algún motivo eso activó una antigua veta de ira-. ¿Sabe quién lo planeó conmigo? -Me parece que fue Joáo Ribeiro, ¿no es así? -¿Sabe lo que le pasó?
Gromov cambió de postura en la silla, incómodo aún con la entrevista, maldiciendo en silencio a Greig, que le había dicho que estaba psicológicamente preparada para el trabajo.
– Dejó el partido, ¿verdad?
– Le dieron la patada, señor Gromov. Después de casi cuarenta años de activa resistencia antifascista, después de algunas de las mejores operaciones jamás planeadas en contra del Estado Novo, le dieron la patada. ¿Por qué?
– En el informe constaba que se produjo un fallo de seguridad.
– No. Fue la estructura, señor Gromov. La estructura le dio la patada.
– No la sigo.
– El comité central pensó que se estaba creciendo demasiado. Pensaron que suponía una amenaza para sus posiciones dentro del partido. De modo que difundieron insinuaciones y rumores y Joáo Ribeiro, uno de los mejores y más fieles servidores de la causa, perdió su cargo en el partido. Acabó en prisión y le echaron del trabajo, señor Gromov.
– No estoy seguro de entenderla.
– Pídale cuentas al comité central del Partido Comunista Portugués de 1961-62…
– Veo que está enfadada.
– Es un amigo bueno y leal. El PCP le trató mal.
– Le prometo una investigación completa -dijo Gromov, que no tenía la más mínima intención de realizarla.
– Ahora cuénteme lo que desea -dijo Andrea, sorprendida consigo misma, furiosa y enérgica ahora que había salido de la órbita de Louis.
Las manos de Gromov eran puños vueltos hacia sus rodillas. Había perdido la iniciativa de esa reunión y necesitaba recuperarla a toda costa si quería que esa mujer hiciera lo que deseaba.
– Estamos entrando en una fase crítica en nuestra relación con Occidente -dijo.
– Y con Oriente, ahora que China tiene la bomba H.
– Eso no es relevante para nuestra relación con Occidente.
– Salvo que están rodeados y han puesto nervioso a Occidente después de la Primavera de Praga.
A lo mejor tendría que haberle pedido a Louis que se quedara para mantener a esa criatura insufrible bajo control. Era una mujer intratable.
– Para que podamos dar paso a la siguiente fase, la de negociaciones, necesitamos estar seguros de que poseemos información de primerísima calidad.
– Quieren que espíe para ustedes -dijo ella-. Quieren que deje mi vida, mi proyecto, mi…
– ¿Su relación amorosa? -preguntó él-. No, no necesariamente. No se movería de Londres.
Relación amorosa. Eso la desequilibró. ¿Hasta qué punto había entrado Louis en detalles? Esas palabras. «Relación» y «amorosa.» En realidad no describían lo que sucedía entre ella y Louis. Pero él había dicho relación amorosa y eso significaba que Louis habría dicho otro tanto. Se descubrió de repente sumida en la espiral descendente, aferrándose a lo ridículo para buscar esperanza.
– Queremos que acepte el trabajo para el Servicio Secreto de Inteligencia británico -dijo Gromov, inclinado hacia ella, consciente de que había tocado algún punto débil aunque no supiera cuál-. Si conserva sus simpatías…, no, quiero decir si aún cree en lo que tratamos de conseguir, entonces nos gustaría que se pusiera en contacto con su viejo amigo Jim Wallis.
– Jim está en Administración.
– Eso es muy bueno -dijo el señor Gromov con énfasis, como si anunciara tartas.
– ¿Significa eso que su objetivo es información específica o, por el contrario, general?
– Antes me ha puesto nervioso, señorita Aspinall.
– Lo siento si me he pasado de agresiva.
– He llegado a pensar que había sufrido una alteración ideológica -dijo Gromov, pensando «eso está mejor, ése es el tono».
– Con quien discutí fue con el comité central del PCP de 1961-2.
– Hay quien, al conseguir algo de dinero, propiedades… experimenta un cambio de punto de vista -dijo Gromov para retorcer el cuchillo ahora que ya estaba clavado, para castigar un poco-. De estar en la calle de repente se encuentran en lo más alto, mirando hacia abajo.
– He pasado más de media vida en Portugal y sus colonias bajo la dictadura del doctor Salazar. No deberían tener miedo de que sucumba al aburguesamiento.
– Sí. Es bueno, tal vez, que haya visto las cosas desde una perspectiva diferente.
– Me sorprende que Louis no les tranquilizara. Por si no lo sabían ya, él les habrá contado que he perdido a un hijo y a un marido en manos de un estado fascista, capitalista, imperialista y autoritario.
– Resulta reconfortante encontrar a alguien con una motivación tanto intelectual como emocional. Siento haber dudado de usted. No se me ocurre cómo he podido hacerlo, dado su pedigrí.
Al principio no captó el significado de esa última palabra. Se descubrió pensando cuál era exactamente su pedigrí y la distrajo su anterior afirmación sobre el imperialismo portugués y sus colonias. Gromov contempló sus trabajos mentales tras su fachada glacial.
– ¿Le importa que fume? -preguntó Andrea.
– En absoluto.
Revolvió entre el contenido de su bolso a la vez que escarbaba en la cabeza. Encontró un cigarrillo. Gromov aportó el fuego. La palabra regresó con toda su fuerza: pedigrí.
– ¿Me está usted diciendo, señor Gromov, que mi madre trabajaba para ustedes?
– Eso mismo -dijo él-. Fue una servidora excelente de nuestra causa. Su cargo dentro de la administración de la Empresa era vital. -No sabía… No sabía que…
– Nunca nos dejó muy claro cuál era su motivación. Entenderá que algunos de los que trabajan para nosotros arden en deseos de aclarar sus motivos. Alivia sus sentimientos de culpa. Su madre no era de ésas. En ningún momento fue miembro clandestino del Partido Comunista, por ejemplo, como usted.
– ¿Cómo la reclutaron?
– Kim Philby la reclutó durante la guerra.
– ¿Les dio él alguna pista sobre sus motivaciones?
– Sólo que se trataba de razones emocionales muy profundas que no estaba preparada para sacar a la luz -dijo Gromov-. Ésa es nuestra motivación preferida. Los que lo hacen sólo por dinero…, bueno…, ya dan muestra de una tendencia capitalista poco de fiar. A su madre le remunerábamos los considerables riesgos en que incurría, pero una vez me dijo que el lujo la hacía sentirse muy incómoda.
– ¿Fue usted quien colocó esas coronas en su tumba?
– Sí. Una era mía, la otra del camarada Kosigin. Fue un insignificante tributo a sus servicios.
– Trabajaba en Banca.
– Una posición muy interesante.
– Estoy segura de que a estas alturas ya habrán encontrado a alguien satisfactorio. Hace cuatro años que se retiró.
– No tiene más que abordar a Jim Wallis… Recuérdeselo. -Me ha dicho que había algo específico.
– No creo haber respondido a esa pregunta -dijo Gromov, ya en su salsa-. Pero lo hay, en efecto. Algo en lo que trabajaba su madre antes de retirarse. Como bien sabe, el idioma y la cultura compartidos de las dos Alemanias facilita mucho nuestra tarea de implantar agentes que además resultan extremadamente difíciles de descubrir a menos que los traicionen. Estamos en trámites de iniciar negociaciones con Occidente y, ante todo, con el canciller de Alemania Occidental, Willy Brandt. Disponemos de unas cuantas fuentes muy bien situadas que están recopilando un material excelente para ayudarnos en las negociaciones. Hemos perdido a varios de esos agentes, ninguno importante de momento, pero no queremos perder a nadie más. También perdemos algún que otro desertor de alto nivel que se pasa al Oeste, lo cual es para nosotros causa de gran… bochorno. El problema radica en que desde que Philby dejó la Empresa nuestros conocimientos a nivel operativo han sido muy pobres.
– Pero no inexistentes. Tienen gente.
– Su madre, por ejemplo. Su jubilación fue un duro golpe. En el espionaje, como en los negocios, el dinero lo es todo. Con él se paga. Si se sigue el rastro del dinero se descubre quién paga.
– Parece sencillo.
– Lo malo es que su madre rastreó hasta el último penique y llegó a la conclusión de que el traidor de nuestro bando o bien no recibía fondos o bien los recibía de una fuente diferente dentro del Servicio de Inteligencia Británico. Después hemos descubierto que no existe una fuente separada de financiación para las operaciones en el extranjero.
– De modo que tienen un traidor cuya motivación no es el dinero.
– Es más extraño incluso, señorita Aspinall -dijo él, lo cual la molestó de modo irracional por segunda vez-. Tenemos un traidor que opera sin gastos. Nosotros no tenemos muchos oficiales, de la KGB o la Stasi, que estén en disposición de financiar operaciones peligrosas de su propio bolsillo. Esos oficiales tienen privilegios, pero cobran en ostmarks y rublos, que no llegan muy lejos al otro lado del Muro.
– De modo que él consigue dinero de otra parte.
– Probablemente se trata de una mujer. Ni siquiera estamos seguros de eso.
– Pero por lo que dice parece que, quienquiera que sea, se encuentra en Berlín. -Sí.
– ¿Y han revisado a todos sus agentes con acceso a Berlín Oeste, han comprobado sus antecedentes y no han hallado nada?
– Es un proceso largo.
– Pero lo han llevado a cabo.
Gromov desplazó un pie, su primer movimiento perceptible.
– Está en marcha.
– ¿Pero será más rápido y fácil a través de mí?
– Se la compensará.
– Mi compensación será que Joào Ribeiro recupere su cargo en el comité central… si lo desea. -Así será -dijo Gromov.
– La otra condición es, señor Gromov, que ésta será la única operación que realizaré para ustedes. Tengo fe ideológica pero no estoy tan enfrentada con mi país como mi madre. Sospecho también que esto es el fin de mi proyecto de investigación en Cambridge. Me imagino que tendré que decirle a Jim Wallis que la cosa no salió bien. Quemaré las naves. Voy a necesitar trabajo. Puede que la Administración, dentro de la Empresa, no sea un mal puesto, pero no quiero ejercer de espía a perpetuidad allí.
Gromov asintió. Trabajaría en ella. Al final pasaría por el aro.
– La única pista que tenemos de la identidad del traidor fue algo que le oyó su madre a Jim Wallis en 1966. Se trataba de un nombre en clave que no había oído antes y para el que no pudo encontrar registro financiero. El nombre era «El Leopardo de las Nieves».
– Bueno, ésos son raros, ¿verdad, señor Gromov?
– Se les ve muy raramente, desde luego -replicó él-. Yo soy de Krasnogorsk, en Siberia, no muy lejos de la frontera mongola. En ese punto la frontera la forman las montañas Sayan, que son el hábitat natural de El Leopardo de las Nieves. Mi padre me llevó a cazar a los dieciséis años y mientras Wall Street atravesaba su espectacular caída yo abatí al primer y último leopardo de las nieves que he visto en mi vida. En la actualidad mi esposa lo lleva como abrigo cuando vamos al ballet.
Andrea se sentó en un banco de las alturas de Brockwell Park con vistas a Dulwich Road. Se había levantado viento y tenía un lado de la cara congelado, el ojo lloroso y la nariz roja. Tenía la esperanza de que esa incomodidad le suscitara alguna idea razonable de por qué acababa de comprometerse a espiar para la Unión Soviética. Le había dado a Gromov buenos motivos. Quería que rehabilitaran a Joáo Ribeiro. Había dado a entender que en parte la motivaba la muerte de su hijo y su marido. Gromov había sacado a relucir la cuestión del pedigrí. Daba la impresión de que aquello era su tradición familiar. El ruso también había metido a Louis Greig en el juego. Su amante. ¿Lo había tenido ella en cuenta? ¿Era importante no decepcionar a Louis? Ahora Gromov lo vería con mejores ojos. ¿Y Louis a ella? ¿Era eso lo que quería? ¿Era alguna de ésas su auténtica razón?
Entonces vio la luz. La idea que casi había captado al final del trayecto en tren. El control. Todos, dentro o fuera de ese negocio, buscaban el control. Louis la había convertido en su amante porque el secreto le otorgaba control sobre Martha. Andrea le siguió el juego y se plegó a sus exigencias porque quería controlar a Louis. En cuanto Louis sintió que vacilaba su control sobre Andrea, la arrastró de nuevo a un estado vulnerable. Ella lo permitió, lo quiso, porque interpretó perversamente que eso era recuperar el control sobre Louis dándole lo que quería. Quería volver a la Empresa porque, la fantasía del espía, obtendría el control definitivo. A lo mejor era eso, al fin y al cabo.
Aquello se había convertido en su naturaleza. Gromov le había hablado de pedigrí, y estaba en lo cierto. Era hija de su madre. La venganza de su madre por la injusticia de Longmartin había consistido en veinticinco años de traición contra su país. Se preguntaba si le habría confesado eso al padre Harpur.
Incapaz de soportar el frío por más tiempo, se fue del parque. Gromov le había dicho que debía encontrarse con Louis Greig en el hotel Durrant's de George Street, en el West End, que, se le ocurrió, no estaba lejos de Edgware Road. Miró en el bolso para asegurarse de que llevaba todavía la llave de la caja de seguridad 718 del Arab Bank. Tomó un autobús a Clapham Common y luego el metro. Salió a Oxford Street por la estación de metro de Marble Arch y caminó hasta Edgware Road, preguntándose qué instinto le había impedido mirar en la caja hasta entonces.
Al cabo de media hora estaba a solas en un cubículo con la caja alargada de acero inoxidable en las manos sudorosas, inexplicablemente nerviosa. Dentro de la caja había fajos de billetes de diez libras. No tuvo que con
tarlos porque una nota escrita con la letra de su madre señalaba un total de 30.500 libras.
Salió al viento otoñal, paró un taxi y, apoyada en la puerta, recapacitó por unos instantes y se decidió. Le pidió al taxista que la llevara a la estación de King's Cross. Tomó el tren de la tarde a Cambridge y se pasó la noche haciendo las maletas. Fue al pub, pidió un gintonic doble y llamó a Jim Wallis.