14

Lunes, 17 de julio de 1944, edificio de la Shell, Lisboa.


Meredith Cardew escribía a lápiz sobre hojas sueltas de papel que colocaba directamente encima de su escritorio impoluto. Anne estaba fascinada por la tarea, que más parecía trazos a pincel de caligrafía china que escritura. Nada entraba en contacto con la página a excepción del punto de anclaje de su palma, protegido por un pañuelo, y la mina del lápiz, que afilaba entre acometidas. Su letra resultaba ilegible incluso del derecho y recordaba más al cirílico o a los jeroglíficos que a su idioma. Sólo escribía en una cara del papel y sólo arrancaba hojas nuevas de un bloc en particular que guardaba en el tercer cajón de la derecha del escritorio. En ocasiones alzaba el folio y pasaba el pañuelo por la superficie impecable de la mesa. ¿Excentricidad o precaución?

El informe fue largo, más de tres horas, porque Cardew repasaba todas las conversaciones al menos dos veces y, en el caso de la discusión a tres bandas entre Wilshere, Lazard y Wolters, cinco o seis. La palabra que más parecía inquietarle era «rusos», y quería estar seguro de que era Wilshere quien la había pronunciado, de que había sido en tono interrogativo y de que no había recibido respuesta.

– ¿Eso es todo, querida? -le preguntó, cuando su reloj alcanzó el mediodía y el calor del exterior le movió por fin a quitarse la americana.

– ¿No es suficiente, señor? -preguntó ella, desesperada por no fallar en su primer informe.

– No, no, está bien. Está muy bien. Un muy buen fin de semana de trabajo. Ahora descansará en la oficina. No, excelente. Sólo quería asegurarme de que no nos habíamos dejado nada.

«¿Nos?», pensó Anne, y después la asaltó el nombre de Karl Voss, que había sido mencionado al repasar el suceso de la playa y como contertulio de Wolters en el cóctel pero en ningún caso había reaparecido más tarde, esa misma noche, en el cenador. Esa conversación no había trascendido al informe de ninguna manera.

– No nos hemos dejado nada, señor.

– Bien. Entonces -dijo Cardew; dejó el lápiz, contó las hojas y llenó su pipa de tabaco-, puede que estemos a punto de ver algo muy poco frecuente.

Giró la silla para mirar a la ventana y la vista del calor que aplastaba los tejados rojos de Lisboa.

– Puede que estemos a punto de ver a Sutherland emocionado -finalizó.


La reunión estaba prevista a las 4:00 p.m. en una casa franca de la Rua de Madres, en el barrio de Madragoa de Lisboa. Anne tenía que personarse ante la PVDE en la Rua Antonio Maria Cardoso después de comer para confirmar su residencia y recibir su permiso de trabajo. De ahí acudiría a la Rua Garrett y compraría pasteles en el establecimiento de Jerónimo Martims, para después caminar hasta la Rua de Madres, donde tocaría al timbre del número 11 tres veces. A quienquiera que le abriera la puerta debía decirle:

– Vengo a ver a la senhora Maria Santos Ribeira.

Si el ama de llaves le decía que la senhora Ribeira había salido, Anne debía contestarle con una cita de Macbeth: «Ocurra lo que ocurra, hora y tiempo atraviesan el más áspero día».

Entonces el ama de llaves le diría que podía pasar y esperar dentro. Anne estaba encantada con lo absurdo del invento.

Poco después de las 4:00 p.m. Macbeth había sido recitado y Anne estaba sentada en una silla de madera, dentro de una habitación con las persianas cerradas y tan oscura que al principio no distinguió a Sutherland. Estaba sentado en una silla mullida de brazos de madera en la esquina más alejada de la ventana. Delante tenía un servicio de té y un plato vacío para las pastas. Tras él se había abierto una grieta pared arriba hasta desembocar en un estuario de listones del techo. Sutherland se ofreció a servir, lo cual, según Wallis le informó más adelante, significaba que estaba complacido con ella.

– ¿Limón? -preguntó-. La leche resulta algo complicada con este calor, aunque tal vez haya un poco en polvo. No es lo mismo, no obstante, ¿verdad?

– Limón -dijo ella.

– En este país no hay ningún problema con los limones -prosiguió él, y se recostó con las piernas cruzadas, la taza y el plato en una mano y una pasta a un lado. Su primera pregunta resultó sorprendente pero, descubrió Anne con la experiencia, típica.

– Wilshere… lo de azuzar así a su caballo… ¿a qué cree que vino eso?

– Judy Laverne… En ese momento yo llevaba su ropa de montar.

– Según las notas de Cardew, o más bien la lectura de Rose de las notas de Cardew, porque yo sigo sin entender una dichosa palabra de lo que escribe ese hombre, usted no le preguntó a Wilshere qué demonios pretendía al golpear a su caballo sin venir a cuento, por decirlo de alguna manera.

– No, señor.

– ¿Algún motivo?

– En primer lugar no quería que se produjera ninguna confrontación delante del comandante y, en segundo, si hubiese sabido lo que hacía…

– ¿Quiere decir, si hubiera sido consciente de lo que estaba haciendo…?

– Se habría disculpado con una excusa, habría inventado un accidente.

– A menos que buscara una reacción por su parte.

– Desde luego, si no era consciente nos las vemos con alguien que tiene un problema mental y con el que hay que obrar en consecuencia. Opté por ganar tiempo… y ver qué más pasaba.

– ¿No se le ocurrió que quizás estaba poniendo a prueba su tapadera?

Esas palabras le enfriaron las entrañas, lo cual, sumado al calor que sofocaba la habitación como el relleno de un pavo, la hizo marearse.

– Sé que se trata de una situación difícil, dada la sociabilidad del entorno, pero ¿no se le pasó por la cabeza? -insistió él, mientras mordisqueaba su pasta.

– Sí, pero tenía más presente a Judy Laverne… Me había alterado la reacción de la esposa de Wilshere al ver la ropa de montar…

– Creo que debería mencionarlo. Cuanto antes mejor -dijo Sutherland-. Hágalo plausible. Ya sabe… no quería sacarlo a colación delante del comandante Almeida, lo ha estado pensando un par de días… ese tipo de cosas. Dele ocasión de disculparse y poner sus excusas.

– ¿Y si no lo hace?

– ¿Se refiere a si de verdad fue un acto inconsciente? Bueno, entonces habría que pensar que lo que fuera que sucedió entre Wilshere y Judy Laverne lo ha convertido en un ser algo imprevisible.

– ¿Y quién era la tal Judy Laverne, señor?

– Ah, sí -dijo él-. Un lío. Un lío tremendo. No sé si alguna vez sabremos toda la verdad sobre ella. Antes de venir trabajaba de secretaria en American IG.

– ¿Qué es American IG?

– La filial en Estados Unidos de IG Farben, el conglomerado químico alemán -respondió Sutherland-. Y, como sabe por lo que oyó que hablaban en el estudio de Wilshere, Lazard también había sido ejecutivo de American IG. Por lo que yo sé, Judy Laverne había perdido su puesto en la empresa en Estados Unidos y Lazard la invitó a trabajar para él.

– Entonces no trabajaba para los americanos.

– ¿En espionaje? ¿Para la OSS, la Oficina de Estudios Estratégicos, quiere decir? Otro de sus brillantes eufemismos, debo decir. No, no, no lo creo, aunque a ese respecto parece existir cierta confusión. Al parecer ellos trataban de que les hiciera un trabajo pero ella era muy leal a Lazard y se lo pasaba muy bien con Wilshere, de modo que no quiso saber nada. No sabemos qué le buscaban a Lazard, todavía no. Estos yanquis están completamente obsesionados con la discreción, y eso después del Día D, que, por los clavos de Cristo, debería… -Sutherland se refrenó, se pellizcó el puente de la nariz, agarró el cansancio con el puño y lo tiró al suelo.

– ¿Sabemos si murió en un accidente de tráfico? -preguntó Anne-. Existe cierta confusión acerca de que la deportaron.

– La PVDE le había denegado la extensión del visado, eso es cierto. Disponía de tres días para partir, cierto también. Y es verdad que encontró la muerte dentro de un coche que se salió de la carretera cerca del cruce de Azoia…

– ¿Sabe por qué la deportaban?

– No, y tampoco los americanos. En un principio pensamos que quizás ellos lo habían organizado, que la despacharon al ver que se negaba a jugar para ellos, pero lo niegan. Dicen que les pilló tan de sorpresa como a la propia Judy Laverne.

– La condesa italiana me dijo que fue Mafalda la que se encargó de que la deportaran.

– Eso cógelo con pinzas -dijo él-. Beecham Lazard conoce bien al director de la PVDE, el capitán Lourenço. Se habría enterado.

– ¿Cree que Lazard sospechaba que la OSS la había abordado?

– Es posible.

– ¿Cree que sus sospechas pudieran haber ido más lejos incluso?

– Si él hubiese pensado que Judy Laverne trabajaba para la OSS, dudo que se hubiera limitado a hacer que la deportaran.

– ¿Quiere decir que la hubiera matado? -preguntó Anne-. Bueno, la chica murió.

– En un accidente de coche.

– ¿Eso le convence?

– La PVDE se puso manos a la obra rápido y a conciencia, y lo tuvo todo finiquitado en cuestión de horas: no les gusta que se arme revuelo cuando mueren extranjeros. Enviaron un informe completo al consulado estadounidense. Los americanos lo aceptaron, o al menos no reaccionaron. ¿Más té?

Anne apuró la primera taza. Sutherland sirvió otra. El aire volvió a hacerse respirable.

– Entonces, no le parece que mi posición sea vulnerable.

– Siempre y cuando mantenga su tapadera, no. No fuimos exactamente nosotros quienes la situamos, recuerde. Nos aprovechamos de una oportunidad que Wilshere le ofreció a Cardew como resultado de su relación. El trasfondo es consistente. La secretaria de Cardew queda embarazada, quiere dejar el puesto… todo eso. Pero dígame usted… ¿Qué es lo que más teme?

– Que Judy Laverne trabajara de verdad para la OSS, su tapadera quedara al descubierto y Wilshere o Lazard la mataran.

– ¿Cree que Wilshere habría sido capaz de matarla? -preguntó él, siguiendo de repente la grieta de la pared hasta su estuario-. Usted dice que la amaba. Nuestros informes de quienes les vieron juntos en Lisboa apuntan lo mismo.

«¿Qué sabe nadie con sólo mirar?», pensó ella. Las palabras de Voss, que tanto había admirado, de súbito empezaban a crearle dudas sobre el interés que había mostrado por ella.

– ¿Cómo se sentiría usted -dijo- si descubriera que la mujer a la que amaba era una espía, que le espiaba a usted? Empezaría a pensar que su amor formaba parte de la tapadera, ¿no es así? Y eso le enfurecería mucho, me parece… el que hubieran abusado de modo tan flagrante de su confianza.

– Si es que ella era una agente, que no lo era.

– Me ha preguntando qué era lo que más temía.

– Y yo le digo que no tiene base alguna en la realidad y que aunque la tuviera dudo que Wilshere la hubiese matado… Lazard, en cambio…

– Eso sí que me hace sentir segura.

Sutherland se retorció en el asiento, exasperado por lo que a sus ojos no era sino algo irrelevante para la auténtica operación de espionaje.

– Tiene que dejar de pensar en Judy Laverne -le dijo-. No tiene nada que ver con su misión.

– Pero puede que tenga cierta importancia, me parece -insistió ella.

– Hemos contemplado la posibilidad de que Wilshere la situara a usted para poder controlar el flujo de información y desinformación que nos llegaba. Decidimos que no tenía necesidad de esos trucos de modo que ¿por qué arriesgarse, cuando hay tanto en juego?

– Es un jugador. Cardew me lo dijo.

– Sí -dijo Sutherland, y sacó la ficha que había ido a parar a sus manos desde el punto de entrega de mensajes-. ¿Qué es esto?

– Una de las muchas fichas que Lazard le pasó a Wilshere en el casino.

– Ya, pero para mí ese no es un hombre que juega. Hablamos de un hombre que se sentó a una mesa de bacarrá y recogió un pago. Hablamos de alguien que juega con certezas.

Anne se ruborizó ante su propia estupidez. Se estaba extraviando. Su mente no se concentraba en la información que tenía a mano. La había distraído lo que probablemente Sutherland llamaría bobadas emocionales. Y no sólo las de Judy Laverne.

– Una pregunta más… ¿el hombre que la ayudó a llevar a Wilshere a casa? -preguntó Sutherland-. No ha dicho…

– No se dio a conocer.

– Pero está claro que alguien la seguía.

– No era Jim Wallis.

– Sí, bueno, le pedí que le echara un ojo pero sin acercarse demasiado. Si fue él quien cargó con Wilshere hasta la casa eso es lo que yo llamaría…

– Entonces tenemos un hombre misterioso.

– Todos son hombres misteriosos -apuntó Sutherland.

– Excepto Beecham Lazard.

– Sí, ése parece corrupto de forma bastante inequívoca… aunque me ha sorprendido el asunto de Mary Couples.

– A lo mejor los Couples están más desesperados de lo que nosotros pensamos.

– Sí, eso es interesante. ¿Dice que él trabajaba para Ozalid?

– Eso me dijo.

– Antes hemos hablado de American IG -explicó Sutherland-. Entre las compañías que poseen se cuentan General Aniline & Film, Agfa, Ansco y… Ozalid. GAF suministraba caqui y tintes para uniformes del Ejército, lo cual confería a sus representantes acceso a todas las instalaciones militares de Estados Unidos. Todas las películas de adiestramiento para soldados se revelaban en laboratorios de Agfa/Ansco. Todos los planos de instalaciones militares eran obra de Ozalid.

– ¿Y toda esa información iba a parar a Berlín?

– Fue un estrepitoso fallo de seguridad, pero todo cambió en 1942 después de Pearl Harbor -dijo Sutherland-. Hicieron una limpieza de primavera… como dicen ellos.

– ¿Y a uno de los que barrieron fue a Beecham Lazard?

– Y por eso vino aquí… pero como agente libre. No trabaja para los alemanes de forma exclusiva, pero dispone de contactos de alto nivel, se fían de él.

– Y los americanos.

– Eso parece -corroboró Sutherland.

– Entonces, dado que trabajaron para compañías relacionadas, ¿es posible que Hal Couples y Beecham Lazard ya se conocieran?

– No estamos seguros.

– ¿Saben cuándo empezó Couples a trabajar para Ozalid?

– Hemos solicitado más información a los estadounidenses. Eso lleva tiempo.

– ¿Qué tendría que vender Hal Couples que pudiera ser de interés para los alemanes en un continente que está a millares de kilómetros?

– En efecto. Tienen los perros a la entrada, ¿por qué preocuparse del estado de las perreras? -dijo Sutherland mientras chupaba su pipa vacía, desesperado por fumar-. Pero bueno, no saquemos conclusiones precipitadas sobre Couples. Los americanos dirán algo a su debido tiempo. Por nuestra parte vigilaremos todos los vuelos Lisboa-Dakar. Su siguiente tarea es entrar en el estudio de Wilshere y descubrir toda la información posible acerca de la procedencia de esos diamantes, dónde los guardan, cómo va a funcionar este negocio… cualquier cosa. Si es Wilshere quien guarda los diamantes ingenie un sistema con Wallis para hacerle saber si las gemas salen de la casa y cuándo.

»Pasemos entonces a los personajes… A Wolters ya lo conoce. Me parece que en la cena se dio a conocer lo bastante. Para que se haga una idea, asumió su puesto a principios de año como coronel de las SS. Cuando retiraron del servicio al cabeza de la Abwehr, el almirante Canaris, lo ascendieron. Ahora es general de las SS. Dirige a todos los efectos la Legación Alemana. ¿Quién más? La contessa della Trecata. He reparado en que la cita con mucha simpatía. No hable con ella. Es peligrosa por el mismo motivo por el que despierta esa simpatía. Al resto, bueno… ya los conoce, me parece.

– No ha mencionado a Karl Voss.

– El agregado militar es un hombre de la Abwehr. Responde directamente ante Wolters -explicó Sutherland, y se plantó en el centro de la habitación, a punto de proporcionar material adicional aunque al final optara por abstenerse.

– ¿El comandante Almeida?

– Un oficial del Ejército portugués. No sé de qué pie cojea de modo que no se le acerque -dijo-. Eso es todo, ¿verdad?

Si había algo más, a Anne no se le ocurría. Lo que al principio tomó por la tensión de Sutherland parecía vaciar la habitación de cualquier otra cosa. Sólo más adelante, mientras caminaba hacia la estación, cayó en que quizá se hubiese tratado de otra cosa: ambición. Aquél podía ser el gran momento de la guerra para Sutherland.

Karl Voss era feliz, aunque todavía no era del todo consciente de ello. Se encontraba en esa fase de la felicidad en la que el comportamiento aún podía clasificarse de normal -ni estallidos inconscientes de risa, ni súbitas carreras por la calle, ni despilfarro con los mendigos-, pero se había obrado un cambio en él. Se sentía ingrávido por dentro, sus pasos eran ligeros sobre los irregulares adoquines, bajaba de las aceras con un saltito, cruzaba al trote las vías del tranvía, dejaba paso a las damas que avanzaban con dificultades y a pesar del intenso calor era incapaz de dar un traspiés. También miraba hacia arriba y hacia fuera. Por primera vez en años reparaba en cosas sin pensar. Fachadas de edificios, paneles de azulejos, escaparates, verjas, perros tumbados en la plaza, una chica que tendía la colada en una ventana, el polvo en las hojas de los árboles y el cielo azul, incluso el cielo azul más allá de los arcos esqueléticos de la Igreja do Carmo, destruida durante el terremoto y conservada como monumento a la muerte de Lisboa. Se encontraba en esa fase de la felicidad en la que ya no miraba hacia abajo o hacia dentro. Ya no pensaba en su situación.

Arrancó a correr en cuanto vio que la gente cruzaba el paso elevado de metal. El elevador acababa de llegar. Alcanzó el ascensor, que descendía hasta la Baixa. Bajó los escalones que llevaban a la Rua do Ouro de dos en dos y se encaminó hacia el río a paso ligero. Cruzó la calle y se plantó frente al edificio del Banco de Océano e Rocha, que estaba cerrado a esas horas del día. Miró a un lado y otro de la calle en busca del coche que había dispuesto que le esperara delante del banco. No le importaron los cinco minutos de espera, lo cual era inusual en él. Llegó el coche, Voss tocó el timbre de las oficinas del primer piso. Quince minutos después estaba sentado en el asiento de atrás del coche con un maletín pequeño pero pesado al lado.

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