16 de agosto de 1968, casa alquilada por Luís y Anne Almeida en Estoril, cerca de Lisboa.
La noche antes de su vuelo a Londres Anne soñó otra vez que corría. Casi todas las noches desde que regresara de los encarnizados combates de la guerra de Mozambique había soñado que corría. A veces corría de día, pero la mayoría de las veces era al anochecer. En esa ocasión estaba a oscuras y encerrada. Corría por un túnel, abrupto como el de una vieja mina. En la mano llevaba una linterna que desvelaba las paredes negras y lustrosas y el suelo irregular, donde aparecía el rastro de unos viejos raíles de vía estrecha. Huía de algo y de vez en cuando miraba por encima del hombro para distinguir tan sólo la oscuridad que dejaba a sus espaldas. Pero también estaba presente la sensación de correr hacia algo. No sabía lo que era y no veía nada más allá del agujero de luz de su linterna.
Corría desesperadamente. Tenía el corazón desbocado y notaba perforados los pulmones. La luz de la linterna empezó a vacilar. El haz titiló y adoptó un tono amarillento. Sacudió la linterna pero la luz se atenuó aún más hasta que se quedó mirando el filamento cada vez más vago de la bombilla, con el aliento de súbito visible como si hiciera frío. Al final la oscuridad fue completa. No se manifestó ninguna fuente de luz natural. El miedo le subió por la garganta e intentó gritar, pero no pudo articular ningún sonido. Se despertó en los brazos de Luís y estaba llorando como no había hecho en veinte años.
– No pasa nada, sólo era un sueño -dijo él, una frase obvia sorprendentemente reconfortante-. Todo irá bien. Tú también vas a estar bien. Todos estaremos bien.
Ella asintió contra su pecho, incapaz de hablar, consciente de que era algo más importante pero dispuesta a seguirle el juego. Había sido un momento crucial. El río subterráneo, que arrebataba vidas humanas y las arrastraba cada vez más fuerte y más rápido sobre las rocas veloces, a través del agua hirviendo, por repechos y cataratas, se había apoderado de ella una vez más. La fuerte corriente la apartaba de su tranquilo pasado, lenta por el momento, aunque iba cobrando fuerza a sus espaldas.
No volvió a dormir sino que se tumbó de lado y contempló las anchas espaldas de su marido, bloqueando sus violentos ronquidos con pensamientos que no había tenido en más de dos décadas. La noticia de la enfermedad de su madre los había salvado de una separación formal después de que ella se negara a acompañarlo a otra guerra africana más pero, al haber estado a punto de hacerlo, en ese momento se descubría repasando su vida, examinándola una vez más a la nueva luz de un futuro incierto. Uno que consistía en que ella sería enviada a Londres mientras su marido y su hijo, coronel y teniente, combatían juntos en el mismo regimiento en otra guerra de independencia, en Guinea, África occidental.
Aquel otro nuevo principio, veinticuatro años antes, la asaltó como una biografía, una fascinación objetiva por la vida de otra persona, más interesante pero, de algún modo, subjetivamente aburrida. Se vio a sí misma en su boda, en una mañana de calor castigador en Estremoz. Puesto que fue capaz de parecer feliz porque se alegraba de que Luís hubiera estado tan desesperado por casarse con ella, él la había precipitado a la ceremonia sin darle tiempo para pensar en las complicaciones que llevaba consigo de camino al altar. Eso también significó que, cuando nació su bebé con tres semanas de retraso no hubo ninguna discrepancia sospechosa entre la fecha de su noche de bodas y la del nacimiento del hijo del matrimonio el 6 de mayo de 1945.
Eso había sido imperdonable. Todavía sentía la punzada de culpabilidad tan fresca como el día en que le había anunciado a Luís que estaba embarazada. La felicidad que él irradiaba, la ternura con que la abrazó se abrió paso hasta sus terribles secretos gemelos y los despertó con tanta brusquedad que, cuanto más dulce era el júbilo de Luís, más amargo era el suyo. Fue entonces cuando entendió la auténtica naturaleza del espía. El trabajo que había realizado para Sutherland y Rose no se acercaba ni por asomo al espionaje. Lo que le había hecho a Luís era espionaje. Observar cómo creía en ella, la admiraba, la amaba, mientras en silencio lo traicionaba cada instante todos los días. Por eso mismo, suponía, el castigo impuesto a los espías a lo largo de la historia siempre había sido rápido y cruel.
Habían sucedido tantas cosas desde que se casaron que le resultaba incomprensible que, al contemplarlo, sobre todo el primer año, le pareciera todo tan monótono. Todas las decisiones que había tomado -esas noches solitarias transcurridas en los confines de su mente- habían prefijado las décadas siguientes y aun así volvían a ella con pasmosa claridad racional, privadas de emoción, meras medidas para la continuación de su existencia.
El largo fin de semana de la boda había marcado el inicio de un cambio sísmico en su visión del mundo. Por su cabeza desfilaban instantáneas de la familia de Luís, los Almeida, y de cómo llevaban sus propiedades en las profundidades del Alentejo rural según los principios que había conocido al estudiar la Edad Media con las monjas. La mañana siguiente a la ceremonia, mientras recorría el terreno en un carromato con Luís, se había cruzado con trabajadores de todas las edades, incluso niños pequeños, vestidos de la cabeza a los pies para defenderse del calor seco e insoportable, mientras recogían el grano con sus propias manos. Los volvió a ver más adelante, sentados bajo un alcornoque para comer las magras raciones proporcionadas por la finca, con gestos de asco ante el alimento a duras penas comestible. A algunos los reconoció: eran los hombres que habían llevado a cantar al banquete de bodas, canciones lentas, bonitas y melancólicas que les arrancaron lágrimas a todos los Almeida, hombres incluidos.
Le llamó la atención a Luís sobre el tratamiento que recibía aquella gente y él no le respondió. Siempre había sido así. Estuvo a punto de abordar a la hermana, con la esperanza de obtener una reacción más comprensiva, hasta que ésta, al enseñarle las cocinas, le describió, casi con regocijo, que encurtían las aceitunas con haces de retama para que fueran más amargas y los campesinos no comieran demasiadas. Al tomar el tren de vuelta a Lisboa para trabajar, un acto considerado como traición por los Almeida, que eran de la opinión de que debería permanecer con su nueva familia, descubría que ciertas ideas iban tomando forma en su cabeza, ideas sobre un modo más justo de vida. Ideas que le impedirían pensar mucho en sí misma.
Se volvió hacia el otro lado para darle la espalda a Luís y a sus gruñidos animales. Veinticuatro años antes se había tumbado en esa misma cama mientras el bebé crecía en su interior, tan rápido como su sensación de culpa, con todos sus cimientos católicos, y entonces ya sabía que iba a pagar de algún modo por lo que estaba haciendo. Se exigiría una suma cuantiosa y esperaba entonces, como hacía en la actualidad, que su impredecible Dios tuviera a bien limitar Su castigo.
Sus párpados adquirieron una pesadez insoportable, a pesar incluso del horror que le producía tener que volver a entrar en los oscuros túneles de sus sueños, y durmió hasta que Luís la despertó con sus abluciones matutinas.
Si su madre no hubiera estado enferma de gravedad habría tirado la toalla en el aeropuerto y se habría marchado con ellos a Guinea. Se había puesto en evidencia en la sala de preembarque. Luís tuvo que arrancarle a Juliáo de los brazos. Lloró en el baño hasta que anunciaron su vuelo. En el avión no comió pero bebió gintonics sentada al fondo, fumando a solas. Parecía incapaz de impulsar sus pensamientos hacia delante. Al igual que la noche anterior, lo único que le apetecía era entregarse a una deriva lánguida hacia el pasado. En esa ocasión era su hijo, Juliáo, quien ocupaba el primer plano de su mente. Cómo le había fallado y él, a su vez, le había fallado a ella.
El día en que nació, Anne aprendió algo de la genética. Al ver su cara y sus ojos cerrados para protegerse de la inclemente luz de la clínica, supo al instante que la personalidad de ese niño no era la suya ni la de Karl Voss y no le había sorprendido mucho que Luís, el orgulloso padre, lo hubiese tomado en brazos y hubiera dicho:
– Es clavado a mí, ¿no te parece?
En aquel momento le vino a la mente la fotografía de la familia Voss -el padre y su primogénito, Julius, que había muerto en Stalingrado- y supo que era a él a quien Luís sostenía.
– Creo que deberíamos llamarlo Juliáo -propuso Anne, y Luís no cupo en sí de gozo al ver que elegía el nombre de su abuelo.
Fue patético el momento en que salieron del hospital dos días después, el día de la victoria aliada. Bajaron con el coche desde el Hospital Sao José a Restauradores y lo encontraron lleno de gente que ondeaba banderas británicas y estadounidenses y perforaban el aire con dedos victoriosos y pancartas en forma de V. Reparó en que también se enarbolaban banderas en blanco, y le preguntó a Luís lo que significaban.
– ¡Puaj! -exclamó él, asqueado, mientras alejaba el coche de la multitud-. Son los comunistas. El Estado Novo ha prohibido la hoz y el martillo, así que levantan esos trapos… Es que me pongo malo, me…
Fue incapaz de continuar y Anne no entendía su vehemencia. De modo que lo dejaron allí, la fina punta de la cuña ya estaba encajada entre ellos.
El primer día negro había llegado veinte meses después cuando, después de intentar concebir otro bebé en todas las siestas y noches, y tras tres consultas a diferentes ginecólogos, Luís fue al médico, a uno privado, no del ejército, no para eso. Se llevó consigo a Juliáo para animarse y, Anne sospechaba, para demostrar que ya había triunfado una vez.
Volvió a casa afectado y taciturno. El médico le había dicho algo que no estaba preparado para creer y, al recibir la primera descarga de indignación de Luís, le había dejado mirar por sí mismo en el microscopio. El médico le había dicho que era fácil que pasara. Un hombre, sobre todo con una profesión activa y aficionado a la monta, podía quedarse estéril.
Luís se sentó en la galería exterior bajo el frío de enero y miró el lento y gris oleaje del Atlántico. Se mantenía inflexible e inconsolable. Anne, al mirarle la cabeza gacha desde detrás, supo que sería incapaz de contárselo nunca. Al cabo de unas horas trató de hacerle entrar con buenas palabras pero él no reaccionaba. Llegó a apartarle la mano de su hombro con brusquedad. Le envió a Juliáo para que lo convenciera. Al fin Luís levantó al niño, lo sentó en una rodilla, lo abrazó con fuerza y, cuando volvieron los dos al cabo de una hora, Anne supo que algo se había decidido. Luís se disculpó formalmente con ella y bajó la vista a la cabeza de su hijo de forma que Anne supo, casi con alivio, que Juliáo iba a ser el centro de la vida de su marido.
Cuando el avión emprendió su lento descenso comenzó el goteo de adrenalina. Tomaron tierra en Heathrow poco después de mediodía. El taxi la llevó al centro de Londres entre bloques de oficinas, hileras interminables de casas adosadas y tráfico, y supo que se encontraba en un país extranjero. No era el suyo. Ese país se había movido, se movía. Se dio cuenta de lo anquilosado que había llegado a ser el Estado Novo de Salazar. Al ver los primeros destellos de Londres en una tarde de verano, atravesando en coche Earl's Court, al ver hombres con el pelo largo que llevaban pantalones acampanados rojos de terciopelo y chalecos, chalecos como los que llevaban los campesinos pero en colores brillantes y desteñidos en diseños circulares, se dio cuenta de lo que le faltaba a Portugal. Toda aquella gente no hubiese durado ni diez minutos en la calle antes de que los detuviera la PVDE.
El taxista le cobró dos semanas de gastos domésticos por llevarla al domicilio de su madre, en Orlando Road, de Clapham.
– Lo pone en el taxímetro, guapa. No me lo invento yo -dijo.
Pagó y esperó a que se fuera; se preparó. La última vez que había visto a su madre había sido en Pascua de 1947, cuando Luís estaba de maniobras y ella había volado a Londres para pasar una semana. No había ido bien. Londres daba la impresión de ser una ciudad derrotada: gris, plagada aún de escombros, racionada con cartillas y habitada por sombras que vestían ropa oscura. Su madre había demostrado escaso interés en Juliáo y no había alterado sus compromisos sociales o laborales, de modo que Anne había pasado la mayor parte del tiempo a solas con su hijo en la casa de Clapham. Había regresado a Lisboa furiosa y desde entonces ella y su madre se habían llamado muy de vez en cuando, se habían escrito cartas estrictamente informativas y habían intercambiado regalos que ninguna de las dos deseaba en Navidades y en los cumpleaños.
El único cambio en la calle era un nuevo bloque de pisos donde antes se alzaba la casa bombardeada de su profesor de piano, en la esquina con Lydon Road. Recorrió el sendero que llevaba a casa de su madre por detrás del seto de alheña y experimentó un momento de pánico al ver los paneles
de cristal tintado de rojo de la entrada. Tocó la campanilla de la puerta. Se oyó un traqueteo de pies en la escalera. Un sacerdote le abrió la puerta y vio su expresión de estupor.
– No, no -dijo-, no hay nada de que preocuparse. Sólo he pasado a verla. Tú debes de ser su hija. Audrey me ha dicho que llegabas hoy. De Lisboa. Sí. Con el tiempo tan bueno que estamos teniendo aquí… Sí…, bueno, entra, entra.
Le cogió la maleta. Se quedaron en el recibidor y dieron unos pasitos en círculo por un momento. Por encima del hombro del sacerdote los muebles familiares se percibían como mejor compañía para una fiesta.
– Hoy tiene un buen día -dijo él, para tratar de recuperar su atención.
– Todavía no me ha contado qué le pasa -dijo Anne-. Intenté preguntárselo anoche por teléfono pero me da evasivas.
– Días buenos y malos -dijo el sacerdote que, aunque era calvo, parecía de su edad.
– ¿Lo sabe usted, padre?
– Será mejor que te lo diga ella, me parece.
– Me dijo que era grave.
– Lo es y ella lo sabe. Sabe incluso cuánto tiempo…
– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Anne, aturdida, poco preparada para semejante grado de irrevocabilidad-. ¿Quiere decir…?
– Sí. Ella siempre le quita hierro, sólo dice que es grave, pero sabe que es sólo cuestión de semanas. Más semanas que meses… o eso dicen los médicos.
– ¿No tendría que estar… en un hospital?
– Se niega. No quiere de ningún modo. No soporta el olor de la comida. Dice que prefiere estar a solas en su casa… contigo.
– Conmigo -dijo ella, en voz alta pero para sí-. Disculpe, padre, pero parece usted muy alegre, dada…
– Sí, bueno, siempre estoy cerca de Audrey. Es una mujer extraordinaria, tu madre.
– Debo admitir que me sorprende bastante verlo aquí. Es decir, ella no fue nunca…
– Oh, sí, lo sé. Muy practicante.
– Quiero decir, siempre ha sido creyente y católica de la cabeza a los pies… así es cómo me crió. Pero lo que es… ir a misa, curas, confesiones, la comunión y todo eso… no, padre… No me ha dicho cómo…
– Padre Harpur. Harpur con «u» -dijo él-. Mira, será mejor que me vaya. He metido la tónica en la nevera.
– ¿Tónica?
– Le gusta tomarse un gintonic hacia las seis.
– ¿Está en su habitación? -preguntó Anne, de repente desesperada porque el sacerdote se quedara y la ayudase a soportar aquella… cualquier situación embarazosa.
– No, no… Está en el jardín tomando el sol.
– ¿En el jardín? -preguntó ella, mirando las escaleras.
– Me acababa de pedir que dejase una cosa en tu habitación, por eso venía del piso de arriba.
– Ya, claro, pero me ha dicho que estaba en el jardín tomando el sol.
– Sí.
– ¿Ha confesado a mi madre? -preguntó.
– Sí -respondió él, perplejo por el cambio de tercio.
– ¿Le dijo cuándo fue la última vez que se había confesado?
– Hacía treinta y siete años. Hicieron falta varios días, desde luego.
– Bueno, pues probablemente hacía el mismo tiempo que no se sentaba en el jardín.
– No, eso debió de ser cuando estuvo en la India. -Sí, supongo que sí.
– Tienes que entrar a verla -dijo él-. Y yo debo volver a la iglesia.
Se dieron la mano y el cura salió por la puerta, negro y silencioso como un ladrón, un salvador de almas. Anne subió el equipaje a su habitación, que su madre había pintado y decorado con cortinas nuevas. Había flores sobre el tocador. Todos sus viejos libros estaban en los estantes, e incluso su ajado y pelón oso de peluche reposaba sobre la cama como un perro apreciado pero apestoso. Le llegó del jardín el olor a tabaco y se vio a sí misma veinticuatro años antes, sentada delante del espejo y fingiendo que un pretendiente le encendía el cigarrillo. Se agachó para ver su reflejo e inspeccionar veinticuatro años de daños, pero en la superficie poco saltaba a la vista. Todavía podía dejarse el pelo largo si quería y todavía lo tenía espeso y negro, con tan sólo alguna cana ocasional que se arrancaba. Tenía la frente lisa, y aunque había un leve rastro de arrugas en torno a los ojos, la piel de su cara se extendía sobre los huesos sin hacer bolsas en las mejillas. Bien conservada, lo llamaban. Encurtida. Encurtida en su propia receta genética.
Fue al piso de abajo y abrió la puerta del dormitorio de su madre. Un fuerte aroma a azucena enmascaraba otro olor, no a muerte sino a descomposición de carne viva. Salió repelida, volvió al recibidor, taconeó sobre los azulejos negros y blancos que llevaban a la cocina y salió al jardín. Su madre estaba sentada al sol debajo de un sombrero de paja de ala ancha con una tira de cinta roja. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y la cara levantada hacia los rayos solares y los árboles altos que, llenos de hojas, ocultaban la parte de atrás de las casas del otro lado. De su mano suelta surgía el humo de un cigarrillo. Había una bandeja sobre un taburete y a su lado una silla libre.
– Hola, madre -dijo Anne, al no ocurrírsele nada más solemne.
Su madre abrió los ojos de golpe con sorpresa y la vio, alegría.
– Andrea -dijo, como si gritara el nombre en un sueño.
Anne besó a su madre. Se produjo un momento embarazoso cuando movió la cara para besarle la otra mejilla.
– Ah, sí, claro, en Portugal son las dos mejillas.
Unos dedos huesudos tantearon los hombros de Anne y le recorrieron la clavícula como si buscaran algo.
– Siéntate, toma un poco de té. Estará un poco pasado pero pruébalo de todas formas. ¿Te ha dejado un bollo el padre Harpur? Le encantan esos bollitos.
Su madre estaba delgada. Su cuerpo había perdido lo que tenía de compacto, la solidez. Si ahora había algún chirrido no se debía al sujetador o los corsés que la apretaban sino a sus huesos viejos sin aceite en las junturas. Llevaba un vestido floreado y una chaquetilla fina y holgada, color crema y azul celeste. Al besarla notó que su piel pálida había perdido su fresca firmeza. Ahora era fláccida y blanda, y estaba caliente por el sol. Sus rasgos seguían siendo finos pero ajados, y había perdido aquella severidad tan pesada. Para estar muriéndose tenía buen aspecto, o quizá fuera sólo lo que traslucía.
– ¿Has visto al padre Harpur?
– Me ha abierto él. Ha sido una sorpresa, debo decir.
– ¿De verdad?
– Pero parecía muy alegre.
– Sí, nos llevamos bien, James y yo. Nos lo pasamos tremendo. «Tremendo» salió de sus labios como un gusano. Anne se revolvió en la silla.
– Me ha dicho que era tu confesor.
– Lo es, sí. Y no, eso no fue cosa de mucha risa, te lo aseguro. También es poeta, ¿te lo ha dicho?
– Sólo hemos hablado un momento, cuando salía.
– Y muy buen poeta. Escribió un poema muy bonito sobre su padre. Sobre la muerte de su padre.
– Pensaba que no te gustaba la poesía.
– Y no me gustaba. No me gusta. Vamos, no me gusta todo eso tan engreído. Personas que vagan solitarias como nubes…, ya sabes. No es lo mío.
Se produjo una larga pausa mientras una brisa se abría paso por entre los árboles y Anne experimentaba la sensación de que la estaban preparando para algo. Ablandándola.
– Hoy la poesía es diferente -dijo su madre-. Igual que la música, la ropa, la revolución sexual. Todo está cambiando. Es probable que lo hayas visto de camino. Incluso ganamos el Mundial… el año pasado, o el otro… En fin, fue una novedad. ¿Cómo están Luís y Juliáo?
Silencio, mientras su madre apuraba el cigarrillo con los ojos cerrados, y los globos oculares palpitaban bajo sus párpados delgados.
– Háblame de Luís y de mi nieto -insistió con amabilidad.
– Luís y yo tuvimos una crisis.
– ¿Por qué?
– Por las guerras de África -respondió ella, severa sin querer, pero eso es lo que le pasaba con la política.
– Bueno, al menos no fue por haberle hervido demasiado un huevo.
– Él sabe que esas guerras no son…, si es que eso existe…, guerras buenas. No son justas.
– Es oficial del Ejército, no es que normalmente tengan mucha elección, ¿verdad?
– Pero tendría que haber alejado de ellas a Juliáo… Y ahora están los dos en Guinea, o al menos estarán allí dentro de unos cuantos días.
– Es lo que hacen los hombres si se alistan al ejército. Creen que lo que siempre han querido de esa vida es el combate, hasta que se meten en uno y afrontan el horror cara a cara.
– Luís mismo ha visto el horror. La primera vez que fue a Angola, en el sesenta y uno…, espantoso… lo que me dijo que había visto en el norte. Pero se ha encallecido…, se ha hecho inmune. Dios sabe, quizás haya incluso perpetrado alguna de las atrocidades terribles que denunciaron en Mozambique. No, no cabe duda de que Luís lo sabe. Sabe perfectamente cómo es. Pero la cuestión es que él es todo un coronel y es Juliáo el que estará en la línea del frente. Será Juliáo el que encabece las patrullas que se tiren al monte. Las guerrillas… Lo siento, tengo que parar, de verdad que no quiero… Es que no puedo ni pensarlo.
Su madre estiró la mano y al principio Anne pensó que quería más té, pero descubrió que trepaba por su pierna hacia su mano. Se la tendió y su madre la acarició con una palma de papel.
– No hay nada que hacer. Tendrás que contentarte con esperar.
– En fin, fue por eso por lo que nos peleamos. Se supone que yo tenía que acompañarlos y me negué. Tu llamada nos salvó de una separación formal.
Le cayeron unas gotas en el dorso de la mano y pensó que llovía; alzó la vista y vio los árboles desdibujados por las lágrimas que le recorrían las mejillas. Lloraba sin darse cuenta, sin entender por qué. El inicio de una liberación difícil.
El sol cayó por detrás de los árboles. Entraron. Anne puso unos cubitos de hielo en dos vasos, sirvió la ginebra y la tónica y cortó limón, mientras pensaba en la nueva revelación de esa persona por descubrir que conocía de toda la vida, para encontrar el mejor camino hacia ella.
– No tienes que gastar nada de dinero tuyo mientras estés aquí -dijo su madre a gritos desde el salón-. Sé cómo están las cosas en Portugal y yo tengo de sobra. Todo será tuyo en unas semanas, así que podrías empezar a usarlo.
– El padre Harpur me ha dicho que sería mejor que tú misma me contaras lo que te pasa -dijo Anne mientras le daba el gintonic, bruscamente, incapaz de mantener la farsa de superficialidad.
Su madre tomó la bebida y se encogió de hombros como si no fuera gran cosa.
– Bueno, empezó como un dolor de estómago, que duraba todo el tiempo, sin descanso. No había nada que lo curara: manzanilla, leche de magnesia…, nada lo aliviaba siquiera. Fui al médico. Me palparon y toquetearon y dijeron que no había nada de qué preocuparse. Ulcera, tal vez. El dolor fue a peor y los hombres de las batas blancas sacaron sus máquinas y me echaron un vistazo por dentro. Al estómago no le pasaba nada pero había un tumor grande en el útero -dijo; echó un trago y arrugó la frente.
Las propias entrañas de Anne se estremecieron al oírlo, con sólo pensar en el crecimiento de algo espantoso y mortal en su interior.
– ¿Me echas un tiento más de ginebra en el mío? -preguntó su madre-. Siempre quieren explicarte lo grande que es -el tumor, quiero decir- como si fuera algo de lo que te vas a enorgullecer, como esos jardineros de las ferias de pueblo con patatas del tamaño de sus abuelas y tomates como caras de boxeador. También me he fijado en que los tumores más pequeños siempre son frutas. Es del tamaño de una naranja, dicen. Supongo que es para darte la impresión de que es fácil de recoger. En cuanto es más grande que un pomelo lo dejan y a partir de entonces vienen los deportes. Me dijeron que el mío era del tamaño de una pelota de rugby, que es un juego que nunca he seguido.
Se rieron a carcajadas de eso, la liberación trivial, la ginebra que se filtraba en sus venas.
– Lo sacaron. Les dije que enviaran el cacharro de las narices a Twickenham. Pero esos tipos no se rieron. Serios como una patata. Dijeron que lo habían sacado todo, bolsa, conductos, todo, pero no les parecía que hubiera sido suficiente. Les dije que no estaba segura de tener nada más que entregarles y respondieron que de todas formas ya era demasiado tarde. Los secundarios ya se habían establecido. Fue un día muy negro.
Bueno, no es que pensara que iba a durar por siempre jamás, y menos con el historial de los Aspinall. La muerte -dijo finalmente-, va con mi familia.
Anne preparó un trozo de cordero, asado a fuego lento con ajo y patatas en vino blanco.
– Me muero -gritó su madre, que seguía en el salón-. Me muero por otra copa y por el olor estupendo de lo que estás cocinando.
– Es la forma en que los portugueses hacen el cordero -explicó Anne, asomada a la puerta.
– Maravilloso. También tomaremos vino, y nada de esa basura de Hirondelle que le doy al padre Harpur. No. En la bodega hay un Chateu Battailley Grand Cru Classé de 1948 que me parece apropiado para la ocasión del retorno de mi hija.
– No sabía que te interesara el vino.
– Y no me interesa. No lo bastante para comprar cosas como ésa. Son todas de Rawly. Te acordarás del bueno de Rawlinson patapalo. Me lo dejó en su testamento.
– ¿Todavía os veíais?
– Por Dios, no.
– Pero antes sí, ¿verdad? Allá en el 44.
– ¿Se quema algo?
– No se quema nada, madre -dijo Anne-. Por eso me embarcaste para Lisboa, ¿o no? Por ti y Rawlinson. -Estoy segura de que algo…
– No tiene sentido negarlo, madre, os vi a los dos en St James's Park después de mi entrevista con Rawlinson.
– ¿Lo sabías? -preguntó ella-. Sabía que algo había pasado aquel día.
– Os seguí desde tu oficina en la Charity House de Ryder Street.
– Sí, bueno, por aquel entonces yo trabajaba allí para la Sección V. Rawlinson estaba en reclutamiento. Yo te recluté a ti…
– ¿Qué tú me reclutaste? -dijo Anne.
– Sí, te recluté, con la ayuda de Rawly, y me aseguré de que no te enviaran a ningún sitio peligroso. Pensé que estarías a salvo en Lisboa. -¿Eso fue todo?
– Sí -dijo ella, un tanto avergonzada.
– Pero también querías quitarme de en medio, ¿verdad?
– No son la clase de cosas que una chica deba saber sobre su madre -dijo, revolviéndose en la silla-. Era violento.
– Pero ya no.
– Dios, no. Ahora nada me parece violento. Ni siquiera morir me parece violento.
Se sentaron a comer. Su madre bebió vino y comió minúsculas porciones de cordero. Se disculpó por no tener apetito. Después de cenar le entró sueño y Anne la subió a la cama y la ayudó a desvestirse. Vio su cuerpo frágil y blanco, los pequeños pechos convertidos en aletas de piel, su vientre aún envuelto en vendajes.
– Mañana tendremos que cambiar las vendas -dijo su madre-. Si no te importa.
– No me importa -dijo Anne, mientras le pasaba el camisón por la cabeza.
Su madre se lavó, se cepilló los dientes, se metió en la cama y le pidió un beso de buenas noches. Anne sintió una punzada ante la inversión de papeles. Los ojos de su madre se devanaban contra el sueño y el alcohol.
– Siento haber sido una madre tan inútil -dijo, y sus palabras se arrastraron y se arremolinaron en la garganta.
Anne fue a la puerta, apagó la luz y se descubrió pensando en lo que había empezado en el avión: en su propia inutilidad, en cómo amaba a Juliáo pero lo mantenía siempre a distancia.
– Te lo explicaré todo -dijo su madre en la oscuridad-. Te lo explicaré todo mañana.