Sábado, 15 de julio de 1944, aeropuerto de Lisboa.
Andrea aterrizó en Lisboa a las tres de la tarde, con la adrenalina de su primer vuelo todavía desbocada por las venas. El calor le salió al encuentro a la puerta del avión junto con el olor del metal caliente, el alquitrán y el combustible de aviación vaporizado. Sacó las gafas de sol de montura blanca que su madre le había regalado para protegerse los ojos y dio sus primeros pasos en tierra extranjera como Anne Ashworth.
El sol caía a plomo sobre los despejados terrenos del aeropuerto. Más allá, el paisaje ondeaba bajo el calor acumulado. Los troncos de las palmeras serpenteaban hasta sus copas raídas. El suelo plano en que se alzaban resplandecía con brillo de espejo. No se movía nadie, ni un pájaro, en la tórrida tarde.
El nuevo aeropuerto, que apenas tenía dieciocho meses, presentaba líneas rectas, duras, fascistas; el edificio principal estaba dominado por la torre de control, erizada de antenas. Policías armados patrullaban por el interior observando a todos los presentes, que a su vez no miraban a nadie, retraídos, tratando de desaparecer. El rostro moreno de Andrea con las gafas de sol blancas llamaba la atención y el funcionario de aduanas la seleccionó con dos dedos indicadores y un cigarrillo que dejaba una estela de humo.
La observó con ojos oscuros de pestañas largas mientras abría la maleta, con labios invisibles bajo el tupido bigote. Los otros pasajeros desfilaron por delante sin merecer apenas una mirada rápida a su equipaje. El funcionario desordenó su maleta, sacudió su ropa interior y hojeó sus libros. Encendió otro cigarrillo y tanteó el forro con la vista alzada hacia ella, que desvió la mirada al espacio vacío, aburrida. La mirada del funcionario rara vez estaba en su trabajo, sino más bien en sus caderas, o taladrándole el busto. Ella le dedicó una media sonrisa nerviosa. La mueca que recibió como respuesta exhibía dientes podridos marrones y negros, bordeados de liquen. Andrea se estremeció. Los ojos tristes del funcionario se endurecieron y se alejó del mostrador. Andrea rehizo la maleta.
El único hombre que quedaba en el área de llegadas no admitía dudas respecto a su nacionalidad. Pelo rubio peinado hacia atrás en carriles rectos, leve bigotillo dibujado, chaqueta de tweed a pesar del calor, corbata de la facultad. Lo único que le faltaba era un silbato colgado al cuello para pitarle a los niños que se salían de la fila.
– Wallis -se presentó-. Jim.
– Ashworth -replicó ella-. Anne.
– Espléndido -dijo él, mientras le cogía la maleta-. Ha estado allí dentro mucho tiempo.
– Me han hecho una demostración de colorido local.
– Ya veo -comentó él, sin saber muy bien de qué le hablaba, pero interesado de todas formas-. Yo la llevaré a casa de Cardew, en Carcavelos. Se lo dijeron, ¿verdad?
– Lo dice como si pudieran no haberlo hecho.
– La comunicación es pésima en este equipo -dijo él.
Metió su equipaje en el maletero de un Citroen negro y se puso al volante. Le ofreció un cigarrillo.
– Três Vintes, los llaman. No están mal. Ni punto de comparación con los Woodies, de todas formas.
Los encendieron y Wallis se dirigió a toda velocidad al centro de Lisboa, que a esa hora y con aquel calor estaba en silencio. Asomó un codo por la ventanilla y echó un vistazo a hurtadillas a las piernas de Andrea.
– ¿Tu primera estancia en el extranjero? -preguntó.
Ella asintió.
– ¿Qué te parece?
– Me lo imaginaba… más antiguo.
– Esto de aquí son todos edificios nuevos. Salazar, el tipo que manda, nos ha sacado tanto dinero… y a los alemanes -ya sabes, que si el volframio, las sardinas y demás-, que está construyendo una ciudad nueva, nuevas autopistas, un estadio, toda esta parte residencial -bairros, los llaman aquí-, todo nuevecito. Se habla incluso de tender un puente de lado a lado del Tajo. Ya verás, pero… cuando lleguemos al centro. Ya verás.
Los neumáticos del Citroen chirriaron al adelantar un carro tirado por muías que llevaba a ocho personas. Las ruedas de madera traqueteaban sobre los adoquines. Los perros atados con cuerdas a los ejes trotaban a la sombra con la lengua fuera. Las caras anchas y morenas de las mujeres les miraban sin ver.
– Tomaremos la ruta panorámica -anunció Wallis-. Las colinas de Lisboa.
Anne, que ya había asumido este nombre como suyo de forma permanente, se inclinó hacia él cuando bordearon la Praça de Saldanha y sus caras se acercaron de repente, la de él con interés más que profesional, lo cual ocasionó a Anne algo de satisfacción infantil. Bajaron disparados por la colina hacia Estefania, rodearon la fuente y cruzaron a gran altura por encima de otra calle hasta llegar a la Avenida Almirante Reis. Wallis aumentó la velocidad a lo largo de la prolongada avenida recta. Aparecieron unos cables por encima de sus cabezas y los neumáticos tropezaron con los raíles del tranvía incrustados en los adoquines. Las murallas del Castelo Sao Jorge, muy por encima de ellos, se veían borrosas en la neblina del calor, al igual que los oscuros pinos que remataban la colina. Llegaron a una zona que parecía haber sufrido un reciente bombardeo, donde incluso los edificios que seguían en pie parecían decrépitos y a punto de desmoronarse, con las paredes y techos cubiertos de hierba y el yeso de las fachadas descascarillado y lleno de costras.
– Esto es la Mouraria, que están demoliendo para hacer un poco de limpieza. Al otro lado de la colina está la Alfama, el mejor sitio para vivir en Lisboa en tiempos de los moros, pero se fueron en la Edad Media. Tenían miedo de los temblores de tierra. Y ya ves, ese barrio fue uno de los pocos que sobrevivió al gran terremoto de 1755. Créeme, aquello es como una medina, bastante insalubre; y yo puedo hablar porque estuve en Casablanca hasta el año pasado.
– ¿Qué hacías allí?
– Cocinar cosas en la casbah.
Llegaron a una plaza cuyo centro estaba dominado por un descomunal mercado cubierto de hierro forjado. Policías, montados y a pie, patrullaban la zona. La calzada estaba llena de los adoquines que se habían arrancado y lanzado de los pavimentos ahora picados de viruela. Una manteigaria de la esquina había resultado medio destruida: no le quedaban cristales en las puertas ni en las ventanas, y había dos mujeres dentro limpiando los destrozos. El toldo de la tienda estaba desgarrado pero aún lucía las palabras carnes fumadas.
– La Praça da Figueira. Esta mañana ha habido disturbios. La manteigaria vendía chouriços rellenos de serrín. El racionamiento ya es lo bastante malo sin eso, porque Salazar se lo vende todo a los alemanes. La gente se ha enfadado. Los comunistas han enviado a unos cuantos provocadores, la Guarda ha aparecido a caballo. Se han partido unas cuantas cabezas. Aquí en Lisboa hay dos guerras en marcha: nosotros contra los alemanes y el Estado Novo contra los comunistas.
– ¿Estado Novo?
– El Nuevo Estado de Salazar. El régimen. No es muy diferente de los cabrones contra los que luchamos. Policía secreta, entrenada por la Gestapo, llamada la PVDE. La ciudad está infestada de bufos, informadores. Las cárceles… Bueno, mejor que no entres en una cárcel portuguesa. Antes hasta tenían campos de concentración en las islas de Cabo Verde. Tarrefal. La frigadeira, lo llamaban… la sartén. Esto es la Baixa, la parte comercial de la ciudad. Totalmente reconstruida por el marqués de Pombal después del terremoto. Otro hombre duro. Los portugueses parecen necesitarlos cada varios cientos de años.
– ¿Necesitar qué?
– Un cabrón.
Bordearon una plaza con una alta columna en el centro y tomaron una vía de acceso que partía de la esquina. Wallis aceleró para remontar la abrupta colina. Una pasarela de metal cruzaba la calle muy por encima de los edificios, conectada a un ascensor.
– El Elevador do Carmo, construido por Raoul Mesnier. Te lleva de la Baixa al Chiado sin sudar una gota.
Viraron a la derecha y metieron la primera para remontar la colina. Anne se iba empapando de lo diferente que era todo. Más policías de caqui con pistolas enfundadas en cuero. Gorras cuadradas con visera. Tiendas con cristales negros y letras doradas. El Cha e café de Jerónimo Martims. Chocolates. Aceras anchas con motivos geométricos en blanco y negro. Otra curva. Otra colina abrupta. El paso de otro tranvía colina abajo, entre chirridos y gruñidos. Caras morenas impasibles en las ventanillas. Wallis señaló hacia su lado. Por debajo se extendía la Baixa en cuadrados de tejas rojas. El castillo seguía desdibujado, pero ya al mismo nivel que ellos al otro lado del valle.
– La mejor vista de Lisboa -comentó Wallis-. Te enseñaré la embajada y después te llevaré a la orilla del mar.
Recorrieron el Largo do Rato y el Jardim da Estrela y giraron a la izquierda por delante de una enorme catedral con cúpula y torres gemelas.
– La Basílica da Estrela -explicó Wallis-. Construida por María I a finales del siglo XVIII. Dijo que construiría una catedral si daba a luz un hijo, cosa que hizo. Empezaron a construirla y el niño murió dos años antes de que la terminaran. Viruela. Pobre chaval. Pero así es Lisboa.
– ¿Así es Lisboa?
– Un sitio triste… para los melancólicos. ¿Tú lo eres?
– ¿Melancólica? No. ¿Y usted… señor Wallis?
– Jim. Llámame Jim.
– No parece que tengas esa inclinación, Jim.
– ¿Yo? No. No tengo tiempo. ¿Por qué voy a estar triste? No es más que la guerra. Vamos a ver al enemigo.
Dio la vuelta a la basílica, remontó una cuesta corta y bajó hasta Lapa. Entraron tranquilamente en una placeta en la que se alzaba una gran mansión tras puertas y altas verjas de hierro forjado. Del mástil de encima de la puerta pendía una bandera con la esvástica. En el jardín crecían dos mustias palmeras datileras. Por encima de una ventana trepaba una llama de buganvillas violetas. Se distinguía el azul del Tajo por encima de los tejados. Por una vez Wallis no dijo ni palabra. El coche se precipitó por otra pendiente corta, giró a la izquierda y a los cien metros Wallis señaló colina arriba con la barbilla hacia la bandera del Reino Unido que colgaba de un largo edificio rosa a media altura de la loma.
– Somos prácticamente vecinos -dijo-. No te llevaré hasta allí. Siempre hay bufos merodeando en el exterior en busca de caras nuevas, listos para chivarse de cualquier cosa a los alemanes.
Bajaron por la colina y salieron a los muelles de Santos. Wallis giró a la derecha y se encaminó hacia el oeste por la orilla del Tajo hasta salir a la boca del estuario. La carretera avanzaba pegada a la costa, paralela a las vías del tren.
En Carcavelos, a la altura de un antiguo fuerte grande y marrón, se apartaron de la orilla y atravesaron el centro del pueblo hasta salir por el otro lado, donde se detuvieron frente a una gran casa sombría que se alzaba solitaria tras un alto muro. Los dos pinos adultos del jardín proyectaban sombras oscuras sobre las ventanas. Wallis tocó el claxon y el jardinero apareció entre los arbustos para abrir la puerta.
– Esta es la casa de Cardew -dijo Wallis-, tu jefe en la Shell, pero antes te verás con tus otros jefes: Sutherland y Rose.
Wallis sacó el equipaje, llamó al timbre, volvió al coche y salió marcha atrás. Una doncella abrió la puerta, cogió la maleta y condujo a Anne por un pasillo hasta una habitación con las persianas bajadas donde la esperaban dos hombres, uno fumando en pipa y el otro un cigarrillo. La doncella cerró la puerta. Los dos hombres se levantaron. El alto y delgado con el pelo castaño peinado hacia atrás se presentó como Richard Rose. El otro, más bajo, con el pelo espeso, moreno y ondulado se limitó a decir: «Sutherland». Los dos iban en mangas de camisa, puesto que la habitación estaba cargada a pesar de que las cristaleras permanecían medio abiertas al jardín.
Sutherland contempló a Anne desde debajo de sus cejas oscuras. Tenía manchas violáceas en las comisuras de sus ojos azules. Su piel era blanca y pálida. Señaló una silla con la boquilla de la pipa.
– Wallis se ha tomado su tiempo -dijo.
– Me parece que me ha dado un paseo de presentación.
Sutherland se consagró a su pipa durante un rato. Sus labios, extrañamente azulados, besaban la boquilla. Era un hombre tranquilo, sin expresión en los ojos o la boca, y apenas movimientos corporales. «Un lagarto», pensó Anne.
– Es usted lo que aquí llaman morena -dijo Rose.
– Lo opuesto a loira -añadió ella-. Rubia. Tarambana.
Eso a Rose no le gustó, quizá demasiado atrevido en su primer día. Sutherland sonrió tan rápido y con tan poca amplitud que todo lo que ella vio fue una columna marrón en el lado izquierdo de sus incisivos, teñidos de tabaco.
– No pensaba que hablar portugués formara parte de su tapadera -observó Sutherland, con voz procedente de algún punto por debajo de su garganta, separando los labios para que salieran las palabras pero sin moverlos.
– Lo siento, señor.
– Este sitio… Lisboa -aclaró-, es… a lo mejor Wallis se lo dijo, una ciudad muy peligrosa para los descuidados. Uno podría pensar que lo peor ya ha pasado, ahora que hemos desembarcado en Normandía, pero aún quedan situaciones muy críticas, situaciones de vida o muerte, para los hombres del mar y del aire. El objeto de nuestra organización de inteligencia es hacer que esas situaciones sean más seguras, no exacerbarlas con la irreflexión.
– Por supuesto, señor -dijo Anne, pensando: «Pomposo».
– La información es vital. Existe un mercado activo en todos los bandos. Nadie es inocente. Todos venden o compran. Desde doncellas y camareros hasta ministros y empresarios. El clima general es más tranquilo. Ya se han embarcado muchos de los refugiados, de modo que el circuito de los rumores es más estrecho y existe menos desinformación. Hemos ganado la guerra económica. Salazar ya no teme una invasión nazi y ha clausurado las minas de volframio. Hacemos todo lo posible por asegurarnos de que no le echen mano a ningún otro producto de utilidad. Como resultado vemos las cosas más claras pero, aunque hay menos jugadores en el campo, y menos complicaciones, la cosa se ha convertido en un asunto mucho más sutil porque en este momento, señorita Ashworth, estamos en el final de la partida. ¿Juega al ajedrez?
Ella asintió, hipnotizada por la intensidad del rostro desapasionado de Sutherland, emocionada por la sangre que corría por su cuerpo más rápido ahora que se encontraba cercana a la corriente, a la vida. Todo su adiestramiento parecía pura teoría. En menos de una hora se le había revelado un mundo nuevo; no sólo el lugar, Lisboa, sino también una inmediata sensación del poder de la clandestinidad. El privilegio de saber cosas que nadie más sabía. El humo se alejaba flotando de la pipa que se sostenía a poca distancia del rostro de Sutherland, trazaba volutas en la magra luz que entraba por las rendijas de las persianas y desaparecía en el techo alto.
– Parte de su misión es de índole social. En ese campo no hay líneas claras. ¿Quién es quién? ¿Quién juega para quién? Hay gente poderosa, gente rica, gente que ha amasado una gran cantidad de dinero con esta guerra, nuestro y de los alemanes. Conocemos a algunos, pero queremos conocerlos a todos. Resulta importante a tal efecto que usted hable portugués, o más bien lo entienda, y, al mismo tiempo, que nadie esté al corriente de ello. Lo mismo digo respecto a su alemán. Sólo lo empleará en la oficina para traducir esas revistas.
– ¿Qué es en concreto lo que les interesa a los estadounidenses de esas revistas?
Sutherland incluyó a Rose en la conversación con un gesto, que ofreció un repaso histórico de la capacidad nuclear de los alemanes desde sus primeros experimentos exitosos de fisión en 193 8 hasta el descubrimiento por parte de Weizsacker del Ekarhenium, el nuevo elemento vital para fabricar la bomba. Mientras Rose hablaba, Sutherland contemplaba a la joven. No prestaba atención porque no entendía nada y veía que a ella también le estaba costando.
– El 19 de septiembre de 1939 Hitler dio un discurso en Danzig en el que amenazaba con emplear un arma contra la que no habría defensa -dijo Rose-. Los estadounidenses están convencidos de que se refería a una bomba atómica.
– No debe preocuparse por entender todo esto a la perfección. Es probable que tan sólo existan un puñado de científicos en todo el mundo que lo hagan -aclaró Sutherland-. Lo importante es que entienda la importancia de este final de partida en que todos estamos inmersos.
– ¿Por qué iban los alemanes a contarles todo esto en una revista de física y publicarlo? ¿No debería ser alto secreto?
Sutherland hizo caso omiso de la pregunta.
– La cuestión es que los aliados disponen de su propio programa atómico. Tenemos nuestro Ekarhenium, el elemento 94, que por razones de seguridad denominamos «49».
«Brillante -pensó Anne-, darle la vuelta a los números.»
– En Marzo de 1941 Fritz Reiche, un físico alemán que huía de los nazis, pasó por Lisboa de camino a Estados Unidos -prosiguió Rose-. Aquí lo acogió la Comisión de Refugiados Judíos y antes de subirlo al barco de Nueva York tuvimos una reunión con él en la que nos advirtió que en Alemania existía en efecto un programa de bombas. Ahora sabemos que en algún punto de Berlín están construyendo una pila atómica para la creación de Ekarhenium. También sabemos que Heisenberg fue a ver a Niels Bohr, el físico danés, y que discutieron sobre si la guerra atómica era un camino correcto para la física. Se produjo una ruptura entre los dos a raíz del programa de bombas activo de Alemania. Heisenberg también esbozó, a grandes rasgos, los rudimentos de una pila atómica. Desde entonces Bohr ha dejado Dinamarca y se ha pasado a los estadounidenses. ¿Ha estado en Londres desde junio?
– Sí, señor.
– De modo que conoce las bombas volantes… los cohetes VI.
– Sí, señor.
– Creemos que se trata de los prototipos para lanzar una bomba atómica sobre Londres.
De repente hacía frío en la habitación a pesar del calor insufrible del exterior. Anne se frotó los brazos. Sutherland dio unas chupadas de su pipa, que borboteó como un pulmón tubercular colgado de la boquilla.
– Su trabajo diario en la oficina de Cardew consistirá en microfilmar las dos revistas alemanas de física Zeitschrift für Physik y Die Naturwissenschafen y proporcionarnos a Sutherland y a mí traducciones mecanografiadas de cualquier artículo que trate de física atómica -dijo Rose-. Más importante que eso es el alojamiento que hemos logrado proporcionarle en Estoril. Cardew se ha volcado en entablar una buena relación social con un tipo llamado Patrick Wilshere. Se trata de un acaudalado hombre de negocios de cincuenta y tantos años, con contactos y empresas en las colonias portuguesas, sobre todo Angola. También es irlandés, católico y poco amante de Gran Bretaña. Tenemos informes de que vendía volframio, procedente de las concesiones mineras que la familia de su esposa tiene en el norte, exclusivamente a los alemanes, así como caucho y aceite de oliva de los terrenos familiares del Alentejo. Le ha ofrecido a Cardew una habitación de su nada desdeñable casa para una inquilina. Especificó una inquilina mujer.
Sutherland esperó a ver el efecto que aquello causaba en su nueva agente. Anne sentía la sangre leve y fría como el éter.
– ¿Qué se espera de mí? -preguntó, recortando cada palabra.
– Que escuche.
– Ha dicho que especificó que quería una inquilina.
– Prefiere la compañía femenina -dijo Rose, como si se tratara de algo que a él le pareciera comprensible.
– ¿Qué hay de su esposa? ¿No vive en la misma casa?
– Tengo entendido que la relación con su esposa se ha… deteriorado cierta medida.
Anne empezó a respirar con bocanadas profundas y lentas. Los muslos se le pegaban bajo el algodón de su vestido. El sudor parecía surgir como espinas de todas partes. Sutherland cambió de postura en la silla. Su primer movimiento corporal.
– Cardew cree que la mujer padeció una especie de crisis -dijo.
– ¿Quiere decir que está loca, además? -preguntó Anne, que se hacía una idea de lo que le esperaba.
– Tampoco es que le aulle a la Luna -aclaró Rose-. Son más bien nervios, me parece.
– ¿Cómo se llama?
– Mafalda. Está muy bien relacionada. Una familia excelente. Inmensamente ricos. La finca que tienen en Estoril es… magnífica. Un palacete. Con terrenos. Maravilloso -dijo Sutherland, vendiéndolo sin tapujos.
– ¿Le importa si fumo, señor? -preguntó ella.
Sutherland se despegó de su silla y le ofreció un cigarrillo de la caja de plata que estaba encima de la mesa. Se lo encendió con un pesado mechero georgiano de plata con paño verde en la base. Anne dio una intensa calada y vio que Sutherland cobraba vida en su campo visual.
– Cuénteme más de Wilshere -dijo, y, en el último momento-: por favor, señor.
– Le da a la bebida. Le gusta…
– ¿Significa eso que es un borracho?
– Le gusta tomarse una copa de vez en cuando -dijo Rose-. A usted también, por la información que nos ha llegado de las fiestas de Oxford. Buen aguante, decían.
– Eso es diferente de ser un borracho.
– Bueno, ya que estamos metidos en harina, también es jugador -dijo Sutherland-. El casino está prácticamente al pie de su jardín. ¿Usted…?
– Nunca he dispuesto de la suficiente liquidez.
– Pero es posible que sepa algo de probabilidad, por lo de sus matemáticas…
– No me interesa particularmente.
– ¿Y qué le interesa? -preguntó Rose.
– Los números.
– Ah, matemáticas puras -dijo, como si supiera algo-. ¿Qué la atrajo de eso?
– Cierta sensación de lo absoluto -dijo ella, con la esperanza de que funcionara.
– ¿Una sensación o la ilusión? -preguntó Rose.
– Podríamos hablar de un montón de abstracciones pero lo que las une, la lógica, es muy real, muy estricta e irrefutable.
– Yo, por mi parte, soy hombre de crucigramas -dijo Rose-. Me gusta ver el interior de las mentes de otras personas. El modo en que funcionan.
Anne fumó un poco más.
– Los crucigramas tienen también su propia manera de ser absolutos -dijo-, si a uno se le dan bien.
Se le clavaba la ropa. El sujetador le apretaba. La cinturilla le hacía nudos. No se estaba entendiendo con esos dos hombres y no sabía cómo había pasado. A lo mejor aquel primer intercambio y el último habían sido en efecto demasiado descarados. A lo mejor se habían hecho una imagen de ella con lo que habían leído, la habían ampliado y al final ella se había demostrado algo totalmente diferente. ¿De verdad era tan intratable?
– Lo que pasa con el espionaje es que el panorama siempre está incompleto. Trabajamos con fragmentos. Usted, sobre el terreno, más todavía. Puede que no siempre sepa lo que está haciendo, puede que no siempre aprecie la importancia de lo que oye. No hay soluciones y, aunque las hubiera, para empezar no habría sabido la pregunta. Escuche e informe -dijo Sutherland.
– Algo más que deberá escuchar en la residencia de los Wilshere, aparte de los nombres de la gente, tiene cierta importancia para el final de partida del que hablábamos antes -dijo Rose-. Para fabricar las bombas volantes, o cualquier cohete en realidad, los alemanes necesitan herramientas de precisión. Para montar esas herramientas hacen falta instrumentos cortantes de precisión. Necesitan diamantes. Diamantes industriales. Esos diamantes están entrando por aquí en barcos procedentes de África Central. Hemos tratado de registrar esos barcos cuando hacen escala en nuestros puertos, como Freetown, en Sierra Leona, pero no resulta tan fácil dar con un puñado de diamantes en un barco de siete mil toneladas. Creemos, pero no tenemos pruebas, que Wilshere trae los diamantes de Angola y los entrega a la Legación Alemana, desde donde son enviados por valija diplomática a Berlín. No sabemos cómo lo hace ni cómo le pagan por hacerlo. De modo que cualquier cosa que oiga sobre diamantes y el pago por ellos nos debe ser comunicada, por medio de Cardew, de inmediato.
– ¿Cómo quieren que lo haga?
– Wallis se encargará de eso. Quedará con él y se pondrán de acuerdo. Miró su reloj.
– Será mejor que Cardew se la lleve ya hacia la casa. Se está haciendo tarde. Le he dicho que le hable de Wilshere y su esposa, pero también le he dado instrucciones de que excluya ciertos detalles que, por la seguridad de su tapadera, será mejor que descubra por usted misma. No quiero que entre allí sabiendo demasiado sobre la situación y no reaccione correctamente a los… acontecimientos. Se supone que es usted secretaria. Su primera estancia en el extranjero y todo eso. Quiero que se muestre curiosa por todo y por todos.
– No parece que me vaya a resultar muy difícil, señor.
Sutherland esbozó una mueca. La columna marrón de dientes reapareció y se desvaneció con la misma rapidez. Fue a la puerta y llamó a Cardew.