10 de julio de 1944, Orlando Road, Clapham, Londres.
Andrea Aspinall se derrumbó sobre su cama con las ventanas del dormitorio abiertas, recién llegada de otra excursión al refugio antiaéreo; los cohetes eran una amenaza que los sobrevolaba a cualquier hora del día, a diferencia de las añoradas y previsibles noches de interminables bombardeos del 40 al 41. A veces fantaseaba con la idea de no acudir al refugio: escuchar el grave zumbido del motor diesel del misil, esperar a que parara, jugársela bajo su caída silenciosa, poner a prueba su umbral de aburrimiento.
Fue a sentarse en la repisa de la ventana de su habitación, en la parte de arriba, las antiguas dependencias de los criados. Echó un vistazo por encima del jardín trasero, a través de los limeros, hacia Macauley Road. Cuatro casas más allá, un impacto directo de bomba volante; no quedaba gran cosa: vigas chamuscadas, cascotes apilados, pero no había nadie en casa en ese momento. Se vio reflejada, sólo su cabeza, en la esquina inferior del espejo del tocador, al otro lado de la habitación. Pelo largo negro, piel morena, casi color aceituna, ojos marrones veinteañeros que querían ser mayores.
Abrió un paquete de Woodbine, apoyó el cigarrillo sin filtro en el labio inferior y dejó que se le pegara. Prendió una cerilla en la pared exterior, ladrillo caliente. Su mano volvió a entrar en el marco, volvió la cara y aceptó el fuego. Echó la cabeza hacia atrás, despegó el cigarrillo, soltó una larga bocanada de humo y volvió a su reflejo con la lengua sobre el labio superior, a lo sofisticado. Sacudió la cabeza burlándose de sí misma y miró por la ventana: todavía una niña tonta que realizaba juegos románticos frente al espejo. No una espía.
Se había pasado la mayor parte de la vida en el Colegio del Sagrado Corazón de Devizes, donde la habían ingresado a los siete años, cuando murió su tía abuela y no quedó nadie que la cuidara mientras su madre trabajaba. Ése era el motivo de que el profesor de piano y su esposa, cuya casa habían bombardeado durante la ofensiva aérea alemana, hubieran sido tan importantes para ella, se hubieran convertido en su familia, la hubiesen cuidado durante las vacaciones escolares. El profesor de piano era su padre. No había llegado a conocer al de verdad, el que había muerto de cólera antes de que naciera.
En el Sagrado Corazón entendían de disciplina y religión y poco más, pero eso no le había impedido obtener una plaza en St Anne's, Oxford, como estudiante de matemáticas. Llevaba cumplidos casi dos años de carrera cuando su tutor la invitó a una fiesta en St John's. En ella se sirvió una gran cantidad de bebida, de la que dieron buena cuenta profesores, estudiantes y otras personas no directamente relacionadas con la universidad. Los invitados flotaban por la sala y de tanto en tanto se anclaban a alguien más joven y trababan conversaciones sobre política e historia. Acudió a otras fiestas como aquélla y conoció a un hombre que adoptó un interés especial por ella, al que llamaban, sencillamente, Rawlinson.
Rawlinson era muy alto. Vestía traje de tres piezas gris marengo, cuello almidonado fijado con gemelos a la camisa y corbata de su centro de enseñanza, la cual, de haberlo sabido ella, le habría indicado Wellington y el ejército. Rondaba los cincuenta y tenía el cabello intacto, moreno en la parte superior, canoso en las sienes y surcado de brillantina. Sólo tenía una pierna y la prótesis que llevaba era rígida, de modo que al caminar trazaba un semicírculo con esa extremidad y tenía que apoyarse en un bastón con puño de cabeza de pato. Andrea se sentía afortunada porque, aunque su conversación fuera la cantinela penetrante de siempre, él la emprendía con el encanto de un tío que en verdad no debiera encapricharse de su sobrina pero no pudiera evitarlo.
– Dígame una cosa -le dijo-. Las matemáticas. ¿Alguna vez le ha preguntado alguien por qué matemáticas? Es interesante.
Andrea, algo borracha, se encogió de hombros. Poco preparada para la pregunta, su cerebro vacilaba. Habló con la cabeza en otra parte.
– Puedes hacer que las cosas cuadren, supongo -dijo, y se sintió estúpida y avergonzada al instante.
– No siempre, diría yo -observó Rawlinson, sorprendiéndola al tomárselo en serio, al tomársela en serio incluso a ella.
– No, no siempre, pero cuando se consigue es… bueno… tiene belleza, una inconcebible simplicidad. Como dijo Godfrey Hardy: «La belleza es la prueba. No hay lugar en este mundo para las matemáticas feas».
– ¿Belleza? -preguntó Rawlinson, perplejo-. No es algo que recuerde de las clases de matemáticas. Diabólicas, más bien. Muéstreme belleza… Belleza que yo pueda entender.
– El número seis -dijo ella- tiene tres divisores: el uno, el dos y el tres, que sumados dan… seis. ¿No es perfecto? Y, visto de ese modo, ¿no resulta bello también el teorema de Pitágoras? Tan sencillo. El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Cierto para todos los triángulos rectángulos jamás creados. Lo que parece terriblemente complicado puede resolverse mediante ecuaciones… fórmulas encaminadas a completar el… bueno, al menos parte del rompecabezas.
El se dio unos golpecitos en la mejilla con un dedo largo.
– ¿El rompecabezas?
– Cómo funcionan las cosas -explicó ella, presa de una creciente histeria a medida que se acumulaba la banalidad.
– Y las personas -dijo él; pregunta o afirmación, no estaba segura.
– ¿Las personas?
– ¿Cómo cuadran las personas en la ecuación?
– En las matemáticas existen infinitas posibilidades. Todo número es un número complejo. Puede ser real o imaginario, y los reales pueden ser racionales o irracionales. Racionales como los enteros y fracciones, irracionales como el álgebra o los números trascendentales.
– ¿ Trascendentales?
– Reales, pero no algebraicos.
– Ya veo.
– Como pi.
– ¿Qué me está diciendo, señorita Aspinall?
– Le hablo del modo más sencillo posible, al nivel más básico de las matemáticas, y ya hay cosas que no entiende del todo. Es un lenguaje secreto. Hay muy pocas personas que lo conozcan y puedan hablarlo.
– Eso sigue sin explicar el modo en que las personas encajan en su mundo.
– Me limitaba a demostrarle que los números pueden ser complicados del mismo modo que las personas. Y otra cosa… Yo también soy una persona, con todas las necesidades humanas normales. No siempre hablo en algoritmos.
– Los números son más estables que las personas, diría yo. Más predecibles.
– No me he cruzado con ningún número emocionado… todavía -admitió ella, sintiendo las manos enormes a los costados, batiendo como alas de albatros-, y es por eso, supongo, que es posible hacer que cuadren las cosas… de vez en cuando.
– ¿Son importantes las soluciones para usted?
Andrea lo contempló durante un momento, desconcertada por el peso de entrevista que acompañaba a la pregunta. Sus ojos no se apartaron ni un milímetro de los de ella. Perdió el partido.
– Me gusta resolver problemas. Esa es la recompensa. Pero no siempre es posible y trabajar en pos de algo puede resultar igual de satisfactorio -dijo, sin creérselo, pero pensando que tal vez a él le complaciera.
Tras aquella retahila de fiestas su tutor la envió a Oriel a hablar con alguien sobre «cuestiones relativas al esfuerzo bélico». La envió a un doctor que le realizó una revisión médica de media hora. No supo nada durante una semana hasta que volvieron a convocarla a Oriel y se encontró firmando la Ley de Secretos Oficiales para que, al parecer, le pudieran impartir un curso de mecanografía y taquigrafía. Pensó que iba encaminada hacia un centro de descodificación, a los que había oído que enviaban a muchos de los otros estudiantes de matemáticas, pero en lugar de eso le proporcionaron un adiestramiento adicional. Puntos de entrega de mensajes secretos, tinta invisible, uso de cámaras en miniatura, seguimiento de personas, hablar con gente fingiendo ser otro para descubrir lo que saben… juegos de improvisación, lo llamaban. Las minúsculas artes del engaño. También le enseñaron a disparar una pistola, montar en moto y conducir un coche.
La enviaron a casa a principios de julio a la espera de una misión. Una semana después Rawlinson se puso en contacto con ella y le dijo que iba a ir a tomar el té con su madre. Era importante establecer una situación de normalidad en casa, y había que contarle algo oficial a su madre sobre lo que iba a hacer su hija aunque, desde luego, no la realidad.
– ¡Andrea!
Su madre le gritaba desde el vestíbulo por el hueco de las escaleras. Apagó el cigarrillo en la pared y volvió a meter la colilla en el paquete. -¡Andrea!
– Ya voy, madre -dijo, mientras abría la puerta de golpe. Contempló desde arriba de las escaleras el rostro blanco de luna pero no tan luminoso de su madre, situado en la curva del pasamanos.
– Ha venido el señor Rawlinson -dijo con un escénico susurro.
– No le he oído llegar.
– Bueno, pues aquí está. Zapatos.
Volvió al dormitorio descalza, se puso los horribles zapatos de su madre y se los ató. Olisqueó el aire, todavía lleno de humo, comportándose todavía como la nenita de mamá. Definitivamente, para nada una espía.
– Es muy joven, ¿sabe? -oyó que decía su madre en el salón-. Es decir, que tiene diecinueve años, no veinte, aunque no los aparente. Fue a un colegio de monjas…
– El Sagrado Corazón de Devizes -dijo Rawlinson-. Buen colegio.
– Y fuera de Londres.
– Lejos del bombardeo.
– No fue por el bombardeo, señor Rawlinson -aclaró su madre, sin explicar por qué había sido.
Andrea hizo acopio de fuerzas para soportar el tedio del comportamiento formal de su madre delante de extraños.
– ¿No fue por el bombardeo? -preguntó Rawlinson, fingiendo una leve sorpresa.
– Las influencias -dijo la señora Aspinall.
Andrea caracoleó con los tacones sobre las baldosas para anunciarse y evitar que su madre hablara de los «tejemanejes» de los refugios antiaéreos. Le estrechó la mano a Rawlinson.
A su madre le crujía el sujetador mientras servía el té. «Cuánto aparejo para tan poco barco», pensó Andrea, que sentía los ojos brillantes, casi descarados de Rawlinson, en su cuello, que se encendía. Las tazas de té tintinearon, se alzaron y regresaron a los platillos.
– Habla alemán -le dijo Rawlinson a Andrea.
– Frisch weht der Wind / Der heimat zu, / Mein Irisch kind / Wo weilest du? -replicó Andrea.
– No alardees, querida -advirtió su madre. -Y portugués -añadió Andrea.
– Lo aprendió sola, ¿sabe? -interrumpió Audrey Aspinall-. Pásale un poco de tarta al señor Rawlinson, querida.
Andrea había estado sentada sobre las manos y en ese momento descubrió al servir la tarta que llevaba el canalé del vestido impreso en el dorso. ¿Por qué su madre le hacía siempre lo mismo?
– Ha recibido formación de secretaria -dijo Rawlinson, mientras levantaba la tarta.
– Hizo un curso, nada más, ¿verdad, querida?
Andrea no respondió. La cara de porcelana de su madre, todavía hermosa a sus treinta y ocho años pero inflexible, se volvió hacia ella con dureza. Andrea no le había contado nada de lo sucedido en Oxford aparte de lo que le habían dicho que explicara.
– Mi trabajo es encontrar personal adecuado para nuestras embajadas y altos cargos. Mi departamento es muy pequeño y cuando encontramos a alguien con una lengua extranjera procuramos no dejarlo escapar. Tengo un puesto para su hija, señora Aspinall… en el extranjero.
– Me gustaría ir al extranjero -comentó Andrea.
– ¿Qué sabrás tú? -dijo su madre-. Eso es lo que pasa con los jóvenes de hoy, señor Rawlinson, se creen que lo saben todo sin haber hecho nada pero, claro, ni siquiera piensan. No piensan y no escuchan.
– Confiamos en la juventud para esta guerra, señora Aspinall -dijo Rawlinson-, porque no conocen el miedo. Los chicos de dieciocho años pueden efectuar cien misiones de bombardeo, ser abatidos, abrirse paso por territorio enemigo y volver a estar en el aire en una semana. Eso lo pueden hacer precisamente porque no piensan, ya ve. El peligro está en pensar.
– No estoy segura de eso del extranjero… -objetó la señora Aspinall.
– ¿Por qué no viene mañana a mi oficina? -le preguntó Rawlinson a Andrea-. Le haremos una prueba. ¿A las once en punto le va bien?
– No sé dónde podrían enviarla. Al sur, no. No soporta el calor.
Eso era mentira, peor que mentira porque lo cierto era lo contrario. Andrea, dentro de su piel morena, bajo su cabello lustroso de estornino, contemplaba con ira la traslucidez de su madre, la sangre azul que avanzaba lentamente bajo la piel alabastrina. La señora Aspinall tenía una actitud victoriana respecto al sol. Jamás tocaba su piel. En verano llevaba mármol, en invierno la nieve se apilaba sobre su cabeza como sobre una estatua de la plaza.
– Lisboa, señora Aspinall, tenemos una vacante en Lisboa adecuada para las aptitudes e inteligencia de su hija.
– ¿Lisboa? Pero debe de haber algo que pueda hacer en Londres.
Rawlinson se puso en pie, remolcando hacia arriba su pierna rígida tras de sí, y le lanzó a Andrea una mirada de complicidad.
Le siguieron hasta el recibidor. La señora Aspinall le ayudó a ponerse la gabardina ligera, le dio el sombrero y le alisó los hombros de la chaqueta. Andrea parpadeó al observar el detalle, la intimidad de aquella acción. La llenó de sorpresa y confusión.
– Tendrá calor ahí fuera, señor Rawlinson.
– Muchísimas gracias por el té, señora Aspinall -dijo él, e inclinó el sombrero antes de bajar hasta la puerta y salir a la calle horneada por el sol.
– Bueno, no querrás ir a Lisboa, ¿verdad? -dijo la señora Aspinall, mientras cerraba la puerta.
– ¿Por qué no?
– Eso viene a ser como África… Árabes -añadió en el último momento, para darle un toque exótico.
– Supongo que es porque hablo portugués -dijo Andrea-. ¿Por qué nunca me dejas decir…?
No empieces con eso. No me pienso pelear contigo sobre el tema -la atajó su madre, mientras volvía al comedor.
– ¿Por qué no debo hablar de mi padre?
– Está muerto, no llegaste a conocerlo -dijo ella, vertiendo los posos del té en la maceta; se sirvió otra taza-. Y yo, casi tampoco.
– Eso no es motivo.
– No se habla de él, Andrea. Y punto.
Algo se retorcía en la mente de Andrea, algo irracional como la primera mitad de una ecuación, algún problema de álgebra con demasiadas incógnitas. Pensaba en su madre alisando las hombreras de Rawlinson. La intimidad y lo que motivaba esa intimidad. La pierna de Rawlinson. Y por qué no podían mencionarse los padres portugueses muertos.
Hablar con su madre era lo mismo que el álgebra. Matemáticas sin números. Palabras que significaban algo más. Una pregunta cobró forma en la cabeza de Andrea. Una ocasionada por una imagen. Se trataba de una pregunta que no podía formular. Podía pensarla, y si miraba a su madre y pensaba en ella se estremecería, que es lo que hizo.
– No sé cómo puedes tener frío con este calor.
– No es frío, madre. Sólo una idea.
Por la mañana su madre se presentó con uno de sus vestidos para que Andrea se lo pusiera. Falda de tubo azul marino, chaqueta corta, blusa color crema y sombrero que más que ponerse en el pelo colgaba de él. Sus uñas fueron inspeccionadas y aprobadas. Después de desayunar su madre le dijo que se cepillara los dientes y se fue al trabajo disparando una salva de instrucciones por las escaleras sobre qué hacer y, ante todo, qué no hacer.
Andrea fue en autobús hasta St James's Park y dejó pasar unos cuantos minutos sentada en un banco antes de avanzar por Queen Anne's Gate hasta el 54 de Broadway. Subió al segundo piso, con los pies ya doloridos dentro de los zapatos prestados, y el traje, diseñado para los huesos ligeramente más estrechos de su madre, le mordía en las axilas, que estaban húmedas por el calor. Una mujer le indicó que esperara en una dura silla de madera con asiento de cuero. El sol se derramaba a través de las perezosas motas de polvo.
La condujeron al despacho de Rawlinson. Estaba sentado con la pierna asomada por el hueco del escritorio. Les llevaron té y dos pastas. La secretaria se retiró.
– Bueno -dijo Rawlinson, mientras se incorporaba en la silla, el aire limpio como tras una tormenta-. Me alegro de tenerla a bordo. Sólo me queda una pregunta pendiente. Su padre.
– ¿Mi padre?
– Nunca incluye los datos de su padre en ninguno de sus formularios.
– Mi madre dice que no es relevante. Murió antes de que yo naciera. No tuvo ninguna influencia en mí y tampoco su familia. Yo…
– ¿Cómo murió?
– Estaban en la India. Hubo un brote de cólera. Él murió, al igual que los padres de mi madre. Ella volvió a Inglaterra y fue a vivir con su tía. Yo nací aquí, en el St George.
– En 1924 -dijo él-. Ya ve, me interesaba el asunto ese del portugués. ¿Por qué hablará portugués la señorita Aspinall? Y descubrí que su padre era portugués.
– Mis abuelos eran misioneros en el sur de la India. Allí había muchos portugueses de Goa. Mi madre lo conoció…
– Su madre no llegó a adoptar su apellido… -comentó Rawlinson, y se concentró para pronunciar «Joaquim Reis Leitào».
– Leitào significa «lechón» -explico ella.
– ¿De verdad? -pregunto él-. Ya entiendo por qué no se quedó el apellido. No es algo que uno desee explicar todos los días… «Lechón».
Le dio un sorbo a su té. Andrea persiguió por su boca un pedazo de pasta seca.
– Ha llevado una vida recluida -observó Rawlinson.
– Eso dice mi madre.
– El Sagrado Corazón. Luego Oxford. Muy recluida.
– También pasé un tiempo aquí durante los bombardeos -dijo Andrea-. Eso también fue una vida recluida.
Rawlinson se tomó un tiempo para dar con el chiste y gruñó, reacio a que le divirtieran.
– De modo que se encontrará bien en Lisboa -dijo, levantándose bruscamente de la silla y asestándole con la pierna un golpe tremendo a la mesa.
«Trabajará como secretaria para un ejecutivo de la Shell Oil llamado Meredith Cardew -dijo Rawlinson, dirigiéndose al cielo-. Se trata más bien de una vacante fortuita. La última chica se casó con un portugués. Al marido no le gusta que trabaje. Está embarazada. Se le ha dispuesto un alojamiento, cuya elección no trataré de explicar pero que constituye el elemento crucial de su misión. ¿Cómo está en física?
– Tengo el certificado del colegio.
– Tendrá que bastar. Realizará algunas traducciones. Revistas científicas alemanas al inglés para los estadounidenses, de modo que tendrá trabajo de sobra, con lo de ser secretaria de Cardew y demás. Sutherland y Rose están a cargo de la sección de Lisboa. Se comunicarán con usted por medio de Cardew. Un coche la recogerá el sábado por la mañana y la llevará a la base de la RAF de Northolt donde le entregarán la documentación Para viajar a Lisboa. Al aeropuerto la irá a buscar un agente llamado James -Jim- Wallis que trabaja para una compañía de importación y exportación del puerto. La llevará a la casa de Cardew, en Carcavelos, a las afueras de Lisboa. Todo lo que necesita saber a estas alturas consta en el expediente que la señorita Bridges le entregará y que usted leerá aquí y memorizará.
Le dio la espalda al sol. Su cara, iluminada por detrás desde la ventana, se nubló. Alargó la mano.
– Bienvenida a la Empresa -dijo.
– ¿La Empresa?
– Así nos llamamos entre nosotros.
– Gracias, señor.
– Lo hará muy bien -dijo él.
La señorita Bridges la instaló en una habitación pequeña al lado de su despacho con el expediente. No era muy largo. Los cambios que habían introducido en su vida eran pequeños pero significativos. Desde ese momento iba a llamarse Anne Ashworth. Sus padres vivían en Clapham Northside. Su padre, Graham Ashworth, era contable y su madre, Margaret Ashworth, ama de casa. Sus vidas hasta la fecha habían sido casi demasiado aburridas para leérselas. Digirió el material, cerró el archivo y se fue.
Cruzó St James's Park y el Mall y recorrió la calle St James hasta llegar a la calle Ryder, donde sabía que su madre trabajaba en una oficina del Gobierno. Se plantó en el lado de St James opuesto a la entrada de la calle Ryder y esperó. Al mediodía las calles empezaron a llenarse de gente que salía a comer algo. Los hombres se zambullían en los pubs, las mujeres en los salones de té. La cara blanca de su madre apareció en la entrada del 7 de la calle Ryder y avanzó hacia St James. Andrea la siguió desde la otra acera hasta el parque. Giró a la derecha frente al lago y escogió un banco con vistas a la Isla de los Patos y la Horse Guard Road.
El paso distintivo de Rawlinson era inconfundible. Llegó desde el otro lado del parque y se sentó junto a su madre en el banco. Miraron juntos los animales. Rawlinson tenía la mano apoyada en el bastón con puño de cabeza de pato. Al cabo de unos minutos le cogió la mano a su madre; Andrea vio la unión justo por debajo de las dos tablas de madera del respaldo del banco. Un perro vagabundo se paró a husmear a sus pies y siguió adelante. Su madre se volvió para mirar el costado de la cara de Rawlinson y le dijo algo al oído, a tan sólo unos centímetros de distancia. Se quedaron allí durante media hora y después avanzaron juntos, pero sin tocarse, hacia el puente que cruzaba el centro del lago, donde se separaron.
Andrea hizo tiempo en una biblioteca pegada a Leicester Square hasta entrada la tarde. Rawlinson salió puntual del trabajo. Andrea lo vio enfilar la botavara hacia Petty France y meterse en la estación de metro de St James's Park. Lo siguió hasta un adosado de la calle Flood, en Chelsea.
Una mujer le salió al encuentro en la puerta, le dio un beso y le quitó el sombrero. La puerta se cerró y a través de los cristales emplomados Andrea vio cómo el abrigo se desprendía de sus hombros. El mismo abrigo cuyas hombreras le había alisado su madre la tarde anterior. El perfil difuso de Rawlinson apareció en el marco de la ventana de la sala y desapareció engullido por un sillón. La mujer fue a la ventana, miró directamente a través de los visillos al rostro atónito de Andrea y después a un lado y otro de la calle como si esperara a alguien.
Andrea volvió a pie a Sloane Square y cogió un autobús hasta Clapham Common, con los pies en carne viva a causa del cuero duro de los zapatos de su madre. Estaba furiosa por los años pasados viendo cómo su madre apilaba los ladrillos del austero edificio de su hipocresía. Llegó cojeando a casa, arrastró los pies torturados por las escaleras de madera y se derrumbó boca abajo sobre la cama.
La mañana siguiente, durante el desayuno, su madre se plantó en el umbral bien envuelta en una bata de seda color burdeos. Andrea se dio cuenta de que sopesaba seis o siete frentes de ataque antes de poner la tetera en el fuego: la solución inglesa a la confrontación personal.
– Me han dado el trabajo -anunció Andrea.
– Lo sé.
– ¿Cómo?
– La secretaria del señor Rawlinson me llamó a la oficina -dijo-, lo cual fue muy considerado, me parece.
Andrea inspeccionó una vez más a su madre en busca de pistas. Los omoplatos cambiaron de posición bajo la seda.
– ¿Te gusta el señor Rawlinson? -preguntó.
– Parece muy agradable.
– ¿Crees que podría gustarte… más?
– ¿Más? -dijo ella, volviéndose hacia su hija-. ¿Qué quieres decir con «más»?
– Ya sabes -replicó Andrea, con un encogimiento de hombros. -Por todos los santos, sólo le he visto una vez. Lo más probable es que esté casado.
– Sería una pena, ¿verdad? -dijo Andrea-. En cualquier caso, el próximo fin de semana ya no estaré aquí.
– ¿Y eso que se supone que significa?
– Vaciaré mi habitación. Podrías tener un inquilino.
– Un inquilino -repitió la señora Aspinall, horrorizada.
– ¿Por qué no? Pagan dinero. No te vendrían mal unas libras de más, ¿verdad?
La señora Aspinall se sentó frente a su hija, que apoyaba un antebrazo a cada lado del plato, con las manos colocadas sobre la mesa como arañas.
– ¿Qué te pasó ayer por la tarde?
– Nada. Después de Rawlinson, fui a la biblioteca.
– Tú te vas. Tienes toda la vida por delante. Yo me quedo. No habrá nadie más. ¿No te parece que me sentiré sola? ¿Has pensado en eso?
– Eso depende de si estás sola.
Su madre parpadeó. Andrea decidió que la frase era su tiro de despedida. Volvió la vista desde el pie de las escaleras; su madre seguía en la misma posición y la tetera silbaba locamente en sus oídos.
Andrea se aplicó sin tardanza a reunir sus escasas prendas y libros. Su madre subió con estruendo por las escaleras. Se entabló medio minuto de silencio hostil mientras vacilaba frente a la puerta del dormitorio. Se alejó. Corrió el agua en el baño.
Quince minutos después la señora Aspinall entró en la habitación vacía de Andrea, donde sólo había una maleta en el centro del suelo. Todo vestigio de su hija había desaparecido ya.
– Has hecho el equipaje -dijo-. Pensaba que no te ibas hasta el sábado.
– Quería organizarme.
La cara de su madre resultaba indescifrable, había demasiadas cosas en marcha a la vez para que cualquier emoción se hiciera ostensible.
El complicado mundo de los adultos.