22

Martes, 18 de julio de 1944, Estoril, cerca de Lisboa.


Anne paseó por las calles cálidas y apacibles hasta llegar a la plaza del casino. Bordeó el aparcamiento para mantenerse a la sombra, más profunda, de las oscuras copas de los árboles. Buscó a Jim Wallis con la mirada pero no lo vio en la plaza ni en ninguno de los coches. Entró en el jardín de Wilshere. Esperó. Ni rastro de Wallis. Sabía que le convenía entrar en la casa y dormir un poco antes de trabajar en la caja fuerte de madrugada, pero no quería encontrarse con su anfitrión. Bajó a una cafetería de la plaza, se arregló en el lavabo de señoras y buscó a Wallis, con la esperanza de verlo en la barra, cuidando de ella una vez más. Encontró una mesa libre y pidió un coñac con soda. Seguía sin ver a Wallis, pero había gente. Necesitaba estar rodeada de gente. Se quedó allí hasta que los camareros empezaron a poner las sillas en las mesas. Volvió a la casa y esperó en la penumbra de la enramada hasta la 1:00 a.m.

Se quitó los zapatos de los pies doloridos y subió hacia la casa, cuyas ventanas estaban a oscuras. Pensó en la caja fuerte y se preguntó si no sería mejor ir directamente al estudio y abrirla, pero el cansancio se apoderó de ella al cruzar el césped y se detuvo un momento; movió la cabeza para desentumecerse el cuello y pensó en Voss y en la habitación sobre el Jardin da Estrela. Cuando subió a la terraza ya tenía los ojos entrecerrados y a punto para dormir, y tropezó con un mueble de jardín que se le clavó en el muslo.

– Ah -dijo Wilshere, como si llevara esperándola toda la noche, con alivio-. ¿Has trabajado hasta tarde?

A Anne le irritó encontrárselo allí, sentado en un extremo del banco con una botella y un vaso delante, y dos paquetes de tabaco apilados encima de la mesa.


– He salido con una persona del trabajo.

– ¿Adónde habéis ido?

– Al Negresco -respondió ella-. Estoy cansada.

– Shell debe de pagar bien -observó él, y dio unas palmaditas sobre el banco, a su lado-. Siéntate.

– He tenido un día muy largo.

– ¿Una copa? -preguntó él.

– Lo único que me apetece es meterme en la cama.

– Una rápida. Hazle compañía a un anciano en una noche larga y calurosa.

Anne tiró los zapatos al suelo y se sentó de forma automática, con un bostezo.

– Nada muy complicado, si no te importa -dijo él-. Tengo que ponértela yo. Esta noche los criados libran.

– ¿Todos?

– Me apetece estar solo de vez en cuando -explicó-. No sabes lo agobiante que llega a ser estar rodeado de gente a todas horas. Nunca se tiene espacio para uno mismo. Nunca hay… intimidad. Así que… de vez en cuando… les damos puerta. Todos tienen familia por aquí. Un poco de paz y tranquilidad. Vuelvo a acordarme de cómo se prepara un sandwich.

Le sirvió un coñac con soda, que en realidad no le apetecía. Encendió sendos cigarrillos y se sentó con el brazo estirado sobre el respaldo del banco.

– Dicen que el tiempo va a cambiar -comentó.

– En Lisboa había niebla -dijo Anne.

– Sí, se supone que eso quiere decir algo pero no me acuerdo de qué.

El dedo de Wilshere fue a parar a su hombro. Ella lo miró y apretó la mandíbula. Movió el hombro a la vez que cruzaba las piernas y lo miraba a los ojos, para que supiera que aquellas invasiones ya no eran toleradas. Eso le indicó algo a Wilshere. Anne sostuvo la mirada, dura y fría, de su rostro fláccido e inexpresivo. En ese momento, la confianza sexual que le había dado fuerzas para mirarlo a la cara se desvaneció y dio paso al pánico en estado puro. Ya no era solamente su vida lo que le asustaba perder, sino todo lo que acababa de empezar. Convertirse en nada en ese momento, cesar de existir tras el inicio de algo nuevo sería una cosa terrible. Apartó la vista de él.

– ¿Qué hago aquí? -preguntó, después de echar un trago largo de coñac, pensando que iba a necesitar una botella para salir de aquel brete-. ¿Por qué me invitó a quedarme en su casa?

– Para que me espiases -respondió él, con absoluta tranquilidad.

A Anne se le atragantó la respiración y se le fue la sangre de los labios; qué fríos quedaron. Se llevó a ellos el cigarrillo sabiendo tras su breve estudio de la historia del espionaje que nadie decía una cosa como ésa sin tener intenciones drásticas.

– ¿Que le espiase? -dijo, en un pobre intento de negación.

– Cardew es un aficionado. La mayoría de los otros creen que no lo son. Rose, Sutherland, todos los que han enviado a mi puerta. ¿Crees que podría haber abastecido de diamantes a Alemania a lo largo de la guerra sin saber quién es quién en el SIS y todos sus trucos estúpidos? Aficionados, todos ellos. La compañía de teatro del pueblo lo haría mejor.

Se respiraba tanta calma que ni siquiera el humo se movía en el aire. Anne repasó mentalmente todas las posibilidades. Todo lo que había oído en esa casa había sido un regalo. Por entregas. Ni un solo fragmento de información no deseado. Lazard. Los diamantes. Nueva York. Si era así, no quedaban variables. Resolvió la ecuación. Lazard, American IG, Ozalid. Lazard conocía a Hal Couples con anterioridad. Hal Couples, que seguía trabajando para Ozalid, había obtenido algo que ahora vendía a cambio de los diamantes proporcionados por Wilshere.

– Hal Couples -dijo.

– Bravo -exclamó él, y aplaudió, una palmada seca y sardónica. Todo lo que merecía la compañía de teatro del pueblo.

– ¿Qué tiene él que valga esa cantidad de dinero?

– Investigación nuclear -respondió Wilshere-. El corazón de la manzana atómica. No me pidas los detalles.

– ¿Va a dejar que Lazard se lo venda a los alemanes?

– Estás demasiado metida en vuestro juego para ver lo que pasa en el otro campo.

– ¿Qué otro campo?

– Cualquier cosa que hagan los alemanes para hacer más cercana una Irlanda unida me parece bien -dijo Wilshere-. Pueden reducir Londres a cenizas y nosotros sacaremos a los perros del norte.

Anne necesitaba hablar. Eso prolongaría las cosas. Tenía que desequilibrar a Wilshere pero, aun así, ni rastro de Wallis, nada de refuerzos.

«¿Y por qué yo?» Era otro pensamiento que no la ayudaba.

Wilshere se deslizó en el banco, se acercó a ella y la rodeó con el brazo hasta posar su palma cálida y seca sobre su hombro, sin intención sexual, de repente paternal. La única idea que le vino a la cabeza, recurrente, era Judy Laverne, la debilidad de Wilshere.

¿Por qué no recurrir a su teoría? Lo que había constituido su peor temor probablemente era compartido por Wilshere. Había que seguir retorciendo el filo que llevaba clavado en las costillas, ver qué pasaba cuando el acero raspaba contra el hueso.

– Hubo alguien que lo desveló, ¿verdad? -dijo.

– Ninguno… Son todos unos inútiles.

– Se olvida de Judy Laverne. Era una profesional. ¿Cuándo se enteró? -preguntó ella, y el brazo de Wilshere se estremeció. -¿De qué?

– De que Lazard no le decía del todo la verdad. -¿Lazard? -preguntó él, más intrigado.

– Trató de convencerle de que ella se veía con otros hombres, ¿no es así? -dijo Anne, sacando a relucir el diario-. Pero él debía de saber que era una espía. ¿Por qué cree que obró como lo hizo? O a lo mejor ya lo sabe.

Casi podía oírlo parpadear. La agarró con fuerza del brazo, apretando.

– No parece creíble que alguien como Beecham Lazard se molestase en leer a Shakespeare.

– ¿Shakespeare? -preguntó él, confuso.

– Otelo -aclaró ella-. No parece un tipo muy culto, ¿verdad? Me parece que debió de tratarse más bien de una comprensión innata del… del poder manipulador de los celos. Supongo que si lo hubiera hecho al revés, si le hubiese dicho primero que era una espía, no habría obtenido tanto control sobre usted, ¿o sí? Y eso es lo que persigue Lazard en todos sus tejemanejes, ¿verdad? Control. ¿De quién fue la idea de que me instalara aquí, suya o de él?

– Sé lo que estás haciendo -le advirtió él.

– Me hace daño en el brazo -dijo ella, con.más confianza.

Wilshere dejó de estrujar y empezó a acariciarla.

– Lo que va a pasarte ya ha sido planeado -dijo él-, pero sigue hablando, me diviertes.

– Pero no me responde, ¿eh? -replicó ella-. No me parece que esté siendo justo.

Estiró el brazo hacia su copa. Él la agarró, después dejó que cogiera la bebida. Fumaron.

– Al principio me sentí aliviado -dijo Wilshere. -¿De que fuera espía?

– Lo explicaba todo -aclaró él, y su confirmación echó a rodar las ramificaciones.

– Excepto una cosa, desde luego.

– Sí… -corroboró él, y nunca la afirmación había sonado tan desesperada.

– ¿Cómo salió a la luz… que ella estaba trabajando?

– Beecham la pilló. Un día se descuidó y cambió de sitio las cosas de su escritorio, y eso lo puso sobre aviso. Hasta que un buen día se fue de la oficina y volvió de improviso para descubrirla… in fraganti.

– ¿Qué buscaba?

– La pista de los diamantes. Hay dos modos de evitar que caigan cohetes sobre Londres. Uno es bombardear los puntos de lanzamiento, aunque no es un método preciso y la reconstrucción de los daños resulta relativamente fácil. El otro es impedir que se construyan los cohetes desde el principio. Cortado el suministro de diamantes, se acabaron las herramientas de precisión… adiós al programa de cohetes.

– ¿Cómo sabían los americanos que Lazard era el intermediario entre usted y los alemanes?

Wilshere pareció al borde de responder al instante pero se paró a pensar. A lo mejor no era tan evidente.

– Lo tenían fichado de cuando trabajaba de ejecutivo en American IG.

– Me refiero a los diamantes.

– Supongo que la cosa fue… Ellos sabían que se encargaba de muchos de los negocios de los alemanes… de modo que la colocaron con él. -Pero ¿quién le dijo que la chica iba tras la pista de los diamantes? -Lazard, por supuesto.

– Pero ¿cómo llegó ella hasta usted? Estoy segura de que Lazard no deja notas por su oficina que pongan «Cuatrocientos quilates de diamantes recibidos de Wilshere, 20 de mayo de 1944», ¿verdad?

– Me parece… Me parece que fue… que nos vio juntos a Lazard y a mí en el casino.

– ¿Una de sus pequeñas transacciones con las fichas de valor alto?

– Sí.

– ¿Y la única manera que se le ocurrió de acercársele fue enamorarse de usted?

El cigarrillo de Wilshere viajó hacia sus labios entre dedos temblorosos. Bebió con ansia de su copa y volvió a llenarla hasta el borde.

– Lazard la pilló, como he dicho. Ella escurrió el bulto de forma brillante. Era tan… encantadora… tan vivaz. Resultaba imposible no creer todo lo que decía hasta la última palabra. Lazard aceptó su tapadera y esa noche vino a verme. Me dijo… -Wilshere tragó saliva con fuerza-, me dijo que había que… ¿cuáles fueron sus palabras? Neutralizarla, eso es… había que neutralizarla antes de que pudieran llevársela. Yo me opuse con vehemencia. No podía… no quería creérmelo. Y, ¿por qué matarla? ¿Qué sabía de verdad, al fin y al cabo? «Que se vaya», le dije. Pero Lazard me dijo que no era así cómo funcionaban las cosas, que tenía que enterarse de lo que sabían ella y los americanos sobre su operación, para proteger sus negocios. Yo seguía sin poder aceptarlo. Me dijo: «Ya verás, Paddy, te vendrá mañana con que se tiene que ir… que su madre se muere o algo por el estilo, y se acabó. Quedaremos al descubierto». ¿Qué más? Sí, eso es: «Ya sé que te tiene loco, Paddy -me dijo-, pero es una espía. Sea lo que sea lo que existe entre vosotros, no es real, al menos no desde su punto de vista. Vamos a tener que extirparla». Dios mío, como si fuera un cáncer o algo así.

»Esa noche la vi. Nos encontramos en el casino. Bailamos, jugamos a las cartas, un poco a la ruleta, tomamos unas copas. La acompañé a pie hasta su casa. Hicimos el amor en su cama individual y, ¿sabes?, no estaba sólo tranquila… estaba serena. Estaba serena y parecía profundamente feliz. Pensé que Lazard se equivocaba. Tenía que ser un error.

Wilshere abrazó a Anne contra su pecho. Apuró el cigarrillo, su mano más relajada ahora que la historia había salido a la luz. Encendió otro y bebió un poco más. Anne guardaba silencio, sus pensamientos desesperados se entrecortaban con el recuerdo de Karl Voss y el pensamiento de si eso era «real» y cómo se podía saber lo que es cierto de alguien en cualquier caso. Karl Voss no había estado al corriente del primer amor de su padre. Tuvo que tirar sus cenizas sobre la tumba de una desconocida. Y, de improviso, como un fragmento soñado la noche anterior que de repente cobra claridad, apareció la imagen de Mafalda, con la figurita de arcilla en las manos, la mujer con los ojos vendados: Amor é cego. El amor es ciego.

– Al día siguiente me llamó Lazard para decirme que la PVDE no le había renovado el visado a Judy. Tenía dos o tres días para partir. Los dos llamamos al capitán Lourenço pero nos aseguró que no estaba en sus manos. No podía hacer nada. Lazard fue a verle, le ofreció dinero… Nada. Entonces supimos que era un asunto político. Lazard le ofreció dinero a Lourenço sólo por decirle por qué no le daban el visado. Le respondió con una palabra: «Americanos». Era lo que Lazard había anticipado: la iban a sacar. Después descubrió que había un contrato de gasolina unido al trato. Me sentí enfermo. Llegué a vomitar de verdad. Lazard creía que teníamos que actuar. Me dijo que la convenciera para que fuésemos en su coche a Pé da Serra… que iba a ser nuestro último recorrido a caballo por la serra o algo por el estilo. Él se presentó allí.

Wilshere se detuvo un momento, con la mirada fija en algo tan lejano que tenía que encontrarse en pleno centro de su cabeza. Volvió a apretar con fuerza el hombro de Anne, que necesitaba el apoyo. Le estaban pasando cosas espantosas. No había parte de su cuerpo que no reaccionara a la atroz comprensión de lo que había sucedido, que sólo ella, en ese momento, entendía. La carne, la cobertura de su cuerpo, se le alejaba repelida por los cálculos de la mente. Resultaba difícil conseguir oxígeno, o no podía extraerle al aire el necesario. Wilshere siguió adelante, imperturbable.

– Primero hablé yo con Judy. Lo negó todo. Fue muy convincente, pero en cuanto empecé a preguntarle vi que tenía miedo. Hizo todo lo que pudo, todo. Me dijo lo mucho que me quería, que tenía que ir con ella a Estados Unidos, lo diferente que sería allí todo, lejos de la guerra. Y… y… no me creí ni una palabra. Su miedo en ese primer momento. Fue algo espantoso. Yo había alcanzado la cúspide, el cénit del… amor total y en ese momento se convirtió todo en polvo.

»Lazard tomó las riendas. Se la llevó a las cuadras. Me dijo que era mejor que yo no fuera. No fui. No podía presenciarlo. Lazard tenía que descubrir lo que quería saber. La ató, le pegó. Yo no…

Sacudió la cabeza, para negarlo todo. La parte que no había sucedido. Anne temblaba y el corazón le latía rápido y tenso, como dedos sobre una piel de tambor dura. Wilshere la consoló acariciándole el brazo, palpando la carne de gallina.

– Lazard la metió en el coche. Apenas estaba consciente. Le metió coñac a la fuerza en la garganta. La llevó en su coche hasta el cruce de Azoia. Yo los seguí en el de Lazard. Al llegar me dijo que lo ayudase a arrastrarla hasta el asiento del conductor. Yo no tenía fuerzas para tocarla. Me envió al coche a por el bidón que llevaba en el maletero. Me dijo que los coches no estallaban solos en llamas. La roció de gasolina. Estaba tirada encima del volante, tenía la espalda del vestido desgarrada y sanguinolenta. Los vapores de la gasolina la reanimaron y se echó hacia atrás; la gasolina le salpicó la cara y el pelo. Empezó a toser y balbucear y al principio no la oí. Pero incluso entonces decía… decía: «Pero si te quiero, Patrick. Te quiero».

Se le quebró la voz, y tosió para liberar la emoción que se acumulaba en su pecho.

– Empujamos el coche hasta el borde. Lazard me dio las cerillas. Él sujetaba el volante. Encendí la cerilla y en cuanto las ruedas se salieron de la carretera la tiré dentro. Créeme: saltó por los aires como una bomba.

«Volvimos a Pé da Serra. Me emborraché. Me emborraché tanto que desperté en las cuadras, tirado en el suelo bajo la niebla de la mañana sin saber quién era ni dónde estaba.

Anne empezó a debatirse pero Wilshere la atenazó entre sus brazos de forma que ella pensó que la pared de su pecho se quebraría bajo la presión. Anne cayó inerte, sobre él. Wilshere la besó en la sien y le acarició el pelo. Anne sollozó en su camisa.

– ¿Por qué lloras? -preguntó él.

Anne era incapaz de hablar. Se agarró a él y se deshizo en lágrimas. Él la acunó de forma extraña… paternal.

– Lazard no tardará en llegar -le dijo.

Anne se incorporó, todavía ahogada por el llanto. Se bebió el coñac en dos tragos y se secó la cara con el dorso de las manos.

– No te escapes -le advirtió Wilshere, que se levantó y acercó la botella de coñac. Le sirvió un trago generoso.

– Sin soda -dijo ella, y encendió uno de los cigarrillos de su anfitrión.

Wilshere dejó la botella en la mesa y aspiró el aire apacible de la noche con sensación de alivio, como si hubiese aceptado algo. El vaso de coñac castañeteó contra los dientes de Anne. El se lo quitó. Anne apoyó los talones en el borde del banco y se abrazó las rodillas.

– Ahora voy a contarle yo algo -dijo-. Voy a contarle algo que no se creerá.

– Entonces, ¿para qué contarlo?

– Porque es la verdad y es algo que tiene que saber, aunque tal vez le resulte duro… tal vez le resulte insoportable.

– Créeme, Anne, si te digo que ahora puedo soportar cualquier cosa. Cualquiera. No hay nada insoportable para mí.

– Esto no -dijo ella-. Esto no.

– Habla.

– El informe que le hice a Sutherland el lunes por la tarde sobre mi primer fin de semana en su casa… la primera parte… trataba íntegramente de Judy Laverne. Ya sabe por qué. Usted sabía lo que estaba haciendo. Yo estaba muy preocupada por el significado de sus acciones. Me sentía vulnerable. Para tratar de calmarme, Sutherland me contó lo que sabía sobre Judy Laverne. Me dijo que había trabajado para American IG, donde Lazard fue ejecutivo hasta después de Pearl Harbor. La OSS decidió que la empresa suponía una amenaza contra la seguridad dadas sus conexiones con Alemania y que había que limpiarla de espías e investigarla. En consecuencia, Judy Laverne perdió su trabajo, probablemente a causa de su vinculación con Lazard, a quien habían forzado a dejar el país por ser sospechoso de tratar con los alemanes. Cuando Lazard se enteró, la invitó a venir a Portugal a trabajar para él.

Hizo una pausa. Wilshere había acercado una silla y estaba sentado frente a ella, con la mirada absorta como si fuera una profetisa y cada palabra tuviera importancia para lograr la salvación.

– Sigue -la conminó, desesperado por saber más cosas sobre Laverne-. Sigue.

– Llegó a Lisboa, empezó a trabajar para Lazard y la OSS la abordó. Le preguntaron si pasaría información sobre los negocios clandestinos de Lazard. Ella se negó en redondo. Era completamente leal a Lazard, que la había ayudado y le había dado un nuevo trabajo. La OSS no tenía por dónde pillarla. La dejaron en paz. Le pregunté a Sutherland por la orden de deportación. Me dijo que los americanos negaron categóricamente haber tenido nada que ver. Si lo recuerda, la primera vez que vi a la condesa la ayudé a subirse al coche, y al cerrar la puerta me dijo: «Ve con cuidado con el senhor Wilshere o Mafalda se encargará de que te deporten, como hizo con Judy Laverne».


Wilshere empujó la silla hacia atrás. Se puso de pie agarrándose la cabeza. Anne no estaba segura de si intentaba dejar de oír lo que le decía o si trataba de expulsar lo que acababa de oír. Las líneas de su cara se ahondaron con la agonía, como si hubiera sentido esa primera opresión en el pecho, un preludio a lo que sólo podía significar la muerte.

– ¿Hasta qué punto eran concluyentes las pruebas que le ofreció Lazard de que era una espía? -preguntó Anne-. Por lo que me ha contado, siempre aceptó su palabra. Pero ¿le llegó a demostrar algo de verdad? Y ella, ¿en algún momento, siquiera en su peor trance, siquiera cuando Lazard le pegaba en las cuadras, siquiera cuando se precipitó por el borde empapada en gasolina, admitió algo en algún momento que le llevara a pensar que era una espía?

Wilshere la contemplaba por las rendijas que separaban los barrotes de sus dedos, un hombre enjaulado por su propio tormento. -¿Lo hizo?

Si lo hizo, Wilshere no podía pensar en ello, no tenía que pensar en ello. Lo sabía.

– Me ha dicho que fue su miedo cuando por fin la interrogó lo que le convenció de lo que Lazard le había contado, lo que convirtió su amor en polvo. ¿Y usted no se asustaría si su amante de repente hiciera esas acusaciones? ¿No le parecería la más aterradora de las experiencias, que el hombre al que quiere más que a sí misma ponga en duda su confianza? Para mí sería como una cuchillada en el pecho -dijo Anne-, sería como ver escaparse la vida por una herida mortal.

– ¡Cállate! -exclamó él, casi un siseo desde detrás de las manos.

– Amor é cego -susurró ella-. Lazard al menos sabía eso.

Wilshere no parecía saber qué postura adoptar, como si fuera un hombre con las entrañas de alambre de espino para el que cada instante de vida fuese un suplicio de dolor. Cayó de rodillas y se arrastró hacia la mesa como si recordara los beneficios de las plegarias de una religión que hubiese abandonado décadas antes. Surgió su cara de detrás de las manos. Parecía un personaje de Dante.

– Pero ¿por qué? -preguntó-. ¿Por qué?

Anne apenas tuvo que pensárselo. Rememoró su día de calvario después de que le dijeran que Voss era un mujeriego. El momento en que él le había dicho que sólo había estado enamorado una vez. Sólo había una respuesta.

– Porque Lazard también estaba enamorado de ella.

Ningunas otras palabras hubieran tenido tal efecto. Su veracidad saltaba tanto a la vista que ejercieron una influencia tranquilizadora sobre Wilshere. Se levantó, se sacudió los pantalones, bebió un dedo de whisky y la miró, miró a través de ella.

– No tengo ninguna prueba, señor Wilshere -dijo ella, y se sintió estúpida al tratarlo de usted cuando habían compartido tanto, más de lo que incluso los amantes podían esperar-. ¿Cómo iba a tenerla?

– Claro que no -dijo él-. Ya lo entiendo. Nadie lo hubiese podido saber… excepto yo.

– ¿Dijo algo Judy Laverne?

Él se alisó el bigote con el índice y el pulgar de forma febril, obsesiva, hasta planchar todo asomo de diversión de las puntas retorcidas hacia arriba. A lo largo del ejercicio no dejó de asentir con la cabeza, como si tuviera un tic en el cerebro. Después relajó la cara, apartó la vista de Anne y en sus labios asomó una sonrisa.

Beecham Lazard subió los escalones de la terraza. Llevaba un maletín y una americana. Sudaba, pero la raya de producción industrial seguía en su sitio.

– Pareces acalorado, Beecham -dijo Wilshere-. Me temo que no tengo hielo aquí fuera. ¿Te pongo una copa?

– Ya sabes lo que me apetece de verdad, Paddy -replicó él, sin molestarse en corregir el empleo del diminutivo que a Wilshere no le gustaba-. Lo que me apetece es un bourbon. Pero supongo que eso es mucho pedir, de modo que tomaré un whisky y… sé generoso, Paddy, tenemos algo que celebrar. Tengo los planos.

Lazard blandió un sobre mientras Wilshere le servía la copa. Todos se levantaron. Los hombres brindaron, sin hacer caso de Anne.

– Vamos al estudio -dijo Wilshere-. Remataremos allí el negocio. Tú también tendrás que venir, querida. No puedo permitir que te me escabullas.

Caminaron por el pasillo sujetando los vasos y entraron en fila en el estudio; Anne iba en medio y Lazard le dio golpecitos con el dedo en la espalda hasta que ella se giró para encararlo.

– Tú no eres problema mío -le dijo Lazard en voz baja, para que quedara entre ellos.

– ¿Problema?

– Nunca me chifló la idea de usarte a ti -dijo-, aunque… eres más guapa que Voss.

– ¿Voss?

Lazard y Anne se sentaron en las sillas que estaban delante del escritorio. Wilshere se apoyó en él y miró fijamente a Lazard, que había dejado el maletín en el suelo y, mientras sostenía la americana y el sobre en el regazo, daba sorbos de whisky ajeno al escrutinio de Wilshere. Por encima de sus cabezas chirrió un tablón que no llegó a perturbar a ninguno de los dos hombres.

– Me figuraba que no nos hacían falta dos líneas de comunicación con los chicos de la sección de Lisboa -le dijo Lazard a Anne-. Con Voss bastaba, pero Paddy te quería a ti, ¿o no, Paddy?

– Voss trabaja para la Abwehr -dijo Anne.

– ¿No me digas que no sabías que era un agente doble? -preguntó Lazard, muerto de risa-. Así es como actúan los perros ingleses, ¿verdad, Paddy? Nadie sabe lo que hace nadie. Eso facilita la vida a la gente como nosotros.

– ¿Por qué me necesitaba a mí también? -le preguntó Anne a Wilshere.

– Porque -respondió Lazard, apoyado en el brazo de su silla mirándola-, quedó muy decepcionado por otra persona y pensó que los aliados tenían que compensarle.

– Antes de que llegaras estaba enfrascado en una conversación muy interesante con Anne, Beecham.

– ¿Ah, sí? ¿Sobre qué? -preguntó éste, indiferente.

– Bueno, como es natural estaba preocupada por su futuro así que se ha puesto a pensar y a hablar con la esperanza de ser capaz de convencerme de que no iba a ser necesario que fuera… ¿cómo es esa palabra que usas, Beecham? Siempre se me va de la cabeza.

– Neutralizada.

– Eso, neutralizada. A nadie le gusta que lo neutralicen. Que lo vuelvan neutro. Que lo castren. Viene del latín: ne uter, ni una cosa ni la otra. -No sé adónde quieres ir a parar, Paddy. Tampoco Anne.

– Nos hemos puesto a hablar de alguien a quien también tuvimos que neutralizar… porque se había demostrado poco digna de confianza -dijo Wilshere-. Mi decepción, la has llamado.

– No tenemos mucho tiempo, Paddy

– Anne me ha dicho que no fueron los americanos quienes se encargaron de que no le renovaran el visado a Judy. Fue Mafalda. Y sabes, ahora que lo pienso, ella es una de las pocas personas con la influencia suficiente… Sí, la familia es muy importante aquí, Beecham. Tu apellido te puede llevar muy lejos, incluso con gente como el capitán Lourenço; especialmente con gente como el capitán Lourenço…

– Paddy, me tengo que ir.

– ¿No tienes nada que decir al respecto… Beech?

– Oye, sólo he pasado para decirte que estamos de enhorabuena…

– ¿Ése es el único motivo por el que has venido… Beech? -preguntó Wilshere-. Es algo que me pica la curiosidad. ¿Por qué tiene que venir a verme Beecham Lazard esta noche, su última noche en Portugal? ¿Es para celebrarlo y despedirse? ¿Sólo eso?

– Aparte de un par de cosillas que tengo que dejar atadas, sí, me parece que eso es todo.

– ¿Estás seguro de que no se debe a que tenías que echarle un último vistazo a tu obra maestra?

Wilshere se comportaba de modo muy extraño. Lazard también se daba cuenta.

– No colecciono arte -observó el estadounidense.

– Yo soy tu obra maestra -dijo Wilshere, y la piel de Anne cobró vida: el cuero cabelludo le atenazó la cabeza, el pelo se le erizó.

Las facciones de Lazard perdieron la animación; tan sólo sus ojos se paseaban por la sala, de Anne a Wilshere, y a la caja fuerte. Sus mejillas céreas se contrajeron en una risa temblorosa.

– Le he hecho a Anne la siguiente pregunta -prosiguió Wilshere-: «¿Qué clase de hombre le diría a otro que su amante se ve con otros hombres, más adelante que lo espía y, una vez que no le renuevan el visado, que sus superiores la quieren sacar del país, para después no sólo convertirle en cómplice del asesinato de su amante sino llegar a hacerle encender la cerilla para quemarla viva? ¿Qué clase de hombre haría eso? ¿Por qué iba a hacerlo?» ¿Y sabes lo que me ha respondido?

– Paddy, tú mismo acabas de decirme que esta chica trataba de salir del atolladero…

– Escucha la frase, Beecham, las palabras… ¿Estás listo? Me ha dicho: «Porque él también estaba enamorado de ella». ¿Qué tal te suena?

Wilshere estaba plantado por encima de él, alto, desbocado, como si llevara toda la noche cabalgando sobre un brezo en llamas.

– ¿Te encuentras bien, Paddy?

– No, en absoluto -le respondió Wilshere, al mismo tiempo que apoyaba las manos en los brazos de la silla y acercaba la cara a la suya-. ¿Sabes lo que me dijo Judy Laverne la tercera o la cuarta vez que hicimos el amor? No, no lo sabes, porque ella nunca te lo hubiera dicho, jamás hubiera sido tan brusca. Me dijo: «A Beecham le gusto… está como enamorado de mí, pero…».

Wilshere tosió, se encogió y boqueó. El brazo de Lazard había salido disparado y se había enterrado en su bragueta: en la mano blandía el revólver Smith &C Wesson. Wilshere dio unos pasos atrás, chocó con el escritorio y cayó de rodillas con las manos en la entrepierna.

– ¿Quieres que te neutralice, Paddy? -preguntó Lazard-. «Ni una cosa ni la otra». ¿Es eso lo que quieres?

Lazard cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo. Wilshere estaba doblado sobre sí mismo. Lazard lo tumbó de una fuerte patada en la pierna.

– Acércate a esa caja fuerte, Paddy -le ordenó, y volvió a patearlo-. Venga, Paddy.

Arremetió contra él con los dos pies, y después lo pisoteó, clavándole los talones en el cuerpo inerte, pavoneándose y golpeando como si fuera un carnero que afirmara su derecho a aparearse. Anne se abalanzó sobre él. Lazard la agarró por delante -vestido, sujetador y pecho- y la lanzó a la otra punta de la habitación.

Llevó a rastras a Wilshere hasta la caja fuerte.

– Ábrela, Paddy. Abre la caja.

– Me dijo… Me dijo… -Wilshere pugnó por cobrar el aliento suficiente para hablar-, me dijo: «Me gusta Beecham, me cae muy bien. Ha sido muy bueno conmigo, pero físicamente…». ¿Me escuchas? «Pero físicamente… me repugna.» ¿Lo has pillado, Beecham? «Me repugna.»

Lazard levantó el revólver.

– Si me das un golpe o me pegas un tiro no verás abierta esta caja fuerte -advirtió Wilshere.

Lazard cruzó la habitación a zancadas, agarró a Anne por el pelo, lo retorció con el puño y la arrastró hacia la caja fuerte.

– ¿Era eso lo que no podías soportar, Beech? ¿Que estuviera conmigo delante de tus narices, con un hombre que tenía más del doble de su edad, y que no fueses tú y que nunca fueras a ser tú?

Lazard cogió una botella de coñac del mueble de encima de la caja fuerte y se la vertió a Anne sobre la cabeza.

– ¿Quieres ver esto otra vez, Paddy? ¿Quieres? ¿Quieres presenciar cómo se quema otra de tus monadas?

Sacó un mechero Zippo del bolsillo, lo abrió y lo frotó contra la pierna. Surgió una llama de un color amarillo perezoso.

– Ya basta, Beecham, voy a abrir la caja. Apaga el mechero -rugió Wilshere-. ¡Te he dicho que apagues el mechero!

Lazard ondeó la llama; el coñac se vaporizaba pronto con tanto calor. Anne estaba paralizada y sentía el olor fuerte como el amoníaco en la nariz. Lazard cerró el Zippo y tiró a Anne al suelo, delante de él. Wilshere trepó como pudo hasta la caja fuerte e introdujo la combinación en el dial. Lazard le acarició a Anne la pierna con la boca del revólver, arriba y abajo, subiéndole cada vez más el borde del vestido.

– Mira esto, Paddy -dijo.

Wilshere ab rió la caja fuerte y le dio un tirón a la pesada puerta. Metió la mano, la cerró en torno al revólver que guardaba dentro y lo amartilló. No tenía más preguntas para Lazard. Se dio la vuelta. Lazard apartó la vista de la pierna descubierta de Anne. La bala, que debería haberle atravesado la cabeza, le destrozó la garganta. Cayó hacia atrás y soltó la pistola para llevarse las dos manos a la ingente hemorragia negra que había sustituido a lo que fuera su nuez. De su cuerpo surgió una tos líquida mientras se llevaba las manos a la garganta, tratando de contener el flujo de sangre.

– Coge la llave de la puerta -dijo Wilshere, lúgubre como el invierno.

Anne se arrastró por encima de Lazard y le registró los bolsillos; el cuerpo atravesaba en ese momento un espantoso estado espasmódico mientras la vida trataba de aferrarse a él, o luchaba por irse.

– Abre la puerta -ordenó Wilshere-. Vamos a acabar con todo esto ahora mismo.

Agarró a Anne por la muñeca y la arrastró por el pasillo, por delante de las figuritas, amor é cego, la subió por las escaleras de paredes revestidas de paneles mientras apenas podía tenerse en pie, hasta que Wilshere se detuvo de repente.

Mafalda estaba de pie al final de la escalera, en camisón. Llevaba una cartuchera de cuero al hombro y una escopeta del calibre doce en las manos. Después del disparo y de lo que había oído por el hueco de la chimenea, sabía quién era la siguiente. Anne le echó un vistazo y decidió que no había lugar para la discusión. Se soltó de Wilshere y se tiró al vestíbulo por encima de la barandilla, en el mismo momento en que Mafalda apretaba los dos gatillos. Wilshere recibió la doble carga en el pecho. Lo abrió por la mitad, le arrancó de cuajo todo. Todo lo que le había preocupado alguna vez.

Mafalda no hizo una pausa. Abrió el arma y los cartuchos gastados saltaron. Recargó, levantó el hombro y apuntó ambos cañones hacia el techo. La enorme araña de hierro forjado, fijada al techo por una placa de metal, se separó de la madera astillada. Un cuarto de tonelada de araña cayó al suelo. Anne se arrastró a la desesperada por el suelo ajedrezado. La araña chocó contra las baldosas y arrojó una metralla de esquirlas blancas y negras. Mafalda volvió a cargar y bajó por las escaleras, tranquila, profesional, un trabajo que rematar. Anne renqueó por el pasillo hacia la cristalera, y vio que estaba cerrada. ¿La había cerrado Lazard con el pestillo? Los segundos que harían falta para intentarlo podían resultar vitales. Mafalda bordeó la araña destrozada, vio que Anne entraba por la esquina de la puerta en el salón, aminoró el paso, comprobó el arma, puso el dedo en el gatillo y avanzó.

Загрузка...