30 de julio de 1944, casa de Cardew, Car cávelos, cerca de Lisboa.
Anne quemó las páginas arrugadas en la chimenea, incluidas las que estaban en blanco, debajo, todas hasta llegar a la primera página sin marcas. Encendió un cigarrillo con la misma cerilla y le dio una calada; sabía que aquellas serían sus amigas de por vida. La descripción de su enfermedad, su evaluación y su diagnóstico se consumieron en una llama verde hasta dejar sólo el negativo chamuscado, en el que aún podía leerse el cobre de la tinta. Le dio golpes con el zapato hasta desmenuzarlo, y rociar de copos y motas la piedra limpia de la chimenea.
Sus pensamientos, excepto por algunas fracciones de segundo, llenos de Voss. Incluso encender un cigarrillo le traía a la memoria su mano firme en la penumbra del jardín. No se le ocurría nada más. Los números ya no importaban. Trabajaba de forma automática. Cualquier pensamiento, por alejado que fuera, se abría paso hasta Voss o a una referencia a él.
En ese momento había una diferencia. La confesión escrita le había procurado algo de contención. Su mente ya no se le escapaba al galope, como sucediera al oír que habían sacado a Voss clandestinamente de Portugal para ser interrogado en Alemania. A lo largo de esos días se descubría enfrascada en terroríficas figuraciones de celdas oscuras y sufrientes con instantes de luz cegadora y preguntas, preguntas sin fin. Preguntas a las que no había respuesta, y preguntas a las que toda respuesta posible sería inadecuada. Le habían hablado de torturas y los detalles, que había escuchado a una distancia razonable en una sala de actos de un Oxford lluvioso y primaveral, en ese momento la hacían estremecerse a la luz de la mañana.
Apagó el cigarrillo y por primera vez en una semana se tumbó en la cama y durmió seis horas un tirón, sin sueños. Al despertar no experimento la habitual sacudida eléctrica que marcaba el contacto de su mente con los mil voltios de la realidad. Estaba sobre la cama. La habitación era cálida y estaba teñida de rosa por el sol poniente. Sentía una languidez en el cuerpo, como si hubiera caminado todo el día. Se adueñó de sus músculos una exquisita lasitud. Se estiró cuan larga era como un gato con todo el día en la cabeza y un recuerdo fugaz tan vivido que se dio la vuelta para asegurarse de que la habitación estaba vacía.
Tenía seis años y su madre estaba sentada a su lado sobre la cama, olor a tabaco y cócteles mezclado con su perfume, que era distinto para las fiestas: punzante, exótico. Tenía la mano sobre el hombro de Anne, a la que acababa de despertar. El tejido de su vestido no producía el habitual frufrú apagado, sino que padecía las sacudidas de una fricción convulsiva. Con los ojos entrecerrados Anne vio que su madre lloraba y no quedamente. Tenía demasiado sueño, estaba demasiado agobiada por el peso del sopor para ponerle siquiera un dedo en la rodilla. Por la mañana su madre había regresado a su habitual severidad fría y Anne se había olvidado del momento.
Un pensamiento cobró vida. Rawlinson y su pierna perdida. Una extraña idea sobre la integridad de los enteros, la fracción perdida que daba al traste con lo completo. ¿Qué pasaba con la invisible fracción perdida o la añadida y no vista? La estructura se alteraba, la ecuación nunca cuadraría. Pensamientos locos que manipulaban las matemáticas hasta convertirlas en emociones, y aun así existían los matices.
Las niñas de los Cardew ya estaban en la cama. Anne bajó para la cena, que se tomaba tarde en pleno verano y, esa noche, en el jardín, bajo la luz amarilla y líquida de los faroles de Cardew. Había mucha gente. Le ofrecieron una silla y, cuando la cara del hombre que la había ayudado volvió a entrar en la luz, vio que se trataba del comandante Luís da Cunha Almeida, el hombre que había detenido su caballo desbocado.
Comieron queso, presunto y aceitunas con pan del día. Cardew sirvió el vino que había traído el comandante de los terrenos de su familia en el Alentejo. La señora Cardew dispuso el marisco fresco mientras los criados iban al horno de pan del pueblo a recoger el cordero, que en opinión de la cocinera sabía mejor si lo asaban a fuego lento desde primera hora de la tarde.
Todos comieron cordero, incluso los criados en la cocina tenuemente iluminada. Las patatas, pegadas al fondo y los lados de la bandeja de barro, estaban impregnadas de salsa de carne y sabían a ajo y romero. La comida devolvió a Anne a su tribu como una amazona sin caballo en la llanura abierta que hubiese logrado regresar a la civilización.
Al final de la velada el comandante le preguntó si le apetecería dar un paseo en coche con él alguna tarde de la semana siguiente. Anne no dijo que no. El fijó la cita para el miércoles.
Al irse a la cama, Cardew la interceptó al pie de las escaleras. Le dio una palmadita en el hombro y se lo agarró.
– Me alegro de ver que has salido airosa -le dijo-. Un mazazo terrible, me imagino… pero lo llevas muy bien.
En la cama pensó que en eso consistía ser inglés. Así es como manejan las cosas. Eran espías innatos. Nunca dejan nada a la vista. Napoleón se equivocaba, no eran une nation de boutiquiers sino una nación de guardianes de secretos. Todos saben que no se puede hablar con el labio tenso.
Richard Rose accedió a verla el lunes por la tarde. Debía de haber caído en sus manos un informe psicológico positivo porque hasta entonces se había negado a recibirla. Le habían dicho que estaba ocupado pero Wallis le contó que, a diferencia de Sutherland, Rose prefería guardar las distancias. No pensaba exponerse a la incomodidad de vérselas con una mujer emocionada. Rose no operaba con las mujeres. Eran indivisibles.
Era el último día de julio y el calor no daba tregua. Rose estaba sentado tras el escritorio de Sutherland con las persianas bajadas para protegerse del sol que arrasaba ese lado de la embajada por las tardes. Anne se sentó en la penumbra cálida, una figura indistinta y anodina, mientras Rose leía papeles y los firmaba. Se frotó los codos desnudos como si le dolieran de tanto papeleo. Farfulló unas excusas. Anne no respondió. Sabía que no era una presencia bienvenida. La secretaria de Sutherland había sido sustituida por alguien llamado Douggie que no levantaba la vista cuando le hablaban y se limitaba a señalar con la pluma. Rose habló mientras apilaba papeles.
– ¿Qué le parecería quedarse con Cardew?
– ¿Como secretaria?
– La aprecia mucho, mucho -dijo Rose-. Seguiría con las traducciones, desde luego. Es un trabajo muy importante. -Pensaba que era sólo mi tapadera.
– Lo era, en efecto. Pero ya no puede trabajar más como agente, ¿verdad? Al menos en Lisboa. Y visto el lío que tenemos ahora nos va a costar Dios y ayuda sustituirla de inmediato. Londres no quiere trasladarla todavía. Son cautelosos, los muy perros. A estas alturas ya tendrán un archivo sobre usted… en Berlín.
La palabra «Berlín» sobrevoló como un pájaro por encima de ella.
– Si creen que es el mejor uso de mis habilidades…
– Lo creemos -dijo él, demasiado rápido-… de momento.
– Ya sabe que quiero continuar con la Empresa, señor.
– Desde luego.
– Si mi implicación en la última operación va a resultar relevante para mi futuro…
– ¿Su implicación dice? -preguntó él mientras se pellizcaba los labios y la miraba a los ojos por primera vez.
– El que mis acciones dieran como resultado la pérdida de un valioso agente doble.
– No debería culparse por eso, ¿sabe? -dijo él, con una aproximación de piedad en el rostro-. No tenía experiencia. Voss… sí…, tendría que haber sabido lo que se hacía. Asumió un riesgo terrible. Una locura, en verdad, para alguien tan curtido.
– ¿Hay noticias? -preguntó ella, de paso, despojando de patetismo su voz.
– ¿Qué sabe de momento?
– Sólo que se lo han llevado a Alemania.
– En el avión iban dos más. Hombres secuestrados en las calles de Lisboa al igual que Voss. Uno de ellos, el conde von Treuberg, ya ha sido liberado. Nos contó que a Voss lo facturaron en un baúl para el viaje. Se los llevaron a todos a Tempelhof, al cuartel general de la Gestapo de la Prinz Albrechtstrasse, en la parte de atrás de una furgoneta. Von Treuberg habló con Voss, que no se encontraba en buena forma. Lo vio una vez más el día que lo soltaron.
Rose se calló. Anne clavó la mirada en el suelo. La cabeza le pendía pesada de los cables de músculo del cuello.
– Voss había soportado tres días de interrogatorio intensivo. Von Treuberg estaba asombrado.
Anne sintió que se le congelaban las entrañas y se le aceleraba la respiración.
– ¿Está segura de que quiere oírlo?
– Quiero saberlo todo -afirmó ella con vehemencia.
Rose cogió un grueso archivo de los armarios grises de metal que ahora cubrían las paredes de la sala.
– La operación en la que se vio involucrada con Voss tuvo lugar en un momento muy delicado para el Tercer Reich.
– ¿Se refiere al golpe de estado?
– El general de las SS Wolters dirigía una operación de inteligencia y esperaba que fuera uno de los grandes éxitos de la guerra. Es propio del equipo perdedor creer que pueden darle un súbito vuelco a la situación con un milagro. Su operación ha sido un desastre. Ha perdido un montón de dinero y uno de los proveedores de diamantes más importantes del Reich. Voss es su chivo expiatorio. En sí misma, la operación frustrada podría haberle costado a Voss una reprimenda y un traslado desagradable, pero a la luz del intento de asesinato del 20 de julio se convierte en algo más grave, cosa que a Wolters le conviene. Wolters querrá implicarlo en la intentona de golpe de estado, lo cual, a esta distancia, podría parecer improbable de no ser porque sabemos que Voss estaba al tanto de lo que iba a suceder. Nos avisó, de modo que está claro que estaba implicado. Dado que es un antiguo hombre de la Abwehr, el único que quedaba por aquí, nuestra opinión es que su papel era apoderarse de la legación de Lisboa. Si es ese el caso y hay un mero asomo de prueba que apunte a ese grado de implicación…
Rose dejó la frase en el aire y encendió un cigarrillo.
– ¿Entonces qué, señor?
Rose abrió el archivo, separó las páginas con la uña y las pasó como si se tratara de antiguas escrituras.
– La investigación de los oficiales de alto rango de la Wehrmacht corre a cargo del jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich, el general de las SS Ernst Kaltenbrunner. Es abogado, lo cual podría parecer buena señal hasta ver una foto suya. Un animal de aspecto siniestro. Fanático hasta las cachas, intensamente leal. No eludirá… No ha eludido sus responsabilidades. Ha detenido a millares de personas. Hombres, mujeres, niños…, todo aquel que tenga una conexión familiar o de cualquier otro tipo con los conspiradores conocidos. A los demás sospechosos los interroga un coronel de las SS, un tal Bruno Weiss. Antes era el jefe de seguridad de la Wolfsschanze, el cuartel general de Hitler en Rastenburg, Prusia Oriental. De ser más joven podría pasar por hijo de Kaltenbrunner. No sé dónde los crían.
»No me cabe la menor duda de que esos hombres encontrarán algo entre los millares de declaraciones, pues es propio de la gente normal anotar cosas que no conviene, decir cosas que nunca debieran decirse y parlotear sin control cuando tienen miedo. Voss no tiene muchas posibilidades. Si le acusan comparecerá ante el llamado Tribunal Popular, presidido por uno de los jueces más vergonzosos que ha pisado nunca el campo de la Justicia, Roland Freisler, quien, si las pruebas son siquiera remotamente positivas, sentenciará que lo ejecuten, y si no, desde luego terminará en un campo de concentración donde es muy improbable que sobreviva.
Rose hojeó el archivo. Anne permaneció rígida en su silla.
– Aparte de lo que nos ha contado von Treuberg, no hay más noticias -dijo Rose, más preocupado por su archivo-. Yo en su lugar, señorita Ashworth, me olvidaría de él. Viva su vida. Es la naturaleza de la guerra.
Anne se levantó sobre piernas temblorosas, sobre rodillas que de no mantener derechas se combarían. Se dirigió a la puerta.
– ¿Seguirá con Cardew, entonces? -le dijo él detrás de la cabeza.
– Sí, señor -respondió ella, y salió con paso vacilante al pasillo.
Anne trabajaba con una intensidad que sacaba a Cardew de quicio. Rara vez levantaba la vista de su tarea y no se tomaba más de un cuarto de hora para comer. El miércoles por la noche salió con el comandante Luís Almeida. Fueron a Cascáis y comieron pescado, no recordaba cuál. Se acordaba de que el comandante no le quitó la vista de encima en toda la cena y ni siquiera mientras conducía, de modo que de vez en cuando Anne tenía que agarrarse para hacerle mirar al frente. Entonces supo que iba a salir adelante, porque no quería morir. Temía la muerte, cosa que no le sucedía una semana antes. Empezó a describir órbitas cercanas a los límites exteriores de la normalidad con cada día que pasaba, y otra capa de cebolla de aislamiento se envolvía en torno a su enfermedad, su tumor, que se había demostrado a la postre benigno por la ausencia de sangre menstrual.
El comandante, que tenía todo el mes de agosto de vacaciones, intensificó su campaña y la sacaba casi todas las noches. Ella nunca le rechazaba. Sólo se negó a montar a caballo. Su presencia era un consuelo, su atención se acercaba a lo paternal, y su conversación era formal, inquisitiva sin llegar a ser íntima. Anne lo prefería así. Podía retraerse cuando estaban juntos y él no la presionaba. Sabía que estaba cambiando y que lo hacía para protegerse. Se estaba convirtiendo en una persona diferente y no podía evitar que esa diferencia se materializara en el distanciamiento. Se descubría rodeada de una multitud en una comida, nunca al margen pero siempre sola. La sociedad la absorbió y ella se permitió convertirse en parte de su edificio, no como los ladrillos de una pared sino más bien cual gárgola que asoma en una esquina.
Una noche de sábado a mediados de agosto se encontraba con el comandante en la terraza de una cafetería de la plaza mayor de Estoril. Él había intentado convencerla de que fueran al casino pero no estaba preparada para eso todavía, si es que alguna vez iba a estarlo. Eran las once y todavía hacía calor. A Anne no le apetecía comer ni beber. Propuso un paseo a lo largo de la plaza, lejos del bullicio vacacíonal, las estampas familiares y las palmeras quejumbrosas. El comandante agradeció la ocasión de estirar las piernas.
Anduvieron por el paseo que bordeaba la playa. La luna creciente arrojaba un poco de luz, no había viento y el aire era suave. Las olas se acercaban como ondas fosforescentes, chocaban contra la playa y trepaban para fundirse con la arena. Anne le cogió del brazo. Sus tacones eran el único sonido más allá del océano apagado.
Se paró para respirar el aire marino y el comandante la rodeó con el brazo; Anne se dio cuenta de que la había malinterpretado. No era que no se lo esperase. Lo que pasaba es que jamás había pensado en lo que vendría después. Se volvió hacia él y le puso las manos en el pecho para mantenerlo alejado, pero el comandante no era cauto como Voss. La aplastó contra él y la besó en la boca por primera vez, un beso largo e intenso, tanto que la dejó sin aliento y completamente indiferente.
La formalidad del comandante se desvaneció. Sus modales, que por lo común se regían por una fuerza gravitatoria más fuerte que la del resto de los humanos y le conferían esa fiabilidad y solidez graníticas, rompieron amarras para convertirse en puro ardor y expresividad. Anne estaba asombrada por la transformación. El comandante le sostuvo la cara con las manos y le dijo una y otra vez lo mucho que la quería, hasta que las palabras perdieron su significado y Anne dejó de prestarles atención; empezó a pensar si aquello no sería un rasgo portugués: ser receptáculos herméticamente sellados de una pasión loca.
Él alentaba las palabras hacia su boca, como si intentara que ella se las dijera de vuelta, y Anne recordaba lo mucho que el comandante disfrutaba de sus comidas, cómo un plato le recordaba siempre el deleite de otro. El vino era para él una pieza musical favorita. Lo bebía con los ojos cerrados y lo dejaba fluir por su interior como si fuera Grand Premier Cru Mozart. Parecía disfrutar más de las flores que le llevaba que ella misma; cuando cogía una no se limitaba a olisquearla, la inhalaba. Le sorprendió descubrir que era un hombre sensual y ella no se había dado cuenta hasta entonces porque no tenía talento para la conversación sino sólo para el placer físico.
El comandante la devolvió de sopetón a la realidad. La agarraba por los hombros y esperaba con todas sus fuerzas que reaccionara, con los antebrazos temblorosos como si se estuviera refrenando para no aplastarla. Le exigía que se casara con él, pero a Anne le faltaban palabras para empezar a explicar lo difícil de su situación.
– ¿Aceptas? ¿Aceptas? -le preguntaba él, una y otra vez, con un acento tan marcado que cada conminación parecía proceder de un punto más profundo de su garganta, como un hombre que se ahogara en un pozo.
– Me haces daño, Luís -dijo ella.
Él la soltó y le pasó las manos por los brazos con la cabeza gacha, de repente avergonzado.
– No es tan fácil -apuntó Anne.
– Sí es fácil -replicó él-. Es muy fácil. Sólo tienes que decir una palabra. Sí. Eso es todo. Es el «sí» más fácil que dirás en tu vida. -Existen complicaciones. -Entonces me alegro. -¿Cómo puedes alegrarte?
– Las complicaciones se superan. Hablaré con quien haga falta. Hablaré con el embajador británico. Hablaré con el presidente de Shell. Hablaré con tus padres. Hablaré…
– Con mi madre. Sólo tengo madre.
– Hablaré con tu madre.
– Basta, Luís. Tienes que parar y dejarme pensar un momento. -Sólo te dejaré pensar si es para superar esas complicaciones, si es para ver esas complicaciones… -dijo, y se quedó sin palabras unos instantes hasta que anunció-: Las complicaciones no significan nada para mí. No hay complicación que no pueda… que no pueda… ¡Raios!… ¿Cómo se dice?
– No sé qué quieres decir… ¿Sortear?
– ¡Sortear! -rugió satisfecho-. No, sortear no. Sortear significa que siguen allí… a tus espaldas quizá, pero siguen allí. Vencer. No hay complicación que no pueda vencer.
Anne se rió al imaginarse a Luís armado de espada y escudo reluciendo bajo el sol y deslumbrando a las complicaciones.
– No puedo responderte -dijo.
– Sigo alegrándome.
– No puedes seguir alegrándote, Luís. No te he dicho nada.
– Me alegro -repitió él, y sabía por qué aunque no quisiera decir que el motivo era que Anne no le había dado la respuesta alternativa y tal vez incluso más fácil.
Anne se arrastró hasta la cama a las dos de la madrugada. No hubo manera de que Luís la dejara irse a casa. Su osadía le había proporcionado nuevo combustible y nadie le detendría. Se la llevó a Lisboa y bailaron en el Dancing Bar Cristal. Nunca le había visto tan animado y se dio cuenta de que sólo era capaz de hablar a la vez que hacía otra cosa. En cuanto volvían a la mesa a descansar retomaba su silenciosa contemplación de las complicaciones desconocidas hasta que no podía soportarlo más y la arrastraba de nuevo a la pista de baile. Allí hablaba como si supiera algo que ella ignoraba. Su familia, sus propiedades cerca de Estremoz, en el Alentejo rural, 150 kilómetros al este de Lisboa, su trabajo, el cuartel al que estaba destinado, que por suerte se encontraba en Estremoz, y todo tenía que ver con el modo en que iba a ser su vida en común, cómo iba a encajar ella en su mundo.
Anne durmió, soñó lo mismo de siempre y se despertó presa del pánico con la certeza de que no iba a ser capaz de sobrevivir a ese ritmo. Como una amazona caída con un pie todavía enganchado al estribo, arrastrada al capricho de su caballo, necesitaba liberarse, necesitaba control, pero se veía incapaz de conducir su inteligencia para luchar contra las complicaciones. Las diferentes hebras se anudaban con demasiada rapidez.
Se hizo una pregunta. ¿Por qué no casarse con Luís? Que no lo quisiera no era una respuesta, era el motivo de que quisiera estar con él. No tenía sentido seguir enamorada de Voss. Richard Rose se había mostrado brutal en su pronóstico. La razón de ser de su relación con Luís era sobrevivir a su culpa. Llevar dentro el embrión de Voss constituía el impedimento que descartó en el momento en que se le ocurrió. La asustaba pero no con escalofríos de pánico, sino con un profundo miedo moral. Sólo la religión te hace esto, pensó. Toda la palabrería sobre la culpa y el mal con que las monjas le habían llenado la cabeza la sacudía y la desorientaba. Paseó por la habitación para confirmar que el suelo seguía bajo sus pies, para calmarse, para amarrarse a lo que por fin entendía, que era que tenía que casarse con Luís precisamente porque llevaba dentro el hijo de Voss.
Se sentó en la cama y se inspeccionó las manos. Había sido joven. Había sido verde y flexible, pero ahora notaba la penetración sigilosa de la fragilidad de la edad, la capacidad de quebrarse que la acompañaba. Sola en su cama individual en el calor intenso de agosto, con las células multiplicándose en su interior, se estremeció ante la sombra fría de la sociedad, la Iglesia, su madre. Tomó la decisión y en el momento mismo de tomarla su interior católico supo que iba a haber un coste, un precio atroz que pagar más adelante. Se casaría con Luís da Cunha Almeida y su secreto acompañaría al otro, se unirían como gemelos siameses, individuales pero dependientes el uno del otro.
La luz de la mañana presentaba una nueva claridad. Un brote fresco y salino del Atlántico atajó el espeso calor de los últimos días y noches. El sol seguía brillando en el cielo despejado pero los cuerpos se sentían menos como carcasas. La Serra da Sintra ya no era un borrón en la calima y las palmeras aplaudían en la plaza. Salida del momento crucial de la noche, Anne veía las cosas de otra manera. Había esperanzas de solución. Hablaría con Dorothy Cardew. Las mujeres, entre ellas, pondrían las cosas encima de la mesa, donde podrían ser examinadas.
La doncella se llevó a las hijas de Cardew a la playa a media mañana y Anne encontró a Dorothy sola con su costurero en el salón. Trabajaba en una labor, y abordaba la «r» de «Hogar». Meredith leía en el jardín y la pipa indicaba su disfrute. Anne paseó por la habitación, volando en círculos antes de aterrizar, buscando una entrada. El bordado chocaba con lo que le rondaba la cabeza. Dorothy Cardew le echó un vistazo, cometió un error y dejó la costura.
– Luís me ha pedido que me case con él -anunció Anne, lo cual hizo que Dorothy se dejara caer en los cojines.
Anne captó el alivio rotundo que reflejaba el rostro de Dorothy. Buenas noticias, al fin y al cabo.
– Es maravilloso -dijo-. Una noticia fantástica. Es tan buen hombre, Luís.
Y eso era todo. No hacía día para problemas. El aire límpido, la brisa en los pinos, los trinos de los pájaros… Todo lo que no fuera buenas noticias habría parecido de mala educación.
– Sí -dijo Anne; la palabra se le cayó de la boca como un borracho de una barra.
– Tienes que dejar que se lo cuente a Meredith.
La escena se desarrolló y se transformó en algo diferente a lo que Anne preveía. Dorothy fue dando brincos a la cristalera y llamó a su marido dando saltitos sobre una pierna.
– Buenas noticias, cariño -anunció.
Meredith cerró el libro y se levantó como un piloto de caza. Se unió a su mujer en la cristalera, sin aliento, ansioso.
– Luís le ha pedido a Anne que se case con él.
Un atisbo de decepción. Hitler no se había rendido, al fin y al cabo.
– ¡Enhorabuena! -rugió-. Es un sujeto estupendo, el bueno de Luís.
– Sí -dijo Anne, otro camorrista que lanzaban a la calle.
Una mirada intrigada de Cardew. ¿Había visto algo? ¿Había notado algo que no fuera lo que se había dicho en la habitación?
– ¿Se lo has contado a alguien?
– Todavía no.
– Será mejor que hables antes con Richard… Podría ser complicado. -Sí.
– Es una noticia estupenda, de todos modos… No hay mejor tipo que Luís. Y es un jinete fantástico -concluyó, como si eso supusiera una ventaja impresionante para el matrimonio.
La sonrisa de Anne acudió a su puesto con un chasquido. Eso era el futuro: palabras que le arrebataban y se expresaban en un lenguaje común, el del receptor, nunca el suyo. Notó una comezón en los ojos porque ése era uno de los talentos de Voss: el dominio de muchos idiomas pero sobre todo el de los silenciosos.
El martes siguiente Anne estaba sentada en los Jardines de Estrela mirando a los niños, dejando pasar el tiempo antes de encaminarse a Lapa para su cita con Rose. Los niños correteaban sobre las mil formas cambiantes del suelo mientras la brisa agitaba el sol que atravesaba los árboles. El ritmo por fin aflojaba. Seguía siendo implacable pero ya no tenía aquella velocidad frenética. En ese momento imperaba la sensación de que había grandes fuerzas que maniobraban, algo que quizá tuviera que ver con lo que pasaba en Europa, donde rusos, estadounidenses e ingleses acometían los escombros del Reich.
Fue hasta las puertas de delante de la basílica y levantó la vista hacia la habitación donde había esperado hacía tan sólo unas semanas. Una criada limpiaba la ventana; una mano sin cuerpo apareció y tiró un cigarrillo. A sus pies las vías plateadas del tranvía incrustadas en los adoquines se dirigían colina abajo por la Calçada da Estrela hacia Sao Bento y el Bairro Alto, donde se cruzarían y conectarían con otros raíles pero sin desviarse nunca de su trayecto fiel. Lo que una noche había parecido un hilo exquisito que tiraba de ella hacia un futuro lleno de esperanza ahora se le antojaba una terrible certeza de la que sólo podía escaparse mediante el descarrilamiento y la catástrofe.
Se sentó una vez más frente a Richard Rose, que no hacía caso omiso de ella pero que, puesto que acababa de comer, estaba repantigado en la silla con un cigarrillo en la mano y los ojos velados bien por el humo o bien por un desprecio atenuado sólo por la sagacidad. -Cardew me contó sus noticias -dijo.
«Mis noticias», pensó Anne, que ya se había disociado de ellas, mensajera de otra persona.
Rose sacudió la cerilla ante sus ojos y la tiró a un cenicero. Eso la puso furiosa sin saber por qué.
– Cuando la adiestramos como…
– Con el debido respeto, señor, no me adiestraron como traductora. Ya tenía esa habilidad al incorporarme.
– Cuando la adiestramos como agente y el correspondiente análisis de su adiestramiento llegó aquí a Lisboa, yo…, nosotros no la percibimos como una persona que se dejara llevar por las emociones. Todo apuntaba a que era usted lógica, racional, clínica incluso. Por eso nos gustó.
– ¿Les gusté?
– Sobre el papel era perfecta para la misión -prosiguió él mientras se recostaba y blandía su cigarrillo con el extremo humeante dirigido hacia ella, aguijoneándola-. Era mujer, muy inteligente, excelente para improvisar situaciones, de apariencia… cautivadora pero también decidida, lúcida, distante… En fin, perfecta para el trabajo.
Silencio mientras Rose inspeccionaba su pitillera y esperaba a comprobar si aquello había bastado para suscitar una reacción.
– Llegó -continuó- y de inmediato nos impresionó el modo en que asumió su personaje. Buena información. Fuerte implicación social. Excelente manejo de ciertas personalidades difíciles. Todo de maravilla hasta que…
Rose soltó el humo en un chorro exasperado.
– También la gente lógica, racional y clínica se enamora -dijo Anne. -¿Dos veces? -preguntó Rose.
El filo frío y cortante de la pregunta se le clavó como una espada. Su injusticia la puso a la defensiva.
– Fue usted quien me dijo que me olvidara de Voss -dijo-, que no tenía esperanzas.
– Es cierto, pero… -replicó él, y dejó la frase en el aire con el humo, acusatoria, antes de dejarla caer con un chasquido de los dedos-. En fin, ¿ahora le apetece casarse con el comandante Luís da Cunha Almeida?
– Me lo ha pedido. Me gustaría saber si es posible -dijo Anne-. No pienso permitir que afecte a mi trabajo…, el trabajo que usted me indicó que iba a hacer en el…, hasta nueva orden.
– Está el pequeño asunto de la identidad -dijo Rose-. Si le apetece casarse yo no tengo nada en contra, pero la cuestión es que tendrá que casarse con su nombre falso y no podrá contar con la presencia de ningún miembro de su familia. Para los portugueses usted es Anne Ashworth y seguirá siéndolo.
– De todas formas me cambiarán el nombre.
– Cierto.
– Tiene que saber que delaté mi tapadera. -¿Cómo?
– Estaba emocionalmente… -Dígame cómo y punto.
– Les conté a dona Mafalda y a la condesa que mi padre había muerto.
– Dudo que eso suponga un problema. Si pasa algo diremos que estaba afectada, que su padre había muerto muy recientemente en un bombardeo aéreo y que usted era incapaz de aceptarlo. En las solicitudes siempre lo inscribía como vivo pero en realidad está muerto. Prepararemos un certificado de defunción. Punto final.
Y ése fue el fin de la cuestión. El fin de Andrea Aspinall, de paso. Anne se levantó, le dio la mano y se encaminó hacia la puerta.
– Por cierto, nos han llegado noticias de Voss. Nada buenas -dijo Rose detrás de ella-. Nuestras fuentes nos han informado de que lo fusilaron al amanecer en la cárcel de Plòtzensee el viernes pasado junto a otros siete hombres.
Anne se escabulló por la puerta sin mirar atrás. El pasillo se balanceaba como un barco en aguas embravecidas. Se concentró en cada uno de los escalones que llevaban a la puerta, sin ningún movimiento automático, sin ninguna certeza. Inhaló el aire limpio con la esperanza de que desplazara de algún modo la obstrucción de su pecho, esa espina, ese fragmento de metralla, ese agudo pedazo de hielo cristalino. Tensó la cara, inclinó el cuerpo y corrió colina arriba hacia Estrela. Pensó que le iba a dar un ataque al corazón y, al llegar a los jardines, descubrió que no podía pensar en nada que no fuera cruzar la calle que llevaba a la basílica y esconderse en el rincón más oscuro.
Al entrar se santiguó y cayó de rodillas, con la cara escondida en el codo y la palabra «nunca» repitiéndose una y otra vez en su cabeza. Nunca iba a volver a ver a Voss, nunca iba a ser ella de nuevo, nunca sería la misma. El dolor se desprendió de la pared de su pecho y se desplazó a su garganta. Rompió a llorar, pero no como siempre lo había hecho antes, desgañitándose como una niña, porque ese dolor no podía articularse. No tenía sonido humano. Tenía la boca abierta de par en par y los ojos cerrados con fuerza. Quería que su agonía encontrara un chillido sobrehumano para poder sacarla de su interior pero no había nada, su escala no bastaba. Por las mejillas le caían lágrimas candentes, caudales de ácido que iban a parar a la comisura de su boca. Derramó torrentes de mucosa y saliva que le colgaban en madejas temblorosas de la boca y la barbilla. Parecía llorar por todo, no sólo por ella y Karl Voss: por su padre muerto, su madre distante, Patrick Wilshere, Judy Laverne, dona Mafalda. No se creía capaz de recobrarse de ese llanto hasta que una monja le puso una mano en el hombro y la hizo enderezarse con una sacudida. No estaba preparada para las monjas, ni para el lóbrego sudadero del confesionario.
– Nao falo portuguès -dijo, esparciéndose la suciedad por la cara con un pañuelo mojado y hecho una bola.
Tropezó con el banco cuando se disponía a salir corriendo hacia la puerta. Fuera, al sol, la brisa seguía soplando. Atravesaba limpiamente las persianas de sus costillas.