11 de enero de 1971, Berlín Este.
El Leopardo de las Nieves, a un metro de la ventana de su salón, miraba desde su piso de la cuarta planta la extensión despoblada de nieve prensada y hielo que separaba los cinco bloques de hormigón que constituían su parte del no tan nuevo complejo de la Karl Marx Allee. Fumaba un Marlboro con la mano doblada como un cuenco y miraba, miraba y pensaba que la vida se había convertido en una sucesión de números: un metro, cuatro plantas, cinco bloques, todo rodeado de nada, blanco, nieve blanca como un cero. Sin coches. Sin gente. Sin movimiento.
Los dos bloques de pisos de delante estaban completamente a oscuras, sin un cuadrado de luz a la vista, ni siquiera el atisbo de alguien que se estirara en una habitación en semipenumbra, preparándose para otra noche entera de vigilancia de nadie. Por encima el cielo presentaba un gris apagado. El nivel de ruido se acercaba a lo que la gente de la ciudad tenía por silencio. La esposa de El Leopardo de las Nieves roncaba apaciblemente en el dormitorio, con la puerta abierta, siempre abierta. Ladeó la cabeza cuando una de sus dos hijas chilló en sueños, pero después su cara regresó a la ventana, su mano a su boca y ahí estaba el inconfundible sabor a exportación estadounidense.
Fue a la cocina, mojó la colilla y la tiró a la basura. Se puso su abrigo más grueso. La temperatura exterior era de doce grados bajo cero, y a lo largo del día se esperaba más nieve de Rusia. Acercó la mano al radiador. Seguía funcionando; suerte que no estaban en el décimo piso donde probablemente no había calefacción y los fontaneros estatales en aquel lugar eran tan raros como el filete de Omaha. Repasó la situación una vez más. Tranquilidad. 2:00 a.m. Su hora de la noche. Su tipo de clima. Se encasquetó un sombrero de ala en la cabeza, recogió su uniforme, que estaba protegido con papel marrón, salió del piso y bajó las escaleras hasta el garaje.
Metió el uniforme en el maletero y entró en su Citroën negro. Condujo poco a poco por las calles cubiertas de hielo hasta llegar a la despejada Karl Marx Allee, que antes fuera la Stalin Allee hasta que los berlineses fueron jruschevificados y después brezhnevizados. Giró a la izquierda y puso rumbo al centro de la ciudad y el Muro. No había tráfico pero miraba constantemente por el retrovisor. Nadie le seguía. En la Alexanderplatz dobló a la izquierda por Grunerstrasse, cruzó el río Spree y aparcó en Reinhold-Huhnstrasse. Entró a paso ligero en un edificio sin rótulos, blandió un pase antes dos guardias que asintieron sin mirar y bajó dos tramos de escaleras hasta llegar al sótano. Atravesó una serie de túneles barridos y fregados, llegó a una puerta y la abrió con la llave. Esta puerta, que cerró de nuevo, daba a un pequeño vestíbulo, y en cuatro pasos rápidos caminaba hacia el sur por la Friedrichstrasse, en el lado occidental del Muro.
A paso rápido cruzó la calle por el U-bahn de la Kochstrasse. Cien metros más adelante le pagó diez deutschmarks al hombre moreno y bigotudo que ocupaba el cubículo de cristal de debajo del rótulo de neón que rezaba Frau Schenk Sex Kino. Atravesó una gran cortina de cuero pesado y se plantó en el fondo de la sala, incapaz de ver ni desentrañar lo que sucedía en la pantalla oscura. Sólo la banda sonora le indicaba que varias personas se aproximaban a la satisfacción definitiva con el prolongado éxtasis de costumbre mientras la cámara se centraba ineludiblemente en sus detalles biológicos. Pornografía, pensó, la profanación del sexo.
Alcanzó la pared lateral del cine y bajó paso a paso hacia delante y cruzó otra puerta, que le dio acceso a un pasillo iluminado por una sola bombilla roja. Un hombre pelirrojo, tan ancho como el pasillo, ocupaba el extremo con las manos delante de la entrepierna. Al acercarse, El Leopardo de las Nieves distinguió que tenía pestañas de cerdo. Le entregó diez marcos y se abrió el abrigo. El hombre lo palpó y le estrujó los bolsillos.
– La número tres está libre -dijo.
El Leopardo de las Nieves entró en el cubículo número tres y cerró la puerta. Había un cubo lleno de pañuelos de papel usados y unos cuantos grafitis ilusos en las paredes. Tras el panel de cristal tintado había una chica de rodillas en el suelo con la cara de lado, la mejilla contra el suelo, la lengua en los labios y el trasero tan alto como le llegaba. Se estaba masturbando. El Leopardo de las Nieves le dio la espalda a la escena, miró el reloj y dio unos golpecitos en la pared de contrachapado. No hubo respuesta. Volvió a marcar su código con los nudillos y esa vez recibió la respuesta correcta. Sacó un papel enrollado, un mensaje en clave, del puño del abrigo y lo metió a medias por un agujero horadado en la pared. Lo cogieron desde el otro lado. Esperó. No le devolvieron nada. Poco después el cubículo adyacente quedó vacío.
Esperó unos minutos de espaldas al panel de cristal hasta que se produjo una discreta llamada a la puerta. Siempre llamaban, por si acaso. Siguió a otro individuo por un pasillo que doblada a la derecha y contenía más cubículos. El hombre abrió una puerta de la izquierda y le indicó que entrara. En esa parte del edificio la luz recuperaba su normalidad de neón.
– La segunda por la izquierda -le dijo el hombre por detrás de la espalda.
Entró en el despacho. Al otro lado de un escritorio se levantó un sujeto con una barriga prominente. Se dieron la mano y el anfitrión le ofreció café, que aceptó. El Leopardo de las Nieves depositó una bolsita blanca sobre la página de deportes, que el otro había estado leyendo. El hombre sirvió el café, recogió la bolsita, cerró el periódico y extendió un tapete de terciopelo azul oscuro, en el que vació la bolsita. Primero realizó una inspección visual de los diamantes, los dividió y después los pesó en la balanza que tenía encima de la caja fuerte en una esquina de la habitación.
– Trescientos mil -dijo.
– ¿Dólares? -preguntó El Leopardo de las Nieves, y el hombre se rió. -¿Estás bien de tabaco, Kurt? -preguntó, para mostrar cuan en serio se tomaba el intento de negociación. -Me sobra.
– ¿Te has traído algunos puros cubanos esta vez? -¿Qué celebramos? -Nada, Kurt, nada. -Por eso no he traído. -Otra vez será.
– Sólo si es en dólares, y no en marcos. -Estás hecho un capitalista. -¿Quién? ¿Yo?
El hombre volvió a reírse y le pidió que se pusiera de espaldas. El Leopardo de las Nieves apuró su café, bueno, fuerte y auténtico hasta los posos y se volvió para encontrar seis paquetes de dinero sobre la mesa. Los guardó en el forro del abrigo.
– ¿Por dónde se sale? -preguntó-. No quiero volver por ahí como la última vez.
– Izquierda, derecha, sigues hasta una puerta y eso te deja en el U-bahn de la Kochstrasse.
– ¿Por qué no puedo entrar por allí?
– Porque no te sacaríamos los veinte marcos de la entrada.
– Capitalistas -dijo El Leopardo de las Nieves, y sacudió la cabeza. El hombre soltó otra carcajada.
El Leopardo de las Nieves volvió a subirse a su Citroen en el lado Este del Muro. Atravesó en dirección norte la vieja judería de Prenzlauer Berg, por la Schonhauser Allee. Dobló a la derecha pasado el cementerio judío y, cuando la calle se estrechaba, se subió a la acera y aparcó bajo el arco del portal de una enorme y decrépito caserón de pisos de alquiler de la Wórtherstrasse. Esperó con el motor en marcha y después avanzó hasta el primer patio de los viejos barracones de alquiler de finales del siglo xix, terroríficos precursores del tipo de sitio donde él mismo vivía en la actualidad. Aparcó y cruzó el patio hasta el último patio, del edificio del fondo, que nunca veía la luz del sol. Estaba en silencio. El lugar estaba despoblado, sus espacios de vivienda totalmente inhabitables, la humedad, en esa época del año, congelada en las paredes. Por las escaleras y rellanos había esparcidos trozos de yeso y cemento. Llamó a la puerta metálica de un piso de la tercera planta. Unos pasos se acercaron desde el otro lado. Se sacó un pasamontañas del bolsillo y se lo puso.
– Meine Ruh' ist hin -dijo una voz citando una frase de Fausto.
– Mein Herz ist schwer -replicó él.
La puerta se abrió. Entró en el calor.
– ¿Tenemos que seguir con esas citas deprimentes de Goethe?
– La semana que viene me pasaré a Brecht.
– Otro dechado de alegría.
– ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Kappa?
El Leopardo de las Nieves se quitó el abrigo, lo dejó sobre la silla y sacó del forro un pasaporte estadounidense a nombre del coronel Peter Taylor. Entre sus páginas había una foto tamaño pasaporte suelta.
– El trato de siempre. Quite la vieja y ponga la nueva.
El hombre, de treinta y muchos años y rasgos anodinos y oscuros, abrió el pasaporte y lo hojeó con la familiaridad de un guardia de aduanas, que es lo que había sido quince años atrás. Los nueve años pasados en la cárcel por pertenecer a una banda de cinco hombres que pasaba gente al Oeste no habían embotado su minuciosidad, sino que más bien la habían agudizado hasta un nivel profesional.
– Este es auténtico -dijo, alzando la vista.
– Lo es.
– Necesitaré cuarenta y ocho horas.
– También quiero un sello de entrada. Más adelante le daré la fecha. -Quinientos…
– Lo mismo que la última vez, entonces.
– Quinientos por adelantado y quinientos cuando termine.
– ¿Desde cuándo ha doblado las tarifas?
– Como le dije, Herr Kappa, los pasaportes son las ventanas que dan a la vida de las personas. Me he asomado a ésta y me ha parecido… abarrotada.
– Abarrotada o vacía, eso no debería afectar a su trabajo. -Ése es el trato, Herr Kappa.
El Leopardo de las Nieves sacó el uniforme del maletero y se cambió dentro del coche. Volvió al Schònhauser Allee y se dirigió hacia el norte por debajo de los pilares de la S-bahn. Siguió recto y pasó por debajo de la S-bahn de Pankow, donde giró a la derecha y, a medida que avanzaba, fue saliendo de la zona urbana por Buchholz. Justo antes de Schonerlinde tuvo que enseñar sus papeles en un puesto de policía; le saludaron y le dejaron pasar sin siquiera echar una mirada al asiento de atrás. Atravesó el pueblecillo y volvió a poner rumbo norte a través de Schonwalde y el pinar que había más allá. En el momento mismo en que se apartaba de la carretera en dirección a Wandlitz empezó a caer una nieve fina, y para cuando llegó a la caseta de guardia del Poblado del Bosque de Wandlitz, la idílica aldea junto al lago reservada para la élite dirigente, maldecía en voz alta. La nieve iba a entorpecerlo todo.
El guardia entrechocó los talones con un chasquido y saludó.
– Para ver al general Stiller -dijo El Leopardo de las Nieves.
– Herr comandante -replicó el guardia, y alzó la barrera.
Atravesó el poblado hasta llegar a la esquina reservada para el Ministerio de Seguridad del Estado, la Stasi, y aparcó delante de la villa del general Lothar Stiller. El viento, que soplaba con fuerza y azotaba los edificios, lanzaba finas agujas de nieve contra el lado de su cara que todavía tenía sensibilidad. Más adelante pensaría si había oído algo, o si no había sido más que el golpe del viento en el extremo de la villa.
Sí oyó algo al recorrer el camino que llevaba a la entrada envuelto en remolinos de nieve, fintando a izquierda y derecha, hasta subir los escalones del porche. Era la puerta que chocaba contra el pestillo. La abrió con un grueso dedo enguantado y entró en el vestíbulo oscuro y enmoquetado.
Salía luz de la rendija de debajo de una puerta a su izquierda. Al abrirse reveló los restos de una fiesta: tres vasos pequeños para licor y vodka y vasos más grandes rociados de restos de espuma de cerveza. No había nadie en la habitación, pero vio una corbata en el respaldo de una silla. Bordeó el mobiliario y se dirigió al dormitorio del general.
Al principio no lo vio. En el cuarto sólo había una lámpara encendida en la mesita y un desagradable olor sulfuroso. Encendió la luz del techo. El general Stiller estaba desnudo y de rodillas en la esquina, encorvado sobre un sillón de cuyo respaldo pendía pulcramente su uniforme azul claro. Había una gran mancha de color rojo oscuro sobre el bolsillo de la guerrera que se estaba abriendo paso hacia las condecoraciones del pecho. La camisa blanca de al lado estaba moteada de sangre. El mal olor procedía del chorro de diarrea que bajaba por los muslos del general y le salpicaba las pantorrillas.
El Leopardo de las Nieves se llevó una mano a la boca y examinó el cuerpo. Le habían disparado a bocajarro en la nuca. Se arrodilló a su lado. El orificio de salida era enorme, una atroz mezcolanza de piel y hueso y un desagradable agujero negro donde debiera estar la nariz. Los ojos parecían mirar anonadados, como si les asombrara ver lo que había sido una cara hermosa rociada sobre el respaldo del sillón.
El Leopardo de las Nieves metió la mano debajo del asiento y sacó una bola de lencería de encaje. Se levantó y contempló la habitación. Dio cuatro zancadas para llegar al baño. Apartó la cortina de plástico de la bañera. La chica estaba tumbada boca abajo, pelo rubio oxigenado, negro en las raíces y ahora macabramente enrojecido. Llevaba liguero negro y medias del mismo color.
De vuelta en el dormitorio retiró las sábanas. Algo pesado cayó al suelo. La pistola. Una Walther PPK, sin silenciador. La sostuvo en la mano enguantada, volvió al salón y abrió la puerta que quedaba delante de la entrada. La ropa de la chica estaba en el respaldo de la silla. La cama había visto algo de acción: todas las mantas pendían del extremo como una lengua gruesa y había una mancha grande en la sábana bajera. Inspeccionó el resto de la casa. Vacía. La puerta de atrás estaba abierta. El viento había amainado y la nieve ya caía en gruesos copos. No había huellas.
Cogió el teléfono y pensó durante un minuto entero en sus opciones. Tenía que ser cuidadoso. Siempre decían que los teléfonos del Poblado del Bosque de Wandlitz no estaban pinchados pero había que estar loco para creérselo, dada la ubicuidad de la Stasi, y si alguien lo sabía era él.
La mitad del dinero que llevaba encima se lo debía a un ruso, al general de la KGB Oleg Yakubovski, y lo que de verdad le hubiera gustado era llamarlo y pedirle opinión en ese momento, pero si lo hacía se exponía a implicarlo. No había posibilidad de escapar sin más porque en la caseta habían tomado nota de su llegada. Sabía que sólo tenía una opción pero valía la pena devanarse los sesos por si daba con alguna alternativa milagrosa.
Pero no la había. Tenía que ser el general Johannes Rieff, jefe de Investigaciones Especiales.
Rieff tenía la voz espesa por el sueño.
– ¿Quién es? -preguntó.
– El comandante Kurt Schneider.
– ¿Le conozco?
– Del Arbeitsgruppe Auslander.
– ¿Qué hora es?
– Las cinco y media, señor.
– No estoy acostumbrado a que me molesten antes de otras dos horas.
– Se ha producido un incidente en el Poblado del Bosque de Wandlitz. Han matado de un tiro al general Stiller y hay una chica muerta en la bañera que… no es su esposa.
– Hace mucho que Frau Stiller dejó de ser una chica, Herr comandante.
– También han disparado a la chica… en la nuca.
– ¿Qué hace usted allí?
– He venido a ver al general Stiller.
– Sí, algo muy normal a las cinco de la mañana, ¿verdad? -Solemos vernos antes del horario de trabajo para comentar asuntos internos.
– Ya veo -dijo él, como si se tratara de una de las eventualidades más inverosímiles del mundo-. Estaré con usted en una hora, comandante. No toque nada.
Schneider colgó y olisqueó la pistola que sostenía en la otra mano. Olía a aceite, como si no la hubieran disparado. Comprobó el cargador. Lleno. Volvió a tirar el arma sobre las sábanas.
Inspeccionó el cenicero que había en el centro del salón. Tres colillas de puro, una muy mordida; seis cigarrillos, tres de filtro marrón, tres de filtro blanco, los seis con pintalabios, diferentes colores. Dos mujeres. Tres hombres. Las mujeres no bebieron. Fue a la cocina. Dos copas de champán junto al fregadero, las dos manchadas de barra de labios, y un plato vacío con vago olor a pescado. Una botella de Veuve Clicquot en la basura. Las chicas salieron a charlar, a ver cómo se lo iban a montar.
Abrió la nevera. Tres latas de caviar Beluga, ruso. Dos botellas de Veuve Clicquot y una de Krug. Una botella de vodka con limón incrustada en el hielo del congelador.
Volvió al dormitorio libre en el que había encontrado la ropa de la chica; su cerebro empezaba a arrancar. Pasó una mano por debajo de la cama, levantó las mantas. El bolso. Lo vació sobre la sábana bajera manchada. Un pasaporte. Ruso, a nombre de Olga Shumilov; en la foto la melena rubia aparecía perfecta. Volvió a meterlo todo, tiró el bolso bajo las mantas y de repente recordó el motivo de su visita y todo el dinero que llevaba en el abrigo.
Sacó los fajos de billetes del forro, se los metió en los bolsillos y fue al coche. Metió los tres paquetes bajo el asiento del copiloto y volvió al sendero cubierto de nieve. Sobre sus hombros aterrizaban pesados copos, notaba su delicado roce en la frente.
En la cocina encontró un cenicero limpio y se puso a fumar y pensar vertiginosamente. El dinero, una vez restada su propina de veinte mil marcos y sesenta mil para gastos rusos, era a repartir a medias entre Stiller y Yakubovsky, que lo esperaba en el complejo de la KGB de Karlshorst. El funcionamiento del chanchullo, por lo que él había llegado a entender, consistía en que Yakubovsky ponía los diamantes, que llegaban por valija diplomática desde Moscú. Stiller había conseguido una serie de compradores entre los que se contaba quienquiera que fuera el propietario de la cadena Frau Schenk Sex Kino. Lo único que sabía era que no se trataba de Frau Schenk. El propio Schneider no era más que uno de los tristes subalternos que oficiaban de asistentes de Stiller y sus amigos de la Stasi, y que en ocasiones recibían una buena prima.
Trataba de determinar por qué le parecía que aquello era obra de la KGB, aunque los rusos tenían tendencia a disparar por el otro lado, a través de la cara y llevándose por delante la nuca. Tampoco le cuadraba que la chica estuviera allí. Era un trabajo de dentro, de eso estaba seguro, y de muy dentro, porque el acceso al Poblado del Bosque de Wandlitz era muy selectivo. Reservado al líder de Alemania del Este, el secretario general Walter Ulbricht, y los miembros de su comité central, además de los primeros espadas de las fuerzas armadas y los gerifaltes de la Stasi, o MfS, como se veían ellos.
Stiller no andaba corto de amigos ni de enemigos. Se lloraría poco sobre su tumba. Desde luego, el pañuelo del jefe de la MfS, el general Mielke, no iba a llegarle a los ojos durante el funeral. El general Mielke toleraba a Stiller por el único motivo de su relación especial con Ulbricht, y su cargo de responsable de la seguridad personal del secretario general. Mielke y Stiller compartían los mismos intereses, la venalidad y el poder, que resultaban opuestos más que complementarios. Aun así, era improbable que Mielke lo hubiera puesto fuera de juego, y menos de forma tan evidente, a menos que… Una vez más, los rusos. Quizá los rusos habían diseñado la ejecución y habían dejado una de sus agentes como señuelo. Eso era puro pensamiento paranoico, del tipo que sólo podía asomar la cabeza en Berlín Este y que no se acercaba a responder la pregunta fundamental, que era: ¿En qué se había equivocado Stiller? En verdad tenía que comentarlo con Yakubovski, y a ser posible esa misma mañana.
La mente de Schneider trazaba una espiral en torno al incidente sin acercarse en ningún momento a su significado. Lo único que sabía, en el momento en que dos faros barrieron la fachada de la casa, era que una muerte de esa magnitud iba a ocasionar el movimiento de grandes fuerzas en busca de suposición y que a él le iba a crear un sinfín de problemas.
Dejó entrar a Rieff en el vestíbulo a oscuras. El general, un hombre pesado y moreno aproximadamente de la misma altura que Schneider, se sacudió la nieve de los pies a pisotones. En el exterior ya llegaba a la altura de los tobillos. Rieff contempló los pegotes de nieve en forma de suela del felpudo y se quitó los guantes marrones y la gorra con visera, preparándose. Desprendía un fuerte olor a tónico capilar.
– ¿Le conozco, comandante? -preguntó, adelantando el mentón y entrechocando sus cejas encanecidas.
– Pensaba que se acordaría -dijo Schneider, al tiempo que encendía la luz del vestíbulo.
– Ah, sí, su cara -dijo él, con una mueca de escrutinio o sobresalto-. ¿Cómo le pasó eso?
– Un accidente de laboratorio, señor… en Tomsk.
– Ahora le recuerdo. Alguien me contó lo de su cara. Lo siento… pero no es usted el único Schneider. ¿Dónde está el general Stiller?
Schneider le guió y retrocedió al llegar a la puerta. Rieff lanzó un juramento al captar el olor y se golpeó el muslo con los guantes.
– ¿La chica?
– En el baño, a su derecha, señor.
– Lo más probable es que primero le dispararan a ella -comentó Rieff; su voz hacía eco en la habitación azulejada.
– La pistola del general Stiller está allí, en el suelo, señor. No la han disparado.
– Pensaba que le había dicho que no tocara nada. -Di con ella antes de llamarle, señor. Rieff volvió al salón. -¿Quién es la chica? Schneider vaciló.
– No me trate como a un idiota, comandante. No esperaba de verdad que se quedase usted plantado con el pulgar en el culo hasta que llegara. -Olga Shumilov.
– Bien -dijo Rieff, y se golpeó la palma de la mano con los guantes-. ¿Y qué se traían entre manos usted y el general Stiller? -¿Disculpe, señor?
– Es una pregunta sencilla. ¿Qué se traían entre manos? Y no me venga con gilipolleces sobre el trabajo. Los hábitos de trabajo del general eran mínimos.
– No puedo hacer otra cosa, señor. No hablábamos de nada más. Eran mínimos porque era excelente delegando, señor.
– Válgame Dios, comandante -dijo Rieff en tono sarcástico-. Bueno, le daré tiempo para pensárselo y ya me responderá cuando le vaya bien.
– No tengo que pensármelo, señor.
– ¿Qué encontraría si registrase su coche, comandante?
– Una rueda de recambio y un gato, señor.
– ¿Y esta casa? ¿Qué encontraríamos aquí? ¿Un óleo ruso enrollado? ¿Un icono? ¿Un precioso tríptico de nada? ¿Un puñado de diamantes?
Schneider daba gracias por su cara quemada, la máscara de impenetrable piel plastificada que no tenía expresión ni tacto, aparte de provocarle cierto picor cuando sudaba. Mantuvo las manos encajadas en los bolsillos.
– Quizás el general Rieff posee un conocimiento privilegiado de los asuntos del general Stiller…
– Tengo un conocimiento exhaustivo de sus asuntos privilegiados, comandante -dijo Rieff-. ¿Qué había en la nevera?
– Material apropiado para refrigerio y entretenimiento de oficiales rusos, señor.
– ¿Material? -bufó Rieff-. Le enseñó bien, comandante. -Es mi superior, señor. Verlo en este estado es un duro golpe. -Me sorprende que en la bañera no haya dos chicas… y un chico en la cama.
Eso era cierto. Había habido unas cuantas representaciones. Schneider lo había oído y se había mantenido alejado de ellas.
– Espero haber hecho lo correcto al llamarle, señor. Se me pasó por la cabeza que esto era lo bastante grave para ponerme en contacto con el general Mielke.
– Yo me encargaré de esto, comandante -dijo Rieff con severidad-. ¿Adonde va ahora? Querré hablar con usted.
– Vuelvo a la oficina, señor. Tendré suerte si llego puntual con este tiempo.
– A mí no me engaña, comandante -dijo Rieff con brusquedad-. He visto a hombres que se han enfrentado a un lanzallamas.
Schneider, inquieto por el comentario, no se molestó en intentar corregirlo. Saludó y se fue.
Su Citroen se arrastraba a través de la nieve densa del camino de vuelta por pueblos a oscuras y sepultados en silencio. En dirección contraria avanzaban trabajosamente coches cubiertos de montones de nieve con dos abanicos negros que rascaban el parabrisas y un enjambre de polillas en los faros. No veía por el cristal de atrás. En el interior se sentía agobiado, sofocado. Abrió un resquicio la ventanilla y respiró el aire gélido. Aquello era un desastre, un desastre complicado. Rieff le iba a pillar los huevos con dos piedras. ¡Clac! Ya no estaba protegido por el grueso y oxidado casco de la corrupción de Stiller y eso suponía el fin de la financiación para sus actividades extracurriculares. Mil marcos para el pasaporte del coronel americano: eso dejaba diecinueve mil marcos y después ¿qué? A menos que. Podía darle a Yakubovski su mitad y quedarse la de Stiller. Tentador, pero peligroso, una locura. Su cara no necesitaba el añadido de un desgarrón negro como el de Stiller. Cerró la ventanilla y encendió un cigarrillo capitalista.
El latido de los limpiaparabrisas lo adormecía. El capullo cálido y relleno de humo del coche era confortable. Llegó al centro de la ciudad. Los aparcamientos vacíos y llenos de nieve, los edificios ruinosos enjalbegados de nuevo, las carcasas de las casas abandonadas con los escalones y los alféizares recubiertos por un manto impoluto… todo parecía casi presentable. Qué democrática era la nieve. Incluso el Muro, esa cicatriz que cruzaba la cara de la ciudad, podía parecer agradable bajo la nieve. La franja de la muerte estaba arropada bajo una manta. Las atalayas resultaban navideñas.
Frenó para entrar en la Karl Marx Allee y se unió al denso tráfico matutino, colas pedorreras de Wartburgs y Trabants de dos tiempos que arrojaban estallidos negros del tubo de escape y salpicaban la nieve, que ya era un fango a punto de alcanzar el nivel de las aceras. Entró en Lichtenberg por Friedrichsein y giró a la izquierda hacia la Ruschestrasse antes del U-bahn de la Magdalenstrasse. Ocupó uno de los aparcamientos privilegiados del exterior del descomunal bloque gris del Ministerium für Staatssicherheit. El único indicio de que aquello era el cuartel general de la Stasi era el número de Volkspolizei del exterior y las antenas y mástiles del tejado. El edificio en sí se llamaba Osear Ziethon Krankenhaus Polyklinik, lo cual a ojos de Schneider lo convertía en la institución psiquiátrica más grande del mundo. Treinta y ocho edificios, tres mil oficinas y más de treinta mil personas trabajando en ellas. Era una ciudad en una sola manzana, un monumento a la paranoia.
Atravesó las puertas de acero saludando a derecha e izquierda y se encaminó directamente a su despacho. Se quitó el abrigo y los guantes, rehusó el café gris de su secretaria y llamó a Yakubovski por la línea interna. Acordaron encontrarse en la planta de la HVA, la Hauptverwaltung Aufklárung, Administración Central de Reconocimiento o Servicio de Espionaje y Contraespionaje Extranjero.
Antes que Yakubovski llegaron sus cejas. Schneider se preguntaba por qué un hombre dispuesto a afeitarse la cara todas las mañanas era incapaz de darse cuenta de que necesitaba podar las matas de su ceño. Se vieron;
el ruso hizo una seña con la cabeza y volvió su espalda gris, que era tan ancha que más bien necesitaba un alquitranado que ropa. Yakubovski fumaba un grueso cigarrillo blanco y escupía constantemente las hebras negras que se quedaban pegadas a la lengua. Empezaron un lento paseo. La grasa de Yakubovski, flaccida como la de un oso pardo, se bamboleaba bajo el uniforme. Schneider le dio la noticia. El ruso fumó, escupió, torció el gesto.
– ¿El dinero? -preguntó.
– Está en el coche.
– ¿Todo?
Tentado de nuevo, pero no.
– Sí, señor.
– Venga a Karlshorst, cinco en punto.
– El general Rieff está a cargo de la investigación.
– No se preocupe por Rieff. íjvj
De golpe Yakuboski se alejó a paso ligero y dejó a Schneider pegado a la pared del pasillo.
A las 4:15 p.m. ya había oscurecido. Había dejado de nevar. Schneider limpió las ventanillas del coche por los dos lados. Fue primero hacia casa para ver si Rieff había puesto a alguien tras sus talones. Aparcó y sacó sus 19.500 marcos de uno de los envoltorios. Trazó un lento circuito por los bloques de pisos, regresó a la Karl Marx Allee y se dirigió al sur por la Frankfurter Allee. Giró a la derecha y se metió en el Friedrichsfelde, dejó atrás la extensión blanca del Tierpark, pasó por debajo del puente de la S-bahn y después giró a la izquierda por el Kopernicker Allee. El cuartel general de la KGB se encontraba en el edificio del antiguo hospital de St Antonius de la Neuwiederstrasse. Los guardias cogieron su carnet de identificación y entraron en la caseta. Hicieron una llamada.
Aparcó donde le dijeron y sacó los paquetes de dinero de debajo del asiento. Salió a su encuentro un ordenanza que lo llevó al tercer piso, donde atravesaron una oficina que ya conocía y llegaron a un salón donde no había estado antes. Yakubovski estaba sentado erguido en una silla de cuero de respaldo recto, junto al fuego que ardía en la chimenea. Fumaba el último centímetro más o menos de un puro. Schneider pensó en el cenicero de la villa de Stiller. Le puso nervioso pero se dijo a sí mismo que cualquiera podía fumar puros.
Apareció el ordenanza con una bandeja en la que llevaba un cubo de acero lleno de hielo con una botella de vodka incrustada. A su lado había un plato de arenque en escabeche y pan negro, dos vasos pequeños y un paquete de tabaco sin abrir con la marca en caracteres cirílicos. El ordenanza se retiró de espaldas, como si Yakubovski fuera un hombre al que no conviniese perder de vista.
El ruso apagó su cigarro. El extremo estaba empapado y mordido. Schneider se estremeció bajo el abrigo. Le entregó los paquetes de dinero.
– No quisiera entretenerle si tiene invitados -dijo Schneider-. Ya he cogido mis veinte mil marcos. Quedan doscientos ochenta mil.
– Usted es mi invitado -replicó el ruso-. Y será mejor que coja más. No habrá nada durante un tiempo.
Pescó un fajo de billetes al tuntún que Schneider guardó en el bolsillo. Grueso. Cincuenta mil marcos como mínimo.
– Quítese el abrigo. Necesitamos vodka.
Dieron rápida cuenta de tres vasos de vodka gélido, viscoso y con regusto a limón. Schneider trató de aflojarse el cuello de la camisa, que le apretaba la carne llena de cicatrices. Yakubovski se lanzaba arenques al gaznate como si fuera un elefante marino en plena actuación.
– Stiller está muerto -dijo, lo cual no era ningún avance pero establecía los hechos crudamente y llenó el silencio sofocante de la habitación.
El fuego crepitó y lanzó una chispa chimenea arriba. Más vodka. Schneider sentía un escozor en el lado bueno de la cara. El pan negro giraba en la boca de Yakubovski como medias en una lavadora.
– ¿Sabe quién ha sido, señor? -preguntó Schneider, con una voz que sonó como si hubiera otra persona en la habitación-. ¿Y qué hacía allí la chica, la tal Shumilov? Era una de sus agentes, ¿no?
Yakubovski abrió a zarpazos el paquete de tabaco como un salvaje y encendió uno.
– Es una situación delicada -dijo-. Una situación política.
– Disculpe mi franqueza, señor, pero usted estuvo allí anoche, ¿verdad? -dijo Schneider, envalentonado por el vodka-. ¿Quién más había? Eso daría…
– Comprendo sus nervios, comandante. Es probable que se sienta expuesto… al descubierto -dijo Yakubovski bajo el alero oscuro y amenazador de sus cejas-. Estuve allí, en efecto, con el general Mielke, si eso satisface su curiosidad. Partimos a medianoche. A Stiller lo mataron unas cinco horas más tarde.
– ¿Y las chicas?
– Las chicas llegaron cuando salíamos. Llegaron con Horst Jáger.
– ¿El lanzador de jabalina olímpico? ¿Qué cono hacía allí?
– Según dicen tiene una buena jabalina en los pantalones -dijo Yakubovski, con las cejas fuera de control-. Y no le importa lanzarla por ahí… ni quién mire.
– ¿Y quién era la otra chica?
– No era de las nuestras: sería alguna novia de Jàger.
– ¿Y cuándo se fueron Jàger y su novia?
– A las cuatro, según los guardias.
– ¿Por qué mataron a Olga Shumilov?
– Porque tuvo la mala suerte de estar allí, supongo.
– ¿Y por qué estaba allí?
– Probablemente para asegurarse de que Stiller no se iba a casa -dijo Yakubovski-. Y dadas las circunstancias, comandante, no creo que necesite saber las respuestas a cualquier otra pregunta que tenga. Ya le he dicho que se trata de un asunto político, no de inteligencia, y eso debería de indicarle que cualquier conocimiento adicional podría conllevar sus propias presiones. Pruebe el arenque.
Bebieron un poco más y acabaron la comida. El ruso marcó el fin de la velada sosteniéndole a Schneider el abrigo para que se lo pusiera. Al ajustárselo a los hombros le habló en voz baja al oído.
– No volveremos a vernos en las mismas condiciones, ya me entiende. Si le pasa algo, no podré ayudarle. Sería poco recomendable emplear mi nombre.
La media botella de vodka evitó que el miedo de Schneider le llegara a las terminaciones nerviosas, lo cual permitió que el pelo de la nuca permaneciera liso como el de una foca.
– ¿Puedo preguntarle por el poder que tiene el general Rieff en este asunto, señor?
– Ocupa una posición muy buena. Mire su carrera antes de convertirse en jefe de Investigaciones Especiales.
– ¿Y ve con buenos ojos a alguno de nosotros?
– No, Herr comandante, no -dijo Yakubovski-. Es de la escuela ascética. Un hombre de cilicio.
En el exterior se había levantado un viento gélido que en el corto trayecto hasta el coche le despellejó del abrigo. Se sentó al volante lloroso, jadeante y con el organismo repleto de alcohol. Se clavó los pulgares enguantados en los ojos para atajar las lágrimas e intentó concentrarse.
Yakubovski le estaba diciendo que aquello era un trabajo de la KGB y que la trama oculta era política y, por difícil que fuera de creer, más importante que él. Una directiva de Moscú pero, ¿con qué fin? Y dejaba a Rieff en una situación de enorme poder.
No se le ocurría nada.
Arrancó el coche, llegó a la puerta principal y salió a la Neuwiederstrasse. La suspensión precaria y su ebriedad hacían que diera tumbos en la cabina como si estuviera en una divertida atracción de feria. Paró en la Kòpernickerstrasse y se subió al bordillo cerca de una de las alcantarillas
que todavía estaban a la vista. Rechinaba los dientes y golpeaba el volante lleno de rabia y frustración. Sacó el fajo de marcos, palpó lo nuevos que estaban, olisqueó la tinta. Dinero nuevo. Dinero de verdad. Pero demasiado si uno se encontraba en la posición inesperada a la que se había visto abocado. Añadió su propina inicial al montón de billetes, abrió la puerta y lo tiró todo por la alcantarilla. Ahora tendría un problema incluso para conseguir que le devolvieran ese pasaporte.
Fue a casa y aparcó en el garaje de debajo del edificio. Cerró la puerta del coche con llave, avanzó dando tumbos hacia las escaleras y entró en el repentino destello de un par de faros. Dos hombres se le acercaron desde la oscuridad tras su espalda; sus zapatos rechinaban sobre el hormigón.
– ¿Comandante Kurt Schneider?
– Sí -dijo, relamiéndose.
– Nos gustaría que nos acompañase para tener… una pequeña charla.