19

Martes, 18 de julio de 1944, piso de Voss, Estrela, Lisboa.


Sentado en el respaldo del sofá, Voss contemplaba por la ventana de su buhardilla el Jardín da Estrela y la plaza de delante de la basílica. Anne ya había salido de los jardines y había reconocido a Wallis apoyado en la barandilla, leyendo el previsible periódico. Le interesaba ver cómo Anne se zafaba del inglés, que alzó la vista cuando la vio cruzar la plaza y entrar en la basílica. Wallis se apostó a la sombra de la entrada, encendió un cigarrillo y apoyó un pie en la pared. Las palomas alzaron el vuelo desde una de las torres, dieron una vuelta y volvieron a posarse. Una monja le rozó al subir por la escalinata. Dos chavales de cabeza rapada, camisa andrajosa y pies descalzos salieron a la carrera de los jardines, perseguidos por un policía porra en ristre al que se le cayó la gorra y le rebotó en la espalda. Voss metió la mano en el cabestrillo que había formado con una toalla mojada y había colgado del pestillo de la ventana, para ver si la botella de vino estaba fresca. Fumó y tiró la ceniza a las baldosas de delante de su ventana.

– ¿Cuánto tiempo pasas delante de la ventana esperando a tus novias?

Voss se volvió sorprendido y cayó torpemente sobre el sofá. Estaba sentada en un sillón de madera, descalza. En la cara lucía una expresión dura, nada encantadora, no como la recordaba al titilar amable de la llama de una cerilla. Voss sonrió. Eso era lo que le gustaba de ella: siempre desafiante. Dio un paso adelante pero tropezó con un campo invisible que le repelió y lo empujó de nuevo hacia el sofá.

– ¿Cuándo me toca? -preguntó ella-. ¿En qué turno?

Voss fumó con intensidad, pensando, con la vista puesta en ella.

– Puedes tirarme uno de ésos -dijo ella.

El volvió a levantarse.

– Tíramelo.

Le lanzó el paquete, que ella atrapó con una mano. Cogió un librillo de cerillas de la mesa y leyó la tapa. Encendió el cigarrillo.

El Negresco -dijo-. ¿Sabes?, Beecham Lazard se ofreció a llevarme una noche. Me dijo que era el sitio que no podían perderse las parejas elegantes de Lisboa, gente como, por ejemplo, Judy Laverne y Patrick Wilshere, me parece a mí. ¿Es allí donde llevas a las tuyas?

– ¿A mis qué?

– Por descontado, yo no tengo ni el privilegio de ver el Negresco por dentro -prosiguió ella-. A mí me toca un vaso de vino blanco tibio y luego ¿qué? Supongo que cama.

Miró hacia el lecho que estaba a la vista tras la puerta del dormitorio, un solitario y ascético catre de aspecto incómodo, en lugar de una cama estilo imperio a lo Casanova, cubierta de seda tornasolada y plagada de muescas de conquistas. Le dio una calada a su cigarrillo.

– ¿Esto es algo inglés? -preguntó él-. ¿Uno de esos golpes de humor que los alemanes no entendemos?

La mirada de Anne era feroz, cruda como el oxiacetileno. Voss no le quitaba los ojos de encima por si le tiraba algo. Apagó el cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesa que les separaba. Retrocedió con movimientos lentos, como si se hallara en presencia de un animal salvaje. No estaba seguro del modo en que proceder, como un cómico que ha metido a su público en un ambiente trágico y no sabe cómo devolverlos a la normalidad. La mirada de Anne se posó de nuevo en el dormitorio y después se paseó por el salón, donde captó la estantería con tres libros y una foto de familia, los dos paisajes de la pared, la botella de vino en la toalla, las alfombras sacudidas y limpias y el sofá rojo oscuro con dos marcas, nítidas.

– No me gusta ser una más del montón -dijo.

Él asintió en señal de aceptación, sin entenderlo. Miró la habitación, como había hecho ella, para ver si encontraba respuestas entre sus escasas posesiones.

– ¿Es usted un hombre honesto, señor Voss?

– Nunca he estado en el Negresco, si eso te sirve de ayuda.

Ella le tiró el librillo de cerillas, que revoloteó y cayó en tierra de nadie.

– Ya lo sé -dijo él-, pero nunca he estado allí. Me las dieron.

– ¿Quién?

– Kempf, me parece.

– Mein Kempf, sin duda -observó ella.

Él la observó mientras la tonta bromilla espontánea se abría paso lentamente entre la confusión de los primeros instantes. Voss soltó una risilla, después un resuello de hilaridad seguido por una carcajada a todo pulmón y por último una histeria silenciosa, reforzada por la adhesión de Anne a la línea de acero de sus labios nada jocosos. Ella los mantuvo así durante un minuto hasta que la locura de Voss llenó la habitación y se le ocurrió que se las veía con un hombre que no tenía ocasión de oír muchas bromas ocurrentes, lo cual la hizo estallar.

– He comprado vino -dijo él, mientras se secaba las lágrimas de la comisura de los párpados con el nudillo del pulgar.

– ¿Hay copas?

Voss salió de la habitación y regresó con dos vasos anchos. Ella contemplaba sus movimientos, su rostro. Infantil. Ansioso por complacer. La ternura, que había dejado atada a la puerta, se las apañó para entrar a hurtadillas y tumbarse bajo la mesa.

– Estoy pensando -dijo él- que alguien te ha contado algo de mí.

– Que eres un mujeriego.

– Es curioso -prosiguió Voss-, no conozco a nadie de la Shell. Bueno, excepto a Cardew, lo conozco de saludarnos… pero no de comentar mi vida privada con él… y además está casado, no iría al Negresco, es imposible que me hubiera visto aunque yo hubiera estado.

Tomaron rápido el primer vaso de vino y Voss sirvió más, bajo la atenta mirada de Anne, que no se apartaba de él ni por un instante; las palabras de Sutherland se habían esfumado; su día de calvario había pasado al olvido.

– De modo que lo eres -dijo ella.

– ¿Mujeriego? Para serte sincero, Anne… y honesto… aquí en Lisboa he tenido la oportunidad, pero no la inclinación. Trabajo y duermo. Entre medias queda poco tiempo. Quienquiera que te lo dijera…

– Tenían sus motivos -dijo ella.

– ¿Tenían? -preguntó él-. Un ataque colectivo. Parece que en Lisboa uno puede hacerse enemigos sin siquiera intentarlo. -Él trataba de protegerme.

– ¿Sabes lo que me gustaría? -dijo Voss, con la vista puesta en la puerta-. Que aquí dentro no estemos más que nosotros dos.

Se produjo una pausa mientras salían todos los huéspedes no deseados. Anne se acercó al sofá con piernas temblorosas. Tiró el cigarrillo por la ventana y le pasó una mano por el pelo mientras apuraba su vino. Le besó y él gimió como si algo se hubiera roto en su interior. La empujó hacia el sofá, el cuello apoyado en el respaldo y el pelo derramado en torno. Se besaron con locura, conscientes de que besarse no iba a bastar. El vaso rodó por el suelo.

Voss se apartó, apoyó el cuello en el respaldo del sofá y la cogió de la mano. Ella paseó la mirada por la habitación, apreciando la luz que se atenuaba, el aire cálido. Sabía que todo iba a suceder allí, que su vida entera iba a tener lugar en esa habitación. Él le besó los nudillos, se volvió hacia ella, le ciñó la esbelta cintura con la mano y la subió hasta su caja torácica, que sentía temblar a su contacto. Ella rodó hacia él y le tocó la cara para inspeccionar los contornos frágiles. Voss le bajó una mano por la columna de modo que ella empujó las caderas hacia él. Anne le dio unos tirones inexpertos al nudo de su corbata y lo redujo a una bola dura. Él se quitó la corbata por encima de la cabeza, la lanzó y dio con el dobladillo de su vestido, la piel suave y cálida de su pierna. La miró mientras le desabrochaba los botones de la camisa, que se le dieron mejor, y le sacaba la camisa del pantalón, para después pasarle las manos por el torso. Él se inclinó hacia delante y la besó en la rodilla y el muslo; cada contacto de sus labios lo soldaba a ella. Anne se desabrochó el vestido y dejó que se abriera. Él beso su estómago y sus pechos todavía atrapados en el sujetador. Ella le levantó la camisa de los hombros y se la bajó por los brazos, con lo que las manos quedaron esposadas a su espalda. Voss se revolvió como un loco en camisa de fuerza. Anne dejó caer el vestido y se desabrochó el sujetador. Él se sacó los zapatos y los calcetines y tiró al suelo los pantalones, entre una lluvia de billetes, llaves y monedas. Después la arrancó de un tirón de su vestido, que quedó laxo y abierto en el sofá, saqueado.

La llevó de la mano al dormitorio, se quitó los calzoncillos y se sentó en la cama estrecha. La besó en el estómago y le bajó las bragas por sus largas piernas. Sus cuerpos se tensaron al tocarse desnudos cuan largos eran. La besó en todas partes, en cada una de las costillas, en los minúsculos pezones marrones y duros, mientras las manos de ella encontraban cada hueso y cada músculo de su espalda.

Se miraron a la cara cuando él la penetró con cuidado; el dolor le temblaba en los ojos. Ella adoraba su dureza huesuda, el rastro de vello que le unía los pezones, las crestas de su abdomen que se tensaban bajo la fina y tirante capa de piel. Bajó la vista a lo largo de su cuerpo hasta la oscura unión y lo quiso todo de una vez. Levantó las rodillas y le clavó los talones en los huecos de los costados de las nalgas, para espolearlo a seguir.


Anne se despertó con los labios sobre su piel y la cabeza sobre su pecho que subía y bajaba. Más allá de los riscos de sus costillas, bajo el paisaje llano de su estómago, su pene dormía. Estiró el brazo hacia él, lo examinó, jugueteó con él, casi con educación, hasta que lo vio crecer y redobló sus esfuerzos. Le recorrió con la lengua la piel salada de las costillas. Los tendones de los pies de Voss se marcaron cuando inclinó los dedos hacia arriba. Le temblaban los muslos, su estómago se estremecía. Ella volvió la vista a su rostro arrugado, los ojos cerrados, la boca abierta en lucha con la dulce agonía hasta que tuvo que besarle, ligeramente, en el labio, mientras él brincaba en su mano.

Voss se dio la vuelta y miró por la puerta del dormitorio. Anne estaba arrodillaba en el sofá, desnuda, con los codos en la repisa y la cara a la luz del anochecer, mientras los pájaros pasaban volando por el recuadro enmarcado de cielo. Recorrió con los ojos el violoncelo de su cuerpo. Fue a ella. Anne lo miró por encima del hombro y después devolvió la vista al firmamento. Voss le puso una mano a cada lado de los codos, en el alféizar, y la besó en la espalda, todas las vértebras una por una desde abajo hasta el cuello, hasta que la hizo estremecerse. Ella echó las manos hacia atrás, lo atrajo hacia sí, apoyó la barbilla en el brazo y sintió cómo se le endurecían los pezones contra la pintura agrietada de la repisa. Voss la sostenía por la cintura del violoncelo, la rigidez de sus muslos enarbolada contra la parte posterior de las piernas de ella, y las campanas empezaron a tocar para misa de tarde. Lo tomó como una especie de señal y empezó en serio. Ella se agarró al alféizar y tiró la cabeza hacia atrás en una carcajada debida a lo profano del asunto; las campanas repicaban tan fuerte que los dos podían gritar al cielo que enrojecía sin que nadie les oyera.

Desnudos, se sentaron uno a cada lado del sofá, ella con las rodillas entre las de él, un solo vaso de vino encima y un cigarrillo a medias, la habitación a oscuras. Voss le preguntó por su familia y ella empezó a hablar de su madre, la de verdad, y de Rawlinson -aunque no utilizó su nombre- y su pierna de madera. De cómo su madre le había conseguido el trabajo porque no quería que su hija la oyera con su galán de la pata de palo, cuando le ayudara a quitársela por las noches y la apoyara en la pared, ni que la pillara encerándosela y puliéndosela por las mañanas antes de que se fuera a trabajar.

Voss se reía y sacudía la cabeza ante su irreverencia; jamás había oído hablar así a una mujer. Le preguntó por su padre, que estaba muerto, nada más, pero ella se previno de mirarle.

– Me apetece vestirme y dar un paseo -dijo-, contigo. Como harían unos amantes… después.

– Aquí no es seguro -replicó él-. Esta ciudad es diferente. Todos observan… Como dijiste, el petróleo es delicado.

– Petróleo -repitió ella, con la mirada perdida.

– No pasa nada por conocerse en un cóctel, Anne, pero…

– Quiero que me llames Andrea -interrumpió ella.

– ¿Andrea?

– No es una pregunta, es un nombre.

Voss se incorporó y miró por la ventana, oteó la plaza y lo que alcanzó a ver de los jardines. Volvió a arrodillarse y le dijo las palabras a la boca.

– Tenía interés por ver cómo lo dejabas atrás… a Wallis.

– Tú lo sabías… -dijo ella, con los ojos clavados en los de él.

– Te vi entrar en la basílica.

– Las iglesias siempre tienen varias salidas -explicó ella-. ¿Cuánto hace que lo sabes?

– La condesa le hizo un informe a Wolters -respondió él, triste al comprobar que el trabajo había regresado a la habitación como un motor que arrancara y echara a perder el silencio-. Y hay otros que te han visto.

– No he durado mucho.

– A estas alturas en Lisboa todo el mundo conoce a todo el mundo -dijo él, y después, como ocurrencia de última hora, dio un paso adelante-: Todo lo que tenemos que hacer es aguantar y sobrevivir, hasta el final.

Se sacudió los pensamientos de Beecham Lazard a bordo de un avión rumbo a Dakar, de otro avión que podía sobrevolar Dresde justo cuando las hojas se volvían rojas y doradas.

– Ya ha oscurecido -dijo ella-. Pasearemos. Me llevarás del brazo. Quiero enseñarte una cosa.

– No podemos salir juntos -observó él, y le dio indicaciones para llegar a una pequeña iglesia del Barrio Alto.


Olivier Mesnel se había pasado toda la tarde tirado en el suelo. Su habitación era un horno, su colchón, fino y relleno de algo horrible, como harina de huesos a medio moler, de modo que siempre resultaba más cómodo tumbarse en el suelo sobre la tira de alfombra deshilachada. Su cerebro no le dejaba en paz, no cesaba de interrogarlo desde la penumbra como un inquisidor espectral. ¿Por qué lo habían elegido los rusos para aquello? ¿Cómo era posible que lo creyeran capaz de llevar a cabo semejante acción?

Tenía el estómago deshecho, abrasado por completo, un andrajo de tripas raídas. Nunca volvería a ser el mismo, la digestión era algo que le había pasado en un tiempo tan remoto como las lecciones de biología del colegio. No recordaba su última deposición sólida, y revisaba la taza para asegurarse de que no había parido las entrañas. Era pura carcasa. Una carcasa dotada de mente que le garabateaba desde dentro, como hacían de noche los mosquitos junto a su oreja.

Se incorporó sobre las piernas flacuchas y temblorosas enfundadas en las absurdas perneras de sus calzoncillos; su pecho hundido jadeaba debajo del trapo de la camiseta. Se puso los pantalones, que conservaban en la Pretina algo de humedad residual de su caminata matinal hasta la Rua da

Arrábida. El tráfico fluía a borbotones por la Rua Braancamp. Se puso camisa y americana y una corbata oscura. Se secó el sudor del bigote. Se sentó en el borde de su lecho de tortura; la pelvis le hacía daño en las nalgas descarnadas. El revólver que le habían entregado los comunistas locales esa mañana estaba debajo de la almohada. Lo sacó e hizo memoria de cómo funcionaba; comprobó el tambor: sólo cuatro balas. Suficiente.

– Rusos -dijo para sus adentros, un fragmento aislado de la película de sus pensamientos-. ¿Por qué los rusos me han escogido a mí como asesino? Soy un intelectual. Estudio literatura. Y ahora pego tiros a la gente.

A las 9:30 p.m. se encontró bañado en sudor al límite de la ciudad, tan incapaz de controlar el miedo y la aprensión que le había dado por caminar de espaldas varios pasos a intervalos hasta que había sucedido lo inevitable y ahora tenía un costado cubierto de polvo de la calle, el brazo izquierdo muerto por debajo del codo y una huella del revólver en el flanco.

Rui y su socio, según las órdenes de Voss, lo seguían por detrás y por delante, ya acostumbrados a los problemas del sujeto después de tantos meses. Se aburrían. Sabían, como siempre, a donde se encaminaba. Hacía una noche calurosa y no les apetecía exponerse a ella, menos aún para seguir al francés. Cuando llegaron a las colinas del Monsanto dejaron que Mesnel se adelantara para que pudiera dedicarse a sus repugnantes actividades con los gitanillos de las cuevas. Se tumbaron en la hierba seca y requemada y hablaron del tabaco que ninguno de los dos tenía.

Mesnel esperó a sus dos sombras como había hecho en ocasiones anteriores al acudir a esos encuentros. Se cercioró de que no lo seguían, se apartó de las cuevas y emprendió el brutal ascenso hacia el Alto da Serafina y el mirador que dominaba desde las alturas el extremo occidental de Lisboa. Se sentó agotado sobre una roca y contempló boquiabierto el aura que sobrevolaba la ciudad, sus confines plagados de tinieblas salpicadas de luz, el panorama de una galaxia diferente. Le goteaba sudor del mentón. Quería estar lejos de allí. Quería París. Un París que sería libre en cuestión de meses, quizá semanas. Habría sobrevivido a la ocupación pero… los rusos le habían pedido que hiciera aquello. Por el Partido.

– A estas horas de la noche no se ven las moreras -dijo la voz del estadounidense a sus espaldas, queda, una presencia que le había estado observando todo ese tiempo.

– La oruga las convierte en seda -dijo Mesnel, para identificarse.

– ¿Está solo?

– Ya sabe que no estoy solo. Mis apóstoles están allí abajo, como de costumbre, tirados en la hierba y hablando de fútbol. El Benfica. El Sporting.

El estadounidense se le acercó, se encaramó a la roca y después se le plantó delante, aunque no se le distinguía la cara.

– Y bien, ¿qué me ha conseguido?

Mesnel suspiró. Una brisa cálida procedente de la ciudad transportaba hedor y contaminación.

– ¿Ha visto a su gente? -preguntó la voz-. Ya le dije que era la última oportunidad.

– Como sabe, no es tan fácil sin una representación rusa en Lisboa. -Eso ya lo hemos discutido varias veces. -Pero me vi con ellos, sí.

– Pues bien, ¿qué ofrecieron por la oportunidad no sólo de convertirse en potencia atómica sino también de evitar que los alemanes lo sean?

– No ofrecieron nada -dijo Mesnel, y cambió de postura, acercando la mano al objeto duro que llevaba sobre la cadera izquierda.

– ¿No ofrecieron nada? -repitió el norteamericano-. ¿Han entendido de lo que hemos estado hablando? Se trata de una oportunidad única de alcanzar el desarrollo de los Estados Unidos en la producción de una bomba atómica. ¿De verdad se hacen cargo? Ya sé que es usted universitario, pero ¿se lo explicó bien?

– Se lo expliqué correctamente… como usted a mí. Se hacen cargo -dijo Mesnel-, pero no están interesados.

– ¿Cuánto hace que hablamos, monsieur O?

– Unos meses.

– ¿Unos meses? Hace casi cinco meses. ¿Y después de cinco meses van y deciden que no están interesados?

– Monsieur, uno no puede simplemente descolgar el teléfono en París y llamar a Moscú. Durante cuatro años no hemos podido siquiera llamar a Londres. Imagíneselo. Todo va por correo…

– Me aburre.

Mesnel movió de nuevo la mano. -Y no se mueva.

– Sólo quiero secarme la cara. Hace calor esta noche, monsieur.

El estadounidense, que tenía una mano en el bolsillo, quitó el seguro de su revólver, lo sacó y lo apoyó en la frente de Mesnel.

– ¿Qué es esto? -preguntó el francés, al que se le licuaron los intestinos al tiempo que cerraba la mano sobre la culata que le sobresalía de la cintura. Oyó que el americano amartillaba su arma.

– Es un revólver Smith & Wesson, monsieur O.

– Yo soy sólo el mensajero.

¿De verdad? -dijo el norteamericano-. Ya no sé quién es, pero está claro que no es el tipo que me ha traído la oferta rusa que llevo esperando con mucha paciencia desde hace cinco meses.

Han visto sus planos de muestra de la estructura de la pila, tal y como me los dio a mí. Ellos tienen mejor información interna del proyecto americano. Eso es todo. No va a ganar nada si me dispara… -¿Tienen algo mejor?

– Eso me han dicho. Tienen a su propia gente en Estados Unidos.

El revólver resbaló en la frente grasienta de Mesnel, que cayó de lado. El estadounidense disparó y le hizo un rasguño en la cabeza. Mesnel sacó su revólver pero ya tenía al americano encima y su arma otra vez en la cara, sobre el ojo, encajada en la cuenca con rabia.

– ¿Sólo el mensajero, monsieur O?

– Ahora no, monsieur, por favor -imploró Mesnel, al borde de las lágrimas-. Ya casi ha acabado. Liberarán París en semanas. Por favor, monsieur, ya casi ha terminado.

– Lo sé -dijo el estadounidense, casi con amabilidad-. Es cuestión de principios.

Un segundo disparo y al fin cesó el aullido en la cabeza de Mesnel.


Rui y Luís habían oído el primer disparo, que les hizo incorporarse. -¿Qué ha sido eso? -preguntó Rui. -No seas idiota, bomem. -¿Tú qué crees? El segundo disparo.

– Creo que los chicos de las cuevas no tienen armas. Bajaron la colina a la carrera, se separaron y regresaron caminando hacia la seguridad de la ciudad bien iluminada.


Voss la esperaba en las sombras de la iglesia del Largo de Jesús. Se reencontraron como si llevaran una semana sin verse. Ella, emocionada como una niña, se abrazó a su cuello hasta aplastarle los tendones. El la sostuvo, casi paternal. Anne le dio un beso, se amoldó a él. -Ahora podemos pasear -dijo.

Pasaron por detrás de la iglesia, atravesaron los callejones, cruzaron la Rua do Século y se adentraron en las callejuelas del Bairro Alto. El fresco de la noche había llevado algo de alivio a los habitantes de la zona. Tenían abiertas ventanas y persianas y olía a cebolla y ajo fritos, a pescado a la parrilla. Las familias murmuraban al otro lado de los visillos y un vacilante rasgar de cuerdas de mandolina portuguesa se unía al sonido de los pasos sobre los adoquines.

Una voz de mujer arrancó a cantar, entonó una frase trémula y se detuvo, como hizo la gente de la calle. En los umbrales aparecieron mujeres, mujeres oscuras, morenas como dátiles, con los pies descalzos bajo las faldas descomunales que albergaban cuadrillas de niños. Los amantes se apoyaron en un muro lateral a escuchar. Otra frase, un gemido que se perdía en silencio, la letra indiscernible, comprensible tan sólo como una sensación atroz de pérdida o la pena que inspiraba. La voz volvió a elevarse. Escucharon, a pesar de haber hallado lo que la voz había perdido. Todo amor nace con una comprensión innata de su fragilidad.

Siguieron adelante por las calles, caminando siempre a través de la abrupta cuesta, hasta que desembocaron en la Rua Sao Pedro de Alcántara. Siguieron los hilos de plata de los tranvías colina arriba hasta llegar a la plataforma de embarque del funicular. Cruzaron la calle y vagaron bajo los árboles penumbrosos y a lo largo de la reja de un parquecillo, mientras la cabina iluminada del funicular iniciaba su quejumbroso descenso.

Estaban solos. Las luces de Lisboa se extendían ante ellos por la Baixa, debajo, hasta subir a la medina de la Alfama y el Castelo Sao Jorge. Anne se apoyó en la reja y lo atrajo hacia ella por las solapas, como si quisiera absorberlo.

– ¿Esto es completamente normal? -preguntó. -No lo sé -respondió él-. Sólo he estado enamorado una vez. -¿De quién? -inquirió ella; unas pocas palabras habían abierto un abismo.

– De ti -dijo él-, locamente.

Anne se rió y, al apreciar el alivio que inundaba la momentánea sima, reparó en la absurda fragilidad de todo compromiso. Todo pendía de un hilo que las palabras podían segar como un sable.

Hablaron, charla de amantes. Charla insoportable para los oídos de los mortales normales con trabajos, cuartuchos y calderilla para pasar el resto de la semana. Charla que los casados oían fragmentada en bares y cafeterías y les hacía sacudir la cabeza. Charla que tal vez hiciera que la mujer mirara al marido y tratase de recordar si alguna vez le había dicho cosas como esas. Charla tan interesante que Anne se olvidó de que existía un mundo con tabaco hasta que Karl sacó un paquete arrugado; se agarraron a los barrotes y fumaron.

Por debajo de ellos la Baixa empezó a llenarse de la niebla que se alzaba del río. Los edificios se desdibujaron, sus luces se hicieron difusas. El castillo resplandecía con una luminescencia veteada. Anne inclinó la espalda hacia él, con los puños cerrados en torno a los barrotes bajo los suyos.

Karl miró el reloj.

Emprendieron el camino de vuelta por el Bairro, donde las calles y umbrales seguían llenos de gente, Voss ya nervioso, atento a caras conocidas, que le conocieran. Se separaron y tomaron rutas distintas para volver al Jardín da Estrela. Voss corrió hasta su piso y buscó la pistola que le había dado el coronel de los Polacos Libres. De repente quería llevarla encima en todo momento. Ya no sólo se protegía a él mismo. Envolvió la pistola en el trapo, volvió a dejarla en la caja de herramientas y la metió en el maletero. Recogió a Anne en una calle oscura cercana a los jardines y la acompañó a Estoril; el destello de los faros embestía contra la niebla marina que pendía a lo largo de la costa. Allí el aire era fresco. La dejó a una calle de distancia del casino, le estampó un beso en los labios y emprendió su habitual rodeo hacia los jardines de Monserrate.

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