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18 de noviembre de 1942, Wolfsschanze, Rastenburg, Prusia Oriental.


Voss quería arrancarse los ojos y enjuagarlos en solución salina, ver cómo la arenilla se hundía hasta el fondo. El bunker estaba en silencio y el Führer de viaje, en el Berghofde Obersalzberg. Voss había rematado su trabajo hacía horas pero seguía ante la mesa de operaciones, con la barbilla apoyada en los puños blancos y juntos, la vista puesta en el mapa donde había un cráter mellado en un punto del río Volga. Stalingrado había sido golpeada y perforada, pinchada y escariada hasta convertirse en un agujero sucio de papel gastado.

Voss lo miraba con creciente intensidad y empezaba a distinguir la ciudad ennegrecida y cubierta de nieve, las cadavéricas fincas, las vigas retorcidas y sarmentosas de las fábricas bombardeadas, las fachadas picadas de viruela, las calles llenas de cascotes y cuerpos rígidos y congelados y, en paralelo, adoptando un negro de medianoche en el paisaje blanco y cada vez más viscoso por el frío, el Volga, la línea de comunicación entre el norte y el sur de Rusia.

Estaba sentado en esa posición mucho después de su hora de irse a la cama, contemplando la línea gris del frente tensada ya hasta adquirir la delgadez de una cuerda de piano desde que el Sexto Ejército alemán proyectara una burbuja hasta Stalingrado, por su hermano. Julius Voss era comandante de la 113 División de Infantería del Sexto Ejército. Su división no era una de las que luchaban como una jauría de perros callejeros entre las ruinas de Stalingrado, sino que estaba hundida en la nieve en algún lugar de la estepa pelada, al este del punto donde el río Don había decidido virar al sur hacia el mar de Azov.

Julius Voss era digno hijo de su padre. Brillante deportista, había conseguido una plata en espada en las Olimpiadas de Berlín de 1936. Montaba a caballo como si el animal formara parte de sí mismo. En su primera cacería, a los dieciséis años, había rastreado a un ciervo durante un día entero y le había disparado en el ojo a trescientos metros de distancia. Era un oficial del Ejército perfecto y destacado, amado por sus hombres y admirado por sus superiores. Era inteligente y, a pesar de su brillantez, no presentaba un atisbo de arrogancia. Karl pensaba mucho en él. Le quería. Julius había sido su defensor en el colegio, dado que el deporte no era el fuerte de Karl y, al ser demasiado listo para el gusto de nadie, la vida podría haber sido un infierno sin un hermano tres años mayor y, además, popular. De modo que Karl tomaba el turno de cuidar de su hermano.

La posición alemana no era tan fuerte como pudiera parecer a primera vista. Los rusos habían desplegado diez divisiones en la ciudad y sus alrededores, en un combate sangriento y brutal calle por calle que se prolongaba desde septiembre. A esas alturas, a menos que pudieran asestar el golpe mortal durante el siguiente mes, daba la impresión de que el resto del Ejército alemán estaría condenado a pasar otro invierno al raso. Morirían más hombres y habría pocas posibilidades de que el Sexto Ejército recibiera refuerzos hasta la primavera. La situación estaba destinada a desembocar en un punto muerto y congelado de cuatro meses.

La puerta de la sala de operaciones se abrió de golpe, rebotó contra la pared y volvió a cerrarse con un portazo. Se abrió más despacio para revelar a Weber, de pie en el umbral.

– Eso está mejor -dijo, tratando de humedecer los labios con la lengua, evidentemente borracho, la frente brillante, los ojos encendidos, la piel grasienta-. Sabía que te encontraría aquí, aburriendo a los mapas otra vez.

Entró en la sala dando tumbos.

– No se puede aburrir a los mapas, Weber.

– Tú sí. Míralos, pobres desgraciados. Desquiciados de tedio. No les hablas, Voss, ése es tu problema.

– Que te den, Weber. Te has metido diez schnapps en el cuerpo y no se puede hablar contigo.

– ¿Y tú? ¿Qué haces tú? ¿El preclaro y creativo genio militar del capitán Karl Voss va a resolver el problema de Stalingrado… esta noche, o tendremos que esperar veinticuatro horas más, aún?

– Sólo pensaba…

– No me lo digas. Deja que lo adivine. Sólo pensabas en lo que te dijo el Reichsminister Fritz Todt antes de su accidente de avión…

– ¿Y por qué no?

– Porque resulta enfermizo en un hombre de tu edad. Deberías estar pensando en… en mujeres… -dijo Weber, y apoyando las dos manos en la mesa acometió unas enérgicas, explícitas e inverosímiles embestidas.

Voss apartó la vista. Weber se derrumbó sobre la mesa. Cuando Voss volvió a mirar, tenía la cara de su compañero ante las narices, dándole a él el punto de vista de la esposa: la cabeza en la almohada, el marido sudoroso, chabacano, borracho, con la piel rosada y los ojos húmedos.

– No tendrías que sentirte culpable sólo porque Todt te hablara -dijo Weber, que volvió a lamerse los labios con los ojos cerrados como si imaginara un beso próximo.

– No me siento culpable por eso. Me siento…

– No me lo digas, no quiero saberlo -le interrumpió Weber, sentándose e indicándole que callara con la mano-. Aburre a tus mapas, Voss. Sigue. Pero te diré una cosa -volvió a acercársele, con un aliento de mil demonios-: Paulus tomará Stalingrado antes de Navidad y estaremos en Persia para la primavera que viene, nadando en sorbete. El petróleo será nuestro, y también el grano. ¿Cuánto durará Moscú?

– Los rumanos del frente del río Don han informado de concentraciones masivas de tropas en su sector noroeste -anunció Voss, impasible y contundente.

Weber se incorporó con las piernas colgando y le hizo un gesto que quería decir «bla, bla, bla» con la mano.

– Los putos rumanos -dijo-. Tienen goulash por cerebro.

– Eso son los húngaros.

– ¿Qué?

– Los que comen goulash.

– ¿Qué comen los rumanos?

Voss se encogió de hombros.

– Es un problema -dijo Weber-. No sabemos en qué consiste el cerebro de los rumanos pero, si quieres saber mi opinión, debe de ser yogur… no… el suero de encima del yogur.

– Me aburres, Weber.

– Vamos a tomarnos una copa.

– Tú ya estás como una cuba.

– Venga -insistió, y agarró a Voss por los hombros y lo sacó a empujones por la puerta, mientras sus mejillas se tocaban al atravesarla, amantes horribles.

Weber apagó las luces de un manotazo. Se pusieron los abrigos y volvieron a sus dependencias. Weber entró a trompicones en su habitación mientras Voss apartaba de la cama la partida de ajedrez que jugaba por correo con su padre. Weber reapareció, triunfante, con schnapps. Se derrumbó sobre la cama y se arrancó una revista de debajo de las nalgas.

– ¿Qué es esto?

– Die Naturwissenscbafen.

– Puta física -exclamó Weber, y tiró la revista-. Si te apetece algo…

– …físico, sí, ya sé, Weber. Pásame el scknapps, necesito lobotomizarme para continuar.

Weber le pasó la botella y apuntaló su cabeza mojada con la almohada de Voss, poniéndola en posición a base de golpes de su cráneo de piedra. Voss bebió del líquido transparente, que encendió una ruta hasta su colon.

– ¿Qué va a hacer la física por mí? -eructó Weber.

– Ganar la guerra.

– Sigue.

– Proporcionarnos infinita energía reutilizable.

– ¿Y?

– Explicar la vida.

– No quiero que expliquen la vida, sólo quiero vivirla según mis términos.

– Nadie consigue eso, Weber… ni siquiera el Führer.

– Cuéntame cómo va a hacer que ganemos la guerra.

– A lo mejor no has oído hablar de la bomba atómica.

– Oí que Heisenberg casi se vuela la cabeza con una en junio.

– De modo que has oído hablar de Heisenberg.

– Pues claro -dijo Weber, mientras se sacudía pelusas imaginarias de la bragueta-. Y del químico Otto Hahn. O te creías que yo no asomo la oreja al pasillo de vez en cuando.

– Entonces no te aburriré.

– Pero ¿de qué va el asunto? Lo de las bombas atómicas.

– Olvídalo, Weber.

– Me entra más fácil cuando estoy borracho.

– Vale. Se coge un poco de material fisionable…

– Me he perdido.

– Acuérdate de Goethe

– ¡Goethe! Joder. ¿Qué dijo él sobre «material fisionable»?

– Dijo: «¿Cuál es el camino? No hay camino. Adelante hacia lo desconocido».

– Lúgubre cabrón -comentó Weber, mientras volvía a hacerse con la botella-. Empieza otra vez.

– Existe un cierto tipo de material, un material muy raro, que cuando se junta en una masa crítica -calla y escucha- puede crear hasta ochenta generaciones de fisión -cállate, Weber, déjame que lo suelte de un tirón- antes de que el calor extraordinario haga estallar la masa. Eso significa…

– Me alegro de que digas eso.

– …que, si eres capaz de imaginártelo, una fisión libera doscientos millones de descargas de electrones de energía y que eso se doblaría ochenta veces antes de que se detuviera la reacción en cadena. ¿Qué crees que produciría eso, Weber?

– La explosión más grande que haya conocido la humanidad. ¿Es eso lo que dices?

– Una ciudad entera arrasada con una bomba.

– Has dicho que ese material fisionable es bastante raro.

– Procede del uranio.

– ¡Aja! -exclamó Weber, a la vez que se incorporaba-. Joachimstahl.

– ¿Qué pasa con ella?

– La mina de uranio más grande de Europa. Y está en Checoslovaquia… que es nuestra -dijo Weber, abrazado a la botella de schnapps.

– Hay una aún más grande en el Congo Belga.

– ¡Aja! Que también es nuestra, porque…

– Sí, Weber, ya lo sabemos, pero sigue siendo un proceso químico muy complicado conseguir el material fisionable a partir del uranio. Lo que encontraron se llamaba U 235, pero sólo obtuvieron trazas que se descomponían casi al instante. Entonces un tal Weizsacker se puso a pensar en lo que les pasaba a los neutrones de más que liberaba la fisión del U 235, algunos de los cuales serían capturados por el U 238, que entonces se convertiría en U 239, que entonces se descompondría en un nuevo elemento que bautizó como Ekarhenium.

– Voss.

– ¿Sí?

– Me estás aburriendo de la hostia. Bebe un poco más de esto y prueba a decirlo todo al revés. A lo mejor tiene más sentido, quién sabe.

– Ya te he dicho que era complicado -dijo Voss-. En cualquier caso, encontraron una manera para fabricar el material fisionable de forma comparativamente fácil en una pila atómica, que emplea grafito y una cosa llamada agua pesada, que antes sacábamos de la planta Norsk Hydro de Noruega, hasta que los británicos la sabotearon.

– Me acuerdo de algo de eso -comentó Weber-. De modo que los ingleses saben que estamos construyendo esa bomba.

– Saben que disponemos de la ciencia necesaria, está en todas esas revistas que vas tirando por mi habitación, pero ¿tenemos la capacidad? Se trata de una empresa industrial enorme; construir la pila atómica es sólo el primer paso.

– ¿Cuánto de ese Ekarhe… de esa mierda hace falta para hacer la bomba?

– Un kilo, a lo mejor dos.

– No es mucho… para volar una ciudad entera.

– Volar no es la palabra más adecuada, Weber -puntualizó Voss-. Vaporizarla, más bien.

– Pásame ese schnapps.

– Harán falta años para construir esa cosa.

– A esas alturas nadaremos en sorbete.

Weber acabó la botella y se fue a la cama. Voss se quedó despierto y leyó la parte de su madre de la carta, que contenía descripciones detalladas de los eventos sociales y resultaba extrañamente reconfortante. Su padre, el general Heinrich Voss, apartado de la guerra en retiro forzoso, después de cometer el error de expresar sus opiniones acerca de la Orden del Comisario -según la cual todos los judíos o partisanos hallados en la campaña rusa habían de ser entregados a las SS para su «tratamiento»-, añadía una nota irascible a pie de página y una jugada de ajedrez. En esa ocasión su movimiento iba seguido de la palabra «jaque» y la línea: «Todavía no lo sabes pero te tengo dominado». Voss sacudió la cabeza, escéptico. No tuvo ni que pensar. Arrastró hacia sí la silla con el tablero, ejecutó el movimiento de su padre y después el suyo, que garabateó en una nota y metió en un sobre para el correo de la mañana.


A las 10:00 a.m. del 19 de noviembre dio inicio la primera conferencia del día con una discusión en torno a un mapa ampliado de Stalingrado y sus inmediaciones. No se había realizado ningún intento de alterar el mapa para representar el auténtico estado de la ciudad. Todo lo que mostraba era sectores limpiamente agrupados, rojo para los rusos, gris para los alemanes, como los distritos postales en tiempos de paz.

A las 10.30 los teletipos cobraron vida y empezaron a sonar los teléfonos. El general Zeitzler salió de la sala a atender una llamada y volvió al cabo de unos minutos con el anuncio de que se había desatado una ofensiva rusa a las 5:20 a.m. Mostró cómo una fuerza rusa de tanques se había abierto paso a través de los sectores rumanos y se dirigía en ese momento al sudeste hacia el río Don, y que se había desencadenado actividad a lo largo de todo el frente para mantener a las fuerzas alemanas en sus posiciones. Habían enviado un cuerpo Panzer al encuentro de la avanzada rusa. Todo estaba controlado. Voss realizó las alteraciones necesarias en el mapa. Volvieron a la situación de Stalingrado y dejaron a Zeitzler manoseando la banderita del cuerpo Panzer y pasándose una mano por su barbilla de lija.


Al mediodía del día siguiente llegó a Rastenburg la noticia de que había comenzado una segunda ofensiva rusa a gran escala al sur de Stalingrado, con tan gran número de tanques e infantería que resultaba inconcebible que Inteligencia no los hubiese puesto sobre aviso.

Enrollaron y recogieron el mapa de Stalingrado.

Estaba claro que las intenciones rusas eran el cerco completo al Sexto Ejército. Voss se sentía enfermo y vacío mientras Zeitzler lo arrastraba a él y a su memoria inagotable adondequiera que fuese. Acompañaba a Zeitzler en sus conversaciones telefónicas con el Führer y vomitaba información para que el jefe del Estado Mayor la empleara en una apuesta desesperada por recalcarle a Hitler lo angustioso de las circunstancias y la necesidad de permitir que el Sexto Ejército se retirase. El Führer paseaba a zancadas por el gran salón del Berghof maldiciendo a los eslavos y aporreando mesas hasta someterlas.

El domingo 22 de noviembre era el Totensonntag, el Día de Difuntos, y tras un oficio discreto oyeron que las dos fuerzas rusas estaban a punto de encontrarse y que el cerco era una conclusión cantada. El Führer salió del Berghofhacia Leipzig para volar hasta Rastenburg.

Mientras Voss acometía la tarea monumental de redactar las órdenes para el desalojo en fases del Sexto Ejército, el Führer detuvo su tren de camino a Leipzig y llamó a Zeitzler para prohibir expresamente cualquier retirada.

Zeitzler envió de vuelta a Voss a su habitación y éste, para apartar el pensamiento de la catástrofe, estudió la partida de ajedrez. Al hacerlo reparó en su error o, más bien, percibió la fuerza de la posición de su padre. Buscó la carta que había garabateado días atrás y descubrió que uno de los ordenanzas la había enviado por él. Sacó otra hoja de papel y escribió en ella una palabra. «Abandono.»


El Führer llegó a Rastenburg el 23 de noviembre y tras el impacto inicial por el éxito ruso los nervios se calmaron. En los días y semanas que siguieron al desastre, Voss fue testigo de la transformación del cuartel general de Rastenburg. Dejó de ser una instalación militar y se convirtió en un lugar legendario. Llegaban hombres que se quitaban mantos y capas de un tirón y realizaban milagros ante los ojos vidriosos de su líder. Ingentes divisiones poderosamente acorazadas, suministradas por arte de magia, aparecían y atacaban desde el sur para aliviar al ejército acongojado. Cuando, como en un estrambótico triles, esa fuerza no llegaba a materializarse, otro maestro apartaba un cortinaje de seda y mostraba flotas de aviones que suministraban y volvían a suministrar hasta que, recuperada su fuerza plena, el Sexto Ejército tomaba Stalingrado, rompía el cerco ruso y ocupaba su lugar en la leyenda germánica. Todo se hizo posible. Rastenburg se convirtió en un circo al que acudían a actuar los mayores ilusionistas del momento.

A esas alturas, en las semanas anteriores a Navidad, una enfermedad se instaló en las tripas de Voss. Las noticias de los hombres que morían de hambre y de frío y los consecutivos números de los prestidigitadores de todas las Fuerzas le sellaron el estómago. Se le hundieron los ojos azules en el cráneo, el uniforme le colgaba de las costillas. Bebía agua o schnapps y fumaba más de cincuenta cigarrillos al día.

A mediados de diciembre se realizó un intento de aliviar al ejército desde el sur. Los rusos frenaron el ataque y procedieron a machacar a las tropas italianas y diezmar la flota de transporte aéreo. Aun así el Führer denegó el permiso para la retirada del Sexto Ejército; sus ojos abrasaban los mapas de operaciones exigiendo la liberación.

Voss escuchó, primero la calidad del silencio en las conferencias de estrategia, que era negro, opresivo y atroz, y luego a los apóstoles lamebotas del Alto Mando que se comprometían a lo imposible por una mirada de amor del Führer. Solicitó un traslado al frente. Zeitzler se lo negó y, quizás al ver los huesos que le asomaban a Voss a través de la piel de la cara, adoptó personalmente el racionamiento de Stalingrado. Se les conocía por «los cadáveres».


No se había producido mejoría en la posición del Sexto Ejército alemán a principios de enero de 1943 y Voss, pálido y con la piel de la cara tensa sobre los huesos, se encontró en su cama fumando y tomando un poco del terrible schnapps de Weber. Tenía dos cartas delante, sobre la silla que antes ocupaban las partidas que jugaba con su padre. El ajedrez se había acabado desde su abandono de noviembre. Las dos cartas, ambas cortas, una de su padre y la otra de su hermano, le habían planteado un problema cuya única solución pasaba por una visita al coronel de las SS Bruno Weiss.


El Kessel, Stalingrado

1 de enero de 1943


Querido Karl:

Conoces mejor que nadie nuestra situación. No puedo por menos que agradecerte que trataras de enviarnos las salchichas y el jamón por Navidad pero era una causa perdida. Lo más probable es que no llegaran siquiera a salir de la pista de despegue. Hace semanas que no se ve carne de verdad. Krebs y Stahlschuss llegaron con unas cuantas tiras de mula seca de modo que nos las apañamos para montar una especie de fiesta de Nochevieja. No fue tan buena como la Navidad que, me pase lo que me pase ahora, habrá sido una de las mejores experiencias militares de mi corta carrera. Resulta difícil creer que en este entorno insoportable los hombres sean capaces de encontrar (he pensado en esto mucho tiempo para encontrar la palabra adecuada) tanta dulzura dentro de sí. Se regalaron cosas que eran sus últimas y más preciadas posesiones y, si no tenían nada, hacían cualquier cosa con pedacitos de metal y hueso tallado que sacaban de la estepa. Fue impresionante encontrar el espíritu humano tan impertérrito. Glaser ha tratado de llevarme al hospital otra vez (estoy amarillo y las piernas siguen muy hinchadas de modo que no puedo moverme), pero me he negado. No quiero volver a presenciar esa visión infernal en mi vida. No voy a contártelo. A estas alturas ya te habrán llegado rumores.

Escucho a los hombres y ahora se ha producido un cambio en su temperamento. Antes de Año Nuevo decían que el Führer los iba a rescatar. Ahora, si todavía lo piensan, no lo dicen. Estamos resignados a nuestro destino y tal vez te sorprenda oír que estamos felices porque, y sé que esto sonará absurdo dadas las circunstancias, somos libres.

Pienso en ti y soy siempre tu hermano,

Julius


Karl leyó la carta una y otra vez. Su hermano nunca había sido muy dado al examen del alma y su descubrimiento de la nobleza del hombre en aquellas circunstancias desesperadas resultaba una revelación. A Karl le ponía enfermo la idea de jugar con las reglas de Weiss para conseguir lo que quería.


Berlín

2 de enero de 1943


Querido Karl:

Hemos recibido otra carta de Julius. Las suyas no son censuradas como algunas de las de los oficiales inferiores. Tu madre es incapaz de leerlas aunque él trata a la ligera las cosas terribles que le rodean. Parece tan habituado a sus circunstancias desesperadas que no ve que lo que él considera normal es, para la gente de Berlín, un horror inimaginable. No te pido esto porque sí. Tan sólo te lo pido porque ya vi algo de este sinsentido en la Gran Guerra. Va en contra de todos mis instintos militares pero me gustaría que hicieras todo lo posible para sacar a tu hermano de ese sitio. Sé que está prohibido. Sé que es imposible pero tengo que pedírtelo por tu madre y por mí.

Tu padre


Voss volvió a tumbarse en la cama, con las botas sobre la barra de metal que tenía a los pies y las dos cartas en el pecho apoyadas sobre sus costillas protuberantes. Encendió otro cigarrillo con el que se había estado fumando. Sabía que si a Julius le pasaba algo podía significar la destrucción de su familia. Desde que su padre se había «retirado» había invertido todas sus esperanzas y aspiraciones en su primogénito. Le parecía posible que su padre fuera capaz de soportar la muerte de Julius en gloriosa victoria pero no, seguro que no, en una derrota ignominiosa.

Dejó caer los pies de la cama y puso una hoja de papel encima de la silla con un manotazo. Hubiera preferido pedirle ese favor al general Zeitzler pero sabía que era imposible que le concediera su petición. El coronel de las SS Weiss era el único hombre sobre el que tenía algo de influencia, si aquella era una palabra que pudiera emplearse en lo tocante a las SS.

Empezó a escribir con sus garabatos horribles y apretados, caligrafía que había desarrollado porque su cerebro siempre funcionaba más rápido que sus dedos. Hizo una pelota con su primer intento y volvió a probarlo. También lo tiró. No sabía lo que quería para su hermano. Quería salvarlo, por supuesto, pero ¿en qué términos? En su presente estado mental agudizado hasta extraños extremos, no engañaría a Julius con facilidad.


Rastenburg

5 de enero de 1943


Querido Julius:

El oficial que te entregará esta carta podrá liberarte de tus apuros, sacarte en avión del Kessel y llevarte después a un hospital de Berlín. Tienes que tomar una decisión dura y terrible. Si te quedas le romperás el corazón a tu madre y, sabes que es verdad, sobre todo a tu padre. Tú, su hijo mayor, siempre has sido su imán, hacia quien se siente atraído de forma natural, de quien extrae su energía y, desde su retiro, en quien ha depositado toda su esperanza. Sin ti en esta vida sería un hombre roto.

Si te vas, tus hombres no te despreciarán pero tú sí. Cargarás con la culpabilidad del superviviente, la culpabilidad del elegido. Se trata posiblemente, y sólo tú puedes responder a esa pregunta, de un daño reparable. Lo que le pase a la mente de nuestro padre no lo será.

No puedo creer que tenga que depositar en ti la carga de esta elección en tus circunstancias desesperadas. En anteriores intentos he tratado de pintarlo bonito, una tentación para Julius, pero se negaba a ser bonito. Se trata de una elección desagradable. Por mi parte, todo lo que puedo decir es que, decidas lo que decidas, serás siempre mi hermano y nunca me ha parecido que haya en el mundo un hombre mejor.

Karl


Voss se abrochó la guerrera, se puso el abrigo y salió por debajo de los flecos de carámbanos de su cabaña al aire helado. Sus botas resonaban en el terreno duro de nieve prensada. Entró en el Área Restringida I y fue directo al puesto de mando de Seguridad desde el que sabía que el coronel de las SS Weiss dirigía su régimen brutal. El resto de soldados lo miraron al entrar. Nadie acudía por su propia voluntad al puesto de mando de Seguridad. Nadie quería hablar nunca con el coronel de las SS Weiss. Le dejaron pasar al momento. Weiss estaba sentado tras su escritorio, la cara pálida expresaba sorpresa, su piel parecía aún más blanca en contraste con el negro intenso de su uniforme, la cicatriz escalonada del ojo, aún más roja. Los nervios de Voss rebotaban en su estómago en busca de una salida.

– ¿Qué puedo hacer por usted, capitán Voss?

– Un asunto personal, señor.

– ¿Personal? -se preguntó Weiss; normalmente no trataba con lo personal.

– Me parece que el pasado febrero llegamos a un acuerdo muy especial entre nosotros y por eso he acudido a usted por este asunto personal.

– Siéntese -dijo Weiss, como si se dirigiera a un perro-. Parece enfermo, capitán.

– He perdido el apetito, señor -explicó Voss, a la vez que descendía sobre una silla con los muslos temblorosos-. Ya sabe… la situación del Sexto Ejército… es traumática para todos.

– El Führer resolverá el problema. Al final venceremos, capitán. Ya lo verá -dijo Weiss, con una mirada cautelosa, ya enfrascado en lo que percibía tras las palabras.

– Mi hermano se encuentra en el Kessel, señor. Está gravemente enfermo.

– ¿No lo han llevado sus hombres al hospital para que lo traten?

– Sí, pero su afección no respondió al tratamiento del que disponen en el hospital de campaña. Solicitó que le devolvieran a su división. Me parece que su afección sólo puede tratarse fuera del Kessel.

Weiss no dijo nada. Los dedos que se pasaba por la mejilla surcada por la cicatriz tenían las uñas bien cuidadas, lustrosas, llenas de proteínas pero teñidas de azul por debajo.

– ¿Dónde se aloja, capitán? -preguntó Weiss tras una larga pausa.

Le pilló con la guardia baja. Ya no estaba seguro de dónde vivía. Los números jugueteaban en su cerebro.

– Área III, C4 -dijo.

– Ah, sí, está al lado del capitán Weber -dijo Weiss, tan rápido que estaba claro que la pregunta había sido innecesaria.

La silla se le clavaba a Voss en las nuevas costillas sobresalientes. En el mundo de Weiss uno no acumulaba ningún crédito, siempre tenía que pagar.

– El capitán Weber no es un individuo muy cuidadoso, ¿verdad, capitán Voss?

– ¿En qué sentido, señor?

– Bebedor, indiscreto, curioso.

– ¿Curioso?

– Inquisitivo -aclaró Weiss-. Y me doy cuenta de que no refuta mis dos primeras observaciones.

– Perdone que diga esto, señor, pero en mi opinión Weber es el hombre menos inquisitivo que conozco, muy concentrado en su trabajo -dijo Voss-. En cuanto a lo de beber… ¿quién no lo hace?

– ¿Indiscreto? -preguntó Weiss.

– ¿Y con quién iba a ser indiscreto?

– ¿Ha acompañado al capitán Weber en alguna de sus excursiones al pueblo?

Voss parpadeó. No sabía nada de las excursiones de Weber.

Weiss tocó con una mano el canto de su mesa, un trémolo rematado por una floritura tamborileada.

– Ocupa un cargo muy delicado en pleno corazón del asunto -observó Weiss-. ¿De qué hablan cuando beben juntos?

Voss no tendría por qué estar sorprendido, pero lo estaba, por la aparente omnisciencia de Weiss. Se le deslizó por las venas un chorro de adrenalina, a la vez que el pánico le agarrotaba las glándulas del cuello.

– Nada de importancia.

– Cuénteme.

– Me ha pedido que le explique cosas.

– ¿Como qué? ¿Ajedrez?

– Odia el ajedrez.

– Entonces, ¿qué?

– Física. Sabe que fui a Heidelberg antes de que me llamaran a filas.

– ¿Física? -repitió Weiss, con ojos vidriosos.

A Voss le pareció captar una despreocupación que le hizo pensar que tal vez se hallaba en terreno peligroso, sembrado de minas.

– Aquí en Rastenburg las noches son largas -dijo Voss para cubrirse-. Me toma el pelo. Me dice que tendría que pensar en cosas más «físicas». Ya sabe, mujeres.

– Mujeres -repitió Weiss, con una risa tan poco alborozada que se convirtió en otra cosa.

– Parece más frustrado que inquisitivo -añadió Voss, consciente de que Weiss ya no le escuchaba.

– De modo que le gustaría sacar a su hermano del Kessel -dijo Weiss, optando por un alarmante cambio de rumbo que dejó a Voss pensando que había dicho cosas que no había dicho-. Sí, en vista de nuestro anterior acuerdo creo que puede arreglarse. ¿Tiene sus datos?

Voss le pasó la carta, preguntándose si el bocadito sobre Weber que había ofrecido resultaría tan satisfactorio como una carcasa entera para la paranoia de Weiss.

– Quédese tranquilo -dijo Weiss-, le sacaremos. Espero que se prolongue nuestro acuerdo especial, capitán Voss.


Voss no oyó nada más de Weiss y no le salió al paso. Le escribió una nota a su padre en la que le decía que había puesto en movimiento el proceso para sacar a Julius de Stalingrado, que esperaba noticias y que tal vez pasara algo de tiempo visto el estado caótico del interior del Kessel. Evitó a Weber y empezó a jugar a ajedrez consigo mismo sin, curiosamente, ser capaz nunca de ganar.

Una semana después se celebró una conferencia en la sala de operaciones que contó con la presencia de todos los oficiales superiores de la Wolfsschanze. Fue una reunión que iba a cambiar a Karl Voss. Había llegado un capitán del frente y Voss había oído que estaba previsto que expusiera la situación real sobre el terreno. Entró en la reunión a tiempo de oír cómo el capitán ofrecía su visión del horror. Hombres comidos de piojos que vivían de agua y hebras de carne de caballo, otros ictéricos con las extremidades hinchadas hasta el doble de su tamaño, centenares de hombres que morían cada día de hambre bajo un frío brutal, los heridos abandonados al raso en la pista de aviación, con la sangre congelada, los muertos apilados sobre el suelo impenetrable. El Führer lo recibió con los hombros hundidos y los párpados bajos.

Y entonces, el momento.

El capitán dio paso a una enumeración completa de la diezmada fuerza de combate de todas las unidades dentro y fuera del Kessel. Hitler asintió. Poco a poco se volvió hacia el mapa y se apretó la barbilla. A medida que la mano ligeramente temblorosa del Führer se apartaba de su costado, el capitán vaciló. Hitler enderezó una bandera que se había caído y empezó a hablar de una división Panzer, que estaba a tres semanas de la acción. Las palabras del capitán seguían surgiendo tal y como sin duda las había ensayado una y otra, vez, pero carecían de sentido. Era como si las hubieran despojado de todas las conjunciones y preposiciones, como si todos los verbos se hubieran convertido en su contrario y todos los sustantivos resultaran incomprensibles.

Silencio, mientras se alejaba el chirrido de las botas del capitán. Hitler estudió a todos sus oficiales, con ojos suplicantes y la violencia terrible del color rojo del mapa que tenía debajo reflejada en la cara. El mariscal de campo Keitel, con rostro tembloroso de emoción, dio un paso adelante con un chasquido estruendoso del tacón de la bota y rugió por encima del silencio mortal:

– Mein Führer, conservaremos Stalingrado.

Al día siguiente, en el desayuno, Voss comió bien por primera vez en semanas. Después, mientras iba de camino a la sala de operaciones, le llamaron al puesto de mando de Seguridad. Se sentó en la silla dura de Weiss. Éste se inclinó hacia delante y le tendió un sobre. Contenía su carta a Julius sin abrir acompañada de una nota.


El Kessel 12 de enero de 1943


Apreciado capitán Voss:

Hoy ha llegado un oficial para comunicar que venía a recoger a su hermano. Es mi triste deber comunicarle que el comandante Julius Voss murió el 10 de enero. Somos sus hombres y nos gustaría que supiera que abandonó esta vida con el mismo valor con el que la soportó. Nunca tuvo un pensamiento para él sino sólo para los hombres a su mando…


No pudo seguir leyendo. Volvió a introducir la nota y la carta en el sobre, saludó al coronel de las SS Weiss y regresó al edificio principal, donde dio con los lavabos y vació en el retrete su primer desayuno sólido en semanas.

Las noticias de esa tarde, sobre el asalto final al abandonado Sexto Ejército, llegaron a Voss desde una extraña distancia, como palabras que penetraran la mente de un niño enfermo. ¿Había pasado de verdad?

No había nada que hacer y terminó pronto su trabajo. La sensación de fatalidad de la sala de operaciones resultaba insoportable. Los generales se agolpaban junto a los mapas como junto al ataúd de un velatorio. Volvió a sus dependencias y llamó a la puerta de Weber. Le respondió un desconocido. Preguntó por su compañero. El hombre no lo conocía. Fue a la puerta de al lado y encontró a otro capitán, sentado en su cama fumando.

– ¿Dónde está Weber? -preguntó.

El capitán torció la boca hacia abajo y sacudió la cabeza.

– Infracción de seguridad o algo así. Se lo llevaron ayer. No sé, no preguntes. No con esta… atmósfera, en cualquier caso. Ya me entiendes -dijo el capitán, y Voss no se movió, se quedó mirándole hasta que el hombre sintió la necesidad de añadir algo-. Se dice que… Bueno, es sólo un rumor… No es que me lo crea. Si conocías a Weber tú tampoco te lo creerás.

Voss siguió sin decir nada y el capitán llegó a encontrarse lo bastante incómodo para levantarse e ir hasta la puerta.

– Conocía a Weber -dijo Voss, con la certeza de alguien a punto de que le demuestren que se equivoca.

– Lo encontraron encamado en el pueblo con el chico de los repartos de la carnicería.

Voss fue a su habitación y escribió a su madre y a su padre. Fue una carta que le dejó exhausto, vacío por completo, hasta que sus brazos quedaron exangües e imposibles de levantar en sus costados. Se metió pronto en la cama y durmió; se despertó dos veces y notó lágrimas en la cara. Por la mañana le despertó un ordenanza y le dijo que se presentara en el despacho del general Zeitzler.

El general le hizo sentarse y no se quedó tras su escritorio sino que se apoyó en el borde delante de Voss. Parecía paternal, ajeno a su habitual personalidad castrense. Le concedió permiso para fumar.

– Tengo malas noticias -dijo, haciendo tamborilear los dedos en el muslo-. Su padre murió anoche…

Voss fijó la vista en el omoplato izquierdo de Zeitzler. Las únicas palabras que le llegaron fueron «permiso por motivos familiares». Al mediodía se encontró bajo una luz medio muerta, de pie en el linde del pinar oscuro junto a las vías del tren, con un petate gris de ropa a un lado y un maletín marrón al otro. El tren de Berlín salía a la 1:00 p.m. y, aunque se encaminaba hacia el dolor de su madre, no podía por menos que sentir que aquello era un nuevo principio y que existían mejores posibilidades lejos de ese lugar, ese reino oculto: la Wolfsschanze.

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