36

16 de enero de 1971, casa franca, Pellatt Road, Londres.


Gromov estaba sentado en el sillón del salón de la casa franca de Pellatt Road. Se había quitado los zapatos y se calentaba los pies en la chimenea. Andrea estaba sentada frente a él y no le apetecía oler ningún vapor procedente de los pies de Gromov. Acababa de dar parte de su conversación con los jefes de sección y Gromov, junto con dos galletas que le habían llenado la ropa de migas, la estaba digiriendo. Andrea encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al fuego por encima de los dedos juguetones de Gromov.

– Un giro muy interesante, ¿no le parece? -dijo el ruso, sin el menor atisbo de interés.

– Parece un avance.

– ¿Lo que tiene El Leopardo de las Nieves es un problema de dinero? -Wallis me dijo que no era un asunto de financiación. -Así que no es financiación. ¿Y cuál es su problema? -¿Algo relacionado con el desertor?

– El desertor. Un experto en el despliegue de misiles balísticos intercontinentales en la Unión Soviética -dijo Gromov-. En la Universidad Humboldt se espera a un físico ruso para que dé dos conferencias, asista a un banquete, reciba un premio y pase la noche antes de volver a Moscú. Se llama Grigori Varlamov.

– ¿Se trata de un riesgo de deserción conocido?

– Si lo fuera no lo enviaríamos a la Universidad Humboldt -dijo Gromov-. ¿Cuándo parte hacia Berlín? -Mañana por la mañana.

– Varlamov llega pasado mañana… por la tarde, y se queda veinticuatro horas -dijo, y después, pensando en voz alta-: Si el objetivo de la operación del SIS fuera la satisfactoria deserción de Varlamov, ¿qué puede estarle causando el problema a El Leopardo de las Nieves? Si no es el dinero, su situación debe de haber cambiado y, por la razón que sea, está hallando dificultades para maniobrar.

Gromov sacó una bolsa blanca de papel arrugada de las que daban en las confiterías. Se la ofreció a Andrea, que la rechazó con un movimiento de la cabeza. El ruso pescó una pelota de rugby amarilla en miniatura con sabor a sorbete de limón y se la metió en la boca. Se paseó la chuchería por el paladar ruidosamente.

– Usted me dio la lista de Cleopatra -dijo-. En ella aparecía un nombre que no debiera haber constado. Cuando envié esa lista a Moscú me dijeron que el general Lothar Stiller, que era el encargado de la seguridad personal del secretario general Walter Ulbricht, no tenía permiso para tomar parte en esa operación.

– ¿Era?

– Stiller no presentó ninguna explicación susceptible de salvarlo -explicó Gromov, y Andrea palideció-. No, no, no… Nada que ver con su información. Más adelante he llegado a saber que ya estaba condenado a muerte. Fue la KGB la que le pasó su nombre a Cleopatra. Su presencia en la lista de Londres no era más que una especie de trámite para legitimar su ejecución.

– ¿Ante quién?

– Ante los alemanes del Este, por supuesto. Si les damos pruebas terminantes de que su hombre es un traidor, de que está fichado como traidor en Londres, no hay discusión posible.

– ¿Por qué quería Moscú librarse de Stiller?

– Era una deshonra para el comunismo y, debido a su corrupción o generosidad, como prefiera, poseía una base de poder amplia y muy extendida dentro de la Stasi. Y eso es todo lo que estoy dispuesto a contarle por el momento. El suceso tiene una vertiente política que no puede comentarse. A lo que voy es que los problemas de El Leopardo de las Nieves comenzaron tras la muerte de Stiller.

– ¿De modo que ahora investiga los contactos de Stiller?

– Ya le he dicho que eran amplios y muy extendidos. Hemos empezado un proceso de investigación pero hay centenares de personas implicadas y, dado que Varlamov llegará a Berlín Este en las próximas treinta y seis horas y le otorgará al SIS veinticuatro horas para sacarlo, disponemos de muy poco tiempo. Hace falta tiempo para sonsacar a la gente. Su actuación será más rápida y directa.

– ¿De verdad espera que me lo crea? -preguntó Rieff.

– Ya le dije a mi contacto que no se lo creería -dijo Schneider, que acababa de explicarle a Rieff la Operación Cleopatra a grandes rasgos, sin teoría ni mención alguna a Stiller, sólo que los americanos la habían montado para comprar información soviética con la certeza de que recibían desinformación de la KGB a partir de la cual los servicios de inteligencia aliados esperaban extraer conclusiones que les dieran una idea general de la verdad.

– Es absurdo.

– Es el extremo al que hemos llegado en el… impasse -argüyó Schneider; eso pareció llegarle a Rieff, porque dio un pequeño respingo en su asiento.

– Sería propio de la KGB, ¿sabe? -dijo.

– ¿El qué? -preguntó Schneider, removiendo con desaliento el tosco azúcar cubano en su café solo y flojo.

– Que la KGB montara una operación sin informarnos y sin mostrarnos los resultados.

– ¿Qué hay que mostrar? -preguntó Schneider-. ¿Que hemos reducido al enemigo a tales absurdos? Supongo que podría mejorar la moral.

– ¿Cree que la moral está baja?

– Quiero decir que podría suponer un estímulo adicional a nuestra ya de por sí elevada moral.

– A mi no me engaña con esa jeta de plástico, Schneider. El resultado de su supuesto accidente de laboratorio -añadió con befa.

A Schneider no le gustaba ese aspecto de Rieff. El modo en que abrazaba a uno, con complicidad, para después darle un puñetazo en el vientre justo cuando lo tenía por amigo. No dijo nada.

– Con motivo de su trabajo para la AGA conoce a muchos extranjeros -prosiguió Rieff-. Debe de tener una buena red a ambos lados del Muro.

– Llevo siete años trabajando en ello.

– ¿En esos siete años ha topado alguna vez con un agente con el nombre en clave de El Leopardo de las Nieves? -No, nunca. ¿Por qué lo pregunta? -Porque quiero encontrarlo. -¿Cuál es su juego?

– Es un agente doble que ha destapado con éxito varias de nuestras operaciones secretas en el Oeste, a la vez que ha organizado al menos tres deserciones de alto nivel.

– ¿Lleva mucho tiempo operando?

– Cerca de seis o siete años.

– Circularé el nombre por mi red, a ver si descubro algo. -Me extrañaría.

– ¿Por qué no? Es muy difícil operar de forma completamente anónima. No debería ser tan pesimista, general.

– Tan sólo lo dudo, comandante, porque creo que El Leopardo de las Nieves es usted.

Andrea tomó un vuelo de Interflug hasta el Aeropuerto Schónefeld de Alemania del Este. Los alemanes orientales sólo se habían mostrado dispuestos a aceptarla como matemática de visita en la Universidad Humboldt si llegaba como invitada de la RDA, aunque eso no significaba que le pagaran el vuelo o el hotel, que eran gastos que iba a tener que cubrir con divisa fuerte.

Fue sometida a una prolongada comprobación de documentos, durante la cual verificaron por vía telefónica sus dos cartas de invitación, una del rector de la universidad y la otra del director del Departamento de Matemáticas, Günther Spiegel. Desmantelaron su equipaje y dejaron de su cuenta el volverlo a ordenar, pero no hubo registro personal. Efectuó una declaración de divisas y compró los habituales veinticinco Osmarks del banco estatal. La esperaba un chófer enviado por la universidad, con su nombre mal escrito en un cartel. La llevó sin escalas al centro de la ciudad, al interior de la ciudad más llana en la que jamás había estado, y la dejó en el Hotel Neuwa de la Invalidstrasse. No soltó prenda, ni por iniciativa propia ni en respuesta a ninguna de las preguntas de Andrea.


Comió sola en el hotel. Un espantoso pedazo de cerdo cartilaginoso con un puré de col lombarda y patatas aguadas. El chófer volvió y la llevó sumido en su habitual silencio hosco hasta la universidad. La guió escaleras arriba al primer piso, señaló una puerta y partió. Una mujer respondió a su llamada y, al pedirle que entrara, le ofreció las primeras palabras de bienvenida desde su llegada al país. Tuvo un encuentro inicial con Günther Spiegel, que al final le solicitó que asistiera a una de su conferencias por la tarde, con un grupo de sus estudiantes de posgrado.

Encontró el camino a la cantina de estudiantes, donde tomó un café barato pero más repugnante incluso que el de British Rail. La gente la miraba pero nadie osaba abordarla. Después de la conferencia Spiegel la invitó a cenar a su piso.

– La habría invitado antes -dijo-, pero había que conseguir permiso.

Al volver al hotel descubrió que habían registrado su habitación; habían sacado su ropa de la maleta y la habían vuelto a colocar casi con precisión. Abrió el grifo de la bañera, se desnudó, se quitó una venda de la espalda encima de los riñones y despegó una compresa del refuerzo de sus bragas. Abrió los dos envoltorios y sacó veinte mil marcos en blandos billetes usados, que ocultó en pañuelos de papel.

El agua del baño estaba tibia y marrón; lo que fuera que, suspendido en la superficie, la empardecía, se pegaba al jabón y producía una espumilla que flotaba como un vertido. Se vistió y se colocó el dinero en la espalda, justo por debajo del elástico de la cintura, sin salir del baño. Se echó en la cama y leyó un libro, pasando las páginas sin asimilar una palabra. La llamaron de recepción a las 7:30 p.m. para decirle que el chófer la esperaba abajo. La llevó en un corto trayecto hasta una moderna urbanización llamada Ernst Thàlmann Park.

El piso de Günther Spiegel se encontraba en la octava planta de una torre con vistas a la estatua del propio Ernst Thàlmann, trece metros de mármol negro ucraniano. Spiegel se puso a su lado delante de ventana, sacudió la cabeza y bebió vino mientras contemplaban la chata extensión de la ciudad, que seguía cubierta por una capa de nieve helada.

– Nos mudamos aquí de una casa bonita del siglo xix de la Belforterstrasse porque la antigua se caía a trozos, las cañerías no funcionaban y la electricidad era una amenaza mortal, todo lo cual el Estado se negó a reparar. Insistieron en que nos trasladáramos aquí. Estaba nuevecito. Y ahora está igual de mal que las casas de hace cien años. Ha tenido suerte de que el ascensor funcionara, aunque los ocho pisos de subida suponen que uno se mantiene caliente cuando se avería la calefacción central y, por supuesto, los fontaneros estatales hibernan en invierno…, todo el mundo lo sabe.

La cena fue ligeramente mejor que la comida del hotel: tanto herr como frau Spiegel se disculparon por separado por la mala calidad de la carne.

– Hace poco el Estado se pasó a lo grande a la producción porcina -dijo Spiegel-, así que ahora no tenemos verdura y toda nuestra carne asquerosa se la venden al Oeste para hacer comida para animales.

– Sus pobres perros -añadió frau Spiegel.

Después de cenar Spiegel le indicó por señas que entrara en el baño y le preguntó si tenía divisa fuerte para prestar. Debía de haberlo hecho antes, porque no dio muestras de vergüenza ni humillación.

Le dijo que tendrían que encontrar un taxi cerca de la estación de S-bahn porque el chófer de siempre tenía la noche libre. Bajaron juntos y encontraron uno dando vueltas a la manzana. Spiegel habló con el taxista mientras Andrea subía.

El conductor no volvió por el mismo camino, sino que torció por Greifswalderstrasse y siguió adelante hasta que apareció un parque a la izquierda.

– Volkspark Friedrichshain -anunció.

Embocó el lado sur del parque y pasó por delante de una estatua.

– Estatua de Lenín -dijo el taxista, en mal inglés-. Nueva. Nikolái Tomski.

– Preferiría volver directamente al hotel -dijo ella. -No problema.

Puso rumbo al centro y se adentró en el barrio de Prenzlauer Berg.

– Teatro Volksbühne -anunció el conductor, y sus ojos se encontraron en el retrovisor.

– Hotel Neuwa, Invalidenstrasse -replicó ella-. Por favor.

– Pacten -dijo él.

A la altura del U-bahn de Senefelderplatz dobló a la derecha por Kollwitzstrasse, dejó atrás el cementerio judío y giró otra vez a la derecha para embocar Belforterstrasse, donde Spiegel le había dicho que vivía antes. El conductor dobló a la izquierda sin dejar de mirar por los retrovisores.

– Torre de agua -dijo-. Los nazis mataban gente en sótano.

Esa vez Andrea no dijo nada.

– Bien. Ahora relajada -observó el taxista.

Cruzó la Kollwitzplatz, siguió por la Knaackerstrasse y trazó una curva cerrada a la izquierda para entrar en una Mietkasern; pasó con rapidez bajo el arco de entrada, atravesó un patio y otro arco hasta aparcar en la penumbra total del segundo patio. Le abrió la puerta, la tomó del brazo y la condujo hasta la escalera.

– Último piso. Derecha -dijo-. Mano en la pared. Muy oscuro. Yo espero.

Andrea se estremeció, no de frío, sin querer, como si unos dedos le hubieran rozado las costillas.

El Leopardo de las Nieves vio la llegada del coche y se puso el pasamontañas. Había dispuesto dos pilas de bloques de hormigón a cada lado de la mesa como taburetes. Llevaba una linterna en el bolsillo. Oyó que se acercaban los pasos vacilantes, unos pies que tanteaban en cada rellano en busca del siguiente tramo. Bostezó hasta que le afloraron lágrimas a los ojos. Le sorprendía que su organismo pudiera segregar tanta adrenalina. Se caló la máscara.

Los pies llegaron al último piso y avanzaron por el pasillo. Encendió la linterna, la apuntó a los pies de la recién llegada y acarició con la luz los tobillos cubiertos por las medias. Cuando se detuvo le preguntó dónde estaban echados tres leopardos blancos y ella respondió. Guió a los pies hasta el interior de la habitación y dejó la linterna encima de la mesa. La niebla de sus alientos coincidía al borde de la luz tenue. Sacó un paquete de Marlboro y un mechero. Ella cogió uno. El Leopardo de las Nieves iluminó su cara con la llama amarilla y aceitosa de su encendedor de gasolina. Le tembló la mano. Ella la calmó. Él encendió su cigarrillo y prosiguió un largo silencio de los que rara vez se producen al inicio de un encuentro.

– Me avisaron de que llevaría máscara -dijo ella, para romper el hielo.

– ¿Le importa si le miro la cara? ¿Si se la ilumino con la linterna? -preguntó él.

– Si eso sirve… Tendremos que conocernos mejor a la larga… Espero.

Él la iluminó con la linterna desde varios ángulos. Andrea miraba al frente sin cerrar ni entornar los ojos. El delimitado círculo de luz temblaba en su mano.

– ¿Le importa si la apago un momento? -preguntó él-. Necesito oír su voz sin distracciones. -Está bien.

Apagó la linterna. Se quedaron a oscuras, a la única luz de las ascuas de sus cigarrillos. El corazón de El Leopardo de las Nieves era como el trueno, no había latidos diferenciados, tan sólo un tremendo bramido en el pecho.

– ¿Me conoces? -preguntó él.

– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó ella-. No sé qué cara tiene. -¿Qué sabe nadie con sólo mirar?

Silencio.

– Tú eres el experto -dijo ella-. Tú eres el espía.

– Todos somos espías -replicó él-. Todos tenemos secretos.

– Pero… pero tú eres el profesional.

– No retribuido. Recuerda. Por eso estás aquí.

– Ah, sí, el asunto -dijo ella, aliviada-. He traído su dinero. Veinte mil marcos occidentales.

– Ahora sí me reconocerás por mi voz, ¿verdad? -preguntó él-. Escucha con atención.

– No sé qué le ha hecho llegar a esa conclusión.

– Dicen que un niño siempre reconoce la voz de su madre.

– Pero yo no soy hija suya -dijo ella, y algo se estremecía en su interior, o más bien fuera, como si se tratara de un temblor de tierra, algo ajeno por completo-. ¿Podemos encender la luz ya, por favor?

– ¿Se aplicaría lo mismo a un amante? -preguntó él, sin hacerle caso-. ¿Entre amantes?

– No es lo mismo, ¿verdad? No es un vínculo de sangre.

– ¿Has estado enamorada alguna vez?

– No me he arriesgado a venir aquí para hablar de eso con un completo extraño.

– Desde luego. No para hablar de ese tipo de secretos… sino de otros… más aburridos.

Silencio de nuevo.

Él se quitó la máscara y la dejó encima de la mesa.

– ¿Tú responderías a la misma pregunta viniendo de alguien a quien no conoces? -preguntó ella. -Puede.

– ¿Has estado enamorado alguna vez? -Sólo una.

– ¿De quién? -preguntó ella, con el corazón indeciso acerca del siguiente latido.

– De ti… locamente.

Andrea tosió contra el súbito nudo de su garganta. Su cigarrillo oscilaba en la oscuridad.

– ¿Ahora me reconoces? -preguntó él. No hubo respuesta. -¿Me conoces?

– Sí -respondió ella, tras otro largo silencio-. No estoy segura de conocerme a mí.

– Hemos cambiado… -dijo él, casi indiferente, distante-. Es normal. ¿No es completamente normal? Yo tampoco soy como antes.

Cobró consciència de su frialdad y alargó la mano hasta encontrar la de ella.

– Déjame verte la cara -dijo ella. -Sólo te acordarás de la mitad. -Enséñamela.

– ¿Las buenas o las malas noticias?

– De donde vengo siempre pedimos las malas noticias primero.

El volvió el rostro hacia la derecha, encendió la linterna y la sostuvo a la altura de la mesa, de modo que cobró una apariencia espectral, espantosa, terrible.

– Esto son las peores noticias -dijo.

Volvió la cabeza para enseñar su otro perfil y ahí estaba Karl Voss, casi como Andrea lo había conocido. Le rozó la cara con la punta de los dedos y tocó los huesos, que seguían siendo prominentes, todavía vulnerables bajo la piel tersa.

– Aquí tienes las noticias un poco mejores -dijo él-. Un lanzallamas ruso me asó el otro lado.

– Me contaron que te habían fusilado en la prisión de Plòtzensee.

– Como a otros muchos -dijo él-. Me pusieron en el paredón pero ese día disparaban con balas de fogueo. Un susto de muerte.

– Rose me dijo que estabas implicado en la Conspiración de Julio.

– Lo estaba. Era su hombre en Lisboa.

– ¿Cómo sobreviviste a eso?

– Dio la casualidad de que me interrogó un coronel de las SS llamado


Bruno Weiss quien, a pesar de ser un sujeto muy poco recomendable -me parece que lo colgaron en el 46- era un conocido de mis tiempos en la Wolfsschanze. Allí trabé con él una relación especial.

Se calló porque ella lo miraba, petrificada, con un silencioso torrente de lágrimas en la cara.

– Soy yo -dijo él-. Estoy aquí.

– ¿Tú te lo crees?

– No. Intento no pensar en ello.

– Te había olvidado.

– ¿De verdad? No me sorprende. Me imagino que te dirían algo, un par de frases, no sé, quizá sólo unas palabras. Han fusilado a Voss. Se equivocaron, eso es todo.

– Eso es lo que me dijo Rose, me dijo: «Por cierto, nos han llegado noticias de Voss. Nada buenas. Nuestras fuentes nos han informado de que lo fusilaron al amanecer en la cárcel de Plotzensee el viernes pasado junto a otros siete hombres». Eso me dijo. Esas fueron sus palabras.

– Rose nunca me cayó bien pero por un azar te dijo la verdad. Una información perfecta. Era viernes. Sí. Y éramos ocho. Y nos dispararon… pero sin bala.

– Esa mentira me ha…

– No fue una mentira…, sólo una falsedad. Dudo que lo supiera y, aun de ser así, lo más probable es que pensara que te haría la vida más fácil. Eras joven. Podías recuperarte.

– No -dijo ella, con rapidez-. Me la hizo difícil, increíblemente difícil. De haber sabido que estabas en alguna parte, aunque no pudiera verte, habría habido posibilidades. La palabra «nunca» no se hubiera afianzado en mi vocabulario.

– Estás enfadada,

– Porque pensaba que esto no podría suceder nunca, jamás me lo he planteado. De haberlo hecho, el enfado no hubiera sido lo que hubiera esperado. Habría pensado que nos fundiríamos en un abrazo como en las películas, pero son veintisiete años, ¿o no, Karl? Está en la naturaleza de la helada que al cabo de un tiempo se haga permanente. No se derrite en diez minutos, y menos aún en este clima.

– Hace frío, sí -dijo él-. Y tienes razón. Yo nunca tuve que vivir con la pérdida. Eso habría sido duro.

Silencio de nuevo.

– Hace menos frío cuando nieva -dijo él, y Andrea supo que estaba pensando.

– Entonces hablemos -dijo ella-. Cuéntame lo de esa relación especial con Bruno Weiss.

Silencio mientras él acababa el cigarrillo, se pasaba las manos por los muslos y volvía a ese cofre negro con la dirección impresa en letras blancas oculto en el más remoto confín de su memoria.

– Puse una bomba para él, que mató a un gran hombre-dijo-. Fritz Todt. Un gran, gran hombre y yo lo maté. No sabía que lo estaba matando, pero lo hice y después entré en el mundo del coronel de las SS Bruno Weiss y, lo que es peor, lo acepté. No me limité a mantener la boca cerrada. Di un paso más y sembré una mentira para él. Más o menos me devolvió el favor al cabo de un tiempo intentando ayudarme a sacar a Julius del Kessel de Stalingrado pero… era demasiado tarde.

– Pero te salvó de la quema tras la Conspiración de Julio.

– De la quema, sí -dijo él, mientras recapacitaba sobre lo irónico del asunto-. Optó por creerme, eso es todo. Hubo otros, que yo sabía que eran inocentes, a los que optó por no creer, torturó y ejecutó. Pero a mí… no me dejó libre, exactamente. Acabé como soldado en el Frente Oriental. Pero incluso allí, ya ves, esta suerte infausta me persiguió y en pocos meses había tal escasez de oficiales que me vi de nuevo con el uniforme de capitán. Algunos de mis hombres decían que estaba «bendecido», como si ésa pudiera ser la palabra adecuada para referirse a que a uno le permitan seguir en el infierno.

– Eso depende de lo que uno crea.

– Sí -dijo él, casi agresivo-. ¿En qué creo yo?

– Tal vez, como yo, hayas empezado a creer que no hay nada tras la puerta que da a la oscuridad.

– Es verdad. Lo cierto es que no quería ver lo que había detrás. Al menos ese momento. No sé por qué. Tenía todos los motivos. Ser abrazado por la oscuridad habría sido un alivio.

– ¿Y el lanzallamas ruso?

– Me gustaría decirte que fue una purificación a través del fuego, pero creo que no fue sino suerte, una vez más. Estábamos en retirada, cada día nos retirábamos de la arremetida rusa. Nos encontrábamos en las afueras de Berlín. Yo empujaba un coche para sacarlo de un lodazal y dejar que mis hombres pudieran pasar una pieza de artillería cuando, mientras resoplaba contra el cristal trasero, me encontré cara a cara con el general Weidling, que era un viejo amigo de mi padre. Me reconoció pero no supo ubicarme. Sostuvimos una de esas charlas absurdas en las que una guerra mundial parece detenerse por unos instantes, y él trató de recordar dónde me había visto antes, pero a esas alturas yo ya me había cambiado el nombre. Había resultado bastante fácil entre tanta confusión, con tanta muerte y destrozo, recoger unas placas de identificación. Mis hombres estaban al tanto de mi historia, hasta el punto de que fueron ellos los que un día me entregaron los documentos del capitán Kurt Schneider, que encontraron en un cadáver tirado en el cráter abierto por una bomba. Sabían que lo pasaría mal si los rusos seguían mi historial hasta llegar a la Abwehr. Inteligencia militar. Espionaje. Nunca es bien visto. Así que le dije a Weidling que era Kurt Schneider pero, al igual que con Bruno Weiss, ya habíamos entablado una especie de relación especial y me preguntó qué tal conocía Berlín. Yo había vivido allí toda la vida antes de irme a Heidelberg de modo que lo conocía muy bien. Me ordenó que lo llevase al bunker del Führer, cosa que hice, y cuando conseguí devolverlo de una pieza me hizo miembro de su equipo. Mis hombres no podían creérselo.

»Estar entre el personal de Weidling era útil, pero no suponía estar al margen de la guerra. De vez en cuando el combate llegaba a nuestro cuartel general en perpetuo movimiento: con los rusos la lucha era calle por calle, casa por casa. Una lucha terrible. Una pérdida espantosa de vidas. Y un día me alcanzó parte de la suerte del capitán Kurt Schneider original y la pierna me quedó atrapada bajo unos escombros después de que un tanque agujerease la pared de una casa. Un ruso limpió la habitación con un lanzallamas. Me dieron por muerto y sólo me recogieron cuando el combate hubo terminado, más o menos.

»Cuando los rusos descubrieron que había estado a las órdenes de Weidling me proporcionaron tratamiento médico y al cabo de un tiempo me enviaron en avión a Moscú como parte de un cargamento de botín. Realizaron ciertas reparaciones toscas en mi cara y me llevaron a un campo de prisioneros al norte de la ciudad llamado Krasnogorsk 24/III. A Weidling lo estaban interrogando en Moscú y un día la NKVD vino a verme cuando se enteraron de que había estado con él en el bunker del Führer poco antes del final. Les conté todo lo que había visto, que no era gran cosa, esperar al pie de las escaleras a que Weidling diera las últimas noticias atroces… pero lo adorné. Después mencioné que había estudiado física en la Universidad de Heidelberg y dejé caer el nombre de Otto Hahn, y ya estaba… Cualquier cosa por salir de ese campo.

»Me interrogaron, me enviaron a un centro técnico de Moscú y después a Tomsk, donde trabajé doce años como ayudante en un laboratorio de investigación, hasta 1960. Me casé y, tal vez gracias a los contactos de mi suegro, me ofrecieron un puesto en la escuela MP, que era la Academia Soviética de Inteligencia de Moscú. Lo acepté con los ojos cerrados, porque me dijeron que así volvería a Alemania. Me ofrecieron un destino en Berlín en el 64, de modo que aquí estoy: el comandante Kurt Schneider, Ministerio de Seguridad Estatal, Arbeitsgruppe Auslánder; superviso a los visitantes extranjeros de Berlín Este. Wilkommen nach Ost Berlín.»

– Estás casado.

– Y tengo dos hijas. ¿Y tú?

– Estuve casada. Me casé en cuanto me dijeron que te habían fusilado. Tenía que hacerlo. En aquel momento pensé que tenía que hacerlo. -Sí, claro. ¿Hijos?

Andrea clavó la vista en la mesa. La madera estaba manchada de anillos de tazas y vasos que creaban una serie de diagramas de Venn. Conexiones. Solapamientos. Diferencias. Abrió el bolso y sacó una foto de Juliáo. La deslizó por la superficie áspera. Él la inclinó para verla. Arrugó la frente.

– Dios mío -dijo.

– Le puse Juliáo.

– Pero esto es extraordinario -dijo él, jugueteando con la esquina de la foto, hasta que al final la alumbró con la linterna e inspeccionó la cara con detenimiento.

Andrea lo contuvo varias veces: el instinto de mentir, de fingir, todavía fuerte, incluso delante de la única persona a la que podía y debía contárselo.

– Los portugueses y su fado -dijo-. ¿Lo recuerdas?

– Oímos un poco la noche en que paseamos por el Bairro Alto.

– Parece que estamos destinados a vivir en minutos y horas, en vez de años y décadas. Mi vida ha tenido dos semanas de duración, y todo lo que me ha sucedido es el resultado de esos breves quince días y sus interminables repercusiones.

El levantó la linterna hacia ella para ver si su cara decía más que sus palabras.

– ¿Por qué crees que se parece a Julius? -preguntó Andrea.

Él se levantó, paseó por la habitación, manoseó los cigarrillos hasta encender dos y le dio uno al pasar por delante de ella.

– No puedo pensar -dijo-. No puedo pensar. No hables. No oigo. No puedo hablar.

Andrea se llevó el cigarrillo a la boca con pulso vacilante. Sus labios temblorosos lo devolvieron a los dedos. Lo dejó en el borde de la mesa e interrumpió el deambular de Voss agarrándole por las solapas.

– ¿Dónde está? -preguntó él-. Dime sólo dónde está, para que pueda imaginármelo.

De repente Andrea cobró consciencia del frío que hacía en la habitación. Juntos estaban inmersos en sus respectivos alientos. El aire se les congelaba en la boca y la nariz, formaba escarcha en sus pulmones y les sembraba las sienes de hielo.

– Está muerto, Karl. Murió de un disparo en una patrulla en Guinea en 1968. Era soldado… como Julius.

Por un momento pareció que Voss hubiera inhalado hielo puro, que le envarara, le congelase las entrañas y lo apabullara con su peso. Se derrumbó sobre los bloques de hormigón con la cabeza colgando de los hombros, como si se hubiera roto de repente. Asió la mano muerta de Andrea, se la llevó a la mejilla buena y frotó la cabeza contra ella, ya no tan fría.

– No me extraña que no te reconozcas -dijo.

– ¿Y tú?

– Vivir la vida de mi hijo en quince segundos… no es lo mismo. Perder un hijo tras toda una vida, eso es insoportable.

– Igual que tus padres -dijo ella, sin vacilar, porque también lo había pensado años atrás.

– Sí -dijo él, y bajó la vista al suelo de cemento.

Levantó la cabeza poco a poco. Sus ojos se fijaron en una gruesa grieta en el yeso de la pared. La siguió hasta el techo, donde se bifurcaba en dos surcos más estrechos que a la larga se desvanecían en la nada.

– Cuéntame -dijo ella.

– Estoy pensando.

– No has dejado de pensar desde que me has alumbrado la cara con esa linterna.

– Ahora pienso en lo que trataba de no pensar antes. -Sin éxito.

– Sí, sin éxito… Me preguntaba por qué te enviaría Jim Wallis para ponerte en contacto conmigo.

– ¿Te reclutó Jim? -preguntó ella, una finta, una distracción.

– Yo lo recluté -dijo Schneider-. Vino a Berlín como parte de una delegación comercial, al poco de llegar yo. Estaba gordo y calvo, pero todavía distinguí cómo asomaba esa expresión de colegial que tiene. Viajaba con no sé qué nombre, pero supe que se trataba de él. Ordené que lo cogieran, lo acribillaran a preguntas y le metieran el miedo en el cuerpo. Después lo llevé en persona de vuelta a la delegación y le dije quién era. También se lo demostré… empleando tus nombres. Anne Ashworth, Andrea Aspinall. Ya había decidido que el único modo de sentirme mejor por ser lo que era, este oficial de la Stasi que espía a los extranjeros, consistía en trabajar contra el sistema desde dentro, valerme de mi posición para sacar a desertores y destapar las operaciones secretas de Alemania Oriental en el Oeste. Le dije que trabajaría para él a condición de que fuera la única persona al tanto de mi existencia y de que nunca hubiera ningún vínculo entre la Inteligencia británica y yo. Anonimato completo. Nada de dinero destinado para que pudieran rastrearme. Pero Jim es listo porque se acordó de que había un vínculo. El vínculo original. Tú.

»Y nuestro arreglo funcionaba a la perfección… hasta que fui investigado después de que la KGB matara al general Stiller; la única explicación es que se trate de un asesinato político con autorización del más alto nivel de

Moscú, porque desde entonces me he visto sometido a una presión interna muy intensa. Necesitaba ayuda, ayuda rusa, pero, como podrás imaginar, mis amigos de la KGB me abandonaron de modo que… aparece Jim con un plan para apoyarme sin poner en peligro mis condiciones de servicio. O, en palabras del agente de contacto, de modo que me dejara «invulnerable ante Lord Leónidas Brezhnev». Y ¿qué hace Jim? Te envía a ti. Lo cual significa… -dijo, mirándola pero al interior, a una profundidad orgánica.

– ¿Qué? -preguntó ella, estremeciéndose bajo el escrutinio.

– Trabajas para ellos, ¿verdad? Los rusos. Y Jim también lo sabe. Eres una agente doble -dijo-. Qué listo, ¿verdad? Y muy retorcido, al mismo tiempo. Tienen razón al decir que esto es una guerra fría. Es tal el nivel de absurdo que nada puede creerse, ni se cree, a excepción de los viejos conocidos de fiar. Wallis no me dejaría nunca escapar porque soy uno de los pocos agentes que tiene a este lado del Muro que proporcionan buena información de manera constante. Hará cualquier cosa por protegerme. Se valdrá de mi único amor, porque sabe que ella es la única persona de este mundo que jamás me traicionará.

Silencio.

– ¿O se equivoca? -preguntó él, a la vez que levantaba la esquina de su frente donde debiera haber estado una ceja-. ¿Te han lavado el cerebro, Andrea?

– No se equivoca -dijo ella con calma.

– Mi suerte se mantiene -replicó él-. Pero la tuya no.

– ¿Por qué no?

– Jim ha decidido sacrificarte por mí. -¿Cómo?

– Los rusos te han enviado a encontrarme. El Leopardo de las Nieves. Y ahora ¿qué? -preguntó-. Ahora no vas a encontrar a El Leopardo de las Nieves porque no piensas entregarme a los rusos. Entonces, como agente doble, ¿qué diablos vas a hacer?

– Diré que no llegué a verte.

– No te creerán. ¿Qué has estado haciendo esta última hora? Lo comprobarán en el hotel. Todo el mundo espía a todo el mundo. Esto es la Lisboa de la guerra elevada al cubo.

– No te vi la cara.

– ¿Pero qué puedes decir que has estado haciendo en realidad durante una hora?

– Planeábamos juntos la deserción de Varlamov.

– ¿Y eso es todo? ¿No me volviste a ver? Los rusos no lo aceptarán. Tendrá que haber otro encuentro y querrán que se lo cuentes. Si no encuentras a El Leopardo de las Nieves… quizá no vuelvas a Londres.

– Piensa, Karl.

– Es todo lo que puedo hacer.

– Yo haré cualquier cosa, lo sabes.

– ¿Cualquier cosa?

– Excepto entregarte.

– Quizá no tengas que entregar a El Leopardo de las Nieves sino que baste con un leopardo de las nieves -dijo, y después, para sí-: En cualquier caso… Jim va a tener que apañárselas sin Varlamov.

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