Septiembre de 1989, casa de Andrea, Langfield, Oxfordshire.
– El único cambio que hice en la estructura fue tirar este muro -dijo Andrea-. No quería pasarme la vida caminando sin parar de la cocina al comedor.
– Hablando de tirar muros… -comentó Cardew.
– Me has prometido que no hablarías de él -interrumpió Dorothy.
– ¿De quién?
– Lo sabes muy bien: de Gorbi.
– A mí sólo me está prohibido comentar los precios de la propiedad -dijo Andrea.
– Oíd, oíd -dijo Rose.
Sólo cuatro de los invitados de la cena de inauguración de Andrea no habían recibido honores de la reina. Los vecinos de al lado, Rubio y Venetia Raitio, eran escultores. El era finlandés. Sir Richard Rose se había traído a su novio, un bailarín tailandés de nombre Boo que en ocasiones se hacía llamar lady Boo si Dickie se ponía demasiado pomposo. Sir Meredith y lady Dorothy Cardew, junto con Jim Wallis, que ostentaba la Orden del Imperio Británico, y su cuarta esposa, una francesa llamada Thérèse, completaban la fiesta.
– ¿De dónde has sacado esta mesa? -preguntó Dorothy Cardew, decidida a salirse con la suya-. Es del refectorio de la reina Ana, ¿verdad? -Una copia, Dorothy. Una copia.
– Todo lo que dice es sensato, este Gorbi -dijo Cardew, poniendo un énfasis cáustico en el nombre-. Todo eso del glasnost y la perestroika… Dorothy entornó los ojos.
– Yo siempre había pensado que eso era un trineo tirado por caballos -comentó Venetia, en un intento de bajar el tono de la conversación.
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– Eso es una troika -corrigió Rose-. Perestroika significa «reconstrucción».
– Qué insulso -dijo Boo, que había aprendido de Rose la mayor parte de su vocabulario.
– A mí me gusta más cómo suenan las campanillas de los trineos -terció Dorothy, para devolver la charla a su banalidad.
– Y glasnost es «apertura» -añadió Rose, una explicación para los idiotas.
– Creo que se equivoca -dijo Venetia, decidida a desinflar a Rose-. Estoy segura de que es una directiva de Moscú para que todos se suban a sus trineos sin techo, se pongan sus mejores abrigos de pieles y canten villancicos en la nieve.
Rose levantó las manos. Boo le dio una palmada en la pierna.
– Viene a ser lo mismo -dijo Wallis-. A mí me da que Gorbi no es trigo limpio. Digan lo que digan, sigue siendo un rojo. Sólo nos gusta porque su mujer está como un tren.
– Es impensable odiag a alguien con esa tache de vin en la cabesa -apuntó Thérèse-. Il est trés, trés sympa.
– Le gusta el antojo de Gorbi, cariño -explicó Dorothy-. Ese archipiélago que tiene en la cabeza… es de lo más entrañable.
– Tarde o temprano sacará el puño de hierro -dijo Cardew-. Ya veréis. El politburó le pondrá las pilas y antes de Navidad ya estará partiendo cabezas.
– Yo creo que lo conseguirá -dijo Andrea.
– ¿El qué? -preguntó Cardew, buscando pelea.
– Tú mismo lo has dicho: «Hablando de tirar muros abajo». Yo creo que lo abrirá todo. Se quitará de encima los estados satélite. Ya no puede permitírselos. Les dirá que se busquen la vida por su cuenta.
– No lo verán mis ojos -dijo Cardew-. Aunque puede que eso no signifique gran cosa.
– Pego si es usted muy joven -insistió Thérèse, con un ademán de sus dedos enjoyados-. Y muy guapo.
– Le deprime cumplir ochenta en noviembre -dijo Dorothy.
– No hace falta que se entere todo el mundo -protestó su marido.
A principios de octubre Andrea se compró una televisión y un perro. Eran dos cosas que jamás había pensado que compraría, pero le gustaba la sensación de que hubiera alguien más en la casa. El animal, un perro salchicha de pelo largo, le pareció lo bastante arrogante para recibir el nombre de Ashley.
Una semana después la televisión la compensó. Gorbachev fue a Berlín y le dijo al viejo seco de Honecker: «Cuando nos retrasamos, la vida nos castiga». Andrea alzó el puño de alegría. Ashley se mostró más circunspecto.
Se sentó en el suelo del salón, todavía vacío, a leer la prensa, mientras miraba y escuchaba cada minuto de noticias en la televisión y la radio. Volvía a sentir aquella emoción, el tirón del hilo de plata.
El principio de noviembre fue incluso mejor: la osadía de los alemanes del Este iba en aumento. Andrea empezó a vivir en su propio mundo, como había visto hacer a otros viejos, que se habían consagrado a un torneo de golf, un campeonato de tenis o, peor aún, al billar. No se atrevía a salir por si se perdía algo. Vivía de tabaco y café. Ashley iba a la casa de al lado a que Venetia le diera de comer.
El 9 de noviembre se había servido su primer gintonic de la tarde cuando oyó la extraña declaración de que a los alemanes del Este se les permitía viajar libremente con efecto inmediato. Andrea no sabía lo que significaba aquello. Era demasiado banal. Sonaba como si hubiesen rendido su carta más fuerte: el Muro. ¿Así era como acababa un régimen? ¿Con una metedura de pata?
Cinco horas más tarde estaba de rodillas en el centro del salón, con un cenicero lleno, una botella de champán a la derecha y el teléfono a la izquierda. Las escenas de la televisión eran más de lo que una podía creer. Gente de pie encima del Muro, occidentales que bailaban con orientales por la calle, todos empapados de cerveza y sekt, muchos en bata y zapatillas y algunos con criaturas en brazos; detrás de Andrea se acumulaba una estela de Kleenex extra resistentes. Ashley descansaba con la barbilla en el suelo, mirando de un lado a otro, deseoso de que todo acabara para poder volver al régimen habitual de comidas y paseos.
Jim Wallis había sido el primero en llamar.
– ¿Lo has visto? -rugió.
– ¿Que si lo he visto? Lo he vivido, Jim. Esto es mejor que el veinticinco de abril del 74.
– ¿El veinticinco de abril?
– La Revolución Portuguesa. El final del fascismo en Europa, Jim. -Lo había olvidado por completo, amiga mía. El final del fascismo, claro.
– Pero esto supone el final, el final de verdad de todo ese… de todo eso.
– Por un momento me ha parecido que ibas a decir la palabra esa que empieza por «O».
Se despertó a las 4:00 a.m., tirada en el suelo, con la pantalla de la televisión en blanco, la botella a su lado, el cenicero desbordado y la boca como el interior de un saco de pienso para animales. ¿Era ése el comportamiento adecuado para una pensionista? Se arrastró hasta la cama. Durmió y al despertarse se sentía muerta y vacía, como si le hubieran privado de un plumazo todo el sentido de su existencia. Deambuló de habitación en habitación, la mayoría vacías aún de mobiliario porque había vendido hasta el último palillo de la casa de Clapham. Decidió que aquél era el día para dejar de fumar. Cuando se está deprimida, agudizar la depresión haciendo algo que es bueno para una.
Quería que sonara el teléfono. Quería que él la llamara, pero ¿cómo iba a saber él dónde encontrarla? Jim Wallis había perdido el contacto operativo con él años atrás. Le habían perdido la pista porque era demasiado peligroso seguírsela. Pensó en volar a Berlín a buscarlo. Después empezó a preocuparse porque él era de la Stasi y se avecinaban represalias, linchamientos. Iba a tener que ser discreto y no le haría ningún bien que Andrea rebuscase en el cadáver del sistema para encontrarlo.
Se lo quitó de la cabeza. Se puso a trabajar en la casa. Remodeló la buhardilla por el único motivo de que le parecía correcto empezar por arriba, reordenar primero la cabeza. Redecoró los dormitorios y puso camas aunque rara vez tuviera visitantes que se quedasen a dormir. Hizo un estudio en el piso de abajo y compró un ordenador nuevo que le cabía en el escritorio y que tenía la misma potencia que el que había empleado en Cambridge años atrás, que había ocupado una habitación entera. Decidió involucrarse más en la vida del pueblo y empezó a frecuentar la tienda del lugar, en la que compraba poco y se quedaba mucho porque le caía bien la divorciada, Kathleen Thomas, que la regentaba, con la advertencia permanente de que la cerraría al día siguiente por culpa de la competencia de Waitrose, en Witney.
Sólo cinco personas compraban en la tienda del pueblo hasta esa Navidad, cuando una sexta se apuntó a un club tan caro. Morgan Trent tenía cuarenta y cinco años, era un comandante recién salido del Ejército y estaba de alquiler mientras trataba de encontrar algo que comprar. Quería montar un centro de jardinería. A Andrea no le caía bien. Se ajustaba a la descripción que su madre había hecho de Longmartin, lo cual parecía una razón tan buena como cualquier otra para justificar una animosidad natural. Además, Kathleen Thomas se había encaprichado de él, lo cual suponía que Andrea tenía que aguantar sus interminables chanzas mientras Morgan compraba productos que no necesitaba tres o cuatro veces al día.
A lo mejor fue por los planes empresariales de Trent por lo que esa primavera empezó a trabajar en el jardín. No quería tener que comprarle nada cuando abriera su establecimiento, aunque esos planes no parecían prosperar con la velocidad que él daba a entender. En verano contrató a un mozuelo enclenque de las casas de protección oficial de las afueras del pueblo para que viniera a cortarle el césped. Tenía dieciséis años y se llamaba
Gary Brock. A Andrea le parecía buen muchacho pero Kathleen le contó que esnifaba pegamento y era una amenaza para la sociedad. Morgan Trent le dio la razón, aunque a esas alturas ya se acostaba con ella y no le quedaba otro remedio.
A finales de verano Andrea regresó de una traicionera excursión de compras a Waitrose y descubrió que el cortacésped había desaparecido. Se lo comentó a Kathleen, quien le dijo que había visto que Gary Brock se lo llevaba del pueblo a primeras horas de la tarde. Andrea anunció que iba a acercarse a las viviendas de protección oficial a hablar con él.
– Cuidado con los perros -le advirtió Kathleen.
– ¿Qué perros?
– Su padre cría pit bull terriers.
– Se los vende a los traficantes de Brixton -gritó Morgan desde el salón.
– Cállate, Morgan -dijo Kathleen. -Es verdad, caramba.
– Sea como sea, ya te haces a la idea -prosiguió Kathleen-. El señor Brock padre no es lo que una diría refinado.
– No es de la gente para quien luchaste en la guerra, Andrea -gritó Morgan.
– ¿Cómo sabes que hice algo en la guerra, Morgan? -Todos los de tu generación lo hicieron.
Encima de la puerta de Marvin Brock había un letrero de contrachapado pintado a mano que rezaba «hatencion del perro». Llamó al timbre y despertó un alud de ladridos feroces por toda la casa. Retrocedió dos pasos como si eso fuera a darle un asomo de posibilidad de escapar. A través del cristal esmerilado distinguió a una persona corpulenta que avanzaba por el pasillo.
– Tranquilo, campeón -dijo la voz.
Marvin Brock abrió la puerta. De alguna habitación a sus espaldas surgía el estruendo de la programación televisiva diurna. Llevaba la cabeza rapada, téjanos y una camiseta del equipo de fútbol de Swindon Town; enrollada a la muñeca tenía una gruesa correa de cuero, enganchada a un perro de tan alarmante poderío y potencial ferocidad que en vez de collar llevaba un arnés completo. Andrea dio un respingo al ver el nombre escrito con tachuelas en la gruesa tira que le cruzaba el pecho. ¿De dónde venía ese nombre? El perro tiraba de la correa y tendía en su dirección el hocico negro e inquieto.
– Venga, Clint -dijo Marvin-, atrás, atrás, chico bueno. -Ah, Clint, con ene -dijo Andrea, aliviada.
– Sí, por el actor. El más grande que hay. Clint Eastwood. -Usted es el padre de Gary, ¿verdad?
– Sí -dijo él lentamente, acostumbrado a esa pregunta inicial.
– Soy Andrea Aspinall. Su hijo Gary me corta el césped. Al parecer se ha ido con mi segadora.
– ¿Se ha ido? -preguntó Marvin-. Bueno, lo más probable es que haya ido a segar el césped de algún otro.
– No le di permiso.
– Ya veo.
– ¿Le dirá que me la devuelva, señor Brock, por favor? -Fijo, Andy. Fijo. Lo siento por el lío.
Una semana después el cortacésped seguía sin aparecer y Andrea denunció el robo a la policía. Gary lo había cogido para venderlo, pero eso no era sino un delito menor más de una larga lista rematada por una acusación relacionada con las drogas. Llamaron a Andrea como testigo. Pasó tres minutos enteros delante de los jueces instructores. A Gary Brock le cayeron dieciocho meses.
A finales de mayo de 1991 Andrea cortaba el césped y se preguntaba por qué se había tomado siquiera la molestia de pagar a Gary Brock para que lo hiciera. Resultaba tan satisfactorio, incluso matemático, sobre todo ese último cuadrado en pleno centro del resto de cuadrados concéntricos.
Al recoger el cortacésped reparó en una presencia apoyada en su coche dentro del garaje.
– ¿Se acuerda de mí, señora A, verdad? -dijo una voz, en tono amenazador y plagado de campiña de Oxfordshire.
Estaba más fuerte, y llevaba vaqueros ceñidos y doctor Martens color caoba. Su camiseta se extendía por encima de losas y riscos de músculo y le atenazaba los bíceps, surcados por un grueso gusano de venas.
– Gary Brock, señora A.
– Te han soltado pronto, Gary.
– He sido pero que muy bueno, ¿o no, señora A?
– También has hecho pesas, ¿verdad, Gary?
– Sí. ¿Sabe por qué, señora A?
– Supongo que estar entre rejas es un poco aburrido, ¿no?
– Pues no, para empezar, no lo es.
– ¿Por qué no?
– Porque todo el mundo quiere follarse un culo nuevo, señora A. Silencio.
– ¿Qué haces aquí, Gary?
– Sólo quería contarle cómo se vive allí dentro, señora A.
– No fuiste a la cárcel por robarme el cortacésped, Gary.
– Pero no le costó mucho subirse a ese estrado para darme por culo, ¿verdad que no?
Andrea se dirigió hacia la puerta. Gary le cortó el paso. Ya estaba asustada. Rubio y Venetia habían salido y Gary debía de saberlo. El garaje quedaba oculto de la carretera en la parte de atrás de la casa. Eso era lo que pasaba, pensó ella; una sobrevivía a las peores circunstancias posibles sin un rasguño para acabar siendo asaltada por un patán adolescente en el garaje de su casa una tarde de verano.
– ¿Qué quieres, Gary? -preguntó, en ese momento enfadada.
Gary hizo un gesto brusco con la cabeza. Pasos sobre el paseo de grava. Dio un paso atrás para mirar. Una alta figura masculina se recortaba en la puerta del garaje contra la intensa luz del exterior.
– Y bien… ¿qué es lo que quieres? -le preguntó con acento a Gary el recién llegado.
Andrea conocía esa voz. Gary se movió con pasos pesados. Andrea se puso a la luz e hizo un gesto de negación con la mano.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Voss, con una voz que había conocido a hombres mucho peores que Gary. Le puso a la vista el lado espantoso de su cara. Gary retrocedió ante el poder de semejante estrago. Un hombre, incluso setentón, que tenía ese aspecto, que podía pasearse de ese modo, tenía su propia fuerza.
– He venido a saludar a la señora A, eso es todo -dijo, bordeando a Voss a cierta distancia-. He estado fuera, namás.
Gary se alejó, tratando de mostrarse despreocupado y natural. Voss le pasó a Andrea un brazo por los hombros y la aferró con fuerza.
– Tienes talento, Karl Voss… -dijo ella.
– Sirvo para algunas cosas.