Martes, 18 de julio de 1944, Legación Alemana, Lapa, Lisboa.
El hombre del traje oscuro estaba sentado con las manos juntas y encajadas entre las rodillas. Estaba tenso, y el encorvamiento natural que le había acarreado su profesión le hacía parecer a punto de recibir una tunda en la espalda. Tenía el sombrero delante, encima de la mesa. Un sombrero de fieltro negro. El peso de las bolsas que le pendían de los ojos le alargaba la cara larga, le entristecía la tristeza.
– ¿No has podido encontrar otro? -preguntó Voss, mientras lo miraba por el panel de cristal de la puerta-. ¿En todas esas joyerías del Rossio? Seguro que había alguien de por aquí.
Hein, uno de los subordinados de Voss, no dijo nada y dejó que fuera su mano la que hablara. Eran todos unos charlatanes.
– ¿Dónde lo has encontrado?
– En la Comisión de Refugiados Judíos.
– ¿Se presentó voluntario?
– Kempf le dijo que encontraría a su familia.
– ¿Y lo hizo?
Hein le dedicó a Voss una mirada oblicua y se encogió de hombros. -Bueno, al menos no hablará, eso seguro -dijo Voss-. ¿De dónde es?
– De Amberes. Trabajó mucho con mercancía del Congo Belga.
– No dejes que Wolters se le acerque.
– Eso le corresponde más bien a usted, ¿no, señor?
– ¿Cómo se llama?
– Hirschfeld. Esto… Samuel Hirschfeld -dijo Hein, adoptando un tono taciturno.
Voss entró, le dio la mano al joyero y le dijo que preparase su instrumental. El hombre, sin decir palabra, abrió un estuche de madera y sacó balanza, pesas, pinzas, lupa y un cuadrado de ajado terciopelo negro.
Voss llamó a la puerta de Wolters, esperó el instante de costumbre y anunció la llegada del especialista en diamantes.
– Que pase, Voss, hazle pasar.
– Acabo de decirle que se instale en la otra habitación. -Que pese y tase las piedras una por una. -Sí, señor.
– Y que haya alguien con él en la habitación en todo momento. -Sí, señor.
Wolters le lanzó la bolsa como si no fuera más que un saquito de canicas. Voss se la llevó al belga, que rehusó el cigarrillo que le ofreció y se puso manos a la obra.
Jim Wallis había presentado su informe a las 8:00 a.m. y se había ido a casa a dormir. Sutherland lo leyó poco después y fumó una pipa entera mientras le daba vueltas. A las 9.30 Cardew envió un mensaje cifrado a la embajada y una hora después Cardew y Rose se encontraban en una casa franca cercana al Largo do Rato, mientras Anne se sentaba con las rodillas juntas y el bolso encima de ellas, como la virgen por quien Sutherland la había tomado.
Anne les relató lo sucedido la noche anterior. Sutherland silbaba a través de la pipa, ya vacía, lo cual le molestaba. Repasó los números del diario de Wilshere que les había dado. Hablaron sobre la caja fuerte, su marca, si funcionaba con llave o con combinación. Sutherland le dijo que Cardew se encargaría de que la instruyesen para abrir la caja. Anne siguió con su relato, como ya había hecho con Cardew. Que Wilshere la había sorprendido en el estudio, que había salido por la ventana, que había deambulado por el jardín y el incidente final en la terraza de atrás. Sutherland no dejó de asentir con la cabeza.
– Su informe es incompleto -dijo cuando hubo acabado.
– No lo creo, señor.
– A lo mejor se ha olvidado de algo.
– No, seguro que no.
Anne sudaba en la sala cerrada y con las cortinas echadas. La luz de la única bombilla del techo parecía ictérica tras el resplandor salvaje de la calle. Una náusea le revolvió el estómago.
Sutherland mostró los dientes por el punto en que roían la boquilla de la pipa.
– Su ángel -apuntó Rose.
Anne parpadeó. Jim Wallis. Se había olvidado de Jim Wallis, a quien habían enviado para que la vigilara. Sudor en caída libre.
En la calle sonaron los acordes lastimeros de la flauta de un afilador.
– Desde el principio -dijo Sutherland, taladrándola.
Le habló de Karl Voss. Del casino. Del hombre que cargó con Wilshere hasta la casa. De la playa. Del cóctel. Del primer encuentro accidental y del segundo, observado por Wallis, el que no había sido intencionado.
– Tal vez recuerde que le dije que Voss estaba con la Abwehr -dijo Sutherland.
– Sí, señor.
– ¿Le ha hablado de alguno de nuestros asuntos?
– No, señor. Cree que trabajo de secretaria para la Shell.
– Karl Voss es un oficial experimentado -explicó Sutherland-. Ha trabajado en inteligencia militar con el equipo de Zeitzler de Rastenburg. Ha trabajado en la central de Zossen, en Berlín, en la avenida Foch de París y ahora aquí, en Lisboa. ¿Creería por un instante que no sabe cómo… jugar con las ilusiones románticas de una joven?
– Lo único que puedo decirle, señor, es que no le he contado…
– ¿Ha tenido…? -interrumpió Rose con rudeza-. ¿Ha tenido relaciones físicas con Voss?
– No, señor.
– Algo es algo. Es un hombre carismático, este Voss. Tiene mucho éxito con las mujeres. Usted no hubiera sido la primera ni, desde luego, la última.
Las palabras tóxicas de Rose le entraron por vía intravenosa. Le llegaron directamente al corazón y a la cabeza, donde el virus se multiplicó y produjo fiebre. Primero llegó la ira, una furia torrencial, seguida de celos fríos y duros. Trazaban un círculo en su cabeza y perseguían, acosaban sin llegar nunca a atrapar a las palabras, que permanecían intactas, claras y nítidas como en el momento en que las habían pronunciado.
– ¿Me permite una sugerencia? -preguntó Sutherland, sin esperar respuesta-. Deje al capitán Voss con sus flirteos y concéntrese en su trabajo.
El bolso le colgaba de las manos como un cachorro malo cuando se acercó a Sutherland y lo eclipsó con su sombra.
– No hice el amor con él -dijo con firmeza-. No le hablé de nuestros asuntos.
– Si lo hubiese hecho, querida, habría salido con el primer avión de vuelta a Londres -dijo, con las manchas violáceas debajo de los ojos hinchadas por la falta de sueño-. Retírese.
Para cuando la contessa della Trecata llegó a la Legación Alemana, a las 11:00 a.m., la temperatura a la sombra rebasaba los treinta grados y los agentes británicos estaban ocupados en su rutina, consistente en observar desde los edificios traseros y laterales. Sutherland había dispuesto hombres de refuerzo aparcados en los callejones, mientras que sus ardinas a sueldo, los chicos de los periódicos, recorrían descalzos la calçada caliente, listos para ondearlos y poner en marcha la Operación Red Barredera.
La condesa, que llevaba un vestido de seda azul gasolina cortado a media altura de sus todavía excelentes pero inestables pantorrillas, subió los pocos escalones que llevaban a la Legación, ojeó la esvástica que colgaba inerte sobre la puerta y se dio aire en la barbilla con el abanico. La acompañaron al piso de arriba y la sentaron en una silla dorada delante del despacho de Wolters donde esperó, abanicándose, en el pasillo silencioso. Voss la observó por la puerta desde detrás del encorvado especialista en diamantes.
La hicieron pasar al despacho del general. No se dieron la mano. La ausencia de contacto era una parte sobreentendida de su acuerdo. Wolters chupó intensamente su puro, como si tratara de fumigar la oficina.
– Sé que lo considera parte de su tapadera, pero ¿podría ser un poco… mucho menos grosera cuando estamos acompañados? -dijo Wolters.
– Siento haber sobreactuado.
– Lo achaqué a su pasado sobre los escenarios.
La condesa aceptó la pequeña humillación.
– ¿Qué tiene para mí? -preguntó Wolters.
La condesa empezó a hablar en francés, su idioma común, y las habituales construcciones barrocas comenzaron a desfilar por el aire cargado de la habitación. Wolters se hundió en la silla mientras encajaba el puro en un lado de la boca, en la brecha de su dentadura. Estaba acostumbrado a los adornos de la condesa, las despampanantes elaboraciones de elegantes detalles que acompañaban a los minúsculos pedacitos de información que le llevaba. Para él era como apartar cuatrocientas enaguas hasta que ¡albricias!, sí, el tobillo. Pero ese día no fue así. Dio un puñetazo en la mesa que hizo que a la condesa se le cayera el abanico de debajo de la barbilla.
– Cuente -ordenó.
– La inglesita que vive en casa de los Wilshere es una espía. -¿Pruebas?
– Dona Mafalda la ha visto deambular por la casa a todas horas y ha mentido sobre su padre en el formulario de la PVDE. Les dijo que estaba vivo y era contable, y a mí que está muerto.
– ¿Eso es todo?
La condesa quería redondearlo, darle cuerpo y profundidad, disfrazar lo que en realidad estaba haciendo. Trató de llenar el silencio. Wolters la hizo callar de malos modos y se puso en pie para echarla. Agachó la cabeza y tembló al convertirse en la perra que se arrastra.
– Mi familia -preguntó- ¿la han encontrado ya?
Wolters posó la mirada en ella. ¿Qué iba a ser hoy? ¿Esperanza o desesperanza? Se sentía bondadoso.
– Los han encontrado -dijo-. Dentro de poco los trasladaremos. Estaban en Polonia.
– ¿En Polonia?
– Tengo trabajo -dijo él, y señaló la puerta.
Voss echó un vistazo por encima del especialista en diamantes cuando se fue la condesa. Samuel Hirschfeld firmó un recibo por la reducida suma que le habían pagado por el trabajo.
– Me voy -dijo Hirschfeld mientras se secaba las palmas de las manos en las rodillas.
– Recoja sus cosas pero espere un momento.
Hirschfeld trató de recostarse en la silla pero fue incapaz; la acidez abrasaba sus veteranas úlceras y lo combaba hacia delante. Voss se llevó los diamantes y los cálculos de Hirschfeld al otro lado del pasillo, al despacho de Wolters, que estaba plantado frente a la ventana y contemplaba la despreocupada pero significativa actividad de la Rua do Sacramento à Lapa.
– ¿No le parece inusual? -le preguntó, mientras cogía el papel, señalando a la calle-. Quiero decir, que nos observan, nosotros los observamos, pero esto… esto es excesivo.
– Algo traman, señor.
– O alguien les ha dicho algo -dijo Wolters, no en tono amenazador de vodevil sino tranquilo, con aplomo.
– ¿Qué tenía que contar la condesa? -preguntó Voss-. Hoy se ha dado prisa.
– Sí -dijo Wolters-. Esta vez la he mantenido a raya. Voss arrugó la frente tras el hombro de Wolters.
– Ha sido lo de siempre -prosiguió Wolters-. Me ha contado cosas que ya sé. Un recital barroco para obtener una migaja de obviedades. ¡Aj! Qué gente más repugnante. Lamen la mano que les golpea con tanta avidez como la que les da de comer.
Sacudió la mano como si todavía le quedara saliva pegada.
Voss prefería a Wolters cuando estaba de aquel humor. El hombre que lo sabía todo, el hombre que tenía el mando absoluto de los múltiples hilos que sólo su puño de hierro podía sujetar.
– ¿La chuchería de hoy? -dijo Wolters, por encima del hombro-. ¿El poquito de caviar sobre la tostada de hoy?
– ¿Sí? -preguntó Voss, dejando que Wolters se lo sacudiera en las narices.
– La inglesa de casa de Wilshere es una espía. ¿De verdad? ¿Es que esa meretriz milanesa nos toma por idiotas?
– Está claro -dijo Voss, con la cabeza llena a rebosar.
– Y ahora esto -añadió Wolters, señalando la calle con el mentón, estremeciéndose con falso regocijo-. Hormigas.
Volvió la espalda a la ventana, una silueta recortada contra la luminosidad del día. Se dejó caer sobre la silla y dio un pisotón.
– Los aplastaremos.
– La remesa ha dado cerca del millón cien mil dólares -dijo Voss. -Con eso debería bastar, ¿no le parece?
– Como estoy seguro de que sabrá, usted y yo no hemos comentado nada más allá de que Lazard volará con esas piedras a Río y luego a Nueva York, señor -replicó Voss-. ¿Tendría que saber lo que pasará una vez allí?
– No quiero que nadie de los suyos moleste a Lazard en Dakar -le espetó Wolters-. Que no le sigan, ya está lo bastante nervioso. Ya no sabe quién es quién. Déjenle llegar a Río en paz y allí le recogeremos y nos aseguraremos de que llegue a Nueva York.
– ¿Y el viaje de vuelta?
– Eso depende del éxito de las negociaciones.
– Muy bien, señor -dijo Voss, que se puso de pie con la esperanza de que su reticencia funcionara como señuelo para Wolters.
A Wolters le decepcionó su deferencia. Ardía con lo brillante de su plan. Quería que Voss le pusiera más ganas, que se empleara a fondo, que le arrancara más detalles.
– Comprendo la necesidad de discreción, señor -dijo Voss, de camino a la puerta-. Tan sólo puedo ofrecer mi ayuda.
– Desde luego, Voss -dijo Wolters-. Gracias. Sí. Este… Esto será el acontecimiento de inteligencia más importante de la guerra y usted habrá formado parte de ello. Heil Hitler.
Voss correspondió a su saludo y salió con parte de lo que quería, que no era sino confirmar su suposición del día anterior: que los diamantes tenían que ver con la adquisición del «arma secreta» del Führer.
Kempf entregó a Voss los extractos de sus puntos de recogida de mensajes. Voss los leyó. El subordinado esperaba en posición de descanso, con las manos a la espalda y la vista al frente, como en un desfile.
– ¿Qué pasa, señor?
– ¿A qué te refieres, Kempf?
– Ahí fuera parece Picadilly Circus, señor. Para cuando se haga de noche ya conducirán por el lado izquierdo de la calle. -No lo dudo.
– ¿Disculpe, señor?
– Disfrutamos de un poco más de atención de lo habitual.
– Es el «Ring a ring of roses», señor.
– ¿Qué es eso, Kempf?
– Un juego inglés para niños, señor.
– Te veo muy enterado, Kempf.
– Tuve una novia inglesa antes de la guerra, señor. Era la niñera de la casa de enfrente. Eran los únicos juegos que se sabía, aparte de… pero mejor no entrar en eso, señor.
Kempf se entregó a un momentáneo estado de beatitud. Voss sonrió.
– No puedo decirte nada, Kempf. Yo no sé nada.
– El judío aún espera, señor. El hombre de las piedras.
– ¡Joder! Me había olvidado de él. Hein me ha dicho que le has hecho una promesa.
– Ya sabe cómo va esto, señor -dijo Kempf-. Entonces, ¿me lo llevo, señor?
– Ya iré yo, Kempf. Ya iré yo.
A esas alturas Hirschfeld ya tenía la mirada un tanto enloquecida. Voss le dejó marchar. El hombre bajó trotando con sus piececitos los escalones y no dejó de correr hasta traspasar las puertas de la Rua do Pau de Bandeira.
Voss se sentó en la silla que había dejado libre, caliente y húmeda y se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo. Uno de los mensajes secretos había revelado que Olivier Mesnel se había movido y no para ir a las cuevas de Monsanto a realizar uno de sus actos nauseabundos. Había acudido a una dirección de la Rua da Arrábida, cerca del Largo do Rato.
Voss salió de la Legación. Kempf tenía razón, los ardinas podrían estar vendiendo The Times. Compró un Diario de Noticias, echó a andar colina abajo por las calles escalonadas de adoquines y se metió en la Rua das Janelas Verdes. Embocó los lóbregos escalones de piedra de la Pensáo Rocha y subió despacio hasta el patio mientras anotaba la dirección y la introducía en el periódico junto con un billete de veinte escudos. Se sentó a una mesa. La clientela, exclusivamente masculina, le echó un vistazo por encima y por los lados de sus respectivos periódicos, no todos del día. El camarero, un crío, se plantó a su lado, descalzo, con los pantalones sujetos con cuerda.
– Tráeme a Paco -dijo Voss.
El chico bordeó las mesas, bajo la mirada atenta de las páginas impresas de los periódicos. Entró en la pensáo y no salió. Unos minutos después apareció Paco, un gallego bajito y moreno sin frente que le separara el pelo de las cejas y con unas mejillas hundidas que conocían el hambre desde su nacimiento. Se sentó a la mesa de Voss: traje barato, camisa abrochada hasta la garganta, sin corbata, y un vago olor a orina.
– ¿Estás enfermo?-preguntó Voss.
– Estoy bien.
– ¿ Buscas trabajo?
Se encogió de hombros y apartó la vista, desesperado por trabajar.
– Te he comprado este periódico. Lleva una dirección. Quiero que te enteres de para qué la usan. No te lleves a ningún amigo.
Paco cerró los ojos una vez. Uno de los periódicos que tenía detrás se dobló, se alzó y se fue.
– ¿Alguna cara nueva? -preguntó Voss.
– Por aquí, no.
– ¿En Lisboa?
– Se habla de una chica inglesa. -¿Algo?
– Es secretaria de la Shell -dijo él, con ojos inanimados, al borde del sueño-. Vive en una casaza de Estoril.
– ¿Es eso todo? -inquirió Voss, a la vez que dejaba dos paquetes de tabaco encima del periódico.
– La chica trabaja -dijo él, parco.
– ¿Cómo lo sabes?
– He vigilado a Wallis -respondió, cambiando un hombro de posición-. Me parece que la cuida.
– Sé rápido -dijo Voss, y salió de allí.
Al volver a la Legación encontró cuatro coches en la corta avenida que separaba las puertas de los escalones del edificio. Subió y se situó frente a una de las ventanas de la fachada que daba al cruce de la Rua do Pau de Bandeira con la Rua do Sacramento à Lapa. Era hora de comer y la gente empezó a salir en tromba del edificio de la Legación, una cantidad inusual de personas a la vez. Unos cuantos se metieron en los coches y otros se encaminaron hacia las puertas, que ya estaban abiertas de par en par. Los coches partieron en distintas direcciones. De repente las calles estaban atestadas, y los ardinas hacían señas a izquierda y derecha en medio de la confusión. Al poco se había formado un atasco y la gente bajaba de la acera y avanzaba entre los coches. Hombres que momentos antes caminaban como extras de una película se hallaban de súbito en una farsa, y miraban arriba y abajo a las cuatro posibles salidas presa de una absoluta indecisión. Voss atravesó el edificio vacío y bajó las escaleras. Se cruzó con Wolters, sonriente. -Por fin les hemos dado algo que hacer.
Beecham Lazard se apoyó en la barandilla del pequeño transbordador que cruzaba el Tajo. A bordo había cuatro coches y unos setenta pasajeros.
Había visto subirse a su hombre en la terminal de Cais do Sodré y se le había acercado desde distintos ángulos para asegurarse de que estaba limpio. El transbordador se dirigía a Cacilhas y todo el mundo estaba en cubierta para aprovechar el aire, más fresco que en tierra firme. La embarcación avanzaba con lentitud a través del río lleno de buques de carga, transatlánticos a la espera de amarrar y chatos y musculosos remolcadores en busca de trabajo. El humo negro que despedía la chimenea de un barco se sumó a la neblina del río y embozó el sol en lo alto. La columnata de la enorme Praça do Comercio pronto se vio difusa tras una gasa húmeda.
Lazard completó otro recorrido del transbordador y se aproximó a un hueco en la barandilla junto a su contacto, que era uno de los muchos que habían salido de golpe de la Legación para comer. Se conocían de vista. Intercambiaron idénticos maletines y se separaron, con los diamantes ya en posesión de Lazard. Quince minutos después el estadounidense bajó del transbordador y se dirigió a la estación de autobuses de Cacilhas, desde donde emprendió un viaje a lo largo de la orilla sur del Tajo hasta el pueblo de Caprica y la parada del transbordador de Porto Brandào. Allí esperó media hora hasta la llegada de la embarcación que lo llevó de nuevo al otro lado del río, a Belém y el emplazamiento de la Exposición de 1940. Miró a sus espaldas al atravesar el puerto y cruzó las vías de tren de la estación de Belém. Dio un corto paseo hasta una casa de la Rua Embaixador.
Tenía alquilado un pisito en la primera planta. Se quitó el traje gris oscuro y se puso uno azul claro. Sacó del armario un sombrero blanco con cinta oscura y lo dejó en la cama. Guardó el otro traje y el maletín en el armario, vacío. Echó un vistazo a la calle desierta, cogió el teléfono y marcó un número de Lisboa. Habló con un hombre de acento brasileño.
– ¿Has recogido mi colada? -preguntó Lazard.
– Sí -respondió el otro, palabras de actor acartonado-, y la habían planchado.
Lazard colgó, molesto, y miró el reloj. Le sobraba tiempo. Faltaban horas para facturar. Se quitó la americana, dejó a un lado el sombrero y se tumbó. En su cerebro pendían importantes pensamientos como peces grandes de puerto. Su mente vagó entre ellos hasta que dio con algo que le ayudaría a pasar el rato. Mary Couples de rodillas al pie del seto con el vestido arrebujado alrededor de la cintura, su ropa interior tensa entre los muslos, la raja oscura que surcaba su trasero blanco, las marcas de bronceado de su traje de baño, los pulgares de él enganchados a las dos tiras de su liguero, sus acometidas que hacían que los hombros de ella se dispararan hacia delante.
¿Por qué lo habría hecho? Estaba acostumbrado a que rechazara las insinuaciones lascivas que había hecho a sus lóbulos tachonados de perlas. ¿Por qué de repente había accedido y se había rebajado de ese modo? Estaba seguro de que él ni siquiera le gustaba.
De ahí había una distancia muy corta al pensamiento de que a Mary tampoco le gustaba mucho Hal, ni probablemente ella misma. Esos pensamientos le excitaban. ¿Podría llevarla más allá? Se entretuvo discurriendo con propuestas inaceptables para Mary Couples. Se acarició con la mano la costura de la bragueta y su mente se sumergió aún más en su mundo frío y oscuro.
A las 4:30 p.m. se bajó de la cama con una cabriola, se alisó los pantalones y se puso la americana, el sombrero blanco y unas gafas de sol. Recogió una maleta y un maletín de cuero a juego, color caramelo, los dos con el monograma BL en letras rojo oscuro. Fue andando a la parada de taxis y pidió que le llevaran al aeropuerto, donde facturó la maleta. Tomó un café en el bar y reconoció a los agentes británicos y alemanes que merodeaban y entraban y salían del edificio del aeropuerto.
A las 5:45 p.m. fue a los servicios, orinó, se lavó las manos hasta que estuvo a solas y se metió en el cubículo más cercano a la pared, donde encontró un ejemplar del día anterior del periódico deportivo A Bola sobre la cisterna. Cerró la puerta, se quitó el sombrero y las gafas de sol y las pasó por debajo de la pared del cubículo junto con el maletín. Se quitó el traje, la corbata roja y los zapatos ingleses marrones, que fueron detrás del sombrero que seguía en el suelo. Abrió los ojos, pasmado. Comprobó el periódico. Era el correcto. Tuvo la repentina visión histérica de un desconocido con la vista clavada en un sombrero, un maletín y una pila de ropa, perplejo y luego ofendido, seguida de una entrevista con la GNR con los calcetines por toda vestimenta.
Apareció un traje oscuro por debajo de la pared del cubículo. Un sombrero negro, una corbata azul oscuro, un par de zapatos de cordones, ningún maletín. Lazard se vistió, salió del baño, fue directamente de las puertas del aeropuerto a la parada de taxis y cogió uno que lo llevó al centro de la ciudad y a un tren desde Cais do Sodré a Belém.
A las 6:20 p.m. un hombre con traje azul claro, sombrero y gafas de sol, que llevaba un maletín color caramelo con las iniciales BL en rojo a un costado, embarcó en el vuelo de la tarde a Dakar. Cuando el avión despegó los agotados agentes de ambos bandos redactaron sus informes.
Sutherland, todavía tembloroso a causa de la catástrofe de la mañana, se hundió en su silla y llenó de tabaco la pipa. Rose entró en la oficina sin pedir permiso y se inclinó por encima del escritorio.
– Parece que hemos rescatado algo del fiasco de delante de la Legación de esta mañana.
– ¿Lazard va en el avión?
– Esperemos que la información de Voss sea correcta y lleve los diamantes con él.
– Voss ha solicitado otro encuentro.
– ¿Ya? -preguntó Rose.
– Le ha dado mayor prioridad incluso que al de anoche.
Después de dejar su mensaje para los ingleses en el camino de regreso desde la Legación, Voss se sentó en el Jardín da Estrela a esperar a Paco. Se daba golpecitos en la rodilla con otro periódico y pensaba en que su trabajo era el sueño de un editor. Cuando acabara la guerra se iba a producir una caída de circulación de millares de unidades, porque lo que no hacía nadie nunca era leerse los periódicos, que estaban estrictamente censurados. También existía la cuestión del estilo periodístico portugués, que no era muy distinto a la descripción que hacía Wolters de los informes de la condesa, con la excepción de que había cuatrocientas enaguas y luego, por desgracia, nada de tobillo.
Paco se dejó caer en el banco. Olía peor, como si estuviera expulsando de su organismo alguna enfermedad a base de sudor, algo malo como la fiebre amarilla o la peste. De hecho, el interior de los labios de Paco mostraba un ribete negro que a Voss le recordaba el nombre vulgar de la fiebre amarilla: vómito negro.
– ¿Seguro que no estás enfermo? -le preguntó.
– No más que a la hora de comer.
– Entonces me has dicho que estabas bien.
– Venía de estar tumbado un rato -dijo, apoyando los codos en las rodillas, encorvado hacia delante como si estuviera estreñido. -¿Qué te pasa?
– No lo sé. Siempre estoy enfermo. También lo estaba mi madre y vivió hasta los noventa y cuatro. -Ve a que te vea un médico.
– Médicos. Médicos… Lo único que dicen es: «Paco, contigo el Señor tendría que haber vuelto a empezar». Después te cobran. No voy a los médicos.
– ¿Qué hay de la dirección que te he dado? -Es una casa franca de comunistas. -¿Cómo lo sabes?
– No andan con cuidado. La PVDE encontrará el sitio en menos que canta un gallo.
– Espera unos días, Paco.
– No se lo contaré yo. Esos rojos -dijo, y sacudió la cabeza-, se anuncian en su revista, Avante, en la página de alquileres.
Paco forzó las facciones hasta adoptar la expresión más cercana a una risa que le fue posible, pero sólo logró dar la impresión de que desalojaba una deposición beligerante.
Voss regresó a pie a su piso con la inquietante sensación de que Paco podía contagiarle algo. De que Paco podía resultar su muerte.