Lunes, 17 de julio de 1944, afueras de Lisboa.
Anne estaba sentada en el vagón del tren frente a una pareja portuguesa que rondaba los sesenta años y que tenía a los pies un perro con las patas demasiado cortas para el cuerpo y los ojos saltones. Al hombre le colgaba del cuello un bocio del tamaño de un meloncillo. La mujer era tan menuda que no le llegaban los pies al suelo y tenía la pierna izquierda hinchada hasta el doble de su tamaño natural. Anne no quería mirarlos pero cada vez que apartaba la mirada del mar y de un barco de tres chimeneas que bombeaba manchas negras al cielo descolorido, sus ojos estaban clavados en ella, incluso los del perro. Hasta la tercera vez, cuando dejó que su mirada cayera de la tiroides a chucho, no reparó en que la pareja tenía las manos cogidas encima del asiento.
Apoyó la frente en la ventana. El tren plateado se curvaba por delante y reflejaba el océano en sus paneles de cristal. Emergió un banco de arena frente al estuario del Tajo; el oleaje se retiraba como una piel de su joroba parda. Sentía un deseo irracional de estar allí, sola, sencilla, costa afuera de las complejidades de la ciudad. Echó un vistazo por encima del asiento. Jim Wallis tenía la cabeza hundida en el Diario de Noticias. Levantó la vista pero no hacia ella. Habían hablado antes de los diamantes, de cómo le indicaría que las gemas habían salido de la casa. Su mente trazaba un círculo que la devolvía al mismo punto: Karl Voss, Abwehr.
Tenía que poner punto final a ese… ¿Ese qué? ¿A qué tenía que ponerle punto final con Karl Voss? Un beso. ¿Era eso algo? Se conminó a no pensar. El gambito de Rawlinson: el peligro está en pensar. Acabarlo y punto. Simplificar la ecuación. Reducir las variables.
Olvidarse de Judy Laverne. Meterla en el paréntesis era la ruta más directa hacia una tapadera descubierta.
Sutherland quería que entrase en el estudio de Wilshere. ¿Era eso lo correcto? ¿Se trataba de un riesgo innecesario? A buen seguro los americanos tenían razón, Lazard era al que había que vigilar. Él era el intermediario.
Estaba inclinada hacia delante, con los ojos clavados de manera involuntaria en el cuello fofo de la mujer de enfrente. Se echó hacia atrás. El tren frenó con un chirrido metálico al entrar en la estación de Paco de Arcos. La anciana pareja se levantó y salió del vagón, la mujer del brazo del hombre y el perro arrastrándose a sus talones.
La imagen de Karl Voss regresó, con más fuerza.
No se habían dicho nada. Habían fumado un cigarrillo. Sus labios se habían tocado. No había pasado nada pero todo había cambiado. No se conocían y jamás sabrían nada el uno del otro, excepto lo permitido, y nada de eso era cierto. Pero en verdad, ¿cuánto queremos saber uno del otro? ¿Todo? Todo excepto lo que sostiene nuestro interés: el misterio. Conocerlo es matarlo.
Sus pensamientos se multiplicaban. Al cuadrado. Al cubo. Se ramificaban hasta la enésima potencia.
Atravesó la plaza de Estoril. El calor seguía siendo atroz pero ya moribundo, derrumbado contra los edificios y decaído bajo la quietud de las palmeras. Anne se sentía adormecida, necesitaba tumbarse tras el largo día, tras las largas horas transcurridas correteando en círculos por su cabeza.
El camino que subía a la casa parecía más largo. Cruzó el jardín dando tumbos y entró por la cristalera de la parte de atrás. Se oían voces en el salón. Asomó la cabeza. La contessa della Trecata y Mafalda dejaron de hablar. Sutherland no le había mencionado a Mafalda, probablemente descartada como caso triste. La condesa dio unas palmaditas en el sofá.
– Ven a hablarnos del mundo real -le dijo.
Mafalda, vestida con un traje de té azul, llevaba el vaciado en yeso de su propia cara: blanca, inmóvil y vacua.
– El mundo real del dictado y la mecanografía hoy no ha sido muy interesante.
Trató de excusarse pero la condesa insistió. Se sentó en el sofá.
– ¿No te dejan salir?
– He ido a la PVDE a buscar mis papeles, eso es todo.
– Pero la comida, tendrás que comer.
– El señor Cardew es muy exigente.
– Me sorprende que una joven como tú haya querido venir a un páramo como Lisboa… a trabajar de secretaria.
– Intenté apuntarme al cuerpo de mujeres de la marina. No me dejaron. Cosa médica. Pulmones.
– Pues por aquí parece que corres la mar de bien -dijo Mafalda, como si aquel fuera el tipo de comportamiento de casa de citas al que había tenido que acostumbrarse.
– En Londres apenas puedo llegar al final de la calle sin…
– Esa niebla tan espesa -dijo la condesa-. Es asombroso.
– Mi madre pensaba que era por los bombardeos.
– Sí, eso encajaría, ¿verdad? -comentó Mafalda, como si pudiera ser así pero no, no a su parecer-. Los nervios pueden jugar malas pasadas.
– ¿Qué tiene que decir tu padre al respecto?
De ninguna parte llegó la imagen de su madre sentada encima de ella como una abusona de colegio.
– ¿Mi padre? No tengo… -Se refrenó; la imagen de su madre de verdad había dejado sin sitio a sus progenitores sustitutos-. No tengo ni la menor idea. No tiene una opinión formada.
– Qué raro -observó Mafalda-. Mi padre siempre se interesaba por nuestra salud. Tendría que haber sido médico, probablemente.
– Yo nunca conocí a mi padre -dijo la condesa.
– Nunca me lo has mencionado -confirmó Mafalda.
– Supervisaba el cargamento de uno de sus barcos en Genova. Parte de la carga lo barrió de la cubierta. Se ahogó antes de que pudieran ayudarlo. Mi madre nunca se recuperó. Se convirtió en una mujer amargada y difícil. Ya nada dio la talla a sus ojos. Eso le dio fuerzas para sobrevivir hasta una avanzada edad.
– Mi madre también es una mujer muy difícil -dijo Anne; las palabras surgieron antes de que pudiera encerrarlas con los dientes.
– Pues bien, estoy segura de que alguna tristeza ha habido en su vida que la ha hecho así.
– ¿Se dedica a algo tu madre? -preguntó Mafalda.
Se le fue. El hilo se le escapó sin más de las manos. No caía en lo que hacía su madre. Hasta su nombre había desaparecido. Ashworth, sí, pero el nombre de pila…
– Hace lo que todo el mundo hoy en día -dijo con lentitud, a la espera de la iluminación que no llegó-. Trabaja para el Gobierno.
No era eso. Iba a tener que servir. Tendría que volver a aprendérselo. ¿Por qué era incapaz de recordar su nombre? Era como olvidarse de la persona más famosa del mundo en ese momento. Reeducar la mente. Lo que el viento se llevó, actriz principal… Clark Gable era el protagonista masculino y la actriz era… Escarlata O'Hara… venga, piensa.
– ¿Te encuentras bien, querida? -preguntó la condesa-. Este calor de hoy ha sido…
– Lo siento, ¿qué me preguntaba? Ha sido un día muy largo. La verdad es que debería…
«¿Por qué ha pasado esto? Nunca había sucedido antes. Tu papel es el de la señorita Ashworth. Represéntalo. El guión es…»
Pero la realidad había regresado a hurtadillas. Todo lo que veía era el público. No había guión. El pánico invadía su mente.
– Mafalda te acaba de preguntar por tu padre, eso es todo. ¿Está luchando?
– No -respondió, tratando de tragar pero sin ser capaz, su mente olvidaba incluso los reflejos motrices.
– ¿No? -preguntó la condesa, las dos mujeres fascinadas por la crisis de Anne.
– No -reiteró ella, mientras le saltaban las lágrimas, lágrimas de frustración. Tampoco le venía a la mente el nombre de él, ni su profesión. El único nombre que le llegó a la cabeza fue el de Joaquim Reis Leitào-. Está muerto.
– ¿No sería en el bombardeo? -preguntó Mafalda, consternada.
– Estás alterada -dijo la condesa-, convendría que te echases.
– No, no en el bombardeo -dijo Anne, para ganar segundos, a la espera, con la esperanza de recordar el papel. Bajó la mirada a los pies de Mafalda, el punto exacto en el que habría estado el apuntador del teatro.
«Lo único que necesito es un nombre y todo encajará de nuevo.»
Un coche aparcó en la entrada y vislumbraron el radiador por una esquina de la ventana. Mafalda anunció el regreso de su marido.
– Este calor -dijo Anne, y se puso en pie-. Si me disculpan.
Salió a trompicones de la sala y embocó el pasillo a medio correr, con un gemido en las orejas, un zumbido estridente como un carrete que diera sedal a un pez sumergido. Pasó por delante de Wilshere, que atravesaba la entrada, y al subir por las escaleras notó cómo su mirada la recorría a través de los balaustres de caoba. Llegó a la puerta del dormitorio y la cerró después de entrar. Enferma. ¿Lo había echado a perder? Se desplomó sobre la cama. Recuperó la respiración. También se deshizo el nudo de su garganta. ¿Cómo se había vuelto tan frágil? Hizo balance, contó huevos. Sólo grietas, todavía no había tortilla. Bebió algo de agua caliente de la jarra de la mesita.
La tapadera más sencilla que jamás viera el hombre… ¿pero quién lo sabía? Se desvistió, se pasó el pulgar por la columna empapada y sostuvo el vestido frente a la ventana. Una franja oscura le recorría el centro de la espalda. Nadie lo sabía. Se plantó bajo la ducha tibia, se enjabonó y se lavó de sudor. Nadie lo sabía. Se secó y se tumbó desnuda sobre la cama tapada sólo por la toalla. La PVDE lo sabía. Lo había escrito en su formulario. Graham Ashworth. Contable. Pero no fallecido. Le había vuelto todo. Al fin. La tapadera más sencilla de la historia.
Llegó otro coche. Se levantó de la cama, se envolvió con la toalla y se acercó a la ventana. Precisamente quien no quería ver. Karl Voss salió del asiento del conductor, dio la vuelta al coche y sacó un maletín que parecía pesarle en el brazo. Se le encogió el estómago. El hilo de plata tiraba de nuevo. Voss se detuvo frente a la puerta. Anne apretó la cara contra el cristal para verlo en un ángulo tan agudo respecto a la casa. Voss se pasó una mano por los rasgos huesudos para preparar una cara nueva.
Anne se vistió y cruzó el pasillo hasta el dormitorio vacío de encima del estudio. Oyó la voz de Voss por el hueco de la escalera. Se sentó frente a la chimenea. Charla intrascendente, el tintineo de las botellas sobre el cristal, un chorro de soda. Se imaginó sus labios sobre el fino borde del vaso.
– ¿Otro día de calor brutal en Lisboa? -preguntó Wilshere.
– Queda lo peor… o eso dicen.
– Cuando se pone así pienso en Irlanda y en la llovizna que cae sin cesar.
– ¿Y cuando está en Irlanda…?
– Exacto, herr Voss. Lo único que buscamos es la variedad.
– Yo nunca pienso en Berlín -dijo él.
– Allí cae una lluvia diferente.
– Mi madre se ha mudado a casa de unos parientes en Dresde. Vivía en Schlachtensee. Todos los bombarderos le pasaban por encima de camino a Neukòlln y… quizá no lo sepa, pero el bombardeo aéreo es una ciencia muy imprecisa. Le cayeron tres en el jardín. No explotaron, por fortuna.
– No sabía eso de los bombardeos.
– Pero si se bombardea lo suficiente… -Voss lo dejó en el aire-. Dígame una cosa, señor Wilshere. ¿Qué le parece la idea de una sola bomba capaz de devastar por completo una ciudad entera: personas, edificios, árboles, parques, monumentos… toda la vida y el producto de la vida?
Silencio. La madera marcaba el tictac de los segundos. Un resuello de brisa recorrió perezoso los árboles exhaustos del jardín. Se ofreció y se aceptó un cigarrillo. Crujieron las sillas.
– No me parece posible -dijo Wilshere.
– ¿No? -preguntó Voss-. Pero si contempla la historia se trata de la única conclusión lógica. Hace cien años nos plantábamos en formación y nos reventábamos con mosquetes imprecisos. A principios de este siglo nos despedazábamos con ametralladoras certeras y nos bombardeábamos a kilómetros de distancia. Veinte años después tenemos mil incursiones aéreas, tanques que arrollan países y los someten en cuestión de semanas, cohetes no tripulados que caen sobre ciudades a centenares de kilómetros… Parece razonable, dada la creatividad del hombre para la destrucción, que alguien invente el dispositivo destructor definitivo. Créame, sucederá. Mi única pregunta es… ¿Qué significa eso?
– Quizá signifique el fin de la guerra.
– Entonces, ¿es buena cosa?
– Sí… a largo plazo.
– Buena observación, señor Wilshere. El problema es a corto plazo, ¿no es así? A corto plazo tendrá que haber una demostración del poder del dispositivo y, por supuesto, también una demostración de que se es lo bastante despiadado para usarlo. De modo que es posible que antes del fin de esta guerra, en función de quién posea el arma, Berlín, Moscú o Londres dejen de existir.
– Es una idea espantosa -dijo Wilshere, sin dar muestras de que se lo pareciera.
– Pero la única lógica. Predigo que esta generación en guerra inventará lo que H. G. Wells vaticinó que inventarían a finales del siglo pasado.
– Nunca he leído a H. G. Wells.
– Él las llamaba bombas atómicas.
– Se ha interesado por el tema.
– Estudié física en la Universidad de Heidelberg antes de la guerra. Me mantengo al día con las revistas.
Resultaba difícil juzgar el silencio que siguió: incómodo o meditabundo. Voss lo interrumpió.
– Aun así, eso no es nada que tenga que preocuparnos aquí en Lisboa, donde el sol brilla nos guste o no. He traído su oro. Lo han pesado en el banco como comprobará en el recibo, pero si desea verificarlo…
– No será necesario -dijo Wilshere, que cruzó la habitación-. Me gustaría que contase la mercancía para confirmar que ha recibido ciento sesenta y ocho piedras.
– Hemos hecho preparativos para que mañana por la mañana comprueben la calidad.
– Estoy seguro de que no habrá ningún problema pero mañana estaré aquí todo el día por si me necesitan.
Un sonido de metal deslizándose sobre metal mientras Wilshere marcaba la combinación de la caja fuerte. Silencio mientras Voss contaba los diamantes y el irlandés paseaba por la sala. Una firma sobre papel. La puerta se abrió. Las voces pasaron al vestíbulo. Anne volvió a su habitación y colgó la toalla mojada por la ventana. Su señal para Wallis.
Voss volvió en coche a Lisboa, seguido por Wallis. Fue directo a Lapa y a la Legación Alemana, donde entregó a Wolters el recibo y las piedras y le vio contarlas y guardarlas en la caja fuerte.
Después fue andando bajo las luces menguantes del anochecer hasta su piso de una habitación con vistas al Jardin da Estrela y la basílica. Se dio una ducha y se tumbó en la cama a fumar hasta hundirse en una somnolienta sensualidad. Quería llevarla allí, aunque no fuera el mejor apartamento de Lisboa, pero era un lugar donde estar a solas, lejos de las miradas, un lugar donde el momento no tendría que ser robado. Habría tiempo para… Habría tiempo e intimidad. Se pasó una mano por el estómago y el pecho, dio una calada al extremo grueso y blanco del cigarrillo y sintió el acelerón de la sangre, el hormigueo y el pensamiento que se fundía suavemente con la cálida noche.
– No estoy solo -dijo, en voz alta, consciente de resultar absurdamente dramático: el melodrama del cantante de cabaret berlinés ante un público aburrido.
Se rió de su locura y alzó la cabeza sobre el codo. Sin previo aviso se le aparecieron las caras de su padre y su hermano. Se le anegaron los ojos, la habitación se nubló y el largo y cálido día llegó a su fin.