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8 de febrero de 1942, Wolfsschanze, Rastenburg, Prusia Oriental.


Voss regresó en silencio al Área Restringida I, sintiendo ya la mano muerta de una investigación completa en el hombro. Agrupó los desagradables fragmentos de información en su cerebro y se dio cuenta de que su mente retrocedía asqueada. Empezó a entender, por primera vez, cómo un hombre podía pegarse un tiro. Hasta entonces, siempre que oía del suicidio de alguien, había sido un misterio para él cómo un hombre podía llegar a tan calamitosa conclusión. Fumó con ansiedad hasta sentirse mareado y notar la garganta irritada. Avanzó a trompicones por el camino que llevaba al edificio principal y se dio cuenta al entrar de que las espantosas noticias se le habían adelantado unos cuantos minutos.

El comedor estaba lleno pero, más que impregnado de morbo por la nueva de la muerte del ingeniero más importante y capaz del Reich alemán, era un hervidero de rumores de sucesión. La masa monocroma de galones y bandas, conjuntos de hojas de roble y cruces de hierro, bullía como la plaza de toros de la Bourse. Sólo un hombre guardaba silencio, con la cabeza alta, el pelo peinado hacia atrás, los ojos oscuros brillantes bajo las espesas cejas rectas: Albert Speer. Voss parpadeó, fiable como el obturador de una cámara, y captó la imagen: un hombre al borde de su destino.

Tomó un café, picoteó aquí y allá de los puñados de conversación y no tardó en darse cuenta de que todo aquél que estuviera relacionado de algún modo con la construcción y el transporte se encontraba en la habitación.

– Speer se quedará la Muralla Atlántica, los fondeaderos de submarinos y el Oeste Ocupado. Ya está todo hablado.

– ¿Qué pasa con Ucrania? Ahora es más importante Ucrania.


– No te habrás olvidado de que le declaramos la guerra a Estados Unidos antes de Navidad.

– No, qué va, y tampoco Todt.

Silencio. Las cabezas se volvieron hacia la mesa de Speer. La gente le planteaba cosas y él se las apañaba para ofrecer respuestas vagas a sus preguntas, pero no estaba escuchando. Estaba aceptando un precio. Horrorizado por el trajín animal que le rodeaba, reacio a aceptar lo que fuera que trataban de concederle, trataba de justificarse a sí mismo no sólo su presencia allí (por primera vez y en tan trágica ocasión), sino algo más cuya naturaleza no acababa de vislumbrar. Parecía enfrentarse a un olor intenso y desagradable que sólo había llegado a sus fosas nasales.

– No se lo dará todo a él… El Führer no lo haría. No tiene experiencia.

– Separará Armamento y Municiones de Construcción.

– Tú espera… El Reichsmarschall llegará en cualquier momento. Entonces veremos…

– ¿Dónde está Goering?

– En Romiten. De caza.

– Eso está sólo a cien kilómetros… ¿Le ha llamado alguien?

– Goering se quedará con Armamento y Municiones dentro de su Comisión para el Plan Cuadrienal. Está a cargo de la economía de guerra. Cuadra.

– Lo único que cuadra, a mi entender, es la cara de ése de allí.

– Eso, ¿y qué hace aquí Speer?

– Se quedó atrapado en Dnepropetrovsk. Llegó anoche con el capitán Nein.

– ¿Le fue a recoger con el avión? -preguntó una voz, aterrada.

– No, no, el capitán Nein llevó allí al general de las SS Sepp Dietrich y se ofreció para transportar a Speer.

– Speer y el general… ¿hablaron?

Esa posibilidad dio lugar a un momento de silencio y Voss avanzó hasta un corrillo de oficiales de aviación que recapitulaban sobre los detalles del accidente.

– Debe de haber tirado de la palanca de autodestrucción.

– ¿Quién? ¿El piloto?

– No, Todt… por accidente.

– ¿Llevaban mecanismo de autodestrucción a bordo?

– No, era un avión nuevo. No lo habían instalado.

– ¿Qué hacía Todt en un bimotor, para empezar? El Führer ha prohibido expresamente…

– Eso es lo que le dijeron ayer. Se enfureció. El Führer le dio permiso.

– Por eso hicieron un vuelo de prueba.

– ¿Y estás seguro de que no llevaba mecanismo de autodestrucción?

– Absolutamente.

– Ha habido tres explosiones… Eso ha dicho el sargento.

– ¿Tres?

– Debía de haber mecanismo de…

– ¡No había!

Voss fue a la sala de descodificaciones para recoger cualquier cambio posicional sobre el terreno. Se llevó los mensajes descifrados a la sala de operaciones. El pasillo estaba en silencio. Hitler rara vez daba señales de vida antes de las once en punto, pero ¿un día como ése? Seguramente. La puerta de sus dependencias seguía cerrada, los centinelas de las SS callados.

Weber ya trabajaba en las posiciones de los suministros de Ucrania. No alzó la vista. Voss hojeó los mensajes.

– El coronel Weiss te buscaba -dijo Weber.

– ¿Te ha dicho lo que quería? -preguntó Voss, con los intestinos flojos.

– No sé qué de esas cajas de archivos…

– ¿Te has enterado, Weber?

– ¿Lo del accidente del avión, quieres decir?

– El Reichsminister Todt ha muerto.

– ¿Iban a bordo esos archivos?

– Sí -respondió Voss, perplejo por la indiferencia de Weber.

– Mierda. Zeitzler se pondrá hecho una furia.

– Weber -dijo Voss, anonadado-. Todt ha muerto.

Todt ist tot. Todt ist tot. ¿Qué quieres que te diga, aparte de que el Führer se alegrará de no tener a ese agorero en la chepa?

– Por el amor de Dios, Weber.

– Escucha, Voss, Todt nunca estuvo de acuerdo con la campaña rusa y cuando el Führer declaró la guerra a Estados Unidos, bueno… ¡puf! Todt era un hombre muy cauto, a diferencia de nuestro Führer que es… ¿cómo decirlo…?

– Osado.

– Eso, osado. Buen adjetivo, fuerte. Dejémoslo en eso.

– ¿De qué hablas, Weber?

– Mantén la cabeza baja y las orejas fuera de ese pasillo. Haz tu trabajo y no cotorrees, eso es todo lo que importa -dijo, y trazó un círculo a su alrededor-. No llevas aquí lo bastante para saber de lo que es capaz esta gente.

– Ya hablan de Speer. Que Goering se hará con el mando…

– No quiero saberlo, Voss -aseveró Weber, tapándose los oídos-.

Y tú tampoco. Más te vale empezar a pensar en esos archivos, en cómo llegaron a ese avión y en por qué el coronel de las SS Weiss quiere hablar contigo, porque si quisiera hablar conmigo después de una mañana como ésta yo ya estaría en el retrete hace una hora. Empieza a pensar en ti, Voss, porque aquí en Rastenburg eres el único que lo hará.

La mención del retrete hizo que Voss saliera de la habitación a paso ligero. Se sentó en uno de los cubículos, con la cara en las manos, y evacuó un fluido cálido que, más que vaciarlo, le dejó las tripas retorcidas.

El coronel Weiss dio con él mientras se lavaba las manos. Hablaron por mediación del espejo, en el cual el reflejo de la cara de Weiss parecía alterado de una forma inquietante.

– Esos archivos… -arrancó el coronel.

– ¿Se refiere a los archivos del general Zeitzler?

– ¿Los revisó, capitán Voss… antes de tomarlos a su cargo?

– ¿Tomarlos a mi cargo? -se preguntó Voss, con un estremecimiento de la pared del pecho ante el impacto de lo que eso suponía.

– ¿Lo hizo, capitán? ¿Lo hizo? -insistió Weiss.

– No era cosa mía revisarlos, y aunque lo hubiera sido no se me ocurre por qué habría tenido que comprobar una gran cantidad de documentación irrelevante para mí.

– Entonces, ¿quién empaquetó esas cajas?

– No vi cómo las empaquetaban.

– ¿No lo vio? -rugió Weiss, con lo que precipitó a Voss en caída libre hacia el miedo-. Metió cajas en el avión de un Reichsminister sin…

– A lo mejor debería preguntarle al capitán Weber -observó Voss, desesperado, dispuesto a aferrarse a lo que fuera para salvarse.

– El capitán Weber -dijo Weiss, mientras anotaba el nombre en su cuaderno de los condenados.

– Lo de llevar los archivos al avión era un favor que le hice, para empezar, como el que le hice a… -Tosió ante la mirada opresiva que le dedicó Weiss y cambió de tercio-. ¿Esto forma parte de la investigación oficial, señor?

– Esto son las indagaciones preliminares previas a la investigación oficial que llevará a cabo la fuerza aérea, puesto que técnicamente se trata de un asunto de aviación -dijo Weiss, para después añadir en tono más amenazador-: Pero, como sabe, yo estoy a cargo de todas las cuestiones de seguridad dentro y fuera de este complejo… y me fijo en las cosas, capitán Voss.

Weiss se había apartado del espejo para mirarlo de verdad. Voss dio un paso atrás y el talón de su bota topó con la pared, pero se las apañó para mirar a Weiss directamente a los ojos terroríficos, confiando en que su propia tensión, a causa de la marcada fuerza gravitatoria de la curva inquisitiva, no distorsionara su cara.

– Tengo una copia de la declaración -dijo Weiss-. Quizá debiera echarle un vistazo.

Le pasó el papel. Empezaba con una lista del personal de guardia. Habían añadido y después tachado el nombre de Speer. Debajo estaba el cargamento. Voss recorrió con los ojos el listado, que era breve y consistía en cuatro cajas de archivos para el jefe del Estado Mayor del Ejército, a entregar en Berlín, y varios elementos de equipaje que irían con Todt hasta Munich. No se hacía mención de ningún cofre de metal para entregar en el SS Personalhauptamt de Berlín-Charlottenburg.

Para entonces Voss ya había controlado su pánico, el horizonte estaba fijo en su cabeza al afrontar el momento… ¿o era la línea? Sí, era algo que había que cruzar, una línea sin zonas grises, sin tierra de nadie, la línea de la moral, que una vez traspasada le hacía formar parte de la moralidad de Weiss. También sabía que mencionar el cofre inexistente sería una decisión que le cambiaría la vida, podría cambiar la vida por la muerte. Esa idea casi le divertía, eso y la extraña claridad de aquellos pensamientos turbulentos.

– Ahora entiende -dijo Weiss- por qué es necesario que realice un pequeño sondeo sobre el asunto de esos archivos.

– Sí, señor -afirmó Voss-. Tiene toda la razón, señor.

– Bien; entonces: ¿estamos de acuerdo?

– Sí, señor -dijo Voss-. Una cosa: ¿no había…?

Weiss estiró las piernas en sus botas, y la cicatriz que le nacía del ojo pareció latir.

– ¿…no había un mecanismo de autodestrucción en ese avión? -finalizó Voss.

Weiss abrió los ojos y asintió para confirmarle eso y su nuevo acuerdo. Salió del baño. Voss volvió a volcarse en el lavamanos y se salpicó el rostro acalorado con agua fría una y otra vez, incapaz de limpiarse del todo pero capaz de revisar y reformular, justificar y encajar la necesidad de la decisión repentina que se había visto obligado a tomar. Se secó la cara, se miró en el espejo y experimentó una de sus ocasionales percepciones, la de que nunca sabemos cómo nos ven los demás, sólo conocemos nuestro reflejo, y ahora sabía que había cambiado, y que tal vez fuera mejor así porque quizá parecería del todo uno de ellos.

Salió fuera a fumar y a pasear su nueva comprensión, como si llevara puestas unas botas nuevas. Los oficiales superiores entraban y salían con un solo tema de conversación en los labios hambrientos y dos nombres, Speer y Todt. Pero para cuando se hubo apagado el cigarrillo, Voss había hecho su primer descubrimiento de inteligencia sobre el terreno, porque los oficiales seguían entrando y saliendo y continuaban con esos dos nombres en los labios, pero a esas alturas sacudían la cabeza y las palabras «mecanismo de autodestrucción» e «incidencia de averías» se habían abierto paso entre los nombres.

«Sale de aquí y entra allí», pensó Voss. El inestimable poder de la palabra hablada. La fuerza de la desinformación en una comunidad estupefacta.

Voss volvió al trabajo. Ni rastro de Weber. Marcó los últimos movimientos de las descodificaciones. Weber volvió, se sentó y se apoyó en la mesa. Voss, sin alzar la cabeza, lo miraba a través del hueso del cráneo.

– Al menos ahora sé que sabes escuchar -dijo Weber-. Has aprobado el primer examen del Rastenburg con matrícula y no tienes que preocuparte por mí ni por esos archivos. Yo no llené las cajas. No las sellé. Ni siquiera firmé por ellas. Aprende algo de eso, Voss. Ahora dicen que alguien debió de tirar por error de la palanca de autodestrucción del avión. Estamos todos libres de sospecha. ¿Me oyes, Voss?

– Te oigo.

Le oía, pero sólo a través del rollo de película de su cabeza que estaba lleno del cofre negro de metal con su dirección en blanco estampada con plantilla. Sus manos alzan el cofre y lo llevan al avión, donde lo encaja entre los asientos para que no se deslice, con dos de los archivadores de Zeitzler encima y dos en los asientos de al lado. Todt entra en el avión, precedido por su equipaje, impaciente por alejarse de la escena de su calamitoso politiqueo y ascender a la luz del sol y el aire puro donde todo es comprensible. Se pone el cinturón de seguridad de su asiento, que no está junto al piloto sino en el fuselaje, donde tendrá oportunidad de adelantar algo de trabajo. La bodega se oscurece cuando se cierra la puerta. El piloto lleva el avión al extremo de la pista. La aeronave se estabiliza, las alas se agitan y se nivelan. Las hélices baten el aire helado. La presión empuja tras la espalda del anciano y salen disparados por la pista entre destellos blancos, grises y negros en las costras de nieve y hielo del asfalto. Entonces Todt ve el cofre negro y algún instinto animal soterrado despierta la paranoia y una terrible intuición. Le grita al piloto que detenga el avión pero el hombre no puede pararlo. La velocidad ya es demasiado grande. Tiene que despegar. Las ruedas desafían a la gravedad y Todt experimenta un momento de ingravidez, una premonición de la ligereza de ser que seguirá. Se ladean y trazan un brusco viraje, mientras el cofre se adhiere a la pared del fuselaje. Todt fija la mirada en los negros pinos polacos, ¿o ahora son pinos prusianos orientales, pinos del Imperio germánico? Recupera su peso y sucumbe al pánico. Ya ha visto antes el cofre. Lo ha visto en su cabeza y sabe lo que contiene. Sabía lo que contenía la noche anterior y esa mañana se había despertado con la certeza que no hizo sino confirmar el que el capitán de vuelo le dijera que Speer no iba a coger el avión. ¿Qué hacía Speer allí, además? Todt y Speer. Dos hombres que conocían su destino y no vacilaban a la hora de obedecer. Las alas del avión continúan perpendiculares al suelo. La arboleda negra sigue desfilando ante la mirada grave de Todt. Las alas se aplanan. Después de todo, lo conseguirán. El piloto está encorvado y le aúlla a la torre de control. El altímetro bajó de los trescientos a los doscientos a los ciento cincuenta y Todt reza y el piloto también aunque no sabe por qué y es así como penetran en el ruido más atroz, la luz más blanca. Dos hombres que rezan. Uno al que no le gustaba la guerra lo bastante y otro que ha tenido la mala fortuna de volar con él.

Y después el silencio. Ni siquiera el silbido del viento a través del fuselaje destrozado. Pura paz para el hombre al que no le gustaba la guerra lo bastante.

– ¿Va todo bien, Voss?

Voss alzó la vista, perplejo, Weber era un borrón ante sus ojos.

– Había algo más…

– No había nada más, Voss. Nada que nadie quiera saber. Nada que yo quiera saber. Fija esas palabras en tu cabeza. Aquí hablamos de posiciones militares. ¿De acuerdo?

Voss se enfrascó en las descodificaciones. El cofre negro de metal se deslizó hasta un recoveco oscuro, el turbio rincón de los horrores de su cerebro, y al poco la dirección blanca estampada con plantilla apenas resultaba legible.


Ala 1:oo p.m. Hitler envió a un asistente para que le llevara a su primer visitante del día. El asistente volvió con Speer pegado a los talones. Quince minutos después el Reichsmarschall Goering apareció en el pasillo risueño y resplandeciente vestido de color azul claro, con los carrillos suaves, brillantes quizá de la pátina del sudor morfínico de la noche anterior, retemblando a cada paso. Media hora después corría la noticia. Habían nombrado a Speer sucesor de Todt en todas sus atribuciones y el humor del Reichsmarschall Goering fue reclasificado como inestable.


El personal del Ministerio del Aire escudriñó los restos del avión siniestrado durante días y no halló nada aparte de metal chamuscado y polvo negro. El cofre negro de metal y su dirección escrita en blanco con plantilla habían dejado de existir. El coronel de las SS Weiss, según instrucciones de Hitler, llevó a cabo una investigación interna entre el personal del aeródromo y la tripulación de tierra. A Voss se le exigió que aportara sus inicíales al manifiesto junto a las cuatro cajas de archivos: posteridad para su perjurio.

El hielo empezó a fundirse, tanques cuyas orugas habían quedado soldadas a las estepas se liberaron y la guerra siguió su curso, aun sin el mejor ingeniero de la construcción de la historia de Alemania.

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