7 de septiembre de 1968, Inglaterra.
Anne tomó el tren de Cambridge. Compró el periódico en la estación y por una vez la lectura de The Guardian la hizo feliz. En la primera página de la sección de Internacional figuraba un artículo sobre el doctor Salazar, que había sido conducido a toda prisa al Hospital de la Cruz Vermelha de Lisboa tras sufrir un ataque. Más adelante un médico anunciaba que le habían descubierto un hematoma intercraneal subdural, y Anne sonrió al pensar lo típico de los portugueses que resultaba eso, en vez de limitarse a decir que tenía un coágulo de sangre en el cerebro. El artículo concluía con la declaración de un especialista en neurología que afirmaba que el jefe de estado iba a tener que ser operado para retirar el coágulo.
El sol se abrió paso entre las nubes y se derramó sobre el vagón. Anne encendió un cigarrillo para celebrar la ocasión y brindó mentalmente por el fin del régimen fascista y sus guerras coloniales en África.
Las habitaciones de Louis Greig en el Trinity College daban al patio de la universidad. Fumaba tabaco de una marca suiza llamada Villiger. Anne lo olió desde el pie de las escaleras y se imaginó un lugar en estado de caos controlado, lleno de papeles y libros archivados tan sólo en la cabeza del anfitrión. Sus habitaciones, sin embargo, presentaban un orden inesperado. No había papeles sueltos. Parte de las estanterías estaban atestadas de cuadernos de anillas, varios centenares, agrupados en legajos de cintas de diversos colores. Greig no había sucumbido a las habituales excentricidades en el vestir propias del profesor de matemáticas, tales como sandalias y calcetines con pantalones de color gris brillante a la altura del tobillo, chaqueta de tweed con tacos en los codos y corbata con auténtico motivo de huevos con bacon. Estaba calvo, pero llevaba corto el pelo que le quedaba, sobre una cabeza grande y cuadrada. Tenía el cuerpo macizo, fuerte y
magro. Por el abultamiento de sus hombros y su pecho bajo la americana daba la impresión de practicar con regularidad algún exigente ejercicio físico.
Estaba recostado en su silla y un par de zapatos de cuero negro descansaban en una esquina de la mesa cuando entró Anne. Antes de que cerrara la puerta Greig ya se había levantado de un salto, había bordeado el escritorio y estaba detrás de ella, una presencia oscura. Anne le tendió la mano. La del matemático tenía el tacto áspero y calloso de un granjero. Le besó los nudillos. Anne captó un vago olor a colonia mezclado con el de tabaco de puro. Él no le soltó la mano sino que la condujo hasta un sofá de cuero. Se sentó delante en el borde de un sillón. De cerca Anne le echaba unos cincuenta y pocos años, pero bien conservados.
– Joáo Ribeiro me dijo que era usted excepcional, aunque en su carta omitió mencionarme que también lo era de un modo muy evidente.
– También hay cosas sobre usted que a mí no me contó -dijo ella, bateando su piropo a la otra punta de la habitación-. Cómo se conocieron, por ejemplo.
– Oh, Joáo vino aquí con motivo de un simposio sobre números primos, me parece. Después yo pasé por Lisboa antes de ir a Princeton y di una serie corta de conferencias sobre ecuaciones diofánticas.
Greig no le apartaba los ojos de la cara. Sus manos, juntas con los dedos entrecruzados, apuntaban hacia ella. Tenía la cabeza hundida en los hombros musculosos y los talones clavados en la base del sillón como si fuera a lanzarse de cabeza hacia ella. Una excitación metálica se desenroscó en la parte alta del estómago de Anne. Hacía más de veinte años que no sentía un interés tan descarado. Le costaba atrapar preguntas en su cabeza el tiempo suficiente para formularlas.
– Un conocido me dijo el otro día que estuvo usted en el RAND -dijo.
– Cierto. Dos años. Aquello tiene algo de invernadero, con todos esos cerebros echando humo bajo un mismo techo… No es tan diferente del trabajo en Bletchley Park con Alan Turing durante la guerra. Eso retrasó mi tesis doctoral, y por eso terminé en Princeton a mediados de los cincuenta. Después el RAND… Santa Mónica, ya sabe: sólo hay dos clases de tiempo en la Costa Oeste. Sol y niebla. Echaba de menos mis estaciones. No hay nada como una helada implacable y un sol débil tras los árboles desnudos.
– Yo echaba de menos los veranos llenos de hojas y el olor a hierba cortada.
– ¿Quién le dijo que había estado en el RAND?
– Uno de los presentes en el funeral de mi madre, no recuerdo quién. -Lo siento. Joáo no me lo dijo. -Todavía no se lo he contado.
– Lo está pasando muy mal. Se lee entre líneas en su carta.
– A lo mejor ahora las cosas se arreglan. ¿Ha leído la prensa de hoy?
– Lo de Salazar, sí. Dicen que no podrá volver a trabajar.
– Puede que eso también sea una buena noticia para mí -dijo ella, y sintió su resistencia, esa primera punzada de culpabilidad.
– Ah, se refiere a su marido y a su hijo, que luchan en Guinea, sí, Joào me dijo que tan sólo era posible que viniera usted… pero aquí está, de modo que…
Hablaron de matemáticas durante un tiempo que se les hizo corto porque se perdieron en el intercambio. Greig era agresivo y comenzaba la mayor parte de sus argumentos en contra con la frase: «Eso es trivial», pero Anne se demostró una oponente escurridiza que, en cuanto estaba atrapada, lo tentaba con otra posibilidad atrayente. Al acabar habían esbozado un resumen de trabajo de investigación. Greig le dijo que haría algunas gestiones para buscarle un puesto en una de las facultades de mujeres.
Anne cogió el tren de Londres y se sentó en un vagón lleno de turistas estadounidenses que a todas luces regresaban de un viaje a Escocia y pensaban que las chaquetas de cuadros eran una gran idea. Black Watch, sí, pero… ¿Mcleod? No podía creérselo y de repente se sintió como una paleta fisgona. Salió al pasillo a fumar y dejó que la mente se le llenara con la presencia física de Louis Greig, su conexión intelectual y el olor de sus puros que todavía llevaba pegado al abrigo. Asomó la cara por la ventana, de espaldas al viento, de modo que su larga cabellera morena le flotaba por delante de la cara y le daba una visión intermitente. Un caudal de raíles plateados salía de la parte de atrás del tren en dirección a Cambridge, y sintió de nuevo el tirón. Volvió la cara hacia el viento; el impacto directo resultaba insoportable y se le llenaron los ojos de lágrimas. Su pelo volaba detrás en un grueso fajo y se reía al ver cómo su vida cobraba velocidad, ante la idea de que los acontecimientos se precipitaban hacia ella. Las cosas, al fin, empezaban a suceder.
Al día siguiente llovió, y esperó en las tinieblas de calabozo de la casa de Clapham el telefonazo, que no llegó. Por la tarde dejó de llover y un lametazo de sol empapado entró en la habitación. Fue andando hasta la tumba de su madre y descubrió que habían depositado dos costosas coronas entre el resto de flores, sin nombre, tan sólo el de la floristería de Pimlico. Deambuló entre las demás lápidas, aunque los tacones se le pegaban al césped, y tomó un té en una cafetería de Clapham Oíd Town. Comió tarta y pensó que tal vez se había imaginado la atracción que existía entre ellos, que la había adornado en su cabeza. Probablemente él estaba casado.
La ausencia de alianza significaba poco en Inglaterra. Dio vueltas a su propio anillo, que ya no le pasaba por el dedo. ¿Por qué iba a interesarse en ella cuando en el campus tenía a todas esas veinteañeras sexualmente revolucionadas? Emprendió el camino de vuelta a casa, patinando sobre el puré de hojas otoñales y tierra empapada.
Cuando abría la puerta sonó el teléfono, y los cinco pasos cortos que la separaban de él le hicieron perder el aliento. Greig le dijo que el director del departamento de matemáticas le había dado el visto bueno, que le había conseguido una plaza de posgrado en Girton, que le enviaban los impresos de solicitud y que le estaban buscando alojamiento. La esperaba para principios de octubre.
Esa noche bebió gintonic antes de cenar y saboreó uno de los Pomerols de Rawly con un par de chuletas de cordero. Se fue a la cama borracha y se despertó arrepentida.
Londres, que seguía columpiándose en los sesenta, la rejuvenecía: las modas extravagantes, la increíble variedad de música después de la monotonía de Portugal, la mera cantidad de cosas para comprar. Compró ropa de invierno, fue a Biba, se puso unos vaqueros por primera vez, fumó Gitanes, se preguntó por qué su madre tenía la discografía completa de Herb Albert y su Tijuana Brass y comió su primera hamburguesa en un local llamado Wimpy Bar. Sabía a rayos envueltos en un bollo de algodón. También hizo unas cuantas cosas prácticas, como hacer que los agentes inmobiliarios pusieran la casa en alquiler para temporadas breves.
Los impresos de la universidad llegaron el mismo día que una carta de Joáo Ribeiro. Los censores de Portugal habían abierto y leído la carta y habían vuelto a pegar la solapa con cola. Estaba escrita en uno de sus códigos y tuvo que desenterrar una copia de la poesía completa de Fernando Pessoa de la biblioteca para traducirla.
Querida Anne:
A estas alturas ya estarás enterada de nuestras buenas noticias pero sin duda también habrás deducido del estado de este sobre que, mientras el líder del Estado Novo languidece como un vegetal en el hospital, sus medidas de seguridad se sostienen con firmeza. Esperábamos mucho pero no ha habido cambios. Ahora el gobierno está en manos de Marcelo Caetano, que es más accesible que nuestro viejo amigo pero que, al llegar a lo más alto, descubrirá lo mucho que le debe a sus amigotes de la gran empresa, la Iglesia y el Ejército. Me temo que nada va a cambiar. De hecho, su primer discurso iba dirigido a la ultraderecha: dijo que los portugueses, que estaban acostumbrados a ser gobernados por un genio, ahora iban a tener que adaptarse a la dirección de los hombres comunes. Si Salazar era un semental, él es un burro, y todo lo que sacaremos de él es una mula vieja y estéril. Espero equivocarme. Espero que las guerras coloniales terminen mañana y que los portugueses puedan ocupar el lugar que les corresponde entre los pueblos civilizados de Europa.
He perdido tres dientes más en manos del hombre de las tenazas de la calle. Me dijo que también era zapatero y le he dado mis zapatos para que me los arregle. Se ocupa de mí de la cabeza a los pies. Pienso en ti y te deseo lo mejor.
Joào Ribeiro
Olió la carta con la esperanza de captar algún rastro del mar, de caballa a la brasa o de una bica recién servida -sonriendo al descubrirse cayendo en las saudades portuguesas, las nostalgias- pero lo único que distinguió fue la melancolía de Joào -desesperación templada por su humanidad- que había calado en el papel a partir del sudor de su mano.
Sostenía la pluma sobre los impresos de solicitud, todavía indecisa sobre un detalle, todavía confundida por las implicaciones de la carta de Joào. Sonó el teléfono. Lo cogió en el gélido recibidor y se le escapó el nombre de quien llamaba, pero oyó que era del consulado portugués y que le gustaría ir a verla. Le preguntó de qué se trataba pero él prefirió no decírselo. Sólo en persona, senhora Almeida. Anne accedió y colgó, y al momento cayó en la cuenta de que no le había hecho falta pedirle la dirección.
El hombre llegó en menos de una hora y se presentó guarnecido por sus orejas de soplillo como senhor Martims. Rondaba el metro y medio de estatura y llevaba un impermeable negro con cinturón como los de los colegiales. Se sentaron delante de un café. El se acariciaba el bigote de arriba abajo por encima del labio superior obsesivamente, como si formara parte de la diplomacia el que nunca lo vieran hablar. Se acomodaron y adoptó una seriedad inmóvil que a Anne le provocó un ataque de pánico y un fuerte deseo de salir corriendo de la habitación. Se sacó una carta del bolsillo y la dejó sobre sus rodillas, que tenía juntas y apretadas. Anne vio su nombre escrito con la letra de Luís. El senhor Martims bajó la vista e hizo acopio de fuerzas. Su inglés era rápido y apenas lograba atravesar la rendija que separaba sus labios.
– Es mi triste deber informarle, senhora Anne Almeida, de que su hijo el capitán Juliáo Almeida murió en acto de servicio hace cuatro días en Guinea.
Se produjo un largo silencio. Las palabras del senhor Martims no le llegaron por los canales ordinarios. No las oyó. Eran palabras duras que le golpearon en la cara, como adoquines lanzados en unos disturbios. Le entraron a golpes. No resultaban comprensibles como lenguaje. Tan sólo las entendía como dolor. El senhor Martims se vio incapaz de soportar ese silencio en el que sólo alcanzaba a imaginarse el poder destructor de sus rápidas palabras desapasionadas. Arrancó de nuevo para añadir algo.
– Su hijo encabezaba una patrulla en el bosque y la guerrilla les tendió una emboscada.
El senhor Martims lo repitió; Anne asintió y las palabras salieron rebotadas en diferentes ángulos por la habitación.
– La guerrilla les tendió una emboscada y su hijo, que encabezaba la patrulla, recibió disparos en el cuello y el pecho. Los combates se prolongaron durante una hora y sus hombres fueron incapaces de acudir a asistirlo. Para cuando lograron ahuyentar a las guerrillas su hijo había muerto desangrado. Lo siento mucho de verdad, senhora Almeida.
Había color en esas palabras, no sólo información en blanco y negro, y también sonido. Formaban imágenes en la cabeza de Anne. La selva verde, llena de aullidos y chirridos. Los primeros disparos sordos, crujidos de sonido ponzoñoso. El rojo de la sangre en su cuello y su pecho que oscurecía el verde del uniforme. Juliáo tumbado en la hierba larga, las balas que zumbaban por encima de él y el cielo más allá del follaje oscuro, blanco, descolorido hasta presentar una palidez hostil y deslumbrante, pero cada vez más tenue a medida que la vida se derramaba en la tierra palpitante, el corazón que latía por debajo de África.
– Lo siento mucho -decía una vez más el senhor Martims, casi un cántico-. No tengo manera de suavizar este golpe. Esto es lo peor que le puede pasar a una madre. Yo… Yo…
Anne pensó que debería de estar llorando, que debería de estar deshecha en llanto, pero esas palabras la habían llevado a un lugar mucho más oscuro. Llorar era demasiado poco para eso. Una lloraba cuando se daba en el dedo con un martillo, no cuando se le había abierto un abismo en el interior. Se clavó los codos en las costillas para mantenerse entera. Le llegaban más palabras del hombrecillo pero ella luchaba por no partirse en dos. La concentración que eso exigía era tan dura y tan pura que la nueva salva de palabras le llegó incompleta.
– …se sentía responsable… amigos oficiales… ninguna estupidez… revólver de servicio que me temo que usó contra sí mismo… deprimido… muy orgulloso… esta tragedia inenarrable… dos servidores destacados de su país. Dejó esta carta dirigida a usted, senhora Almeida.
Anne no cogió la carta. Era incapaz de despegar los brazos de los costados. El senhor Martims, desconcertado, dejó el sobre en el brazo de la silla.
– ¿Tiene familia aquí? -le preguntó, mirándola a los ojos como si estuviera encerrada en una caja y la contemplara por una rendija.
– Mi madre murió a finales de agosto -dijo ella-. No tengo familia aquí.
– ¿No tiene familia? -preguntó el senhor Martims, horrorizado-. ¿Ni amigos?
– A lo mejor… en Lisboa… todavía.
– ¿Amigos de su madre? -inquirió él-. No debería quedarse sola después de estas noticias.
El único nombre que le vino a la mente fue el de Jim Wallis, y lo pronunció. El senhor Martims encontró el número y habló con Wallis en un murmullo. Después se quedó con ella, paseando por la habitación, mirando la carta que seguía sin abrir sobre el brazo de la silla y esperando a que llegara Wálhis.
En su cabeza Anne evocó su imagen cuando se asomó a la ventanilla del tren. Esos eran los acontecimientos que se precipitaban hacia ella pero, cegada por el viento, no eran más que un borrón, una sensación de percance inminente. Al mirar atrás había visto los raíles plateados pero sólo a través de la incoherencia de su propio cabello al viento. Ahora veía un patrón, un patrón trágico y terrible: la historia de su madre, la muerte de su padre, la caída de Julius Voss en Stalingrado, el suicidio de su padre, la captura y ejecución de Karl, la muerte de su hijo en común, el suicidio del padre adoptivo. «Las mentiras engendran mentiras», le había dicho su madre: hay que contar otra para sostener la primera. Pero la tragedia es la misma. Sigue los linajes. Lo que nunca había esperado era resultar trágica; una mujer atemorizada de mediana edad, viviendo sola en una casa grande y fría, sin salir nunca porque podía anticipar dónde iba a caer el próximo rayo. Y ahí estaba, una figura trágica. Compadecida por el senhor Martims porque era una madre que lo había perdido todo y no tenía familia. Eso la enfureció, y abrió bruscamente la carta de Luís para ver lo que tenía que decir en su defensa.
Querida Anne:
Es tarde y he bebido. La bebida no ejerce el efecto que se le supone. Sudo y las palabras, que nunca fueron mi fuerte, me pasan flotando por encima, pero el dolor, que ya debiera estar embotado a estas alturas, sigue ahí, duro como el diamante, y me perfora con todas sus aristas.
La noche y el ruido de los insectos me acosan. Mis amigos, los demás oficiales, se han ido a la cama. Ven que me lo he tomado bien. Pero no es verdad.
Tú y yo nos separamos enfrentados porque pensabas que estas guerras eran un error. Yo lo veía antes -la primera vez, en Angola- y lo veo ahora con claridad, pero es demasiado tarde y lo he perdido todo: mi hijo y, puesto que jamás podrás perdonarme, a ti también. Los dos erais lo único que me importaba y sin ti el futuro carece de valor.
No soy la clase de hombre que hace esto. Siempre disfruté de la vida. A lo mejor si esperase podría cambiar de opinión y vivir la insoportable existencia. Pero ahora, con el calor que oprime las paredes, la vaguedad del mundo más allá de la mosquitera, la gran distancia que nos separa y la ausencia tremenda… No tengo ni la fuerza ni el valor necesarios. Perdóname esto, si no lo demás.
Tu marido. Luís.
Dobló la carta, la metió en su sobre y lo encajó a un lado de la silla. El senhor Martims había dejado de pasear y ahora pensaba en los ingleses como raza. Le vinieron a la mente las palabras «compasión» y «admiración». ¿Por qué eran incapaces de explotar? ¿Por qué no podían arrancarse ni una lágrima? Si ella hubiese sido portuguesa se habría… se habría desmayado, o caído de rodillas, berreando, pero ese… ese silencio embotellado, ese estoicismo sujeto con correas. ¿Cómo lo hacían? Sang froid, eso era, sangre fría. Los ingleses eran reptiles con emociones. Y en cuanto lo hubo pensado se sintió culpable. No era ocasión para esos pensamientos. Esa mujer…, el sufrimiento… era inimaginable. Y su madre, además.
Pero el senhor Martims se equivocaba. El no lo sabía, pero caminaba al pie de un volcán. En el interior de Anne se habían desplazado placas, se habían abierto simas y la furia hirviente de la roca fundida bullía hacia la superficie. Sus manos, que aferraban las rodillas, temblaban presa de la geología de su cuerpo.
– Gracias, senhor Martims, por venir a verme -dijo ella con voz temblorosa-. Gracias por su comprensión. Ahora ya estoy bien. Puede volver al consulado.
– No, no, insisto en esperar a que llegue el señor Wallis.
– Me gustaría tener unos momentos de intimidad antes de eso, nada más. Si tiene la amabilidad de…
Se las ingenió para llevarlo hasta la puerta. Él se metió en el coche y esperó. Anne no volvió al salón sino que halló consuelo en la oscuridad del comedor. Cayó de cara a la mesa, presa de unas arcadas demasiado intensas para vomitar, y se raspó las espinillas con una silla. El dolor físico agudo la cegaba; tropezó con la silla y fue a dar al suelo con ella. La pateó salvajemente y se partió el tacón del zapato.
– Hijo de puta… Hijo de puta… Hijo de puta -escupió entre los dientes apretados y, sorprendida al encontrar el vocabulario disponible, se puso en pie con ayuda de las manos.
Agarró la silla por el respaldo y la empotró contra la pared. La espalda y las patas de atrás se separaron del asiento, que estrelló con todas sus fuerzas contra otra silla hasta partirle dos patas. Estampó el respaldo en la pared y no paró hasta reducirlo a astillas. Cogió el asiento y las patas delanteras y también se encargó de ellos. Se puso en pie, entre jadeos. La vajilla temblaba en el aparador. Abrió las puertas de un tirón, sacó un plato y lo tiró contra la pared, después otro y otro más, con las costillas embargadas de satisfacción destructiva. Cada uno lo lanzaba con más fuerza que el anterior y, cuando se cansó, desenterró un aullido de agonía para arrojar el siguiente con redoblada malevolencia. En el mismo momento en que el brazo empezaba a colgarle inerte del hombro y sentía el pecho demasiado lleno de órganos que se daban codazos para hacerse sitio, se vio engullida por una gabardina húmeda y el susurro de Wallis al oído. Más palabras incomprensibles.
La llevaron a un dormitorio, el de su madre, y la metieron en la cama. Llamaron a un médico, que llegó y la sedó. Dejó el Valium para más tarde. Se quedó tumbada como una figurita en una caja forrada de algodón. El exterior no la penetraba y su interior estaba extrañamente acallado, sin pensamiento o sensación que pudiera alcanzar su conclusión afilada como una aguja.
Flotó durante lo que parecieron días y salió a la luz del sol con una desconocida en la habitación. Tuvo que abrirse paso con uñas y dientes para llegar a la realidad, con esfuerzo físico. La mujer se explicó. La esposa de Jim Wallis. Anne trató de acercarse poco a poco a lo sucedido pero se encontró lejos de ello. Había un baluarte acolchado entre ese nuevo punto y su pasado. Sabía lo que había ocurrido, la rigidez acerada de los músculos de sus hombros se lo recordaba. Alcanzaba a ver incluso la pila de loza resquebrajada frente a la pared, pero era incapaz de reproducir la intensidad del momento. Se sentía curiosamente despojada. Pensar en su hijo y su marido muertos le producía tristeza, que daba lugar a un llanto sombrío pero tranquilo, mas no había locura. Echaba de menos esa locura. Había sido apropiada para la ocasión. Ahora se sentía partida en dos, desconectada por completo, no sólo del incidente sino de toda su vida anterior. Sus recuerdos de sí misma estaban tan intactos como en las semanas en que su madre yacía moribunda, pero ahora no eran ni siquiera biografía sino más bien historia. Ese cambio de percepción la asustaba, hasta que descubrió que era un modo de vida, una tregua tras el mortífero intercambio de artillería.
Wallis pasó por la tarde para relevar a su mujer. Hablaron en el rellano, delante de la habitación. El informe del día. Tranquilo. Wallis se sentó en la cama y tomó a Anne de la mano. Abajo se cerró la puerta de la entrada.
– He vuelto -dijo ella.
– Eso parece.
– ¿Cuánto tiempo he estado… fuera?
– Tres días. Órdenes del médico. Le pareció lo mejor, a la vista de lo de tu madre, además.
– ¿Sigo drogada?
– Menos que antes, y por eso estás de nuevo entre nosotros aunque probablemente algo confusa. -Sí, algo… confusa.
Se vistió como si se mirara hacerlo y comieron algo en el piso de abajo; la cubertería sonaba con fuerza sobre los platos. Su entorno, aunque nítido y reconocible, le parecía inusual, como si la iluminación fuera extraña. Wallis le preguntó qué planes tenía, pero con cuidado, como si tal vez estuviera sopesando hacer… ¿Cómo lo llamaban? Alguna tontería. Lo más extraño es que la idea, la de matarse, ni se le había pasado por la cabeza. Supuso que se había aferrado de forma instintiva a esa testarudez que también tenía su madre.
– No lo sé -respondió-. Antes de esto mi vida parecía estar acelerándose de algún modo; tendría que intentar volver a eso, supongo.
– Si quieres yo puedo encontrarte un trabajo.
– ¿Con quién?
– Con la Empresa, claro -dijo él-. Dickie todavía no está satisfecho con la sustitución de Audrey. Cada vez que alguien nuevo ocupa el puesto se limita a sacudir la cabeza y decir: «Irremplazable», y se acabó.
– Gracias, pero Richard Rose y yo, en fin… Creo que voy a encargarme de ese proyecto de investigación de Cambridge.
– Siempre que necesites ayuda, Anne, aquí estaremos.
Entonces sí recordó algo con nitidez. El motivo por el que había vacilado al rellenar los formularios de la universidad.
– Hay algo que puedes hacer por mí y ahora -dijo-. Podrías conseguir que me devolvieran mi nombre, mi identidad. No me importaría volver a ser Andrea Aspinall.