Diez

Helen le agarró cuando se dirigía al cuarto de baño.

– ¡A quien madruga Dios le ayuda!

Paul sonrió, pero sólo momentáneamente. Se había quedado dormido y debería haber salido para el trabajo hacía diez minutos.

– Te he hecho una taza de té -dijo Helen-, y tienes los cereales en la mesas, así que, que no cunda el pánico.

Ya llevaba levantada una hora; se había duchado, vestido y recogido los restos de la comida preparada de la noche anterior. Habían pedido curry y se habían quedado hasta tarde arreglando el mundo. Paul se había quejado del trabajo, las horas extra y la pesadez, y le había preguntado a Helen si creía que debía presentarse a los exámenes de inspector que había dentro de tres meses. Se había mostrado igualmente contento de hablar sobre mudanzas y guarderías y, tras unas copas, había desenterrado su guitarra del fondo del armario. Había tocado Wonderwall y Champagne Supernova, y cuando alguien del piso de arriba golpeó el techo, había gritado: «Qué, ¿te gusta?».

Helen supuso que, a pesar de sus quejas, lo estaba pasando mejor en el trabajo que en las últimas semanas. Tal vez el trabajo hubiese influido en su humor más de lo que ella pensaba. Más que ella, incluso.

Cuando Paul entró en el salón y se sentó, Helen le llevó el té. Se apoyó en la mesa y vieron un poco la tele mientras desayunaban: un adelanto de la nueva temporada de fútbol, para la que faltaban menos de quince días, una previsión meteorológica a largo plazo bastante decente.

– Voy a ir a casa de Katie y Graham esta noche -dijo Helen-. Me preguntaron si ibas a venir -Paul levantó la vista-. Tranquilo, estoy de broma. Les dije que tenías esa fiesta de despedida. Es un alivio, ¿verdad?

Paul sonrió de oreja a oreja, con la boca llena de cereales. Helen sabía que situaría otra noche con Graham en algún punto, entre un seminario sobre policía de proximidad, y que le clavasen agujas al rojo vivo en los ojos, y no podía reprochárselo. Ella sólo había aceptado la invitación porque sabía que Paul iba a salir y no le apetecía pasar la noche sola. Se preguntaba si esa era la razón por la que Katie la había invitado desde un principio. Había mencionado que Paul iba a salir antes de que su amiga la invitara.

Fue a la cocina.

– Probablemente, esté muerta para el mundo para cuando vuelvas -no pensaba estar fuera hasta demasiado tarde, pero Katie vivía en Seven Sisters y le llevaría un rato volver en coche desde tan al norte.

– Yo voy a quedarme en casa de Gary -gritó Paul.

– Ah, vale. Te veo por la mañana, entonces.

– Por la tarde, más bien. La parienta de Gary está fuera y creo que ha planeado un sábado de tíos.

– Creo que no quiero saber más.

– Ya te llamaré.

– Muy bien. Pásatelo bien.

– Tú también.

– Pero trata de no divertirte demasiado, Hopwood…

Helen no oyó a Paul salir al recibidor para coger su chaqueta, no se dio cuenta de que se había despedido. Cuando salió de la cocina, le sorprendió que no estuviese allí, y dio un respingo al oír cerrar la puerta.


Durante los dos últimos días, Theo había intercambiado sus tareas de vigilancia con Ollie, un chaval blanco bastante agradable con rastas y un acento convincente. Estaba trabajando una esquina de Lewisham High Street, cerca de la torre del reloj, controlando que no hubiese problemas mientras Ollie llevaba diez libras de vuelta a la urbanización esperando que volviese con la roca. El mercadillo que llegaba hasta St. Savious's Church estaba lleno, cosa que normalmente era buena para el negocio, y mantenía ocupados a unos cuantos pitufos más, cosa que nunca venía mal. La comisaría en sí, una de las más grandes de la ciudad, estaba justo frente a él y, mientras esperaba, Theo observaba la valla iluminada de la parada de autobús que había a unos metros. Dos polis con aire jovial (un tipo gordo y una mujer guapa) hablando por radio, y un enorme letrero debajo: Visiblemente más seguros.

A unos noventa metros, en la puerta de la tienda de electrodomésticos, un adolescente miraba fijamente los televisores, aún más ansioso por que volviese Ollie que el propio Theo.

Sólo tardaría unos minutos. «Es más rápido que el puto Argos», solía decir Easy a sus clientes.

Theo mantenía un ojo puesto en su cliente, aunque no creía que fuese a irse a ningún sitio. Bailaba de un pie a otro, como siempre, retorciéndose las manos, con las mejillas chupadas de fumar la pipa más a menudo de lo que se acordaba de comer. Hacía seis meses, Theo tal vez se hubiera compadecido de él, pero ya no. Ahora sólo necesitaba unos cuantos desgraciados más como aquel pasando su número de teléfono por ahí, haciendo cola para comprar, y haciendo que sus comisiones se disparasen.

Todavía estaba esperando para cerrar el trato cuando el Audi se detuvo en una de las calles secundarias de en frente.

Easy bajó y le llamó.

– Tenemos que reunimos luego -dijo.

Theo miró atrás por encima del hombro, en busca de Ollie.

– Sí, lo que sea.

– Estamos listos, ¿me entiendes? Wave quiere hacerlo esta noche.

– Mierda, creía que aún tardaría, ¿sabes?

– Es esta noche, tío, así que prepárate, ¿vale? ¿T…?

– Estoy listo, tío -dijo Theo-. No hay fallo.

Easy sonrió de oreja a oreja y dio una palmada en el capó del coche. Tratando de evitar que su amigo viese en sus ojos algo que no debía estar allí, Theo miró por encima del hombro otra vez, como si sólo estuviese vigilando, como si siguiese a lo suyo.

De repente, Easy detectó algo clavado en un árbol en la acera de en frente y cruzó. Theo le siguió y observó a su amigo mientras estudiaba el anuncio fotocopiado y sacaba el teléfono.

Theo miró lo que estaba escrito: un número de teléfono y una descripción, una foto de un perro extraviado mirando fijamente a la cámara, con los ojos en blanco a causa del flash. Él había tenido un perro cuando era pequeño, un chucho con pinta de rata mucho menos bonito que aquel.

– ¿Has perdido a tu perro, no? -dijo Easy mirando a Theo mientras hablaba por teléfono-. Pues lo tengo yo -asintió y dijo-: Cállate, ¿vale? Puedes recuperarlo por cinco mil libras, o mato al cabrón -escuchó y luego hizo una mueca, pulsó con fuerza el botón de colgar-. Ya lo han encontrado.

– ¿Funciona alguna vez? -preguntó Theo.

– Una, pero la muy desgraciada me lo rebajó a quinientas -meneó la cabeza, asqueado-. Se supone que este es un país de amantes de los animales, tío.


– ¿Va a haber discursos luego?

– Sí, lo normal, supongo -dijo Kelly-. Bob nos llamará pajilleros a todos y se quejará del reloj cutre o de la petaca grabada o lo que sea que vamos a regalarle.

– Para esperarlo con ansia -dijo Paul. Clavó su tenedor en un pastel de carne casi comestible y pensó en irse a casa desde la de Kelly a la mañana siguiente más temprano de lo que le había dicho a Helen, hacer algo con su sábado libre. Sería agradable aprovechar el día, salir de Londres, tal vez. Habían ido a Brighton en coche en varias ocasiones, en tren desde Victoria una vez, y siempre lo habían pasado bien.

Sintió vibrar el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.

Por otro lado, había que adelantarse al tráfico para aprovechar bien el día, y lo más probable era que no estuviese en situación de levantarse temprano.

Sacó el teléfono y se lo colocó en el regazo, consultó la pantalla, luego se alejó de la mesa para atender la llamada.

– Era sólo para comprobar cómo va todo -dijo Shepherd.

– Estupendamente.

– Llevamos un par de días sin hablar, así que quería asegurarme.

Paul cruzó las puertas acristaladas y entró en el vestíbulo, estudió los carteles de los tablones de anuncios mientras escuchaba. Shepherd sonaba alterado. Parecía ansioso por saber si su acuerdo seguía en pie, que Paul no había hablado de ciertas cosas. Paul le dijo que no tenía nada de qué preocuparse, pero que no era buen momento para hablar. Dijo que le llamaría al día siguiente, y fijarían un momento para otra reunión.

Shepherd se rio.

– Me preocupo, eso es todo -dijo-. Ya me entiendes.

Paul volvió a la cantina, pensando que el día en que entendiese a tipos como Kevin Shepherd sería hora de dejarlo y hacer su discurso de jubilación. Vio a Kelly y le hizo unas señas, luego se acercó al mostrador para pedir café para los dos.


Un aparcamiento como es debido, de varios pisos o así, era implanteable, decidió Easy. Demasiadas cámaras. Había demasiadas por todas partes, pensó, grabando su culo y el de todo el mundo en el circuito cerrado de televisión veinticuatro horas al día. Era una de las primeras cosas que les enseñaban a los nuevos: cómo pasar la mercancía de forma que nunca se viese nada aunque toda la operación fuese captada por la cámara. Sólo era cuestión de dejarse la capucha puesta, colocar el cuerpo en el ángulo adecuado y encontrar el punto ciego. Tras un tiempo tenía que salir de forma natural, como el mear.

Cogieron el metro ligero hasta Catford, encontraron una calle secundaria detrás del estadio de galgos clausurado sin ninguna cámara a la vista. Easy y SnapZ se quedaron en un lado de la calle y Mikey en el otro.

No tuvieron que esperar más de diez minutos.

El crío llegó trotando con una bolsa de deportes, como si viniese del gimnasio o así. En cuanto hubo abierto el cierre centralizado de su coche y lo rodeó para meter la bolsa en el maletero, SnapZ se puso delante de él y le preguntó la hora. Mikey estaba detrás con la navaja; fue Easy el que habló.

– Sólo queremos las llaves del coche, así que no hace falta que hagas tonterías, ¿lo pillas?

La sorpresa pronto dio paso a la resignación en la cara del chaval y le entregó las llaves.

– Muy bien -dijo Easy.

El crío meneó la cabeza.

– Es un puto Cavalier, tío. ¿Para qué lo queréis?

– Cállate o te rajo -dijo Mikey.

Easy sonrió de oreja a oreja.

– La cartera también nos vendría bien, y ese móvil reluciente, ya que estamos.

Cuando les hubo dado lo que le habían pedido, Easy se dirigió lentamente hacia el lado del copiloto, dejándole la conducción a SnapZ. Llevarían el coche hasta uno de los guardamuebles de Wave, le pondrían una matrícula nueva y esperarían hasta más tarde. Hasta que fuese hora de recoger a Wave, y luego a la estrella del espectáculo.

SnapZ puso el motor en marcha.

– Coser y cantar -dijo Easy.

Mikey sacó del maletero la bolsa de deportes del crío, y la tiró a la acera antes de meterse en el asiento de atrás. El crío la recogió y la estrelló contra la pared soltando un taco.

Seguía soltando tacos cuando el Cavalier se alejó.


Helen paró un momento en Old Kent Road, cogió una botella de vino tinto que sabía que le gustaba a Katie. Durante los escasos minutos que esperó para pagar, le molestó gastarse el dinero, repentinamente cabreada ante la idea de que Katie la hubiese invitado por compasión. Le entraron ganas de decirle lo mucho que ella la compadecía por tener a un flipado por novio, y el mismo patético deseo de ser popular que cuando iban a la escuela.

Para cuando volvió al coche, volvía a estar calmada, y se sentía no poco culpable. Decidió que, aún con lo desesperada que estaba por dar a luz, iba a echar de menos no poder achacar al embarazo sus violentos cambios de humor.

Empezó a llover mientras subía por Borough, y cobró fuerza mientras cruzaba el puente de Londres.

Esperaba que, en cuanto se hubiesen quitado la cena de en medio, Graham desapareciese en el desván, o donde quisiera que se dedicase a torturar animalitos, para que ella y Katie pudiesen sentarse a cotillear. Sería incluso más agradable si pudiese beber. Dos días antes, le habían dicho que la cabeza del bebé se había colocado y hubiera sido estupendo poder brindar con algo. No beber era algo que sin duda no echaría de menos de estar preñada. De hecho, en lo que a ella respectaba, podían ponerle una copa en la mano en cuanto cortasen el cordón.

Siguió en dirección norte hacia Dalston y Hackney, preguntándose si estaría mal visto incluir un trago de vino en su planificación post parto. Si la comadrona saldría corriendo a llamar a los servicios sociales.

Si compartiría esa primera botella con Paul.


Tras echar un vistazo en torno a la sala, Paul decidió que odiaba prácticamente a todos los que estaban allí. Por supuesto, una pinta o dos antes les había querido en igual medida, y había grandes probabilidades de que volviese a hacerlo si se bajaba unas cuantas más. La cerveza le afectaba mucho, haciéndole pasar de ser un gilipollas sentimental a un cabrón huraño con la misma rapidez que disminuía su capacidad para hilar una frase completa, con tanta frecuencia como tenía que abrirse paso hasta los servicios.

El agente que se jubilaba había dado su discurso y, aparte de recibir un juego de barómetro y reloj de pared en lugar de un reloj de pulsera o una petaca, todo había ido prácticamente como Gary Kelly había predicho. Paul había aplaudido y berreado con tanto entusiasmo como todos los demás. Ahora, al ver la multitud de relucientes trajes dando vueltas por la pequeña e insulsa sala, riéndose demasiado alto y bebiéndose las doscientas libras que habían pagado, supo algo.

Aun estando borracho, supo que quería algo más.

De ningún modo iba a conformarse con aquello cuando le llegase el momento. Quería dejarlo mucho antes de que nadie reservase una sala encima de un pub e iniciase una colecta para comprar alguna mierda en H. Samuel. Quería irse mucho antes, y estar bien establecido.

Cruzó la mirada con la de Gary Kelly, en el otro extremo de la barra, y puso los ojos en blanco. Kelly era un poli decente, pero no resultaba difícil imaginarle de pie en el lugar de Bob Barker dentro de veinte años. Ser bueno en el trabajo no bastaba ni remotamente, ni siquiera para los ambiciosos. Había que tener iniciativa, echarle huevos y mantener esa parte de uno a la que en realidad nada le importaba gran cosa.

Y había que mentir, mentir como quien respira.


Theo se sentó en el escaparate del Chicken Cottage de High Street como le habían dicho, con una caja de alitas delante y un periódico que no había abierto. Miró el reloj. Pasaba de la medianoche, la hora a la que Easy le había dicho que estuviese listo, y empezó a pensar que no iba a pasar. Que Wave había cambiado de idea o que había surgido algún negocio.

Tal vez nunca hubiese ido a pasar desde un principio.

Tal vez acudir y estar listo para hacerlo era el único examen y no había nada más. Se preguntó si Easy y los demás estarían observándole desde algún lugar ahora mismo, partiéndose el culo de él, esperando allí, como un imbécil. Cagándose.

Cogió una alita de pollo pero estaba fría, así que volvió a dejarla caer en la caja. Fuera empezaban a bajarse los paraguas conforme escampaba la lluvia. Había estado lloviendo y escampando gran parte de la noche, pero seguía haciendo calor y no se había traído la chaqueta, aunque Javine se había puesto en medio de la puerta para obligarle a cogerla.

Entonces, allí de pie, le dirigió una mirada que decía: Espero que lo que vayas a hacer merezca la pena. O tal vez su mirada sólo dijese: Te quiero, te veo luego, y todo lo demás estuviese en su cabeza.

No tenía ni idea.

Sentía la cabeza hecha un lío: la meneaba al ritmo de la música que salía del altavoz que había encima de él, salsa o algo así, la giraba, intentando mantener la calma y pensar en cómo iban a ser las horas siguientes, la apoyaba en el cristal frío, imaginándose a sí mismo sacando el teléfono y llamando.

Diciéndole a Easy que estaba bien donde estaba. Que trabajaría más duro y echaría más horas. Que no necesitaba ascender.

Abrió los ojos al oír el claxon, miró hacia fuera y vio los faros a través del cristal empañado. No reconoció el coche, y tardó unos momentos en darse cuenta de que era Easy, sonriéndole como un imbécil desde el asiento trasero, con Mikey y SnapZ a uno y otro lado. Vio a Wave sentado al volante, inclinándose levemente hacia el lado para dar unas palmaditas sobre el asiento del copiloto y diciéndoles algo a los chicos de atrás luego.

Algo que les hizo reír a todos.

Theo asintió y se puso en pie, tomó un sorbo de su botella de agua. Cogió un puñado de servilletas al salir; ya empezaba a sudar.

Sintió la bofetada del aire frío al salir a la calle trastabillando con Kelly. Inspiró hondo varias veces, hinchó las mejillas y parpadeó lentamente.

– Muy bien -dijo Kelly-, ¿vamos a buscar un club o qué?

Paul miró su reloj con los ojos bizcos.

– ¿Estás de broma?

Kelly indicó la acera de en frente con la cabeza. Ventanas tintadas y un cartel de neón que apenas emitía luz suficiente para iluminar la palabra: Masajes.

– Siempre podemos meternos ahí. Relajarnos un poco.

– Yo me voy a la cama -dijo Paul.

Se quedaron en silencio medio minuto, viendo pasar el tráfico. Soplaba una buena brisa y Kelly trataba de encender un cigarrillo. Se metió en un portal, levantó la chaqueta para darse el abrigo necesario y lo encendió.

– ¿Vamos a buscar un taxi entonces? -preguntó Paul.

– Si tienes suerte… -Vieron pasar unos cuantos coches más-. Tal vez encontremos uno clandestino en la calle principal. Un minitaxi de Al Jazeera o así…

Paul tenía ganas de vomitar. Cerró los ojos unos segundos, esperó a que se le pasase.

– Mierda…

– Pasaremos un buen rato en mi casa -dijo Kelly.

Paul frunció el ceño.

– ¿Me estás entrando, tío?

– En tus sueños.

– ¿Estás seguro de que a Sue no le importará?

– Ya te lo he dicho, está fuera -dijo Kelly-. Podemos irnos a dormir, ir a desayunar al bar de la esquina, lo que sea.

Paul pensó que sonaba bien. Mejor que ver a Helen andar de puntillas a su alrededor, en cualquiera caso.

– Quedé en llamar a casa -dijo.

– Sí, será mejor. -Kelly tiró la colilla de su cigarrillo y empezó a cantar Under My Thumb mientras Paul rebuscaba el móvil en su chaqueta.

Paul susurró «que te den» mientras marcaba y esperó. Le salió el buzón de voz de Helen y dejó un mensaje.

Kelly avanzó por la acera, con los brazos estirados, todavía cantando. Paul guardó el teléfono y le siguió. Se unió a él con la parte que recordaba de la letra, los dos arrastrando las palabras como Jagger en un mal día mientras caminaban hacia el semáforo.


El deporte, en el sentido más amplio de la palabra, había acudido al rescate de Helen: Graham añadió el amor por las partidas de dardos televisadas a su catálogo de rarezas y dejó a las dos mujeres solas la mayor parte de la noche.

Se sentaron en la ampliación del comedor y recordaron los viejos tiempos: antiguos profesores y compañeros de clase casi olvidados, soltando risitas y maldades como las chicas de trece años que habían sido una vez. Solían acabar hablando de la época del colegio, y Helen siempre se deleitaba en los recuerdos de un tiempo en que la responsabilidad era insignificante y las preocupaciones se limitaban a los exámenes de matemáticas y el maquillaje.

Esta noche, todo aquello parecía muy lejano.

Cuando Katie empezó a hablar de abrir una segunda botella de vino, Helen miró su reloj y se horrorizó al ver lo tarde que era. Eran casi las dos menos cuarto cuando por fin salió de allí, y le llevaría por lo menos una hora volver desde Seven Sisters, incluso a aquella hora de la noche.

Todavía habría bastante tráfico mientras los clubs y bares se vaciaban. Una noche de viernes/sábado por la mañana no existía tal cosa como una carrera fácil.

Oyó sonar su teléfono cuando pasaba por Stamford Hill Estate. Estaba en su bolso y, como no había ningún lugar adecuado para parar, dejó que saltase el buzón de voz. A esa hora sólo podía ser Paul. Sonaron los tonos que indicaban que el remitente había dejado un mensaje. Imagino su contenido: «Sólo llamaba para darte las buenas noches. Espero que Graham no se pusiese muy gilipollas».

La oleada de cariño que sintió pronto fue engullida por la resaca de la culpabilidad y, mientras aminoraba para detenerse en un semáforo, pensó en algo que Katie había dicho en uno de los momentos menos estridentes de la noche: «En aquella época siempre sabías lo que querías. Lo tenías todo planificado. Hijos, marido, carrera, el lote completo. Era como si nunca dudases, y todas las demás sabíamos que lo conseguirías todo, porque al fin y al cabo siempre fuiste una tía con suerte».

Encendió la radio al bajar hacia Stoke Newington High Street, preguntándose a qué hora volvería Paul de casa de Kelly y lo resacoso que estaría. Estaba deseando contarle todos los detalles sobre Graham y su cuelgue con los dardos.

Le parecería divertido.


La noche es seca, pero la carretera todavía está grasienta por el chaparrón de hace unas horas, resbaladiza al ser engullida bajo los faros, y no hay demasiado tráfico sobre los socavones de la que probablemente es una de las grandes arterias peor cuidadas de la ciudad.

Es por la mañana, por supuesto, en sentido estricto, primera hora. Pero para las escasas almas que se dirigen a sus hogares, luchan por llegar al trabajo en la oscuridad o se dedican ya a sus asuntos de uno u otro tipo, se parece mucho a la noche, a altas horas de la condenada.

Noche cerrada…

Wave no se había dado ninguna prisa, se había tomado el trayecto hacia el norte desde Lewisham con calma, incluso había parado una vez después de cruzar el puente de Londres para comprarse una hamburguesa y algo de beber. Había parado como si fuese un picnic familiar, se había limpiado el kétchup de las comisuras de la boca, mientras Theo se quedaba sentado a su lado, charlando con Easy, Mikey y SnapZ e intentando controlar el temblor de su pierna.

Justo antes de volver a poner el coche en marcha, Wave se había inclinado para abrir la guantera, y le había dicho a Theo que buscase dentro.

Era un revólver del 38, de cañón corto y no demasiado pesado; de acero, con cinta adhesiva roja enrollada en la empuñadura. Theo lo había sopesado con la mano como si tal cosa. No era la primera vez que cogía un arma, pero sí la primera que sentía que lo era.

Easy había soltado un grito alborozado desde atrás.

– Te queda bien, T.

SnapZ había palmeado un redoble en el respaldo del asiento de Theo.

Wave había incorporado el Cavalier al tráfico. Había dicho:

– Vamos viento en popa.

Cruzaron la City, pasaron la estación de Liverpool Street y entraron en Kingsland Road a eso de las dos y cuarto. Wave dio unas vueltas, dobló a la izquierda justo antes del canal, y condujo el Cavalier alrededor del bloque un par de veces.

– ¿Vamos a hacerlo o qué? -preguntó Mikey asomando la cabeza entre los asientos delanteros.

– Cuando yo esté listo -dijo Wave.

Mikey se ajustó la gorra y volvió a echarse para atrás, apretujándose entre Easy y SnapZ.

– Me parece bien, tío -dijo.

Theo respiró profunda y lentamente. Dejó el arma en el asiento, entre sus piernas, relajó las manos sobre la tela de sus vaqueros con disimulo, pero al volver a coger el arma, seguía notando la cinta adhesiva caliente y resbaladiza contra la palma de la mano.

Había empezado a llover otra vez. Wave puso en marcha los limpiaparabrisas. La goma de uno de ellos se había caído y Theo estiró el cuello, intentado ver a través de la mancha de color rojo eléctrico de agua y luces traseras.

– ¿Qué, estamos emocionados, Estrella? -dijo Wave.

Theo asintió y fue lanzado hacia atrás de golpe cuando Wave pisó el acelerador repentinamente para pasar un cruce a toda velocidad; luego redujo, con los ojos fijos en la calzada, examinando el tráfico que venía de frente.

Se oyeron más gritos alborozados desde atrás, el estruendo de los pies golpeando las alfombrillas de goma. Easy se echó hacia delante.

– ¿Qué dices, T?

Wave buscó con la mano detrás del volante y encendió los faros.

– Creo que Theodore acaba de cagarse por los pantalones -dijo SnapZ.

Theo parpadeó, vio aquella mirada de Javine. Volvió a respirar lentamente, aspirando el recuerdo del limpio olor de Benjamín Steadman, de su coronilla…

Easy se acercó a la oreja de Theo.

– Coser y cantar -le dijo.

Theo asintió.

Easy se estiró y palmeó el brazo de Theo, luego se estiró un poco más para acariciar el cañón del arma. Su sonrisa fue un tanto excesiva, había algo frío en su susurro:

– Ya conoces el protocolo…

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