Diecinueve

Había una tienda de comestibles que abría hasta tarde unas calles más abajo y Helen siempre disfrutaba las conversaciones con el moreno dueño turco y su mujer. Esta noche había sido más difícil, puesto que había aprovechado la ocasión para contarles lo de Paul. Habían estado encantadores, le habían preguntado si podían ayudarla en algo, y Helen pudo ver al hombre dudar si cobrarle cuando sacó la cartera para pagar.

Volvió lentamente hacia Tulse Hill, con pan, leche y varios paquetes de patatas fritas con sabor a queso y cebolla en una bolsa de plástico. Era una noche cálida, pero empezaba a hacer viento. El tráfico que iba o venía de South Circular rugía a su lado en la oscuridad mientras caminaba.

Pasó la hilera de curiosas casas de los años treinta cuyas vigas y mampostería de falso estilo Tudor le resultaba extraña; pasó bloques muy parecidos al suyo: Baldwin House, Saunders House, Hart House; edificios de cuatro o cinco pisos en todas las tonalidades de marrón concebibles que probablemente habían sido atractivos en su día. Pasó la entrada de Silwell Hall, una mansión del diecinueve que ahora albergaba el Instituto Femenino St. Martin's. Sus pilares ornamentados y su cúpula llevaban allí mucho más que la propia escuela, pero había sobrevivido con facilidad a los dos institutos construidos en los años cincuenta que había en la zona, incluido el instituto al que había ido Ken Livingstone.

Helen abandonó la colina y buscó las llaves en el bolso pensando en escuelas: en la escasez de colegios decentes en las zonas donde podía permitirse comprar, en quizá irse de Londres antes de que se convirtiera en un problema. Cuando se acercaba a la puerta principal de su bloque, vio a un hombre salir de un coche al otro lado de la calle y caminar hacia ella. Era alto, con el pelo rubio a la altura de los hombros. Bien vestido, pero aun así…

Lo vio mirarla y agarró la llave un poco más fuerte. Era lo más parecido a un arma que tenía. El hombre seguía avanzando y ella se sintió estúpidamente agradecida de que la luz de seguridad se encendiese cuando se acercó a la puerta.

Dio los últimos pasos lo más rápido que pudo. Oyó al hombre tras ella, unas monedas tintineaban en su bolsillo. Estiró la mano hacia el cerrojo y él se acercó a ella, como si fuese otro vecino esperando a que ella abriese la puerta para entrar los dos.

– Tú eres la novia.

– ¿Perdón?

– En cuanto Ray te describió, lo imaginé. Quién eras y el hecho de que fuiste a hablar con él por tu cuenta -sonrió-. De que no se trataba de ninguna… misión oficial.

Helen le miró. Se dio cuenta de quién era.

Kevin Shepherd se metió las manos en los bolsillos del pantalón y dio un paso atrás. Como si quisiese echarle un buen vistazo.

– ¿Quiere algo? -preguntó ella.

– Verás, Ray no es el tipo más listo del mundo -dijo-. Ve una placa y presupone toda clase de cosas. Bueno, la mayoría de nosotros lo hacemos, ¿no? Pero yo lo sé todo sobre lo que le pasó a Paul y es bastante obvio que quien quiera que lo esté investigando no está buscando a gente como yo.

Helen esperó. Estaba claro que él tenía mucho más que decir.

– Probablemente estén buscando a alguien un poco más joven que yo. Un poco más negro. Y aunque lo de tu novio no fuese simple mala suerte, aunque no estuviese en el lugar equivocado en el momento equivocado… aunque le hubiesen pegado un tiro en la cabeza, no creo que enviasen a alguien como tú a buscar a quien lo hubiese hecho. Sin ánimo de ofender.

Helen se encogió de hombros, dando a entender que no le había ofendido.

– Desde luego no sola, en cualquier caso.

– ¿Y?

– Pues que probablemente sólo estés intentando averiguar qué hacía Paul relacionándose conmigo. Piensas que lo normal es que él y yo no tuviésemos mucho en común.

– ¿Y me lo vas a contar?

– Te cuento que sería mejor que lo dejases -había bastante preocupación en su voz. Así era como se hacían muchas amenazas.

– ¿Mejor para quién?

Él hizo un gesto con la cabeza hacia ella.

– Por Dios, bonita, mira cómo estás. Deberías estar pensando en el futuro, en cómo te las vas a arreglar. Intentando hacerte con un bonito vestido premamá negro -meneó la cabeza y añadió otra pizca de preocupación-. ¿Por qué andas hurgando en la mierda, haciendo preguntas cuyas respuestas tal vez no te gusten?

Era la misma pregunta que Helen se hacía. Ahora se encontraba ante el hombre que sabía la respuesta. Y parecía que estaba deseando contársela.

– Bueno, gracias por el aviso.

– No es un aviso.

– Lo que sea -le miró fijamente. Quería entrar, pero no antes de que él se diese la vuelta y se fuese. De repente, la luz se apagó. Habían permanecido prácticamente inmóviles durante dos minutos y el cronómetro de la lámpara se había agotado-. Es hora de irse -dijo ella.

A unos metros de ella, en la oscuridad, Shepherd suspiró, como si le hubiese acorralado, sin dejarle más opción que revelar lo que hubiera preferido callarse.

– Mira, si te sirve de algo, dite que, con un crío en camino y todo eso, necesitaba ingresar un poco más de dinero. Que lo estaba haciendo por ti.

– No te creo.

– Venga, tampoco es que fuese el primer poli con el que hago negocios. ¿Me estás diciendo que nunca has conocido a nadie que encontrase tres kilos de coca y sólo entregase dos? ¿A nadie que se buscase la vida por su cuenta?

Helen sintió el sudor escocer y empezar a manar. Notó la llave caliente y húmeda en el puño.

– ¿Alguna vez le diste dinero a Paul?

– Desgraciadamente, no tuve ocasión, pero discutimos las condiciones. Le habría ido muy bien, eso te lo puedo asegurar. No te hubiera faltado ropa para el bebé.

– ¡Vete a tomar por culo! -dijo ella.

– Esa lengua…

Ella lo repitió y, tras unos segundos, Shepherd obedeció. Su movimiento reactivó la luz de seguridad y Helen le observó mientras cruzaba la calle a paso ligero hacia su coche, con las monedas tintineando, rebuscando el mando a distancia. Le oyó subir el volumen de la música después de encender el motor y le vio mirarla, justo antes de que la luz interior del coche se apagase y arrancase.

Más rápido de lo necesario.

Después le llevó varios segundos más de lo normal entrar. Se quedó de pie junto a la puerta como una borracha, con la llave golpeando y arañando el cerrojo mientras intentaba calmar el temblor de su mano.


Mikey había empezado a pensar en hacerle una visita a Linzi mientras estaba ocupado con Easy y Theo y ahora, al volver andando desde su casa, se preguntaba por qué hacer ese tipo de cosas le ponía tan cachondo.

Linzi no era puta, no realmente. Sólo aceptaba dinero de un par de chicos, sus favoritos, y desde luego no se parecía en nada a las fulanas sucias que había visitado antes. Era dulce y sabía lo que le gustaba. Decía que estaba guapo sin ropa, que le gustaba tener dónde agarrarse, y siempre le contaba buenas anécdotas sobre los otros después, cuando sacaban el peta. Chorradas graciosas como que SnapZ tenía una polla minúscula, o la forma en que Así lloraba después de que se la menease.

Impagable…

Dejó de pensar en por qué había ido. Decidió que no importaba, que al fin y al cabo no se le ocurría una forma mejor de gastarse el dinero que había sacado esa noche. Lo habían dividido en casa de Easy, luego habían bajado al Dirty South a tomarse unas copas: cócteles de Hpnotiq azul chillón para todos. Había rondado la barra principal durante una hora, había enseñado las fotos de su teléfono a algunos de la pandilla y había alardeado de unos cuantos billetes grandes.

Hasta que empezó a apetecerle aún más ir a casa de Linzi.

Ahora tenía hambre…

Sólo había cinco minutos de camino de vuelta a la urbanización, pero no quería arriesgarse a despertar a su madre revolviendo en la cocina y acabar recibiendo sus gritos. Decidió acercarse a la calle principal, coger algo en uno de los sitios de kebabs que abrían hasta tarde.

Dio la vuelta a la esquina y vio al viejo caminando hacia él; lo vio levantar la vista y luego fijar los ojos en la acera. Sabía que asustaba a gente como él. Se puso la capucha y dejó caer un hombro para ponerle un poco más de ritmo a su contoneo, para aterrar al pobre viejo.

Un último subidón antes de irse a la cama.

Pasó al lado del viejo, arrimándole el hombro, dejando que el pobre imbécil creyese que tramaba algo. Con la capucha echada hacia delante, no pudo ver la reacción del viejo. No le vio pararse a pocos metros y buscar en el bolsillo de su abrigo.

Mikey solo se dio cuenta de lo que estaba pasando cuando oyó gritar su nombre y se dio la vuelta. Un segundo o dos antes de que el arma estuviese en alto y el viejo le disparase en la cara.

Cuando Mikey todavía estaba cayendo, el viejo se dio la vuelta y echó a andar rápidamente. Con las manos en los bolsillos. Todavía murmurando algo sobre que el mundo se estaba volviendo loco.


Javine olía de maravilla: a manteca de coco en el cuello y a algo dulce y cítrico en el pelo. Se apretó contra ella, recorriendo con las manos su espalda y sus nalgas, y le metió la lengua en la boca, pero seguía estando flácido entre sus dedos.

Ella apartó la boca y susurró:

– ¿No te apetece?

– Estoy cansado.

– No pareces cansado.

Se separó y se dio la vuelta.

– ¿Qué parezco entonces?

Fuera un motor aceleraba, se oían voces que gritaban.

– Parece que quieres pelear -levantó la almohada que tenía detrás-. Que estás más contento peleando.

– Estás diciendo tonterías.

– Hace casi una semana.

Él soltó un suspiro largo y lento.

– Estoy trabajando más, ¿vale?

– Ya lo sé…

– ¿No estás contenta con el dinero extra?

– Sí, estoy contenta.

– Entonces deja de joder.

Javine no dijo nada más, y pronto el silencio entre los dos amenazó con ahogar el ruido de la calle. Theo se sintió aliviado cuando ella volvió la cabeza al oír el gimoteo procedente de habitación de al lado y volvió a taparse con el edredón.

Se había ido del Dirty South antes que los demás, contento de dejarles allí cosechando alabanzas y sacándoles todo el jugo. Creía haberse metido en la cama silenciosamente, pero Javine se había dado la vuelta, había dicho su nombre en la oscuridad mientras él se desvestía y se había ido despertando mientras hablaba.

Le preguntó cómo le había ido la noche.

Había salido de casa de Easy con cuatrocientas libras, consciente de que entre los tres habían sacado por lo menos mil quinientas. Quizá tuviese razón. Tal vez Easy estuviese quedándose un pellizco por su papel en el ascenso de Theo, por darle la oportunidad. Tal vez Easy creyese que no se había ganado una parte como era debido. No sabía cuánto se había llevado Mikey, no había querido hablar del tema con él allí.

Pero lo averiguaría mañana. Le preguntaría a Easy qué estaba pasando.

Se acostó e intentó concentrarse en el dinero, centrarse en la pasta y en las cosas que podría comprar. Era más fácil hacer eso que pensar en cómo lo había conseguido, y en lo que había hecho para estar en esa posición.

«Además, el tipo de trabajo que vamos a hacer esta noche es la razón por la que disparaste al coche de esa puta, ¿no?» Retroceder mentalmente una semana era como tener vértigo y saltar porque ese era el mejor modo de dejar de estar asustado.

«-Levántala, tío, levanta ese chisme bien alto. Enséñale lo que tienes.

Lo que le vas a dar.

Hazlo…»

Todavía pensaba que podían aparecer en cualquier momento. Easy podía hablar de lo unida que estaba la banda todo lo que quisiese, pero Theo seguía quedándose helado cada vez que oía una sirena; sentía cada portazo como un martillo que se acercaba.

Javine volvió y se metió en la cama. Se acercó y dijo:

– Está bien.

– Eso es bueno…

Le puso la mano sobre la barriga y la cabeza en el pecho, empezó a bajar besándole. Theo cerró los ojos e intentó concentrarse en tener una erección. Olvidar la imagen de un cuchillo y un agujero rasgado, de la sangre sobre la brillante cinta adhesiva negra.


Había puesto unas sobras de pollo en un plato de papel; una hora antes, había observado al zorro trotando por el césped. Se había detenido a unos centímetros de la comida y se había sentado, desconfiado. Luego había rodeado el plato y esperado unos minutos más antes de echarse sobre su comida gratis.

No tenía nada de malo ser cuidadoso, había pensado Frank.

Ahora el jardín volvía a estar a oscuras, salvo por las tenues luces de los parterres, y Frank se sentó con un crucigrama en el regazo y una copa de vino a su lado. Prefería los pasatiempos crípticos, le gustaba cronometrarse, pero este podía con él. No lograba poner su cerebro en marcha.

Clive se había pasado hacía un rato. Le había puesto al día sobre la reforma del pub y un jefe de obra tocahuevos que estado dando problemas en un proyecto que tenían en el oeste. Y sobre el tema de Lewisham.

Clive era bueno en lo que hacía y siempre empleaba a gente igualmente hábil. Lo tenía todo controlado.

Levantó la vista del periódico cuando entró Laura. Vestía vaqueros y una camiseta, y su pelo parecía húmedo, como si acabase de salir de la ducha.

– Te has perdido al zorro -dijo él.

– Estaba mirando desde arriba -se acercó a la ventana y se apoyó en ella. Le miró, como si estuviese esperando que le contase algo más, pero tras unos segundos Frank retomó su pasatiempo.

Volvió a levantar los ojos al oírla llorar.

– ¿Qué pasa?

– ¿Qué has hecho?

Se quitó las gafas.

– Ya lo sabes, ¿por qué me lo preguntas? No quieres saber los detalles, ¿verdad? -Ella siempre lo sabía. No podía ocultarle nada, nunca había podido. Sabía que aquella conversación tendría lugar desde el momento en que le había enseñado la noticia del periódico unos días antes.

Ella levantó el brazo y se pasó la manga de la camiseta por la cara.

– ¿Se ha terminado?

Él dejó caer el periódico a sus pies.

– Acaba de empezar.

– Pero no va a cambiar lo que ha pasado, ¿verdad?

– Eso ya lo sé.

– No ayudará a Paul.

– Tal vez me ayude a mí -dijo Frank-. Ya sabes lo que pienso de defraudar a la gente -eso la hizo saltar otra vez-. Eres la única que sabes cómo soy.

Ella asintió y se acercó a él.

Detrás de ella, las luces de movimiento del jardín se activaron, pero Frank no apartó sus ojos de los de ella. Ella se estaba acercando e inclinándose para darle un beso en la mejilla, y eso era más importante que ninguna otra cosa.


Los chicos que rondaban los garajes fueron los primeros en llegar junto a Mikey. Habían oído el disparo y conocían la diferencia entre eso y un petardo o la detonación del tubo de escape de un coche. Claro que la mayoría de la gente de la urbanización también la conocía, y ya había varios coches patrulla en camino, pero los chicos no lo sabían.

Se quedaron de pie alrededor del cuerpo, los cinco, mirando. Lo observaron desde todos los ángulos, tan curiosos como cualquier chico de diez u once años.

Para dos de ellos era el primer cadáver que veían de cerca.

Alguien dijo algo sobre las cadenas, que Mikey no iba a echarlas de menos, y otro chico empezó a hablar de dónde podía estar la cartera. Pero el chico al que todos escuchaban, el designado por Wave para llegar a más en el futuro, les dijo que cerrasen la boca y mostrasen el debido respeto.

Les dijo que no era así como se hacían las cosas.

Entonces oyeron las sirenas y a alguien gritando desde la urbanización detrás de ellos. Antes de que el último de los chicos se diese la vuelta, adelantó la punta de su zapatilla, la metió en el charco de sangre que seguía manando bajo la cabeza de Mikey y corría hacia el sumidero.

– Qué pegajoso -dijo.

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