Cuando llevaba cerca de nueve horas, dijeron que casi había terminado. -Venga, bonita, ya casi estamos… Aunque, por otra parte, llevaban un buen rato diciendo eso.
Jenny estaba haciendo todo lo que podía para apoyarla, diciéndole que respirase y manteniendo la calma ante los subsiguientes insultos, con la cara crispada como si ella misma sintiese las contracciones. Cada una era una oleada arrasadora que empezaba en el costado y le recorría todo el cuerpo; duro como una roca y paralizado cuando llegaba al centro y la exprimía como un limón durante un minuto o así. Cuando el dolor volvía a surgir, la garganta le dolía casi tanto como el resto.
Le habían puesto gas y aire al empezar el parto, había flotado un rato, pero había empezado a gritar pidiendo la epidural después de cuatro horas, cuando todavía había dilatado sólo tres centímetros. Gritaba a las comadronas y a las paredes, y a su tozudo útero. Después de lo que le pareció otra hora, había entrado un joven anestesista y le había recitado todos los riesgos: la posibilidad de uno entre veinte de que le bajase la presión sanguínea; la posibilidad de uno entre mil de romper la membrana que cubre la médula espinal; la extremadamente remota posibilidad…
Ella le dijo, en términos meridianamente claros, que no le importaba.
Tras cinco minutos de dolorosos pinchazos, el anestesista había meneado la cabeza.
– No consigo meter el puto chisme.
Jenny le había sonreído desde el otro extremo de la cama.
– Apuesto a que eso es lo que dijo el padre.
El padre…
No era más que una broma estúpida, Helen lo sabía, y había sido terrible ver la cara de su hermana al darse cuenta de lo que había dicho.
– Sólo quería decir…
Helen había querido decirle que no pasaba nada, pero otra contracción la dejó sin aliento. La dejó rígida mientras todos volvían al trabajo.
– De todas formas, es demasiado tarde -dijo una de las comadronas-. Ya estás prácticamente dilatada del todo, querida.
Había dos escenificando un ensayado número del poli bueno y el poli malo. Una le decía a Helen que imaginase el cuello del útero abriéndose como una flor, mientras su compañera se limitaba a instarla a «bajar la cabeza» y «esforzarse más». Esa fue la que tomó el mando cuando llegaron a la parte de la sangre y las tripas.
– Concéntrate, Helen. Saca a ese crío. Ya.
Odiaba aquella agonía, no se creía ni por un segundo toda esa basura holística de la nueva era. Aquello no era algo que ella se había «ganado» durante cuarenta y dos semanas, y no era «parte de la experiencia». Cada vez, sentía que la siguiente contracción podía matarla; pero, aun así, cuando llegaba, empujaba con toda la fuerza que le quedaba. La mezcla de emociones bastaba para eliminar al menos parte de la sensación, para aliviar un poquito la agonía, mientras forzaba los músculos de su abdomen hasta que chirriaban.
Se tensó al sentir llegar la siguiente.
Jenny estrechó su mano.
Empujó…
Sabía que tendría que vivir con la culpa y los recuerdos dolorosos. Aquellas cosas habían encontrado un hogar, se habían alojado en su interior. Como una esquirla de cristal en la parte blanda del pie.
Empujó y gritó, adentro y afuera.
– Aquí viene. El último empujón.
Podía asumir esas cosas.
Las vencería lo mejor que pudiese, por los dos. Por el niño que sabía que era (que rezaba por que fuese) de Paul.
De repente se sintió fuerte y centrada. Llena de energía. Era el feroz y tranquilo centro del mundo.
– Sólo uno más, bonita…
Sus entrañas se abrieron y sintió como si su barriga fuese a abrirse como una sandía en cualquier momento. Quería abrirlo con las manos para combatir la quemazón de su estómago, de su pelvis, de su espalda. Era como si le estuviesen dando la vuelta de dentro afuera.
Pero siguió empujando.
Había conocido un dolor mayor.