Mientras Helen se cambiaba, Deering esperó junto a la puerta del dormitorio, y le explicó lo que había visto al llegar a la puerta del bloque cinco minutos antes:
– Estaba a punto de llamar al timbre cuando salió un fulano a toda velocidad.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Ni idea -dijo Deering-. Llevaba capucha y mantenía la cabeza baja. De estatura media, supongo, pero no sabría decirte mucho más. Casi me da con la puerta en toda la cara al salir.
Helen se había puesto pantalones de chándal y una camiseta, y estaba a punto de coger su bata detrás de la puerta cuando sintió que empezaban a temblarle las piernas. Se sentó en la cama y esperó a que se le pasase.
– No me pareció que tuviese sentido dejar que la puerta volviese a cerrarse, ya sabes, y me colé antes de que lo hiciese. Cuando llegué arriba, tu puerta estaba abierta de par en par y te oí gritar.
Quien había estado en su piso podía haber entrado de la misma manera, supuso Helen, ella misma lo había hecho bastante a menudo, pero eso no explicaba cómo había logrado entrar en el piso. Sabía muy bien que había cerrado como era debido. Empezó a pensar en todas las personas que podían tener un juego de llaves. Jenny, y unos cuantos obreros a lo largo de los años. ¿Le habría dado Paul un juego a alguien?
– ¿Helen?
– Perdona -miró hacia la puerta del dormitorio-. Estoy bien. Salgo en un minuto.
– Voy a preparar un poco de té…
Cuando Deering salió con él de la cocina, Helen estaba en el sofá del salón; tenía las piernas levantadas y las rodillas junto al pecho. Se envolvió un poco más en la bata y observó a Deering examinando el lugar con un gesto semi-profesional. No le llevó mucho llegar a la misma conclusión que ella.
– ¿Quién más tenía llaves?
Le dio unos cuantos nombres pero le resultaba difícil pensar con claridad.
– Deberías hacer una lista cuando te encuentres mejor -dijo.
Ella movió la cabeza indicando la puerta del baño.
– He montado una buena ahí dentro.
– Te libraste de él.
– Hay cristales por todas partes.
– Los recogeré -empezó a levantarse pero se detuvo cuando Helen descartó la idea con un gesto de la mano. La vio pegar un ligero salto y vio que una extraña sonrisa se dibujaba en su cara-. ¿Estás bien?
Helen se había metido las manos por dentro de la bata y las presionaba sobre la barriga.
– El bebé tiene hipo -dijo. La sonrisa se hizo más grande y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Estaba preocupada después de lo que ha pasado. Cuando resbalé -sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la bata, dio otro respingo y se rio.
– No me sorprende -dijo Deering-. El pobre cabroncete se ha llevado un buen susto. A mí me daría bastante más que hipo -se quedó mirándola-. ¿Qué?
– Nada, está bien -dijo Helen, recordando lo que había gritado cuando estaba intentando librarse del hombre que estaba tras la puerta. Cuando se había sentido dispuesta a matarlo. Recordando que había hablado en plural.
Déjanos en paz.
Deering la señaló.
– Te has cortado el labio.
Helen se lo lamió, luego se pasó el pañuelo por la boca.
Deering tomó un sorbo de té y volvió a mirar a su alrededor.
– ¿Sabes si se ha llevado algo?
– Parece que no, pero no ha tenido mucha ocasión.
– Ya es algo, supongo.
– No hay mucho que llevarse: la tele, el DVD, supongo. Tampoco es que haya un alijo secreto de joyas -Helen había hablado con bastantes víctimas de robo a lo largo de los años y, en cuanto se reponían del susto, la mayoría decían sentirse vulnerables y violadas. Se preguntó si eso era lo que le esperaba a largo plazo, o si sencillamente no llegaría a registrarse en su sistema, insignificante frente a las reservas inagotables de dolor y culpa-. Aunque me cuesta sentirme particularmente afortunada en este momento.
Deering asintió.
– Estas últimas semanas no han sido las mejores para ti, ¿verdad?
Helen rio, aunque la risa pronto se convirtió en un escalofrío, y se arropó más con la bata.
– No pretendo enseñar a mi padre a hacer hijos y eso, pero deberías llamar a la policía.
– Ya lo sé -la perspectiva no la entusiasmaba precisamente. Con toda probabilidad, la tratarían con el debido respeto y sensibilidad, pero siempre cabía la posibilidad de que enviasen a un par de novatos torpes.
– Desde luego, vendrán rápidamente -dijo Deering-, si les explicas tus circunstancias.
– Yo no contaría con ello. Creo que esta noche hay un bolo en la Academia.
– ¿Quieres que llame yo?
Helen le dio las gracias, pero dijo que podía encargarse de ello. Se levantó e hizo la llamada, asegurándose de que supiesen que era de la Casa.
– Al menos, déjame esperar contigo -dijo Deering cuando ella colgó-, ayudarte a limpiar un poco después.
– De verdad que no hace falta.
– No pasa nada, en serio -dijo él-. De todas formas, quería hablar contigo.
– Claro… perdona -dijo Helen, dándose cuenta de repente de que ni siquiera le había preguntado a Deering por qué había ido a verla en un principio.
A Easy le encantaban las hamburguesas y el pollo, como a todos los demás, pero eso era lo único que la mayoría de aquellos chicos comían siempre. Normalmente, era cuestión de tiempo: poder coger algo a la carrera y volver al trabajo, pero incluso cuando no se trataba más que de comer, seguían conformándose con mierda. Llevaban cadenas con precios de cuatro cifras y se gastaban menos de cinco libras en la cena, no tenía sentido.
Las cadenas y los relojes de flujo no se podían comer.
A veces, le gustaba gastarse lo que fuese y comer algo decente; algo que no llegase rápido, con champán si estaba forrado, o tal vez una copa de vino en un sitio de esos donde te echaban un poquito primero para que lo probases. Era importante hacerlo, que pareciese que era algo a lo que estabas acostumbrado.
A menos que estuviese tratando de cepillarse a alguna chica o hubiese algo que celebrar, prefería comer solo. No era que no quisiese ser visto, pero le encantaba la comida y no quería ninguna distracción. La charla y esas cosas estaban bien en el KFC, pero quería disfrutar lo que estaba comiendo y no podría relajarse con alguien soltando gilipolleces desde el otro lado de la mesa. Siempre le había impresionado la gente que podía hacerlo, sentarse allí y comer sin más compañía que la suya propia. Pensaba que debían de ser bastante especiales, que debían de sentirse cómodos con lo que estaban haciendo, ¿no?
Había ido en coche hasta Brockley, a un sitio francés que había visto en el periódico, un bistro o como se llamase. No era tan pijo como algunos de los sitios que había probado en la zona oeste, pero la comida era una pasada. Había comido caracoles, ternera en hojaldre y un postre fantástico con merengues flotando sobre unas finas natillas. En otros sitios, los camareros solían echarle un vistazo y comportarse como si hubiese un zurullo paseándose por la moqueta, pero la mujer que le había traído la comida esta noche había sido agradable, aunque era tan francesa como él, y dejó una buena propina, como siempre.
Al volver al coche, se planteó pasarse por el Dirty South para tomar algo. Ver cómo estaba el ambiente, si las cosas se habían calmado.
Dio la vuelta a la esquina y vio a un capullo en su Audi, hurgando en la ventana con un destornillador, como si tal cosa.
– ¿Qué cojones te crees que estás haciendo? -Easy avanzó rápidamente, preparado para hacerle daño, y el hombre del coche dio un paso atrás-. Estás muerto, tío. Puto imbécil -estaba casi encima de él cuando el hombre sacó la pistola y de repente fue Easy el que se sintió como un imbécil.
– Métete en el coche -dijo el hombre.
Easy oyó pasos detrás de él y otra voz que dijo:
– Haz lo que te dicen.
Se puso al volante, mientras el hombre grande que había salido de la nada se metía en el asiento del copiloto, a su lado. Le dijo que era una noche agradable para dar un paseo en coche. El primer hombre se metió en la parte de atrás e Easy hizo una mueca de dolor al sentir el cañón de la pistola contra la carne blanda de detrás de su oreja.
Recordó lo que le había dicho a Theo sobre estar preparado para aquello, pero sintió la ternera subiéndole por la garganta, y el sabor del vino, y, al final, sólo pudo hacer lo que le decían.
Coser y cantar.
– He puesto todo eso en mi informe, evidentemente -dijo Deering-, pero también quería contártelo en persona. Porque te conozco.
– ¿Todo el qué? -preguntó Helen.
– ¿Recuerdas cuando nos vimos la semana pasada y te dije que había un par de cosas que todavía estaba intentando aclarar?
– Dijiste que sólo eran formalidades.
– No quería contarte nada hasta estar seguro.
Helen fue a coger su té, pero estaba casi frío. El bebé se había calmado. Le dijo a Deering que continuase.
Él se aclaró la garganta y dejó su té. A Helen le pareció alguien que había reflexionado cuidadosamente sobre lo que iba a decir y cómo iba a decirlo. Sintió otro pequeño escalofrío mientras se preguntaba por qué.
– Lo primero fueron los cristales.
– ¿Qué cristales?
– Los cristales de la ventanilla del BMW -dijo Deering-. Los viste cuando fuiste al garaje.
Helen asintió, recordando la parte trasera del coche, sin las alfombrillas. Los trozos de cristal que había bajo los asientos y en la parte de atrás, brillando sobre el metal oscuro.
– Había muchos en el coche, pero ninguno en la calzada. Lo comprobé.
– No te sigo. ¿No debería estar todo el cristal en el interior del coche de todos modos? Sin duda, caería hacia dentro.
– La gran mayoría sí, claro, pero, aun así, sería de esperar que unos cuantos fragmentos hubieran caído en la calzada. Leí el informe inicial y lo comprobé varias veces. Hablé con el primer agente que acudió a la escena y con el investigador de tráfico después de que volviese. No había cristales.
– A lo mejor los dispersaron los coches que pasaban o había pasado un limpiador.
– Es posible.
– Puede que el agente de tráfico no fuese muy cuidadoso.
Deering ladeó la cabeza, admitiendo también esa posibilidad, pero parecía impaciente por seguir.
– Puede, pero el investigador de tráfico sí lo fue, que es por lo que también me preocupaba la velocidad.
– ¿Qué tiene eso que ver?
– Tomó todas las medidas necesarias, comprobó los patrones de frenada y demás, y pudo calcular la velocidad exacta de cada uno de los coches en el momento del accidente. Curiosamente, la respuesta es que no iban muy rápido.
– ¿Y?
– Treinta kilómetros por hora, como máximo, cuando se supone que el BMW estaba intentando escapar, a una hora de la noche en la que había muy poco tráfico en las calles.
– Estaba lloviendo bastante.
Deering meneó la cabeza.
– De hecho, el único momento en que el BMW alcanzó una velocidad decente después de los disparos, fue cuando giró hacia la parada de autobús.
Ahora Helen estaba completamente confusa.
– ¿Qué tiene eso de raro? ¿Tú no acelerarías si alguien te estuviese disparando?
– Sí, bueno, ese es el tema -dijo Deering.
El efecto de lo que había dicho, o su expresión mientras hablaba, debió de quedarle claro al ver la cara de Helen. De repente parecía preocupado, y levantó su taza.
– Deja que te traiga otro.
Helen negó con la cabeza, ansiosa por oírlo.
– Vale… Bueno, te dije que extrajimos las balas. Una del paso de rueda y una de la parte de abajo de la puerta opuesta, ¿no? Del treinta y ocho, como creíamos.
Helen asintió.
– Pero no estaban donde debían.
– ¿Dónde debían estar?
– El Cavalier no levanta tanto del suelo. Quiero decir que podría haber tenido sentido si el BMW fuese uno de esos modelos bajos, deportivos, o si hubiesen disparado desde un coche más alto, un todoterreno grande o algo, pero los ángulos no eran los correctos.
– ¿Los ángulos de los disparos?
– Exacto. Mira, dispararon así -se echó hacia delante y estiró un brazo hacia ella, colocando dos dedos como si fuesen el cañón de una pistola. Vio la cara de Helen y bajó el brazo, avergonzado-. Espera, mira esto -corrió a coger su maletín, que había dejado junto a la puerta, y sacó una serie de impresiones por ordenador-. Tienen un programa que puede trazar la trayectoria de las balas basándose en las alturas relativas de cada vehículo -le pasó las hojas y señaló-. Puedes seguir el recorrido de cada bala. ¿Ves? Ningún punto de impacto está donde debería estar.
Helen examinó las hojas, intentando asimilar lo que le estaba diciendo.
– ¿No se habría modificado la trayectoria de las balas de todas formas al impactar contra el cristal? -Era lo mejor que se le ocurría-. Eso podría explicar por qué acabaron donde estaban.
– La primera bala, puede -dijo Deering, como si ya hubiese pensado en ello-, pero la segunda bala no tendría que atravesar ningún cristal. No tiene nada que ver con el cristal. Se trata de desde dónde se dispararon las balas. Y cuándo se dispararon.
Helen se quedó mirando las hojas mientras Deering se levantaba y se dirigía a la parte de atrás del sofá.
Señaló.
– Así…
Helen levantó la vista y miró fijamente a Roger Deering, y el pánico que había sentido en el cuarto de baño hacía apenas un momento le pareció un recuerdo distante. Fue sustituido por algo más profundo y más desesperado; una idea terrible que iba atenazándola más fuerte a cada segundo.
– Has dicho «cuándo» -su voz era un susurro.
– Los disparos se produjeron antes -dijo Deering-. No sé exactamente cuándo, pero sin duda antes del accidente. Los disparó alguien de pie desde fuera, con el coche parado.
– ¿Me estás diciendo que todo fue un montaje? Que lo que pasó…
Él levantó las manos.
– No te estoy diciendo nada. Sólo lo que he descubierto, nada más.
– Fue un accidente.
Deering parecía incómodo, como si hubiesen superado los límites de su pericia.
– No la clase de accidente que creíamos, no.
– Estás diciendo que todo esto se hizo para ocultar otra cosa. Que Paul… era un objetivo.
– No estoy diciendo eso -Parecía aún más incómodo-. No puedo decir eso. Había más gente en aquella parada de autobús, Helen.
Pero ella sabía algo que él no sabía. Sabía lo de la operación Victoria.
– No pasa nada -dijo ella-. Gracias.
Sabía que la muerte de Paul había sido deliberada.
Helen pegó un salto al oír el timbre de la puerta, y Deering vio el movimiento.
– Eso no ha sido el bebé, ¿verdad?
Se levantó del sofá sin decir palabra y se acercó lentamente a la puerta.
Deering la siguió y le puso una mano en el brazo.
– Escucha, me gustaría ir mañana. Si te parece bien.
Ella dijo que sí sin escuchar realmente la pregunta.
– Entonces, ¿qué vas a hacer esta noche? ¿Cuando terminen?
Helen se dio la vuelta. No estaba pensando con claridad, se había movido como una sonámbula, pero de una cosa estaba segura: no quería pasar la noche sola en el piso.
– Quiero ir a casa de mi padre -dijo.
Deering asintió y le dijo que la llevaría luego. Le acarició el brazo.
– Será mejor que les dejes pasar.